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ALAN W. WATTS

 

 

 

 

 

 

EL CAMINO DEL ZEN

 

 

 

 

 

 


 

En nuestra página web: www.edhasa.com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

 

Título original: The Way of Zen

Diseño de la cubierta: Jordi Sàbat

 

Traducción: Adolfo Vázquez

 

Primera edición impresa: noviembre de 1977

Primera edición en e-book: abril de 2010

 

©1957 by Pantheon Books,

Inc (c) renewed 1985 by Mary J. Watts

© de la presente edición: Edhasa, 2010

 

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ISBN: 978-84-350-4511-7

Depósito legal: B-19.632-2010

 

Producido en España


 

A Tia, Mark y Richard, que lo comprenderán mejor por no saber leerlo


 

ÍNDICE

Prefacio

Pronunciación de palabras chinas

PRIMERA PARTE ANTECEDENTES E HISTORIA

I. La filosofía del Tao

II. Los orígenes del Budismo

III. El Budismo mahayana

IV. Origen y desarrollo del Zen

SEGUNDA PARTE LOS PRINCIPIOS Y LA PRÁCTICA

I. «Vacío y maravilloso».

II. «Quietamente sentado, sin hacer nada»

III. Za-zen y el koan

IV. El Zen en las artes

Bibliografía

Notas en chino


PREFACIO

 

Durante los últimos veinte años ha aumentado extraordinariamente el interés por el Budismo Zen. Desde la Segunda Guerra Mundial este interés ha crecido tanto que parece convertirse en una fuerza considerable en el mundo intelectual y artístico de Occidente. Sin duda se relaciona con el actual entusiasmo por la cultura japonesa, que constituye uno de los resultados constructivos de la última guerra, pero que puede resultar ser nada más que una moda pasajera. La razón profunda de este interés reside en que el punto de vista del Zen se halla muy próximo al «filo creciente» del pensamiento occidental.

Los aspectos más alarmantes y destructivos de la civilización occidental no debieran cegarnos ante el hecho de que este mismo momento es también uno de sus períodos más creadores. En algunos de los nuevos campos de la ciencia occidental –en psicología y psicoterapia, en lógica y filosofía de la ciencia, en semántica y teoría de las comunicaciones– surgen ideas e intuiciones de gran fascinación.Algunas de ellas podrían deberse a las sugestivas influencias de la filosofía asiática, pero en general me inclino a creer que existe más bien paralelismo que influencia directa. Sin embargo, estamos cobrando conciencia de este paralelismo, que promete un intercambio de ideas sumamente estimulante.

En este siglo el pensamiento occidental ha cambiado tan rápidamente que nos encontramos en un estado de enorme confusión. No sólo hay serias dificultades de comunicación entre los intelectuales y el público en general sino que la dirección de nuestro pensamiento y hasta de nuestra misma historia ha minado considerablemente los supuestos del sentido común donde arraigan nuestras convenciones e instituciones sociales. Los conceptos otrora familiares acerca del espacio, el tiempo, el movimiento, la naturaleza, el derecho natural, la historia y el cambio social, y hasta de la personalidad humana,se han disuelto,y nos encontramos a la deriva, sin mojones, en un universo que cada vez más se parece al principio budista del «Gran Vacío». Las diversas sabidurías de Occidente –religiosa, filosófica y científica– no ofrecen mucha orientación en el arte de vivir en tal universo, y vemos que la perspectiva de trazar nuestra ruta en ese océano sin rumbos es bastante aterradora. Ocurre que estamos acostumbrados a términos absolutos, a principios y leyes firmes a los que podamos aferrarnos para nuestra seguridad psicológica y espiritual.

Creo que a ello se debe que haya tanto interés en una forma de vida productora de cultura que, durante unos mil quinientos años, se ha sentido muy cómoda en «el Vacío», y que no sólo no se aterroriza ante él sino que más bien siente un placer positivo. Utilizando sus mismas palabras podemos decir que la situación del Zen ha sido siempre:

Arriba, ni una teja para cubrir la cabeza; abajo, ni un centímetro de tierra donde asentar el pie.

En realidad estas expresiones no deberían sernos tan raras si estuviéramos verdaderamente preparados para aceptar el sentido de aquello de que «los zorros tienen madrigueras, y los pájaros del aire tienen nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza».

No apoyo la idea de «importar» el Zen del Lejano Oriente, porque está profundamente ligado a instituciones culturales que nos son muy extrañas. Pero no hay duda de que hay cosas que podemos aprender, o desaprender, del Zen, y poner en práctica a nuestra manera. Tiene el mérito especial de ser un modo de expresión tan inteligible –o desconcertante– para el intelectual como para el iletrado, con posibilidades de comunicación aún inexploradas por nosotros. Es directo, posee fuerza y humor, y un sentido de la belleza y del absurdo que resulta a la vez exasperante y delicioso. Pero por sobre todo puede dar vuelta nuestra mente como quien da vuelta un guante y disolver los más opresivos problemas humanos en preguntas como «¿por qué existe un ratón cuando da vueltas?» En lo más íntimo del Zen hay una gran compasión, nada sentimental, por los seres humanos que sufren y perecen debido a los intentos mismos que hacen por salvarse.

