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JEAN FLORI

LA CRUZ, LA TIARA

Y LA ESPADA

Las cruzadas: ideología y orígenes

Traducción de Manuel Serrat Crespo

LA CRUZ, LA TIARA Y LA ESPADA

Índice

Portada

Prefacio. Una palabra, una herida

PRIMERA PARTE. Debates de escuelas

Introducción

Capítulo 1. Interpretaciones tradicionales de la cruzada

Capítulo 2. Nuevos «esquemas de lectura»

Capítulo 3. ¿Cómo salir del atolladero?

SEGUNDA PARTE. De la guerra justa a la guerra santa

Capítulo 4. «Soldados de Cristo»

Capítulo 5. Las palmas del martirio

Capítulo 6. La reconquista cristiana en Occidente: ¿«precruzada» o «guerra santa»?

Capítulo 7. La conquista del Este: ¿protocruzadas?

Conclusión. ¿Un bing bang?

TERCERA PARTE. Los ingredientes de la cruzada

Continuidad y ruptura

Capítulo 8. «Las palabras para decirlo…»

Capítulo 9. La indulgencia de cruzada

Capítulo 10. Liberar la Iglesia de Dios

Capítulo 11. Cruzada y plan de Dios

Capítulo 12. La cruzada en el plan pontificio

Capítulo 13. Liberación de las Iglesias y «triunfo» de la Iglesia latina

Conclusión general

Epílogo. Para una percepción evolucionista de la cruzada

Bibliografía

Notas

Créditos

Prefacio

Una palabra, una herida

Poco después del sorprendente atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, el presidente de los Estados Unidos de América, G.W. Bush, en un mensaje cargado de indignación y cólera contenida, anunció su decisión de luchar contra los autores de lo que consideraba, a la vez, un odioso acto terrorista, una agresión contra el mundo occidental libre y una especie de crimen de lesa majestad perpetrado contra el honor de la mayor potencia del mundo. Una intolerable humillación.

Para convencer de ello a sus oyentes, esencialmente norteamericanos, aludió a dos acontecimientos históricos de fuerte contenido simbólico.

El primero evocaba la epopeya del Salvaje Oeste presente en el subconsciente de todos los «yanquis», la época de las primeras victorias de la ley y el orden en un mundo de brutos. Aquella en la que algunos vaqueros de brazos musculosos y corazón puro, poniéndose al lado de escasos y virtuosos sheriffs, se exponían a mil peligros, enfrentándose a salteadores de caminos, a traficantes y a pandillas de pistoleros para salvaguardar los valores de la moral universal y hacer que el Bien triunfara sobre el Mal. En el intento de impedir las fechorías de aquellos peligrosos delincuentes (cuyo sumario retrato se exhibía en las regiones donde actuaban, acompañado por la célebre mención de «Wanted, dead or alive»), necesitaban, a toda costa, en nombre de la ley, perseguirlos y castigarlos. Como aquellos héroes de antaño, el presidente Bush se comprometía a «sacar de sus cuevas» a los terroristas de Bin Laden y de AlQaeda. Esta alusión al mito fundacional (la época de la conquista del Oeste; no tan lejana, por otra parte) era sin duda evocadora para los norteamericanos y capaz de tocar su fibra épica y patriótica. Sin embargo, tenía también el inconveniente (pero ¿a quién le importaba eso entonces?) de despertar en el resto del mundo otras imágenes menos gloriosas y menos convincentes: éstas recordaban insidiosamente la corrupción y la carencia de ley verdadera que, precisamente, asoló aquel joven país; surgían entonces, sobreimpresionadas, otras imágenes poco tranquilizadoras: la de un país predicando, en nombre de la libertad, la tiranía de las armas, cuya venta libre seguía siendo legal; la de las bandas, las mafias y los lobbies; la de la matanza de indígenas en nombre de la ley del mejor armado o el más decidido a eliminar al adversario, etcétera. Esa evocación, por añadidura, alimentaba en la opinión pública la idea que muchos tenían de un G.W. Bush como «presidente cowboy».

