LOS AMANTES DE GIBRALTAR

 

DOMINIQUE BAUDIS

 

 

 

 

LOS AMANTES

DE GIBRALTAR

 

 

 

Traducción de Manuel Serrat Crespo

 

 

 

 

 

 

 

 

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Título original: Les amants de Gibraltar

 

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

 

Primera edición impresa: junio de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© Editions Grasset & Fasquelle, 2010

© de la traducción: Manuel Serrat Crespo, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4591-9

 

Depósito legal: B. 19.165-2012

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

Justiniano

 

 

 

Un viento furioso soplaba sobre Constantinopla. Se lanzaba al asalto de las altas murallas y golpeaba como un ariete las puertas cerradas. Corría por la Mese, la avenida monumental flanqueada de pórticos y abierta a una sucesión de foros, que atravesaba la ciudad de punta a cabo. Se arremolinaba en torno a la cúpula de Santa Sofía, levantaba nubes de polvo en la pista del hipódromo desierto y mugía en las salas del Gran Palacio. El emperador Absimaro se había encerrado en él, rodeado de sus íntimos. Sollozaba. Tenía miedo.

Ninguna embarcación salía ya del puerto del Cuerno de Oro cuya entrada cerraba una pesada cadena. Sus grandes eslabones de hierro serpenteaban en la superficie del canal, sostenidos por enormes troncos de madera que flotaban en las aguas. A lo largo de los muelles, los navíos tiraban de sus amarras. Cabos mal anudados azotaban los mástiles. Las tripulaciones habían arriado y guardado las velas en el fondo de las calas, donde se protegían del viento gélido. En la cubierta de los bajeles y en los muelles atestados se pudrían las mercancías retenidas. Bandadas de ratas se aventuraban sin temor alrededor de las cajas y los sacos.

Con las puertas y el puerto cerrados, la ciudad más poblada del mundo pronto carecería de alimento para sus cuatrocientos mil habitantes. Carentes de provisiones, los mercados no abrían ya. Perros vagabundos se deslizaban entre sus rejas en busca de detritus. Las plazas y las calles estaban desiertas. También las anchas avenidas rectilíneas y las alineaciones de palacios, al igual que el laberinto de las callejas populares, con los puestos cegados por postigos de madera. Nadie se atrevía a salir. Pero no era el frío ni el viento lo que petrificaba la ciudad y la gente, era el miedo. Un miedo que les hacía olvidar el frío.

 

Un inmenso ejército bárbaro acampaba ante las murallas. En el camino de ronda, centuriones y soldados vigilaban ese campamento que bullía como un inmenso hormiguero. La vanguardia había llegado tres días antes, con las primeras borrascas. Como el viento, esos hombres procedían del norte: jázaros y búlgaros. Tiendas, carros, manadas de caballos, de camellos y bueyes atestaban la llanura hasta perderse de vista. Guerreros con casco y coraza se calentaban alrededor de las hogueras. Pero ese despliegue de fuerza no era bastante para inspirar terror. Constantinopla había visto cosas mucho peores desde su fundación sobre el puerto de Bizancio, trescientos setenta y cinco años antes. Los escitas, los hunos, los anglos, los godos, los kossares, los ávaros... Una vez tras otra, el emperador había ofrecido a los asediadores una suma proporcional a sus fuerzas y los bárbaros habían levantado el campo.

Lo que, esta vez, impedía dormir a los constantinopolitanos era el jefe de ese ejército, un aparecido: Justiniano II, su segundo emperador. Habían sufrido durante un largo decenio el yugo de ese tirano sanguinario hasta el día en que se habían rebelado. Lo habían arrastrado fuera del palacio, le habían arrancado la nariz y lo habían deportado a la fortaleza de Kherson, al otro extremo del mar Negro, en Crimea.

Desde hacía diez años, casi habían olvidado a Justiniano II. Pero ¿cómo podía, él, olvidar lo que le habían infligido?