Hay muchos libros excelentes sobre el Zen, aunque algunos de los mejores se hallan agotados o son igualmente difíciles de obtener. Pero hasta ahora nadie –ni siquiera el profesor Suzuki– nos ha dado una presentación global del tema que incluya sus antecedentes históricos y su relación con las formas de pensamiento chino e indio. Los tres tomos de los Essays in Zen Buddhism (Ensayos sobre el Budismo Zen) de Suzuki son una colección asistemática de artículos eruditos sobre diferentes aspectos del tema, sumamente útiles para el estudiante avanzado pero muy decepcionantes para el lector general que aún no ha comprendido los principios generales. Su Introduction to Zen Buddhism (Introducción al Budismo Zen) es encantadora, pero un poco limitada y especializada. Omite datos esenciales acerca de la relación del Zen con el Taoísmo chino y el Budismo indio, y en algunos aspectos es más oscura de lo que sería necesario. Sus demás obras son estudios sobre aspectos especiales del Zen, y todos ellos requieren una base general y una perspectiva histórica.

El libro de R. H. Blyth:Zen in English Literature and Oriental Classics (El Zen en la literatura inglesa y los clásicos orientales) es una de las mejores introducciones existentes, pero se ha publicado solamente en Japón y, por otra parte, carece también de información histórica. Como que es una serie de observaciones hechas al pasar, con maravillosa agudeza, no trata de presentar el tema ordenadamente. Mi propio libro Spirit of Zen (El espíritu del Zen) es una popularización de las primeras obras de Suzuki, y además de ser muy poco académico en muchos aspectos está anticuado y puede desorientar,cualesquiera sean sus méritos de claridad y sencillez. La obra de Christmas Humphreys: Zen Buddhism (El Budismo Zen), que se ha publicado sólo en Inglaterra, es también una popularización de Suzuki y tampoco coloca realmente al Zen en su contexto cultural. Está escrito de manera clara y vivaz, pero el autor halla identidades entre el Budismo y la Teosofía que a mí me parecen sumamente cuestionables. Otros estudios del Zen, tanto por autores occidentales como por asiáticos, tienen un carácter más especializado, o discuten el Zen a propósito de alguna otra cosa: psicología, arte o historia de la cultura.

Faltando, pues, una exposición fundamental y ordenada que abarque la totalidad del tema, no es de extrañar que Occidente tenga una impresión algo confusa de lo que es el Zen, no obstante todo el interés y entusiasmo que el tema ha despertado. Surgió así el problema de escribir un libro que reuniera esas características, y eso es lo que he tratado de hacer, puesto que nadie con mejor conocimiento del tema parece estar dispuesto o ser capaz de hacerlo. Supongo que idealmente tal obra debería ser escrita por un reconocido maestro zen. Pero por ahora ninguna persona de esas condiciones posee suficiente dominio de la lengua ingle-sa.Además,cuando uno habla desde el interior de una tradición, y especialmente desde dentro de su jerarquía institucional, se tiende siempre a cierta falta de perspectiva y de comprensión del punto de vista ajeno. Por otra parte, uno de los mayores obstáculos para la comunicación entre los maestros zen japoneses y los occidentales es la falta de claridad acerca de las diferencias entre las premisas culturales básicas.Ambos lados están tan firmemente establecidos en sus respectivas formas de vida que no se dan cuenta de las limitaciones de sus medios de comunicación.

Quizá, pues, el autor más adecuado de semejante obra sería un occidental que hubiera pasado algunos años bajo un maestro japonés haciendo todo el curso de entrenamiento zen.Ahora bien, desde el punto de vista de la «investigación científica» occidental eso sería inaceptable, porque tal persona se habría convertido en un «entusiasta» o «partidario» incapaz de tener una idea objetiva y desinteresada. Pero, por fortuna o por desgracia, el Zen es sobre todo una experiencia, de carácter no verbal, absolutamente inaccesible por medios puramente literarios o eruditos. Para saber lo que el Zen es, y especialmente lo que no es, no hay otra alternativa que practicarlo, experimentando con él en lo concreto para descubrir el sentido de las palabras que lo expresan. Sin embargo, los occidentales que se han sometido a algún aspecto del entrenamiento especial practicado por el Zen rinzai tienden a cerrarse y volverse poco comunicativos, siguiendo el principio de que


Los que saben no hablan;

los que hablan no saben.


Sin embargo, aunque no enseñan tampoco hacen callar completamente. Por una parte les encantaría compartir su saber con otros. Pero, por otra, están convencidos de que las palabras en última instancia son fútiles, y además han aceptado no discutir ciertos aspectos de su entrenamiento.Adoptan, pues, la actitud característica de los asiáticos, que se expresa en la frase: «Averígüelo usted por su cuenta». Pero el occidental que ha recibido instrucción científica es, no sin razón, un personaje cauteloso y escéptico que desea saber dónde se mete.Tiene aguda conciencia de la capacidad de la mente para el autoengaño, para entrar en lugares donde es imposible introducirnos sin despojarnos previamente de nuestra actitud crítica. Los asiáticos poseen una tendencia tan marcada a despreciar esta actitud, y sus devotos occidentales más aún, que olvidan decir al investigador científico muchas cosas que todavía caen muy bien dentro de las posibilidades del lenguaje humano y de la comprensión intelectual.