La otra alusión histórica era aún más inconsciente. G.W. Bush hablaba, en efecto, de lanzar contra los terroristas una «cruzada», anunciando de antemano que iba a ser larga y difícil, pero victoriosa. Sin duda, el presidente estadounidense no pretendía referirse con ello al fenómeno histórico de la cruzada, del que se hablará en las páginas que siguen. Probablemente empleaba la palabra en su común sentido actual (muy) derivado de «campaña dura, legítima y virtuosa». Leemos a menudo que este o aquel gobierno emprende una «cruzada contra la carestía de la vida», «contra la gripe» o «contra el fraude fiscal».

Sin embargo, resulta que la palabra «cruzada», en el mundo musulmán, tenía evidentemente resonancias muy distintas. Lejos de ser sinónimo de empresa laudable, de dimensión más moral que bélica, la palabra «cruzada» evocaba la agresión perpetrada contra el mundo musulmán por los guerreros de Occidente, las matanzas que cometieron en Jerusalén y otros lugares, la instauración en el Oriente Próximo de Estados «cruzados» gobernados por príncipes occidentales, sobre todo franceses. Con razón o sin ella, muchos musulmanes perciben las cruzadas como el comienzo de una implacable lucha armada llevada a cabo por los Estados cristianos de Europa contra el «islam». Una lucha que, poco a poco, iba a asegurar el dominio militar y económico de Occidente sobre todo el planeta. Los Estados cruzados, desde esta perspectiva, son considerados a veces el antecedente de la colonización por venir, y equiparados (mediante un atajo histórico simplista pero efectivo) al actual Estado de Israel: una implantación considerada contranatura. Una pústula ulcerada.

El renacimiento de los movimientos nacionalistas e islamistas, en especial en el mundo árabe, pero también en Irán y en Oriente, utilizó evidentemente en su beneficio esta percepción ideológica de la cruzada. Los islamistas radicales, como es bien sabido, dicen abiertamente que están llevando a cabo su yihad (una suerte de «cruzada» invertida o, en todo caso, de guerra santa) contra los «judíos, los cruzados y los apóstatas». Así pues, la palabra «cruzada» estuvo muy mal elegida. Por otra parte, los asesores de G.W. Bush hicieron (¡demasiado tarde!) que se suprimiera esa referencia en los discursos presidenciales.

Este anecdótico episodio me parece significativo. Ilustra a la perfección la ambigüedad de algunos términos y la confusión a la que su empleo puede llevar. Por su ambivalencia, algunas palabras pueden provocar un efecto contrario al deseado. El vocablo «cruzada», a este respecto, nos ofrece un caso ejemplar. Puede hablarse incluso de «caso paradigmático».

¿Qué es, pues, una cruzada? Los propios historiadores no se ponen de acuerdo sobre el sentido que debe darse a esta expresión. Divergen en su definición y en su delimitación geográfica y cronológica, así como en los rasgos característicos del fenómeno que la palabra intenta expresar. ¿Hay que ver en él una peregrinación armada o una expedición puramente militar de reconquista cristiana? ¿El efecto de un impulso popular espontáneo, anárquico y fanático o, por el contrario, una empresa pontificia maduramente concebida y destinada a asegurar el triunfo del catolicismo? ¿Hay que definir la cruzada a partir de sus objetivos iniciales, o de sus rasgos institucionales desarrollados por la Iglesia con el paso del tiempo? ¿Hay que reservar el empleo de esa palabra para aludir a las expediciones hacia el Oriente Próximo o extenderla a todas las operaciones militares llevadas a cabo en nombre de la Iglesia, siguiendo el mismo modelo o con la misma intención? Y, si es así, ¿hasta qué fecha? Si no lo es, ¿debe limitarse a las expediciones destinadas a asegurar a los cristianos la posesión de los Lugares Santos y, sobre todo, del sepulcro de Jesús en Jerusalén? ¿Hay que admitir como cruzadas las empresas diplomáticas destinadas a liberar Jerusalén, sin una auténtica dimensión militar? ¿Y las empresas populares, militares o no, que no tenían por completo –o incluso en absoluto– el aval pontificio? ¿En qué difiere la cruzada de la guerra santa? ¿En qué es específica y merece un apelativo particular?

La ambigüedad de la palabra e incluso del concepto, muy marcado por la ideología, no es nueva. El debate entre historiadores tampoco lo es. Algunas observaciones dan fe de ello. He aquí tres ejemplos.