 

Justiniano montaba un purasangre tordo, gris como un cielo tormentoso. Lo llevaba al paso, lentamente. Se tomaba su tiempo. Llegado con las primeras oleadas de jinetes, no se cansaba de alardear ante los muros de Constantinopla. Tras él cabalgaban Tervel, el viejo kan que reinaba sobre los búlgaros, e Ibuzir, el joven khagan que conducía a los jázaros. Sus escoltas los seguían a distancia. Por precaución, se mantenían fuera del alcance de las flechas. Pero los arqueros de Constantinopla no disparaban. La ciudad no tenía el valor de combatir contra Justiniano ni el de abrirle sus puertas.

A veces, Justiniano se acercaba a las murallas para mostrarse. En pleno centro de su rostro, llevaba una placa de oro en vez de la nariz que el verdugo le había arrancado. Con minúsculos orificios que le permitían respirar, la prótesis aguantaba gracias a dos cordoncillos de seda que pasaban por detrás de las orejas. Los sufrimientos y la intemperie habían curtido el rostro de ese hombre de treinta y seis años, prematuramente envejecido. Las privaciones habían hundido sus mejillas, devoradas por una barba grisácea. Sólo sus ojos negros, brillantes como una esquirla de granito, habían conservado su juventud.

El sol de invierno en un cielo vacío, barrido por el viento, hacía relucir la nariz de Justiniano. Tiró levemente de los cordoncillos para ceñirlos alrededor de sus orejas y ajustar mejor sobre su rostro la placa de metal precioso. Aunque fuera muy fina, llevarla era incómodo. Por lo general, ocultaba su mutilación anudando una tira de cuero, lana o seda, según la estación. Justiniano reservaba el oro para las grandes ocasiones. Había hecho que confeccionaran esa joya para su boda con Riwa, la princesa jázara. La había llevado también para sellar su alianza con el kan de los búlgaros. Ahora, Justiniano enarbolaba su nariz de oro para presentarse ante Constantinopla y saborear la revancha que aguardaba desde hacía diez años. Desde aquel día en que una multitud furiosa, conducida por el demagogo Leoncio, había invadido el palacio y masacrado a sus guardias. Encadenado, de rodillas sobre la pista del hipódromo, Justiniano había asistido a la ejecución de sus ministros entre las ovaciones del pueblo apretujado en los graderíos. Le habían permitido seguir viviendo, pero había tenido que sufrir la rhinokapia: le habían mutilado la nariz con unas tenazas enrojecidas al fuego.

Los entusiastas clamores de los treinta mil espectadores habían apagado su aullido. Aquellas aclamaciones saludaban la definitiva caída de Justiniano, perdurablemente descalificado para reinar. Esa regla se remontaba a los orígenes del Imperio romano de Oriente. Su fundador, Constantino, había proclamado que el emperador tenía que ser hombre de buena apariencia para imponer su autoridad al ejército, hacerse obedecer por el pueblo y respetar por la Iglesia. El emperador tenía que ser carismático, había decretado. Constantino, con cuerpo de atleta y rostro de estatua, hacía de sí mismo el modelo de sus sucesores. Evidentemente, los veintisiete emperadores que lo habían sucedido no habían, todos ellos–ni de lejos–, respondido a esta exigencia. El trono había soportado a feos, contrahechos, desfavorecidos, tuertos..., pero la regla subsistía por medio de la rhinokapia. Se había convenido que un hombre con la nariz cortada no podía reinar. Así, desde hacía siglos, cortar la nariz a un rival, con mucha frecuencia un hermano, un tío, un primo, permitía eliminarlo sin tener que matarlo. Porque la Iglesia prohibía la ejecución.

Tras la mutilación de Justiniano, Constantinopla creyó, por lo tanto, que podría olvidarlo. Lo habían exiliado, con un trapo ensangrentado en la cara.