Escribir sobre el Zen es, por tanto, algo tan.problemático para el observador externo, «objetivo», como para el discípulo interno, «subjetivo». En diferentes ocasiones me he encontrado en ambos lados del dilema. Me he juntado y he estudiado con «observadores objetivos» y estoy convencido de que, a pesar de todas sus virtudes, invariablemente yerran y toman el rábano por las hojas.Y también he estado dentro de una jerarquía tradicional –no Zen– y tengo una pareja convicción de que desde esta posición no sabemos qué nos es esencial. En tal posición uno se torna técnicamente «idiota», es decir, se incomunica con respecto a quienes no pertenecen al mismo campo.

Es a la vez peligroso y absurdo para nuestro mundo constituir un grupo de comunidades mutuamente excomulgadas. Esto es especialmente cierto de las grandes culturas del Oriente y el Occidente, donde las posibilidades de comunicación son mayores y peores los peligros de fracaso en la comunicación. Habiendo pasado algo más de veinte años tratando de interpretar el Oriente al Occidente, he llegado a convencerme cada vez más de que para interpretar un fenómeno como el Zen hay que seguir un claro principio. Por una parte es necesario. simpatizar y experimentar personalmente esa forma de vida hasta el límite de nuestras posibilidades. Por otra parte hay que resistir toda tentación de «ingresar a la organización», de comprometerse con sus obligaciones institucionales. En esta posición amistosa y neutral corremos el riesgo de ser desautorizados por ambas partes. Pero, en el peor de los casos, nuestros errores de presentación provocarán una expresión más clara de parte de los interesados. En efecto, la relación entre dos posiciones se torna mucho más clara cuando hay una tercera que sirve para compararlas.Así,aun si el estudio del Zen no consigue más que expresar un punto de vista que no es ni Zen ni nada occidental, por lo menos proporcionará ese tercer punto de referencia.

Sin embargo, no hay duda de que el punto de vista esencial del Zen se resiste a dejarse organizar o a ser convertido en propiedad exclusiva de una institución. Si hay en este mundo algo que trasciende las relatividades del condicionamiento cultural, eso es Zen, cualquiera sea el nombre que se le dé. Por esta poderosa razón el Zen nunca fue institucionalizado y muchos de sus antiguos exponentes fueron «individualistas universales» que nunca participaron como miembros de una organización zen ni buscaron el reconocimiento de una autoridad formal.

Tal es, pues, mi posición con respecto al Zen, y creo que debo ser franco con el lector en una época en que hay tanta preocupación por los credenciales y antecedentes de la gente. No me puedo presentar como zenista, ni siquiera como budista, porque eso me parece como tratar de envolver el cielo en un papel y rotularlo.Tampoco me puedo presentar como un objetivo académico científico porque, con respecto al Zen, me parece que sería como estudiar el canto de los pájaros en una colección de ruiseñores embalsamados. No pretendo tener ningún derecho de hablar del Zen. Sólo afirmo el placer de haber estudiado su literatura y observado sus formas artísticas desde que era poco más que un niño, y de haber tenido el gusto de contarme entre los compañeros de cierto número de japoneses y chinos que viajaban por la misma senda sin mojones.

Este libro se dirige tanto al lector general como al estudiante, especializado, y confío en que el primero tolerará el uso de alguna terminología técnica, un apéndice de caracteres chinos, y otro aparato crítico muy útil para quienes deseen explorar el tema más profundamente. El libro se divide en dos partes. La primera trata de los antecedentes y la historia del Zen; la segunda, de sus principios y prácticas. Las fuentes de información son de tres tipos. En primer lugar, he utilizado casi todos los estudios del Zen en lenguas europeas. Naturalmente, me he servido en gran medida de las obras del profesor D.T. Suzuki, pero al mismo tiempo he tratado de no confiar demasiado en ellas, no porque tengan algún defecto sino porque creo que los lectores tienen derecho a algo más que a un mero sumario de sus concepciones, y se les puede ofrecer un nuevo punto de vista.

En segundo lugar, la concepción esencial del Zen que aquí presento se basa en un cuidadoso estudio del más importante de sus primeros documentos chinos, con especial referencia alHsin-hsin Ming, el T’an Ching o Sutra del Sexto Patriarca, el Lin-chi Lu,y el Kutsun-hsü Yü-lu. Por cierto mis conocimientos de la dinastía china de los T’ang no basta para tratar algunos de los puntos más delicados de esta literatura, pero creo que es suficiente para obtener lo que me proponía, que era dar una visión clara de la doctrina esencial. En todo ello he recibido gran ayuda de parte de mis colegas y colaboradores de la Academia Norteamericana de Estudios Asiáticos. En particular deseo expresar mi gratitud a los profesores Sabro Hasegawa y Gi-ming Shien, al doctor Paul y al doctor George Fung, al doctor Frederick Hong, al señor Charles Yick,al señor Kazumitsu Kato,sacerdote de la escuela Zen soto.

En tercer término mi información deriva de gran número de encuentros personales con maestros y estudiantes del Zen, a lo largo de más de veinte años.

En las páginas que siguen las traducciones de textos originales las he hecho yo mismo, a menos que indique lo contrario. Para comodidad de quienes leen chino, después de la Bibliografía he añadido un apéndice de las formas chinas originales de las citas y términos técnicos más importantes. He comprobado que son casi esenciales para el estudiante avanzado, pues aun entre la mayoría de los investigadores mejor calificados hay todavía mucha inseguridad acerca de la traducción adecuada de los textos zen de la dinastía T’ang. Las referencias a este apéndice se indican mediante letras que siguen el orden alfabético y que han sido colocadas encima de las palabras.

