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Mónica Ojeda

Mónica Ojeda

Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988). Master en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de  la  Cultura,  da  clases  de  Literatura  en  la  Universidad  Católica  de  Santiago  de  Guayaquil.  Actualmente  cursa  un  Doctorado  en  Humanidades  sobre  literatura  pornoerótica  latinoamericana. 

Con  su primera novela La desfiguración Silva obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014 y con  su  primer libro de poesía El ciclo de las piedras , el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015.  Forma parte de la antología Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013).

Candaya Narrativa, 40

NEFANDO

© Mónica Ojeda

Primera edición impresa: septiembre de 2016

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Federico Pineda

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-36-3

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Si me pongo a pensar se desnuda la manzana.

Amanda Berenguer

Kiki Ortega, 23 años. Becaria FONCA.
Habitación # 1.

Tenía que ser Ella, una Ella, con los ojos como dos pechiches maduros, grandes, siniestros, con las uñas como conchas de orilla y la lengua de molusco, la lengua como el tentáculo de un pulpo, el pelo negro, negrísimo, a la altura de la barbilla, de un metro sesenta y ocho; no, un metro sesenta y cinco, ¿cuánto medían las niñas de catorce años?, se preguntó mientras pegaba la espalda contra la piel arrugada del muro. Escribir era renombrar el espacio circundante para describirlo como si fuera otra cosa. Por ejemplo, cuando escribía le gustaba pensarse rodeada de murallas, que no era lo mismo que pensarse rodeada de paredes –esa era la palabra inapropiada, la impertinente a la imaginación–. Pocas cosas eran tan importantes como encontrar la palabra correcta; no, no existen ese tipo de palabras, sólo las expresivas, recordó comiéndose las uñas. Reformulación: Pocas cosas eran tan importantes como encontrar la palabra expresiva. El muro expresaba su realidad –un estómago lleno de uñas, la malacia, el canibalismo–. El muro tras su espalda era, por lo tanto, un muro y no una pared. Las cuatro murallas de su habitación la protegían del lenguaje de los otros; allí adentro, como en ningún otro lugar, podía crearse formando líneas, oraciones largas para esnifar por la nariz. Ella tenía que ser un peephole, un pequeño agujero por donde entrara el deseo de desear; oscura, perversa, mucho más cráter que Ellos. Las cuatro murallas le permitían quebrar la sintaxis, el orden de las palabras que siempre alteraba el producto, elaborar paisajes propios, pintar con el habla de un niño. Ellos serían marionetas por decisión propia; los ojos que se asomarían por el agujero. A veces, cuando escribía, le caía sobre el pelo una caspa verdosa, la piel del reptil-muro que se deshacía por la humedad y cubría la cama y el suelo con hojas de pintura seca. Las niñas de catorce no tienen una altura estándar, no son copias unas de otras, se dijo; la altura no importa, la altura no es proporcional a la edad. Se pasó la mano como un plumero por encima de la cabeza. Ellos tendrían catorce también. Ella se llamaría Nella. Ellos Diego y Eduardo.

La página en blanco de la pantalla, aunque virtual e imaginaria, era tan tangible y demoledora como cualquier otra. No existe, en realidad, la página en blanco, pensó. Ese vacío nominal no podía tener lugar más que en su imaginación. Diego sería pálido como la noche. Eduardo tendría pecas. ¿Qué tan difícil podía ser escribir una novela? Reformulación: ¿Qué tan difícil podía ser escribir sobre la sexualidad de tres niños? Una novela sobre la crueldad, una novela destinada a perturbar. Algo como Las tribulaciones del estudiante Törless, pero mezclada con Historia del ojo. Perturbar era tirar una piedra en un estanque liso. Ellos estudiarían en un internado y Ella sería la alumna nueva. Perturbar era dormir al lado de alguien con los ojos abiertos. Al principio Diego y Eduardo serían los corruptores, la piedra en el estanque, los párpados abiertos durante el sueño. Perturbar era mirar a un desconocido sin pestañear hasta que la pupila arda en lágrimas. El lector tendría que desentrañar a los personajes y luego ver el horror en Nella. Perturbar era rascar la pintura del muro para que en la habitación de al lado se escuche la vida de afuera. Ella sería la araña. Perturbar era escribir con la mitad del cuerpo hundido en una ciénaga. Ellos, las moscas.