Regresar a Constantinopla, reconquistar su trono y castigar a los que lo habían expulsado: esta esperanza le había dado fuerzas para salir del abismo. Diez años más tarde, lo tenía al alcance de la mano. Desde el fondo de su calabozo, su capacidad de persuasión había conseguido que el gobernador y la guarnición cambiaran de bando. Les había prometido una lluvia de oro si lo dejaban evadirse y ellos habían adoptado su causa. Fue su primer puñado de partidarios. Con ellos, se había unido a los jázaros, un pueblo feroz llegado de las estepas de Asia que vivía, desde hacía unos cien años, al pie del Cáucaso, acosando las fronteras del Imperio. Constantinopla les pagaba tributo para comprar su tranquilidad. Justiniano había propuesto al jefe de esos jázaros, el khagan Ibuzir, casarse con su hermana Riwa, que sería emperatriz en cuanto hubiera reconquistado Constantinopla. ¡La princesa de los jázaros en el trono del Imperio! Ibuzir había concedido de inmediato a su joven hermana y puesto su ejército en pie de guerra.

Justiniano se había dirigido luego a los búlgaros, un pueblo llegado también de las estepas del este y que se había establecido en el delta del Danubio. Había prometido a su kan, Tervel, el título de rey y un rico tributo si lo ayudaba a regresar a Constantinopla. Tervel había aceptado la alianza.

En el mes de enero de 705, diez años después de la usurpación, Justiniano y sus dos aliados, a la cabeza de veinte mil hombres, se habían lanzado por sorpresa contra la frontera del Imperio. Habían dispersado y puesto en fuga a algunos regimientos bizantinos que intentaban cerrarles el paso. Luego, sin encontrar más resistencia, habían galopado sin reposo hasta Constantinopla.

 

Justiniano contemplaba la muralla de ladrillos y piedra, alta como un acantilado, de diez mil pasos de largo y fortificada con trescientas cincuenta torres. Por encima de las almenas, divisaba los grandes tejados del palacio imperial donde había nacido treinta y seis años antes, la curva de la cúpula de Santa Sofía donde el patriarca lo había coronado cuando tenía dieciséis años, las altas tribunas del hipódromo donde el usurpador Leoncio lo había hecho torturar cuando tenía veintiséis.

¿Cómo una ciudad de semejante esplendor podía albergar a un pueblo hasta ese punto insensato?, pensaba. Veneraba a Constantinopla tanto como despreciaba a sus habitantes. No quería destruir nada de lo que constituía su fuerza y su grandeza. Muy al contrario, había dado al kan y al khagan instrucciones estrictas: «La ciudad no es culpable. No toquéis sus murallas ni sus monumentos. Reservemos nuestro furor para los usurpadores y quienes les han servido. Para ellos, nada será demasiado cruel. ¡Haremos correr ríos de sangre!».

 

Al tercer día del sitio, hacia las cinco de la tarde, cuando el sol declinaba, Justiniano y su escolta pasaban ante la Puerta de Oro que se entreabría. Los dos batientes que fulguraban a la luz del ocaso dejaron salir a un hombre. Desnudo, sólo llevaba un taparrabos mugriento alrededor de la cintura. Las puertas volvieron a cerrarse a su espalda. Dudaba en avanzar. Desde lo alto de las murallas, unos soldados le gritaban que se fuera y le tiraban piedras para obligarlo a alejarse. Cuando dispararon flechas que él oyó silbar a su alrededor, empezó a correr, tropezando con los guijarros. Avanzaba con los brazos tendidos, las palmas abiertas y los dedos separados. Jadeando, titubeante, corría sin verlo hacia el grupo de jinetes que lo observaban. Era lastimoso, descarnado, cubierto de costras y cicatrices. Con las órbitas vacías, los párpados cosidos y la nariz arrancada, su rostro producía espanto. En medio retoñaba una cicatriz, como un hocico truncado.