Las referencias a otras obras se dan por el apellido del autor y un número que remite a la Bibliografía donde se dan todos los detalles. Los lectores especializados me tendrán que perdonar por no utilizar los absurdos signos diacríticos en las palabras sánscritas romanizadas, pues sólo sirven para confundir al lector general y resultan innecesarias para el sanscritista que inmediatamente recordará la escritura devanagiri. Los nombres propios de los maestros zen y los títulos de textos zen se dan en las formas romanizadas de mandarín o japonés según el país de origen, y los términos técnicos se dan en mandarín a menos que se usen en la exposición del Zen específicamente japonés. Para el mandarín nos encontramos casi obligados por el uso general a adoptar la romanización de Wade-Giles, por lo cual he añadido una tabla de pronunciación después de este Prefacio, en apéndice.

Estoy muy agradecido al señor R. H. Blyth por su amable permiso para citar algunas de sus traducciones de poemashaiku de su magnífica antología en cuatro tomos, Haiku,publicada por la Hokuseido Press de Tokio.

Finalmente me complazco en expresar mi gratitud a la Fundación Bollingen por una beca de tres años, durante los cuales hice muchos estudios preliminares a la redacción de este libro.


ALAN W. WATTS


PRONUNCIACIÓN DE PALABRAS CHINAS

Consonantes

Aspiradas: Léase p’, t’, k’, ch’,y ts’ como en pan, te, kiosco, chino y tse tsé.

No aspiradas: Léase p, t, k, ch y ts (o tz) como en bis, di, guerra, yin y adscribir.

hs jcasi como la r en aro.

Vocales

a, e, i, o, u se parecen mucho a las mismas en español, pero eh tiende a la vocal indistinta inglesa de la er en brother, ih a la vocal inglesa de girl, y ü como la u francesa.

Diptongos

ai, ao, ei, ia, ieh, ua, ueh, uo se parecen a los mismos del español, pero ou suena como u.

 

 

P RIMERA PARTE

ANTECEDENTES E HISTORIA


 

I. LA FILOSOFÍA DEL TAO



El Budismo zen es un camino y concepción de la vida que no pertenece a ninguna de las categorías formales del pensamiento occidental moderno. No es una religión ni una filosofía; no es una psicología o cierto tipo de ciencia. Es un ejemplo de lo que en la India y en la China se conoce como un «camino de liberación», y en este sentido es similar al Taoísmo, al Vedanta y al Yoga. Como se verá en seguida, no es posible definir positivamente un camino de liberación. Hay que sugerirlo diciendo lo que no es, más o menos como el escultor revela la figura quitando partes de la piedra.

Históricamente puede considerarse que el Zen es la coronación de largas tradiciones de cultura india y china, aunque en realidad es mucho más chino que indio, y, desde el siglo XII, ha arraigado con mucha profundidad y espíritu creador en la cultura del Japón. Como fruto de estas grandes culturas, y como ejemplo único y peculiarmente instructivo de camino de liberación, el Zen es una de las más preciosas aportaciones de Asia al mundo.

Los orígenes del Zen tienen tanto de taoísta como de budista, y como su sabor es muy particularmente chino, quizá lo mejor sea comenzar averiguando su linaje chino, ilustrando al mismo tiempo con el ejemplo del taoísmo qué quiere decir un camino de liberación.

Gran parte de las dificultades y oscuridades que el Zen presenta al estudioso occidental resultan de su ignorancia de las formas del pensamiento chino, que difieren notablemente de las nuestras y que por esa misma razón tienen para nosotros un valor especial para lograr una perspectiva crítica de nuestras propias ideas. Nuestro problema no consiste sencillamente en dominar ideas diferentes, ideas que difieren de las nuestras como, por ejemplo, las teorías de Kant difieren de las de Descartes, o las de los calvinistas de las de los católicos. El problema consiste en apreciar las diferencias que existen en las premisas básicas de los respectivos pensamientos y en los métodos mismos del pensar. Muy a menudo estos aspectos se pasan por alto y en consecuencia nuestras interpretaciones de la filosofía china tienden a ser una proyección de ideas característicamente occidentales en terminología china. Tal es la inevitable desventaja de estudiar la filosofía asiática por los medios puramente literarios de la erudición occidental, pues las palabras sólo pueden ser comunicativas entre quienes comparten experiencias similares.

Esto no quiere decir que una lengua tan rica y sutil como la inglesa sea sencillamente incapaz de expresar ideas chinas. Por el contrario, puede decir mucho más de lo que han creído posible algunos chinos y japoneses que han estudiado el Zen y el Taoísmo, pero cuyos conocimientos de la lengua inglesa dejan algo que desear. La dificultad no reside tanto en la lengua como en los esquemas mentales que hasta ahora parecen inseparables del modo científico y académico de encarar un tema. A la impropiedad de esos esquemas para tratar temas como el Taoísmo y el Zen se debe en gran parte la impresión de que «la mentalidad oriental» es misteriosa, irracional e inescrutable. Además, no hay que suponer que tales materias son tan peculiarmente chinas o japonesas que no tienen punto de contacto con nada de nuestra cultura. Si bien es cierto que ninguna de las divisiones formales de la ciencia y el pensamiento occidentales corresponden a un camino de liberación, el maravilloso estudio de R. H. Blyth, Zen in English Literature, ha mostrado muy claramente que las intuiciones esenciales del Zen son universales.