El primero emana de ese brillante experto en la guerra santa que fue el canónigo Étienne Delaruelle. En la recensión que hizo, en 1970, del libro de Francesco Cognasso, reputado especialista italiano de las cruzadas, ponía de relieve las dificultades, desacuerdos y ambivalencias de las distintas definiciones posibles de la cruzada, y concluía con humor que sería más prudente, en adelante, no seguir intentando definir el concepto.1 Pero ¿cómo estudiar un fenómeno sin verse obligado, tarde o temprano, a definirlo?

Tomo el segundo ejemplo de la agradable pluma de mi colega y amigo Alain Demurger. En un libro reciente, este medievalista de merecida reputación se arriesga a una metáfora culinaria. «La cruzada, en efecto, es como la mahonesa», escribe. ¿Qué es necesario para que una mahonesa salga bien? Un bol, una cuchara de madera, una yema de huevo, mostaza, aceite… ¿Y para hacer una cruzada? Un contexto (favorable) de reforma, un Papa inspirado, la idea de liberación de las Iglesias de Oriente, la guerra santa, la peregrinación penitencial, la remisión de los pecados y Jerusalén. Concluye: «De esta amalgama […] nace la cruzada: una idea nueva, un objeto histórico nuevo».2 La mahonesa, una vez ha cuajado, es ya algo distinto a la mera adición de los diversos ingredientes que la componen. Del mismo modo, también la cruzada supera sus rasgos constituyentes anteriores. En el año 1095, nació un nuevo concepto que exige la creación de un término nuevo. Muy bien. Me adhiero también, desde hace mucho tiempo, a esa percepción del fenómeno. Sin embargo, quedan por evaluar y jerarquizar esos rasgos constituyentes. Por otra parte, como veremos, los historiadores divergen sobre los ingredientes necesarios para la elaboración de esa «mahonesa-cruzada». En todo caso, algo me parece cierto, indiscutible: la habilidad de «la mano» papal que supo conseguir que la mahonesa-cruzada «cuajara», perpetuándola y difundiéndola. Casi nos atreveríamos a añadir que el papado muy pronto intentó (y consiguió ampliamente) asegurarse de su monopolio, pretendiendo tener derecho a su exclusiva y patentándola como «marca registrada». Pero ¿es el papado su inventor? ¿No se tratará, más bien, de una especie de «captación de la patente»?

El tercer ejemplo se debe a Norman Housley, uno de los historiadores más influyentes de la escuela llamada «pluralista». A diferencia de Alain Demurger, Housley no cree que Jerusalén o la liberación de las Iglesias de Oriente sean un elemento necesario para la definición del concepto de cruzada. En un artículo reciente, denuncia los interminables debates a este respecto, comparables, afirma, a las estériles disputas de los geógrafos sobre qué es una ciudad. Debates que resultan estériles sin una definición clara que separe «ciudad» de «pueblo». ¿Cómo reconocer una cruzada? Housley se inspira en lo que antaño dijo, bromeando, un político conservador inglés: «Si “la cosa” que se intenta identificar se parece a un elefante, camina como un elefante y barrita como un elefante, entonces… es un elefante».3 La deducción parece sencilla y llena de sentido común. Pero comparar no es definir. Para decidir si «eso se parece a un elefante», es preciso haber visto ya antes un elefante y tener en la cabeza una imagen clara de qué es. En otros términos, para saber si se trata efectivamente de una cruzada, es preciso primero… definir un «modelo» de cruzada, un «elefante-tipo» que sirva de criterio para las comparaciones. Eso es precisamente lo difícil. Y eso es lo que enciende el debate.

Estos ejemplos, sin embargo, son significativos en sí mismos. Revelan la dificultad que los historiadores tienen para resolver un problema que intentan superar recurriendo al humor, a la caricatura o a la simplificación abusiva. La presente obra tiene como intención colocar algunos jalones hacia una nueva vía en la percepción del fenómeno de cruzada. Una vía que se apoye en los más sólidos fundamentos de las teorías anteriores sin conservar sus debilidades, al tiempo que propone otros criterios de definición. Un enfoque que, más que a través de la teorización de la cruzada por la institución eclesiástica, intenta aprehenderla y definirla a partir de la percepción de quienes participaron en ella y la crearon. La «cruzada», sea cual sea su sentido, era en el momento de su aparición un concepto nuevo que no tenía nombre aún. Sin embargo, los contemporáneos no se equivocaron: comprendieron que había nacido un fenómeno que iba más allá de la mera adición de conceptos preexistentes. A la evaluación de esos distintos componentes, de su respectivo papel, de su presencia y de sus interacciones está consagrado este libro.