–¡Leoncio! –gritó jubiloso Justiniano cuando el infeliz estuvo a diez pasos–. Esperaba este momento desde hacía diez años.

Paralizado por aquella voz que reconocía, Leoncio se inmovilizó.

–Acércate para que te vea mejor –ordenó Justiniano.

Leoncio no se atrevía a moverse ya. Justiniano dio un talonazo y condujo a su caballo hasta el hombre vacilante.

Era aquel Leoncio que había dirigido la insurrección contra Justiniano. Aquel veterano era un cabeza dura. Soldado que había sobresalido de las filas a fuerza de bravura en los campos de batalla contra los musulmanes, se había convertido en estratega. Fue la consagración de su carrera. Lamentablemente, un asunto de corrupción la había cercenado. Leoncio ignoraba por completo las malversaciones de sus intendentes, pero, para dar ejemplo, Justiniano lo había hecho encerrar en prisión. Leoncio había pasado seis meses en una mazmorra de Constantinopla. Esa injusticia lo había enloquecido. El día de su liberación, ebrio de rabia, había estrangulado al guardián que había ido a liberarlo. Se había apoderado de las llaves de las demás celdas, había abierto las rejas y liberado a sus oficiales detenidos como él; también a un puñado de criminales y ladrones encantados con la ganga, que se pusieron de inmediato a sus órdenes. Seguido por unos cincuenta hombres decididos y armados con espadas arrebatadas a sus guardianes degollados, Leoncio se había dirigido a grandes zancadas hacia el palacio imperial arengando a la multitud en el foro. «¡Voy ahora a ver a Justiniano y a pedirle cuentas!», proclamaba, y como todos tenían cuentas que pedir al emperador, una jauría vindicativa iba aumentando alrededor de Leoncio y de los prisioneros. Constantinopla estaba, desde hacía meses, de humor levantisco. No soportaban ya a Justiniano, sus impuestos, su crueldad, sus guerras desastrosas. El furor de Leoncio y de sus compañeros había transformado el descontento popular en motín y, luego, en devastadora insurrección. Lo había barrido todo a su paso, hasta el palacio imperial, cuyos guardias, sorprendidos por aquel imprevisible levantamiento, habían perecido pisoteados. Así fue como Leoncio, usurpador sin haberlo deseado realmente, había subido al trono. Pero no se había aprovechado mucho tiempo de él.

–Tus dos funestos años de reinado te han costado caros –se rió sarcástico Justiniano ante el rostro martirizado de Leoncio–. ¡Sin nariz! Lamento no poder infligirte yo mismo lo que me hiciste sufrir. Hubiera querido también sacarte los ojos. Pero ya veo que Absimaro pensó en ello antes que yo. Porque fue Absimaro. ¿No es cierto?

Leoncio emitió un feo gruñido.

–¡Responderás! –soltó Justiniano–. De lo contrario, hago que te azoten hasta que hables.

Leoncio abrió de par en par la boca lanzando un estertor. Estaba vacía. Le habían cortado la lengua.

–La nariz, los ojos, la lengua... Absimaro no te dejó posibilidad alguna de regresar al trono. Tú sólo me quitaste la nariz. Y si tuvieras ojos aún, podrías ver que la he sustituido por una joya de oro.

 