El Taoísmo y el Zen presentan, a primera vista, un carácter enigmático a la mentalidad occidental, debido a que hemos adoptado una concepción parcial del conocimiento humano. Para nosotros el conocimiento humano es lo que un taoísta llamaría conocimiento convencional, porque no creemos saber nada en realidad a menos de poder representárnoslo por medio de palabras o por algún otro sistema de signos convencionales como la notación matemática o musical. Semejante conocimiento se llama convencional porque es cosa de acuerdo social acerca de los códigos de comunicación. Así como la gente que habla una misma lengua tienen tácitos acuerdos acerca de qué palabras representan tales o cuales cosas, así también los miembros de toda sociedad y cultura están unidos por lazos de comunicación que se basan en toda clase de acuerdos acerca de la clasificación y valoración de los actos y las cosas.

Así, la tarea de la educación consiste en hacer que los niños se tornen capaces de vivir en una sociedad persuadiéndolos a aprender y a aceptar sus códigos: las reglas y convenciones de comunicación por las cuales la sociedad se mantiene unida.

Ante todo está el lenguaje hablado. Al niño se le enseña a aceptar que «árbol» y no «boojum» es el signo acordado para designar eso (es decir, el objeto que señalamos). No es difícil comprender que la palabra «árbol» es algo convencional. Pero es mucho menos evidente la convención que rige el perfil de la cosa a la cual se aplica la palabra. En efecto, al niño hay que enseñarle no sólo qué palabras representan tales o cuales cosas sino también la forma en que su cultura ha aceptado tácitamente dividir las cosas unas de otras, marcar los límites dentro de nuestra experiencia cotidiana. Así por convención científica se decide si una anguila será un pez o una serpiente, y la convención gramatical determina qué experiencias serán llamadas objetos y cuáles recibirán el nombre de sucesos o actos. Cuán arbitrarias pueden ser estas convenciones se advierte con esta pregunta: «¿Qué ocurre con mi puño –objeto sustantivo– cuando abro la mano?» El objeto desaparece milagrosamente porque la acción estaba disfrazada por una parte de la oración que generalmente designa una cosa. En nuestro idioma las diferencias entre las acciones y las cosas están claras, aunque no siempre lógicamente distinguidas, pero gran número de palabras chinas hacen tanto de sustantivos como de verbos, de manera que a quien piensa en chino le cuesta muy poco advertir que los objetos son también sucesos, que nuestro mundo es una colección de procesos más que de entidades.

Además de la lengua, el niño tiene que aceptar muchas otras formas de códigos, pues las necesidades de la convivencia hacen necesario ponerse de acuerdo acerca de códigos jurídicos y morales, de arte y de etiqueta, de pesos, medidas, números y, sobre todo, del papel social que se desempeña. Nos es difícil comunicarnos si no nos identificamos en términos de papeles como los de padre, maestro, obrero, artista, «un gran tipo», caballero, deportista, etcétera. En la medida en que nos identificamos con estos personajes y con las reglas de conducta correspondientes sentimos que somos alguien porque nuestros compañeros tienen menos dificultad en aceptarnos, es decir, en identificarnos y en comprobar que estamos «controlados». El encuentro de dos extraños en una reunión es siempre algo embarazoso cuando el dueño de casa no los ha identificado señalando sus papeles al presentarlos, porque ninguno de ellos sabe qué reglas de conversación o acción habrá que observar.

Por otra parte es fácil ver el carácter convencional de los papeles, pues una persona que es padre también puede ser médico y pintor, así como empleado y hermano. Y es obvio que ni el total de todos estos rótulos referentes a los papeles será capaz de proporcionarnos una descripción adecuada del hombre mismo, aun cuando pueda colocarlo bajo ciertas clasificaciones generales. Pero las convenciones que rigen la identidad humana son más sutiles y mucho menos patentes que las que acabamos de señalar. Aprendemos cabalmente, aunque de modo mucho menos explícito, a identificarnos con una concepción igualmente convencional de «yo mismo». Porque el «yo» o «persona» convencional se compone principalmente de una historia que consiste en una selección de recuerdos y que comienza con el momento del parto. Según la convención, yo no soy simplemente lo que estoy haciendo ahora. Soy también lo que he hecho, y esa convención da una versión que hace que mi pasado casi parezca ser mi «yo» real más que lo que yo estoy haciendo en este momento. En efecto, lo que soy parece ser fugaz e intangible, pero lo que fui es algo fijo y definitivo. Es la base firme para predecir lo que seré en el futuro, y así resulta que estoy más íntimamente identificado con lo que ya no existe que con lo que realmente es.

Es importante reconocer que los recuerdos y los sucesos que constituyen la identidad histórica de un hombre no son más que una selección. De la infinidad real de sucesos y experiencias se ha seleccionado algunos, abstrayéndolos como significativos, y esta significación desde luego ha sido determinada por normas convencionales. Pues por su naturaleza misma el conocimiento convencional es un sistema de abstracciones. Consiste en signos y símbolos en los que las cosas y los sucesos quedan reducidos a sus esquemas generales, como el carácter chino jen a representa «hombre» por ser la más extrema simplificación y generalización de la forma humana.