Afuera no corría ni la más mínima brisa. Nella leería al Marqués de Sade y, como Koo-chan de Confesiones de una máscara, entendería el amor físico a través del dolor y de la muerte. El árbol que se asomaba por la ventana –el mismo que alojaba pájaros negros que picoteaban el cristal por las mañanas– permanecía inmóvil y daba la impresión de no estar, de ser sólo imagen, representación; una fotografía de postal. A Nella le gustaría torturar animales pequeños en sus rituales amorosos. Abrió una lata de Coca-Cola, apartó la laptop, saltó fuera de la cama y pisó la piel caída del muro con los pies desnudos. Una profesora la sorprendería clavándole agujas a un gatito atrapado en una bolsa de plástico. Caminó sobre el material orgánico hasta llegar a la ventana y ver a través de las ramas. Por eso la habrían expulsado de su antiguo colegio; por eso la meterían en el internado de Diego y Eduardo. Barcelona le pareció un basurero, igual que el D.F. En todas partes la inmundicia, pensó, y una gota negra, burbujeante, le resbaló por la comisura de los labios. El internado sería estricto y exigiría a sus alumnos obediencia y disciplina. La calle se llamaba Industria y el mismo viejo de siempre meaba sobre la misma llanta del mismo rojo Renault. Nella se sentiría perdida en ese mundo de mesura. Las señoras caminaban como si les dolieran las piernas; el verano las impulsaba a usar vestidos floreados para hacer de sus cuerpos un jardín tosco e invadido por la maleza. Nella y la asfixia de las normas. Podía sentir hojas secas atrapadas entre los dedos de sus pies. Nella y la buena conducta. El cristal era un cementerio de insectos adornado con una que otra caca de paloma. Nella y sus deseos condenados a la silla eléctrica. Así se le mostraba el mundo desde adentro; pero allí, rodeada de murallas, también la inmundicia. A Ella, la araña, le costaría entender otra moral que no fuera la de su individualidad. En donde antes estaba la piel verde del muro ahora aparecía carne grisácea; la verdadera cara de los muros. Nella encontraría, sin embargo, el modo de satisfacerse a escondidas. El gris era el color de las piedras, de los tiburones y de las nubes poco antes de llover. Escondiéndose, Ella los encontraría a Ellos.

Se preguntó, rascándose la cabeza, cuándo había sido la última vez que limpió su habitación-refugio, pero le fue imposible recordarlo. Todo lo escribiría en primera persona. El olor a humedad y a sudor le hicieron cerrar los ojos. Todo lo escribiría desde la perspectiva de Nella. Por la tarde tendría que limpiar, deshacerse de los desechos de sí misma que poblaban el suelo. No: únicamente desde la perspectiva de Ella no iba a funcionar. Entre la piel del reptil-muro había pedazos invisibles de su propia piel, pelos largos y negros, trozos de uñas que no fueron a parar a su estómago. La novela también debía narrarse desde las voces de Ellos. Miró el suelo como quien mira un espejo. Nos vamos deshaciendo todos los días, se dijo, el tiempo nos erosiona, por eso es necesario engañar al lector. Había que empezar a escribir ahora mientras los personajes todavía le ardían, mientras todavía era capaz de barrer sus propios restos. El lector no podía saber la verdad. Escribir era un absurdo, un sinsentido, en México o en España. Sólo se podía engañar al lector temporalmente. No sabía muy bien lo que quería decir, pero escribía para saberlo; decía una novela pornográfica sobre tres niños en un internado sólo para disfrazar la necesidad apremiante de especular, de pensar, y que el mundo no le dijera que estaba perdiendo el tiempo. Ellos y sus voces cínicas cubrirían, durante algunas páginas, la verdadera naturaleza de Nella. Pensar era una actividad invisible que había que hacer física de alguna manera. Diego y Eduardo parecerían ser los corruptores. Escribir era la única forma que conocía de esculpir ideas. Pero la de la telaraña sería Nella. Debía escribir para que las palabras no hablaran por ella, para que el lenguaje detrás de las murallas no la destruyera. Las voces de Diego y Eduardo eran imprescindibles. Con metáforas, quizás, podría salvarse de las construcciones ajenas. Ellos serían las moscas. Lo único que quería era decirse con su propia lengua. Los bichos que caen en telarañas no son inocentes. Lo único que quería era decirse. Mis personajes serán lo real y yo una ficción.