El reinado del usurpador Leoncio había finalizado con la terrible derrota de Cartago. Para el Imperio, la pérdida del puerto púnico era una catástrofe estratégica, comercial y política. Cabeza de puente en la ribera sur del Mediterráneo, Cartago era la puerta de entrada de África. En unas pocas semanas de batalla, los árabes habían aplastado la infantería y destruido las tres cuartas partes de la flota imperial. Ésta se hallaba bajo las órdenes de Absimaro, que sólo había conseguido salvar su navío y algunos bajeles de escolta. La noche del desastre, Absimaro había reunido en la cubierta de su barco a los oficiales supervivientes. Mesuraban la magnitud de la derrota y sabían que iban a pagarlo caro. El fracaso caería fatalmente sobre sus cabezas. El emperador Leoncio y quienes lo rodeaban sólo habían combatido en tierra. Reservaba, pues, sus favores para la infantería y desconfiaba de la marina, que le pagaba con la misma moneda. La conclusión se había impuesto muy pronto: para no convertirse en chivos expiatorios, sus oficiales habían proclamado a Absimaro emperador, blandiendo sus espadas a la luz de las antorchas mientras Cartago ardía a lo lejos, en plena noche.

La escuadra había cruzado el Mediterráneo, rumbo a Constantinopla. Apenas desembarcados en los muelles del Cuerno de Oro, los marinos armados habían corrido hacia el palacio imperial para apoderarse de Leoncio. Absimaro le había cortado enseguida la nariz de un mandoble antes de enviarlo a una mazmorra.

Absimaro, que era de carácter ansioso, bajaba a menudo al sótano del palacio para asegurarse con sus propios ojos de que Leoncio seguía entre rejas. Se preocupaba, puesto que corrían extraños rumores sobre una evasión de Justiniano. Con espanto, Absimaro supo muy pronto que no estaba ya en su prisión del mar Negro, que había huido con el gobernador y la guarnición, que había encontrado refugio entre los bárbaros, que se había casado con la princesa de los jázaros, que lo búlgaros se unían a su causa y que se disponían a marchar sobre Constantinopla. Absimaro tenía miedo. La angustia le arrebataba el sueño y no le dejaba ni un instante en paz. Cuando iba a ver a Leoncio a la prisión, éste lo injuriaba y lo maldecía. Con los nervios de punta, Absimaro había hecho que le cortaran la lengua y le sacaran los ojos.

 

–Absimaro ha sido cruel contigo. Pero voy a vengarte. Sufrirá, créeme. ¿Ha creído apaciguarme entregándote a mí? ¡Qué ingenuo!

Leoncio emitió un pequeño gorgoteo que hacía pensar en una risa.

–¿Estás contento porque voy a matar a Absimaro? Pues también a ti voy a matarte, con mis propias manos.

Justiniano espoleó su caballo. Sus hombres ataron las manos de Leoncio y lo arrastraron hacia el campamento.

 

La luz de los candiles de aceite brillaba en la nariz de oro de Justiniano. Estaba terminando de prepararse, sentado en su tienda ante un gran espejo de plata pulida. Con un pincel en la mano, aplicaba un tinte negro en su barba y en sus cejas grisáceas.

Desde hacía cinco años, desde que vivía entre los jázaros, se alojaba en esa vasta tienda, tan grande que eran necesarios diez hombres por lo menos y tres horas de trabajo para plantarla. Una larga cortina de seda azul la dividía en dos. Al otro lado de esa colgadura entreabierta, Riwa cantaba. Sentada en un taburete, con la espalda muy erguida, hacía que la peinara una vieja esclava que pasaba un peine de marfil por su espesa cabellera negra. Los ojos grises de Riwa, ligeramente oblicuos, al igual que su piel cobriza, atestiguaban los orígenes asiáticos de su pueblo. Cantaba una canción jázara para Justiniano. Le gustaba oírla, mirarla. En ella le gustaba todo y no dejaba de asombrarse por los sentimientos que le inspiraba, pues nunca había dado él importancia alguna a nada.