Lo mismo vale para palabras que no son signos ideográficos. Nuestras palabras «hombre», «pez», «estrella», «flor», «correr», «crecer», denotan clases de objetos o de sucesos que pueden reconocerse como miembro de su clase a través de muy sencillos atributos, abstraídos de la complejidad total de las cosas mismas.

La abstracción es así casi una necesidad para la comunicación, puesto que nos permite representar nuestras experiencias con sencillas «tomas» realizadas por la mente con rapidez. Cuando decimos que sólo podemos pensar una cosa por vez expresamos algo así como que no es posible beberse todo el mar de un solo trago. Hay que tomarlo en una taza y sorberlo poco a poco. Las abstracciones y los signos convencionales son como la taza: reducen las experiencias a unidades suficientemente sencillas para ser comprendidas una por vez. De manera similar, las curvas se miden reduciéndolas a una secuencia de pequeñas rectas, o pensándolas en función de los cuadrados que cruzan cuando se las traza en papel milimetrado.

Otros ejemplos del mismo proceso son las fotos de los diarios y la transmisión de televisión. En las primeras una escena natural se reproduce mediante puntos finos y gruesos de modo que da la impresión de ser una foto en blanco y negro cuando se la mira sin lente de aumento. Por mucho que se parezca a la escena original, es sólo su reconstrucción en base a puntos, como nuestras palabras y pensamientos convencionales reconstruyen la experiencia en base a términos abstractos. De un modo aún más parecido al proceso mental, la cámara de televisión transmite el panorama natural en base a una serie de impulsos lineales que pueden pasar por un alambre.

Así la comunicación por medio de signos convencionales de este tipo nos da una traducción abstracta, como por yuxtaposición de instantáneas, de un universo en el que las cosas ocurren conjunta y simultáneamente, es decir, de un universo cuya realidad concreta nunca puede ser perfectamente des-cripta con esos términos abstractos. Una descripción perfecta de una pequeña partícula de polvo, utilizando esos medios llevaría un tiempo interminable pues habría que explicar cada punto de su volumen.

El carácter lineal, como la serie de instantáneas, que tiene el habla y el pensamiento, es particularmente notable en todas las lenguas que utilizan alfabetos y que representan la experiencia de usar largas filas de letras. No es fácil decir por qué tenemos que comunicarnos con los demás (hablar) y con nosotros mismos (pensar) por este método de las instantáneas sucesivas. La vida misma no procede de esta manera lineal y engorrosa, y nuestro organismo difícilmente podría subsistir un momento si tuviera que controlarse pensando en cada respiro, en cada latido del corazón, en cada impulso neural. El sentido de la vista nos ofrece una sugestiva analogía para explicar esta característica del pensamiento. En efecto: tenemos dos tipos de visión: central y periférica, que guardan cierta semejanza con la luz enfocada y la luz difusa. La visión central se usa para trabajos precisos como la lectura, en la cual nuestros ojos enfocan una pequeña superficie tras otra como si fueran reflectores. La visión periférica es menos consciente, menos brillante que el intenso rayo del reflector. La usamos para ver de noche, y para tomar nota «subconscientemente» de objetos y movimientos que no se hallan en la línea directa de nuestra visión central. A diferencia de la luz del reflector, puede abarcar varias cosas al mismo tiempo.

Hay, por tanto, una analogía –y acaso algo más que una mera analogía– entre la visión central y el pensamiento consciente, que procede por una sucesión de tomas instantáneas, y, por otra parte, entre la visión periférica y ese misterioso proceso que nos permite regular la increíble complejidad de nuestros cuerpos sin pensar en ello para nada. Hay que hacer notar, además, que llamamos complejos a nuestros cuerpos porque tratamos de comprenderlos en base al pensamiento lineal, con palabras y conceptos. Pero la complejidad no está tanto en nuestros cuerpos como en la tarea de comprenderlos a través de ese medio del pensar. Es como tratar de distinguir los detalles de una gran sala iluminándola solamente con un rayo brillante. Algo tan complicado como tratar de beber agua con un tenedor en lugar de una taza.

En este sentido la lengua escrita china tiene una leve ventaja sobre la nuestra, y acaso es sintomática de una diferente manera de pensar.Todavía es lineal, todavía es una serie de abstracciones que hay que tomar una por vez. Pero sus signos escritos están un poco más cerca de la vida que las palabras escritas con letras porque aquellos signos son esencialmente imágenes, y, como dice un proverbio chino: «Una figura vale por cien dichos.» Compárese, por ejemplo, cuán fácil es mostrar cómo se hace un nudo complicado, con la dificultad de decirlo sólo con palabras.

Ahora bien, la mentalidad occidental tiende a considerar que en realidad no comprendemos lo que no podemos representar –lo que no podemos comunicar– por signos lineales, es decir, por el pensar. Estamos en el caso del que no puede aprender a bailar a menos que alguien le dibuje un diagrama de los pasos, y que es incapaz de aprender por la práctica. Por alguna razón no confiamos en la «visión periférica» de nuestra mente, y no la utilizamos en todo su alcance. Aprendemos música, por ejemplo, restringiendo toda la gama de tonos y ritmos a una notación de intervalos tonales y rítmicos que no puede representar la música oriental. Pero el músico oriental posee una notación elemental que usa sólo para recordar la melodía. Aprende música no leyendo las notas sino escuchando cómo toca su maestro, por la práctica, e imitándolo. Esto le permite adquirir el ritmo y las complicaciones tonales que sólo han sido alcanzadas por los artistas del jazz occidental que utilizan el mismo procedimiento.

