Charles Dickens

 

 

CANCIÓN DE NAVIDAD

 

 

 

 



Título original: A Christmas Carol

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Ilustración de la cubierta: John Leech

Colorista: Carlos de Miguel

Primera edición impresa: noviembre de 2009
Primera edición en e-book: diciembre de 2011

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2007
© de la presente edición: Edhasa, 2007, 2009, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4547-6

Depósito legal: B-42.387-2011

Producido en España

ÍNDICE
 

Prefacio

Primera estrofa: El espectro de Marley

Segunda estrofa: El primero de los tres espíritus

Tercera estrofa: El segundo de los tres espíritus.

Cuarta estrofa: El último espíritu

Quinta estrofa: Final

PREFACIO

Con este breve cuento de fantasmas, he tratado de evocar el espectro de una idea que ojalá no amargue a mis lectores, los enfrente a unos con otros, los predisponga contra estas fiestas ni con el autor. Confío en que lleve a sus hogares un hechizo tan agradable como imperecedero.

 

Su leal amigo y servidor,

 

Charles Dickens

Diciembre de 1843

PERSONAJES

BOB CRATCHIT, escribano de Ebenezer Scrooge

PETER CRATCHIT, hijo del anterior

TIM CRATCHIT (Tiny Tim), lisiado, hijo menor de Bob Cratchit

SEÑOR FEZZIWIG, anciano comerciante, bondadoso y jovial

FRED, sobrino de Scrooge

ESPECTRO DE LAS NAVIDADES DEL PASADO, fantasma que muestra las cosas del pasado

ESPECTRO DE LA NAVIDAD PRESENTE, espíritu generoso y afable

ESPECTRO DE LAS NAVIDADES POR VENIR, aparición que desvela los acontecimientos que están por llegar

ESPECTRO DE JACOB MARLEY, fantasma del antiguo socio de Scrooge

JOE, empleado de una tienda de artículos de segunda mano que admite objetos robados

EBENEZER SCROOGE, viejo tacaño y avaro, el único socio vivo de la firma Scrooge and Marley SEÑOR TOPPER, hombre soltero

DICK WILKINS, aprendiz de Scrooge

BELLE, gentil ama de llaves y antigua amante de Scrooge

CAROLINE, esposa de uno de los deudores de Scrooge

SEÑORA CRATCHIT, esposa de Bob Cratchit

BELINDA Y MARTHA CRATCHIT, hijas del señor y la señora Cratchit

SEÑORA DILBER, lavandera

FAN, hermana de Scrooge

SEÑORA FEZZIWIG, digna compañera del señor Fezziwig

Para empezar, Marley estaba muerto. No hay ninguna duda sobre este particular. El acta de defunción estaba firmada por el clérigo, el sacristán, el director de la funeraria y la persona que presidía el duelo. Scrooge también estampó su firma.Y su rúbrica bastaba para dar como bueno en Bolsa todo aquello a lo que quisiera añadir su nombre.

El pobre Marley estaba más muerto que mi abuela.

Pero, ojo, con esto no quiero decir que sepa por experiencia qué es eso de estar más muerto que mi abuela, pues podría haber considerado que el clavo que cierra un ataúd es también la pieza más muerta de ferretería. La sabiduría, empero, de nuestros antepasados se asienta en símiles y no serán mis míseras manos las que la profanen, salvo si así lo exige nuestra patria. Por eso, habrán de permitirme que, con conocimiento de causa, insista en lo de que Marley estaba más muerto que mi abuela.

¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Pues claro que sí. ¿Cómo podría saberlo? Scrooge y él habían sido socios desde quién sabe cuantísimo tiempo. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único apoderado, su único heredero universal, su único amigo y el único en llorar su muerte. Pero tan luctuoso acontecimiento no le afectó tanto como para dejar de ser tan magnífico hombre de negocios que, el mismo día del entierro, lo solemnizó cerrando un muy ventajoso negocio.

Hablar del entierro de Marley me lleva de nuevo al punto de partida. No hay duda de que Marley estaba muerto. Tenemos que dar esto por sentado o, de lo contrario, lo que les voy a contar perderá todo su encanto. Si no estuviésemos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet había muerto antes de que la tragedia comenzase, nada de extraño tendría que hubiese tomado la decisión de dar un paseo nocturno por las almenas, mientras soplaba el viento del este, ni que cualquier otro caballero de mediana edad se presentase después del anochecer en un lugar azotado por el aire, como el cementerio de la catedral de San Pablo, por ejemplo, con la sola intención de sobresaltar el frágil espíritu de su hijo.