Antes de Riwa, la felicidad o la desgracia de los demás lo dejaban indiferente. Salvo él mismo, nadie contaba. Pero, con ella, todo había cambiado. Desde que lo había embrujado, le hacía compartir toda su vida. Ella cautivaba cada uno de sus sentidos. Él deseaba noche y día contemplar su cuerpo, oírla reír o cantar, acariciarla durante horas, sentir el perfume de su piel, degustar su boca. Antes, cuando él reinaba, había conocido los inagotables placeres del gineceo. Cada noche, durante los diez años de su reinado, hacía llamar a una mujer, nunca la misma. Más de tres mil amantes de una sola noche se habían sucedido en su lecho. Las había conocido de todas las razas. Le habían procurado voluptuosidades de una variedad infinita. Cada una de ellas tenía su modo de ofrecerse a él o de apoderarse de él. Más aún que el propio placer, disfrutaba aquel descubrimiento cotidiano de un nuevo camino hacia el placer. Pero, ahora, no tenía más deseo que Riwa.

Sin embargo, al comienzo de su unión, estaba seguro de que ella sólo podría sentir repulsión ante su horrendo rostro. La desposaba para sellar una alianza con los jázaros, eso era todo. Era una unión política de la que sólo esperaba beneficios políticos. Pero, muy pronto, había caído bajo el encanto de esa princesa salvaje. Lo hechizaba. Era hermosa, viva, y sabía ser dulce también. Cuando lo acariciaba y lo besaba por todas partes, hasta en el rostro donde sus dedos y sus labios se demoraban, Justiniano olvidaba su faz mutilada.

–Muy pronto subirás al trono con el nombre de Teodora –le anunció.

Riwa dejó de cantar y dirigió una mirada asombrada a Justiniano.

–¿Por qué Teodora? ¿Amaste a una mujer que llevaba ese nombre?

–Era el nombre de la esposa de Justiniano el Grande.

Justiniano II quería parecerse en todo a su ilustre predecesor, que ningún otro emperador había igualado.

–¡Era hermosa, espero!

–Casi tan hermosa como tú. Verás su imagen en un gran mosaico de Santa Sofía.

Riwa nunca había visto mosaicos, pero gracias a los relatos de Justiniano los imaginaba.

–Los libros de Procopio, un escritor contemporáneo suyo, afirman que era de gran belleza.

–Vuestros escritores siempre dicen que la emperatriz es bella, supongo.

–Desengáñate, Procopio escribió también cosas horribles de ella. Además, su relato estaba prohibido, pero circulaba ocultamente. Contaba que la hermosa Teodora era una prostituta y una ninfómana.

–¿Y era cierto?

–Del todo. Escucha su historia: su padre era exhibidor de osos en el hipódromo. Cuando murió, Teodora se convirtió en exhibidora de osos a su vez, antes de convertirse en exhibidora de sí misma, pues bailaba desnuda en el escenario del teatro.

Justiniano había leído todas las obras consagradas a Justiniano el Grande, su modelo. Dos textos de Procopio contaban el reinado. Uno, el oficial, El libro de las guerras, cantaba la gloria de Justiniano. El otro, clandestino, La historia secreta, contaba la escandalosa juventud de Teodora, antes de su encuentro con el emperador. Justiniano sabía de memoria algunos pasajes: se presentaba desnuda ante todos. Se tendía boca arriba. Algunos esclavos lanzaban granos de cebada sobre su sexo y unas ocas adiestradas para eso los picoteaban. La gente respetable que se encontraba con ella en el ágora se apartaba y se alejaba a toda prisa, temiendo que al tocar las ropas de aquella mujer pareciese que participaban en su mancilla. Nunca hubo nadie que se abandonara así a toda suerte de placeres. A menudo, habiendo acudido a una comida común con diez jóvenes o más, todos notables por su fuerza física y cuyo oficio era hacer el amor, se acostaba con todos los comensales durante toda la noche y, cuando todos abandonaban la partida, ella se dirigía hacia los servidores de éstos y, aunque hubiera treinta, copulaba con cada uno de ellos. Justiniano el Grande se encendió por ella de un amor sin mesura, pues Teodora era bella y encantadora. Pero más que su belleza, eran su extravagancia, su vivacidad y su alegría las que le daban encanto. Justiniano sucumbió definitivamente a él.