No pretendemos que los occidentales no usan la «visión periférica». Por ser humanos la usamos continuamente, y todo artista, todo obrero, todo atleta pone en funcionamiento algún aspecto especial de sus potencialidades. Pero no es académica y filosóficamente respetable. Todavía no hemos comenzado a darnos cuenta de sus posibilidades, y rara vez, o nunca, se nos ocurre que una de sus aplicaciones más importantes es para el «conocimiento de la realidad» que tratamos de lograr mediante los engorrosos cálculos de la teología, la metafísica y la inferencia lógica.

Cuando nos volvemos hacia la antigua sociedad china encontramos dos tradiciones «filosóficas» que desempeñan papeles complementarios: el Confucianismo y el Taoísmo.En general, el primero se ocupa de las convenciones lingüísticas, éticas, jurídicas y rituales que proporcionan a la sociedad un sistema de comunicación. En otras palabras, el Confucianismo se preocupa del lenguaje convencional y bajo sus auspicios se educa a los niños de modo que sus naturalezas originalmente díscolas y caprichosas se ven obligadas a ajustarse al lecho procústeo del orden social. El individuo se define a sí mismo y a su puesto en la sociedad según fórmulas confucianas.

El Taoísmo, por otra parte, es seguido generalmente por hombres de edad, especialmente por quienes se retiran de la vida activa de la sociedad. Su retiro de la sociedad es una especie de símbolo externo de la liberación interior con respecto a las ataduras impuestas por los esquemas convencionales del pensamiento y la conducta. En efecto, el Taoísmo se interesa por el conocimiento no convencional, por comprender la vida directamente, en lugar de prestar atención a los términos lineales y abstractos del pensamiento representativo.

El Confucianismo preside, por tanto, la tarea socialmente necesaria de obligar a la espontánea originalidad de la vida a adoptar las rígidas reglas de la convención, tarea que implica no sólo conflictos y dolores sino también la pérdida de esa peculiar naturalidad e ingenuidad que torna tan graciosos a los niños pequeños, y que a veces reaparece en los santos y sabios.La función del Taoísmo consiste en reparar el inevitable daño de esta disciplina, y no sólo restaurar sino también desarrollar la espontaneidad original, que recibe el nombre de tzu-jan b o «cualidad de ser uno mismo así». Porque la espontaneidad del niño es siempre pueril, como todo lo demás que le pertenece. Su educación aumenta su rigidez, pero no su espontaneidad. En ciertas naturalezas el conflicto entre la convención social y la espontaneidad reprimida es tan violento que se manifiesta en crímenes, demencias y neurosis que son el precio que pagamos por los beneficios del orden, que nadie pone en duda.

Pero de ningún modo debe entenderse el Taoísmo como una rebelión contra las convenciones, aunque a veces ha sido utilizado como pretexto de una revolución. El Taoísmo es un camino de liberación que nunca llega por medios revolucionarios, pues es notorio que la mayoría de las revoluciones establecen tiranías peores que las que derrocan. No nos liberamos de las convenciones despreciándolas sino evitando ser engañados por ellas. Para ello tenemos que ser capaces de utilizarlas como instrumentos en lugar de ser utilizados por ellas.

El Occidente carece de una institución correspondiente al Taoísmo porque nuestra tradición espiritual judeo-cristiana identifica el Dios-Absoluto con el orden moral y lógico de la convención. Este hecho es casi una verdadera catástrofe cultural porque acuerda al orden social excesiva autoridad provocando así las revoluciones contra la religión y la tradición que han sido tan características de la historia occidental. Una cosa es sentirse en conflicto con las convenciones socialmente sancionadas, y otra muy distinta es sentirse en desacuerdo con la raíz y el fundamento mismo de la vida, con el Absoluto mismo. Este último sentimiento fomenta una sensación de culpa tan descabellada que tiene que acabar por negar la propia naturaleza o rechazar a Dios. Como la primera de estas alternativas es, en última instancia, imposible –como lo sería el masticarnos los dientes–, la segunda resulta inevitable cuando no hay paliativos confesionales. Como es natural con las revoluciones, la rebelión contra Dios da lugar a la tiranía del Estado absolutista, que es peor porque ni siquiera puede perdonar y porque no reconoce nada fuera de los poderes de su jurisdicción. Pues si bien esto último también era teóricamente cierto en el caso de Dios, su representante terreno, la Iglesia, siempre ha estado dispuesta a admitir que aunque las leyes de Dios son inmutables nadie puede atreverse a señalar los límites de su misericordia. Cuando el trono de lo Absoluto queda vacante es usurpado por lo relativo que comete una verdadera herejía, una verdadera indignidad contra Dios como lo es el acto de convertir en absoluto un concepto, una abstracción convencional. Pero es improbable que el trono hubiera quedado vacante si, en cierto sentido, ya no lo hubiera estado antes, es decir, si la tradición occidental hubiera tenido la manera de aprehender lo Absoluto directamente, aparte de los términos del orden convencional.