Scrooge nunca retiró de la puerta del almacén el nombre del finado Marley que, muchos años después, allí continuaba: Scrooge y Marley. Aquella firma era conocida como Scrooge y Marley. A veces, quienes acababan de estrenarse en el negocio se referían a Scrooge como Scrooge y, otras veces, como Marley, pero él siempre respondía. Le traía sin cuidado.

¡Scrooge era un tacaño de armas tomar, un avaro de los de puño cerrado! ¡Un pecador impenitente, un explotador avaricioso y codicioso que no dejaba nunca de arañar algún beneficio y de apretar las clavijas! Duro y cortante como el pedernal, jamás se le había ablandado el corazón tanto como para arrancarle una chispa de generosidad; era un hombre reservado y hermético, más solitario que una ostra. El frío que llevaba dentro le congelaba las arrugas, le afilaba la nariz puntiaguda, le llevaba a fruncir el ceño y envaraba su porte, igual que enrojecía sus ojos, tornaba lívidos sus finos labios y le hacía hablar con voz rasposa y artera. Una helada escarcha cubría su cabeza, sus cejas y su áspera barbilla. Contagiaba esa frialdad allá donde fuera, de manera que su despacho estaba congelado en los días de canícula y ni siquiera desprendía ni un grado de más en Navidad.

El calor y el frío del ambiente ejercían escasa influencia sobre Scrooge. No había calor capaz de sofocarlo ni temperatura, por glacial que fuese, que le hiciese sentir frío. No había viento más cruel que él, ni nevada tan copiosa cuando pretendía alcanzar un propósito, ni ráfagas de lluvia menos dispuestas a atender una súplica que él. Ni siquiera el tiempo más espantoso habría sabido cómo encajarlo. El más fuerte aguacero, la nieve, el granizo o la cellisca sólo podían jactarse de aventajarle en un solo aspecto: en que muchas veces «caían» en abundancia, cosa que a Scrooge no le sucedía jamás.

Nunca le paró nadie por la calle para preguntarle con gesto alegre: «¿Cómo está, mi querido Scrooge? ¿Cuándo tendrá la amabilidad de pasarse a verme?». Ningún mendigo le pidió jamás una limosna, ni chiquillo alguno le preguntó la hora, ni siquiera, ni una sola vez en su vida, ningún hombre o mujer preguntó a Scrooge por dónde se iba a tal o cual sitio. Hasta los perros de los ciegos parecían reconocerlo y, al ver que se acercaba, tiraban de sus dueños para que se ocultasen en portales o patios, meneando el rabo como si dijesen: «¡Más vale ser ciego a que nos echen mal de ojo, amo invidente!».

Pero, ¡qué más le daba a Scrooge! Si él no aspiraba a nada que no fuera abrirse camino por los atestados senderos de la vida, manteniéndose siempre alejado de cualquier gesto caritativo, lo que constituía una verdadera delicia para él, al decir de quienes bien lo conocían.

Cierto día –el mejor de entre los buenos que nos trae cada año, un día de Nochebuena– el viejo Scrooge se encontraba trabajando en su despacho. El tiempo era frío, desapacible, helador y, por si fuera poco, había niebla; podía oír a quienes pasaban resoplando por la calle, golpeándose el pecho con las manos y sacudiendo los pies sobre las losas del pavimento para entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya había oscurecido casi por completo –de hecho, apenas había habido luz durante todo el día– y, en las ventanas de las oficinas contiguas, se veían unas velas vacilantes, tenues manchas rojizas en aquel aire denso y sucio. La niebla se colaba por las rendijas y por los ojos de las cerraduras, tan espesa que, a pesar de que aquella calle era una de las más estrechas, las casas de enfrente parecían simples fantasmas. Contemplando cómo se abatía aquella tenebrosa nube que todo lo oscurecía, cualquiera habría pensado que la Naturaleza vivía por allí cerca y andaba preparando ingentes cantidades de té.

Scrooge tenía la puerta del despacho abierta para vigilar a su escribano, que copiaba unas cartas en una lóbrega y reducida estancia, una especie de cubículo situado un poco más allá. Si floja era la lumbre que Scrooge tenía, la de su empleado era tan escasa que parecía tener sólo un pedazo de carbón.Y no podía volver a cargarla, porque Scrooge guardaba el cajón del carbón en el cuarto que ocupaba y, tan pronto como apareciera con el recogedor en la mano, el patrono le habría advertido que mejor haría en no merodear por allí. De modo que el escribano se ponía una bufanda de lana y trataba de calentarse con la vela, empeño en el que acababa por fracasar porque no era un hombre dotado de una gran imaginación.

–¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios te guarde! –exclamó una voz alegre. Era la voz del sobrino de Scrooge, que le pilló tan de improviso que sólo entonces reparó en su presencia.

–¡Bah –contestó Scrooge–, paparruchas!

Tan rápido había caminado el sobrino de Scrooge entre la niebla y la escarcha que, con aquel rostro coloradote y agradable, con aquellos ojos chispeantes y sin dejar de echar vaho al respirar, hasta parecía sofocado.

–¿Cómo que las Navidades son una tontería, tío? –protestó su sobrino–. Seguro que no piensas así, ¿a que no?

–¡Por supuesto que sí! –contestó Scrooge–. ¡Feliz Navidad! ¿Cómo puedes sentirte tan feliz? ¿Qué razón tienes para estar contento, si no eres más que un pobretón?

–¿Y qué derecho te asiste a ti para ser tan taciturno? –continuó el sobrino, contento como unas castañuelas–. ¿Qué motivos tienes para estar de tan mal humor, si no eres más que un ricachón?

Como en ese momento no encontró una respuesta mejor, repitió sin pensar «¡bah!» para, acto seguido, añadir otro «¡paparruchas!».

–¡Mira que tienes mal genio, tío! –comentó su sobrino.

–¿Cómo quieres que tenga buen humor –contestó el tío–, si vivo en un mundo de imbéciles como es el nuestro? ¡Feliz Navidad! ¡Basta de feliz Navidad! ¿Qué son las Navidades sino una época del año en la que hay que hacer frente a un montón de facturas sin disponer de fondos, el momento de recordar que te cae encima un año más sin disponer ni de una hora más para enriquecerte más, el momento de cerrar los libros de cuentas para comprobar que, de todos los apuntes de los doce meses transcurridos, no figura uno solo a nuestro favor? Si pudiera hacer mi santa voluntad –añadió Scrooge, indignado–, guisaría en su propio jugo y enterraría con una rama de acebo atravesándoles el corazón a todos los que me viniesen con eso de «¡Feliz Navidad!». Eso es lo que haría.

–¡Pero, tío! –le suplicó el sobrino.

–¿Qué pasa, sobrino? –contestó el tío, de forma desabrida–. Celebra la Navidad como te parezca conveniente, pero permite que yo lo haga a mi manera.

–¡Celebrarla! –repitió el sobrino de Scrooge–. ¡Pero si tú no la celebras!

–Por eso, así que déjame en paz –dijo Scrooge–. ¡Que te diviertas mucho! ¡Siempre te lo has pasado de maravilla!

–He de decirte que son muchas las cosas buenas de las que podría haber sacado algún beneficio, pero de las que nunca me aproveché –le respondió su sobrino–, la Navidad, entre otras.

Pero lo que sí puedo asegurarte es que, cuando llega la Navidad, aparte de la veneración que debemos a ese nombre y a su sagrado origen, dejando de lado un instante todo lo que la acompaña, siempre me ha parecido que se trata de una estupenda época del año, un momento maravilloso para poner en práctica la bondad, el perdón y la caridad, el único período del que tengo noticia, en esa larga andadura que es cada año, en el que hombres y mujeres parecen estar dispuestos de buen grado a abrir de par en par sus cerrados corazones y a acordarse de que las gentes más humildes que ellos son en realidad compañeros de viaje hacia la tumba y no otra especie de criaturas que van rumbo a otros destinos. Tal es la razón, tío, de que, si bien eso no me ha ayudado a meterme en el bolsillo ni una limadura de oro ni de plata, creo que siempre me ha hecho y me hará mucho bien, así que por eso digo que bendita sea.

Sin querer, el escribano comenzó a aplaudir. Mas, al instante, cayó en la cuenta de que lo que había hecho estaba fuera de lugar, atizó el fuego y acabó para siempre con la última y débil chispa que quedaba.

–Si vuelvo a oír otro ruido procedente de ahí –bramó Scrooge–, ¡va a celebrar usted las Navidades, pero sin empleo! Es usted un fogoso orador, caballero –añadió, mirando a su sobrino–. Me extraña que no estés en el Parlamento.

–No te enfades, tío. ¡Vamos! Vente a cenar mañana con nosotros.

Scrooge contestó que antes preferiría verse…, sí eso fue lo que dijo, porque acabó la frase asegurando que antes preferiría verse en las últimas.

–Pero, ¿por qué? –quiso saber el sobrino de Scrooge–. ¿Por qué dices eso?

–A ver, cuéntame, ¿por qué te casaste? –le preguntó Scrooge.

–Porque me enamoré.

–¡Porque te enamoraste! –rezongó Scrooge, como si ésa fuera la única cosa en el mundo que pudiera sonar más ridícula que desear una feliz Navidad–. ¡Buenas tardes!