PRIMERA PARTE

Debates de escuelas

Introducción

¿Qué es una cruzada y cómo definirla?

Los especialistas no se ponen de acuerdo en estos puntos. No es algo nuevo, y si hace ya unos años pudo creerse que se había conseguido entre ellos la unanimidad, fue sobre todo porque una de esas escuelas, que iba viento en popa, llegó a convencerse de que encarnaba la verdad e impuso su punto de vista de modo un tanto abusivo, por no decir totalitario. Lo expresaba con un indiscutible sentimiento de superioridad: quien no lo compartía se veía de buena gana exiliado y señalado como un extravagante por medio de la técnica, por desgracia muy extendida incluso entre los historiadores, consistente en arrojar al basurero de la Historia a todos los que no adoptan con entusiasmo las ideas de moda por el mero hecho de que lo están. Desde hace poco tiempo, como todas las modas, pero con excesiva lentitud sin duda, ésta ha ido cambiando. Se alegrarán de ello quienes consideran que, en un debate de ideas, mejor es convencer que vencer, más aún si es por falta de combatiente.

¿Cómo explicar esos desacuerdos entre historiadores que, en su mayoría, son reconocidos especialistas y por lo general honestos y rigurosos? Son posibles varias explicaciones.

La primera se apoya en la resonancia ideológica del tema. La cruzada, como se ha dicho, es percibida de un modo totalmente opuesto por los espíritus de los occidentales de cultura cristiana y por el pensamiento común en los países musulmanes. Por otra parte, en el propio seno de los países de tradición cristiana, la percepción de la cruzada, en el pasado, varió considerablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Así pues, los católicos que con razón o sin ella justificaban, más o menos, la erradicación de los «herejes» albigenses por medio de la espada de los barones cruzados del norte o por las hogueras de la Inquisición, no tenían, evidentemente, la misma opinión ni la misma definición de la cruzada que quienes, por distintas razones, se identificaban más bien con sus víctimas. El «fenómeno cruzada» no será, pues, descrito, ni interpretado, ni definido del mismo modo por un historiador según sea creyente o ateo, marxista o católico conservador, protestante liberal, cristiano ortodoxo o budista. El trasfondo cultural, religioso o ideológico de cada autor, sea éste consciente o no de ello, influye de forma indiscutible en su propia percepción del fenómeno que estudia.1

Otra causa de divergencia: los distintos modos de abordar el problema y las cuestiones fundamentales que de él se desprenden. ¿En qué criterios debemos basarnos para definir la cruzada?

a) ¿En el «sentido común», del que se dice que es sólido y seguro? Esta actitud avalaría sin duda la «opinión heredada», tan a menudo errónea y afectada por la ignorancia e incluso por la parcialidad.

b) ¿En el vocabulario usado para describir el fenómeno? Éste es un primer enfoque útil y necesario, pero que sin duda no basta, teniendo en cuenta las probables desviaciones de esta utilización.

c) ¿En el destino de la expedición? Pero ¿estamos seguros de que todas las expediciones llamadas cruzadas tuvieran por objetivo la liberación de Tierra Santa? E, inversamente, ¿todas las empresas destinadas a liberar Jerusalén son ipso facto cruzadas?

d) ¿En su iniciador, el Papa que la predicó? Pero ¿una cruzada es una expedición iniciada y predicada por el papado, sean cuales sean sus móviles, su destino y sus objetivos?

e) ¿En sus fines y su sacralización? Pero ¿es la cruzada una forma particular de guerra santa y, en caso afirmativo, cuáles son sus límites geográficos y cronológicos? ¿O acaso es sólo una de las formas de la lucha armada de la cristiandad contra la «islamidad»?2

Estas cuestiones deben tenerse presentes a lo largo de toda la investigación que se expone en los capítulos siguientes.