Ya se había sentido ficticia antes, cuando era una niña y sus padres la llevaron por primera vez al circo. La habitación, a contraluz, es un sótano. Los actores iban disfrazados y maquillados como caricaturas de sí mismos y los trajes no habían sido hechos a sus medidas. La habitación: un intestino. Algunos estaban embutidos en ellos, con la piel marcada y enrojecida justo donde acababa la ropa, y otros luchaban con ayuda de gruesos tirantes de colores para mantenerse vestidos. La habitación: una boca sin dientes. Ese día un acróbata de mallas azules se cayó de la cuerda floja y, para el espanto de los espectadores, el hueso de su pierna se abrió paso fuera de su piel y de la malla para salpicar el suelo de rojo. La habitación: una cola de lagarto. Dos hombres musculosos se lo llevaron e inmediatamente hicieron entrar a los elefantes. La habitación: una fortaleza. La gente se olvidó del acróbata. La habitación: un claro. La carpa se llenó de aplausos y de elefantes de ojos tristes. La habitación: una placenta. Supo, mirando hacia el público, que ella era la única que no podía olvidar al acróbata. La habitación: una página en blanco. Supo que era la única que no dejaría que los elefantes la distrajeran del hombre caído. La habitación: una lengua torcida. The show must go on era, en realidad, un lema de vida espantoso. La habitación: un escenario. The show must go on era la fórmula con la que la gente miraba hacia delante, sonriendo, mientras a su lado alguien se desangraba. La habitación: un autorretrato. Ese fue su primer contacto con la indiferencia de los demás. La habitación: una celda. Lo comprendió mejor cuando, años más tarde, su padre abandonó la casa para irse con una mujer de pelo encanecido y, antes de marcharse para siempre, le dijo que la amaba. La habitación: una herida. Aquella vez supo con seguridad que eso no era cierto, pero que estaba escrito en el guión de lo que un padre debía decirle a su hija antes de abandonarla. La habitación: un aleph. Se sintió repugnante cuando –porque estaba en el guión de lo que una hija debía decirle a su padre antes de que la abandonara– le respondió que ella también lo quería y le pidió, teatralmente, que no se fuera. La habitación: nunca una habitación. En realidad, recordaba, en ese entonces poco le importaba que su padre se fuera y, si era honesta consigo misma, lo quería menos que a Chicho –un dóberman con orejas de diablo que murió atropellado por una camioneta bendecida con la estampita de la Virgen de Guadalupe–, pero se decía que debía quererlo, que debía estar triste, que era exactamente así como el show debía continuar. Su habitaciónnuncaunahabitación. Era muy pequeña como para entender que romper el guión no era una acción perversa. Su habitación: una cueva luminosa. Después, cuando creció, todo fue más claro y más complejo.

La luz que entraba por la ventana era tenue, lívida, como la de una lámpara de lava. Igual que los circos, su habitación tenía una luz diferente, una que hacía que la piel pareciera un disfraz. Nella, la araña, sería un personaje cubierto por una niebla espesa. Hace muchos años, en las gradas de un circo ambulante, ella se enamoró de un malabarista chino de Pekín. Diego y Eduardo se conocerían desde siempre y estarían juntos como hermanos, como amantes, como amigos de mentes gemelas. Escribir era hacer malabares con las palabras. El internado sería grande, con amplios jardines, con un bosque y un lago para niños bien, niños como los de la novela de Musil. Al malabarista de Pekín sólo lo vio una vez, pero recordaba sus brazos largos, hechos para abrazar, y sus manos moviéndose en el aire para atrapar con diligencia todo tipo de artefactos de colores. Al principio Ellos no se interesarían en Nella, la nueva. ¿Habría circos en Barcelona? Pero Ella los descubriría haciendo algo prohibido. De cualquier manera no quería ir a un circo; para eso ya estaba la calle. Y Ellos la atormentarían por haberlos descubierto. Para eso ya estaba ese piso de seis habitaciones. Entonces, involuntariamente, entrarían en la niebla.