–Pero, tío, si antes de estar casado, tampoco venías nunca a verme, ¿por qué lo esgrimes como razón para no hacerlo ahora?

–Buenas tardes –repitió Scrooge.

–No quiero nada tuyo, ni nada te estoy pidiendo. ¿Por qué no podemos ser amigos?

–Buenas tardes –insistió Scrooge.

–No sabes cómo me duele verte tan obcecado. Nunca hemos discutido por culpa mía. Hoy lo he intentado por respeto a la Navidad y mantendré el espíritu navideño hasta el final. Así que ¡feliz Navidad, tío!

–¡Buenas tardes! –dijo Scrooge, una vez más.

–¡Y feliz Año Nuevo!

–¡He dicho que buenas tardes! –concluyó Scrooge.

A pesar de todo, el sobrino abandonó la estancia sin una palabra de enojo. Se detuvo a la puerta de la entrada para transmitirle sus buenos deseos al empleado, quien, aún muerto de frío, se mostró más cariñoso que Scrooge y se lo agradeció de corazón.

–Otro que tal baila –musitó Scrooge, al oírlo–. Mi escribano, con quince chelines a la semana, mujer e hijos y deseando una feliz Navidad. ¡Más vale que me internen en el manicomio de Bedlam!

Al abrir la puerta al sobrino de Scrooge, aquel lunático franqueó la entrada a dos personas, dos caballeros de aspecto serio y agradable que, en esos momentos, permanecían de pie, con la cabeza descubierta, en el despacho de Scrooge, con papeles y libros en las manos en actitud de reverencia.

–Tengo entendido que ésta es la firma Scrooge y Marley –dijo uno de ellos, tras consultar una lista–. ¿Con quién tengo el gusto de hablar, con el señor Scrooge o con el señor Marley?

–El señor Marley murió hace siete años –respondió Scrooge–. Esta noche precisamente se cumplen siete de su fallecimiento.

–Estamos seguros de que su generosidad en nada se verá mermada gracias al socio que lo ha sobrevivido –comentó el caballero al tiempo que le entregaba una tarjeta.

Por supuesto: no en vano ambos habían sido como dos almas gemelas.Al escuchar el ominoso término de «generosidad», Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y le devolvió la tarjeta.

–En esta época del año en que celebramos la Navidad, señor Scrooge –continuó el caballero, levantando una pluma–, resulta más que deseable que prestemos alguna ayuda a los pobres y a los indigentes, que tan mal lo pasan en estas fechas. Muchos miles carecen de lo más necesario y cientos de millares no tienen con qué celebrarlo.

–¿Acaso no existen ya cárceles? –preguntó Scrooge.

–Muchísimas –contestó el caballero, bajando la pluma.

–¿Y los asilos de pobres? –insistió Scrooge–. ¿Funcionan todavía?

–Por supuesto –respondió el caballero–, pero ojalá pudiera decir que ya no es así.

–De modo que, ¿la asistencia a los indigentes y la ley de asistencia pública continúan siendo vigentes? –añadió Scrooge.

–Y se aplican a discreción, señor.

–Por lo que usted comentaba al principio, temí que hubiese sucedido algo que impidiese su útil aplicación –repuso Scrooge–. Celebro mucho oír eso.

–Como creemos que esas iniciativas apenas darán cristiana satisfacción, ni espiritual ni corporal, a una ingente multitud –explicó el caballero–, nosotros tratamos de crear un fondo para comprar alimentos y bebidas para los pobres, además de algo con lo que puedan entrar en calor. Hemos elegido esta época del año porque es cuando más se deja sentir la necesidad y porque es la más celebrada por quienes tienen de todo. ¿Con qué cantidad piensa contribuir?

–¡Con nada! –exclamó Scrooge.

–¿Desea hacer un donativo anónimo?

–Lo que quiero es que me dejen en paz –contestó Scrooge–. Ya que me han preguntado cuáles son mis deseos, caballeros, ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad y no tengo intención de contribuir a que la celebren los holgazanes. Contribuyo al mantenimiento de las instituciones que les he mencionado, que mis dineros me cuestan, para que acojan a las personas que pasan por una mala racha.

–Muchos no pueden ir y otros tantos, antes que acudir a ellas, preferirían morir.

–Si eso es lo que quieren, que lo hagan –repuso Scrooge–: así disminuirá el exceso de población. Por otra parte, les ruego tengan a bien disculparme, pero no estoy al tanto de nada de lo que me están diciendo.

–El caso es que podría verlo con sus propios ojos –apuntó el caballero.