Desde luego la misma palabra «Absoluto» nos sugiere algo abstracto y conceptual, como «el Puro Ser». Nuestra misma idea de «espíritu» como opuesta a «materia» parece tener más afinidad con lo abstracto que con lo concreto. Pero en el Taoísmo, como en otros caminos de liberación, lo Absoluto nunca debe confundirse con lo abstracto. Por otra parte, si decimos que el Tao e, como se llama a la Realidad última, es lo concreto más bien que lo abstracto, esto puede dar lugar a otras confusiones, pues tenemos la costumbre de asociar lo concreto a lo material, lo fisiológico, lo biológico y lo natural, como distinto de lo sobrenatural. Pero desde los puntos de vista taoísta y budista estos términos designan también planos de conocimiento convencional y abstracto.

La biología y la fisiología, por ejemplo, son tipos de conocimiento que representan el mundo real en términos de sus especiales categorías abstractas. Miden y clasifican ese mundo de modo apropiado a los usos particulares que quieren hacer de él, de manera parecida a como el agrimensor trata a la tierra en términos de hectáreas, un constructor en términos de carradas o toneladas, y un edafólogo en términos de estructuras químicas. Decir que la realidad concreta del organismo humano es fisiológica es como decir que la tierra es tantas toneladas o hectáreas.Y decir que esta realidad es natural puede considerarse como algo suficientemente exacto si queremos decir espontáneo (tzu-jan) o natura naturans (la naturaleza naturalizante). Pero es muy inexacto si significamos natura naturata (la naturaleza naturalizada), es decir, la naturaleza clasificada, distribuida en «naturaleza», como cuando preguntamos: «¿Cuál es la naturaleza de tal cosa?». En este sentido es cómo toma a la naturaleza el «naturalismo científico», doctrina que no tiene nada que ver con el naturalismo del Taoísmo.

Por consiguiente, para comenzar a entender de qué trata el Taoísmo al menos tenemos que admitir la posibilidad de alguna concepción del mundo diferente de la convencional, algún conocimiento distinto de los contenidos de nuestra conciencia superficial, que sólo puede aprehender la realidad en forma de una abstracción (o pensamiento, lo que en chino se llama nien d ) por vez. Esto no presenta ninguna dificultad grave, pues estamos dispuestos a admitir que «sabemos» mover las manos, tomar decisiones, respirar, aun cuando nos es casi imposible explicarlo con palabras. Decir que sabemos hacerlo aquí quiere decir simplemente que lo hacemos.El Taoísmo pertenece a este tipo de conocimiento, que nos da una concepción muy distinta de nosotros mismos con respecto a la que solíamos hacernos convencionalmente, concepción que libera el espíritu humano de su opresiva identificación con el yo abstracto.

Según la tradición, el fundador del Taoísmo, Laotzu, fue un contemporáneo mayor de Kung Fu-tzu, o Confucio, que murió en 479 a.de C. [1] Se dice que Lao-tzu fue autor del Tao Te Ching, breve libro de aforismos que expone los principios del Tao y de su poder o virtud (Te e). Pero la filosofía china tradicional atribuye tanto el Taoísmo como el Confucianismo a una fuente aún anterior, a una obra que se encuentra en la base misma del pensamiento y de la cultura chinas, y que se remonta a alguna fecha situada entre los años 3000 y 1200 a.de C.Esta obra es el I Ching o Libro de los cambios.

Aparentemente el I Ching es un libro de adivinación. Consiste en oráculos basados en sesenta y cuatro figuras abstractas, cada una de las cuales se compone de seis líneas. Las líneas son de dos clases: las divididas (negativas) y las enteras (positivas), y las figuras de seis líneas, o hexagramas, se cree que se basan en las diferentes maneras en que se suele quebrar el caparazón de la tortuga cuando se lo calienta. [2] Este punto alude a un antiguo método de adivinación según el cual el arúspice hacía un agujero en la parte interna del caparazón de la tortuga, lo calentaba, y luego predecía el futuro de acuerdo con las rajaduras que se producían en la concha, más o menos como los quirománticos utilizan las líneas de la mano. Desde luego, estas grietas eran muy complicadas, y los sesenta y cuatro hexagramas se supone que constituyen una clasificación simplificada de los diversos tipos de rajaduras. Ahora hace ya muchos siglos que no se usa el caparazón de la tortuga, y en su lugar se determina el hexagrama adecuado al momento en que se formula la pregunta utilizando la división casual de cincuenta tallos de aquilea. Pero un conocedor del I Ching no tiene necesidad de usar conchas de tortuga o tallos de aquilea. Puede «ver» un hexagrama en cualquier cosa: en el casual arreglo de las flores en un vaso, en objetos desparramados sobre la mesa, en las marcas naturales de un guijarro. Para un psicólogo moderno esto presenta analogías con el test de Rorschach, que sirve para diagnosticar el estado psicológico del paciente según las imágenes espontáneas que ve en un complicado manchón de tinta. Si el paciente pudiera interpretar sus propias proyecciones en la mancha podría obtener útiles datos acerca de sí mismo que le servirían para guiar su conducta futura. Debido a ello no podemos despreciar al arte adivinatorio del I Ching como mera superstición.