Deslizó la mano sobre la pared y, cuando notó los relieves y la aspereza del muro despellejado, imaginó el lomo de un cocodrilo y supo que sólo se podía escribir una novela así: rodeada de escamas. Diego y Eduardo serían, a pesar de sus catorce años, sexualmente activos. El olor a humedad de la habitación era dulzón como una fuente de frutas maduras; penetraba en sus fosas nasales y le empalagaba la garganta. Antes de que Nella ingresara al internado Ellos ya habrían tenido sus primeras experiencias sexuales con chicas de cursos mayores. Levantó la lengua y la deslizó como un caracol contra su paladar. También habrían experimentado el placer físico entre Ellos mismos. En México escribir le había parecido lo mismo que caminar sobre tachuelas. Diego y Eduardo se amarían con la misma intensidad con la que desearían al sexo opuesto. No se puede escribir en el hogar, le dijo una vez a su madre, no cuando está lleno de la mierda de uno. Ellos se acercarían a las chicas del internado como una serpiente de dos cabezas. Barcelona también estaba llena de mierda, pero de mierda ajena, mierda que no tenía nada que ver con ella. Diego y Eduardo serían uno solo. Eso era lo bueno de vivir en España: que podía escribir como mexicana. Diego tendría el cabello bañado en petróleo. Escribir como mexicana significaba ser una cascada sin río. Eduardo tendría ojos de zopilote. Nunca fue tan consciente de su mexicanidad como cuando llegó a Barcelona. Los ojos de Diego mirarían a través de las cosas. Nunca el lema chovinista de la UNAM, “Por mi raza hablará el espíritu”, tuvo tanto sentido. El cabello de Eduardo cubriría un centímetro de su frente con rizos de color de trigo. En Barcelona podía escribir sin tener que demostrar quién era. Vasconcelos era un pinche pendejo. En el extranjero pocas cosas eran tan ciertas como que ella era. Y, además, un culero.

Caminó nuevamente hacia la cama y se dejó caer junto a la página en blanco. Los circos eran metáforas muertas. La semana pasada había borrado hasta la última línea de lo que presentó para la beca FONCA. Los circos eran la infancia. Veinte páginas escuálidas, un archivo .docx con las oraciones lánguidas de una voz que no era la suya, fueron a parar a la papelera sin ningún remordimiento. Quería escribir desde cero. Remordimiento era una palabra curiosa. Quería escribir como si cero fuera algo más que una oquedad. Significaba morderse la conciencia en bis; clavarle los dientes igual que a un chicle. Quería escribir como si cero fuera un punto desde donde se pudiera partir. El circo era un uróboros remordiéndose la cola. Pero escribir desde cero era imposible. Una novela podía ser un uróboros. ¿Por qué una novela pornográfica? ¿Por qué Nella? ¿Por qué Diego? ¿Por qué Eduardo? Tenía que ser posible crear un lenguaje que no se remordiera. Su intención, la más honesta de todas, era la de explorar lo inquietante; la de decir lo que no podía decirse. ¿Hay algo más humano que los deseos y los temores y la indiferencia a los deseos y a los temores de otros? En lo prohibido estaba todo principio creador. La literatura no puede distraerse con elefantes, tiene que apartarlos y ver al acróbata caído, interesarse por su sufrimiento, por la mueca de dolor con la que lo llevan tras bambalinas porque desentona, porque rompe la armonía, porque obsceniza el espectáculo. En lo prohibido se acurrucaba, temerosa, la sintaxis social. Escribir sólo tiene sentido, se repitió, si es para ver a través de los elefantes. Y, sin embargo, la habitación era un refugio-reptil-muro donde resonaba su voz indiferente a otras miles de voces, donde su voz apagaba las demás de un sólo soplo, donde era sorda y ciega, pero no muda, y su condición la hacía balbucear a la nada y remorderse las uñas y saberse sola sin poder escucharse, sin poder saber si las palabras salían de su boca o corrían como trenes dentro de su imaginación.

Tres golpes contra la puerta la hicieron cerrarse como una ostra.

– ¿Quién?

La voz de Iván: una mano agarrándola del pelo.

– Sal de tu baticueva, güey. Madrearon al Cuco.

Entrevistado: El Cuco Martínez
Lugar: Sor Rita Bar, Mercé 27, 08002, Barcelona

–No sé si los traducía del francés al español, o del inglés al español, o del alemán al español. Joder: ni siquiera sé cuántos idiomas hablaba la tía esa. La cosa es que lo hacía para ganarse un poco de pasta porque con la beca FONCA no le alcanzaba.

–Ya.

–A mí me parecía hasta cómico porque siempre estaba encerrada escribiendo una supuesta novela, que es una cosa, digamos, intelectual, yo qué sé, ¿tú dirías que es intelectual? No sé. Parecía una de estas tías atormentadas. Encajaba con el estereotipo. No me refiero al estereotipo de Hemingway, sino al de Kafka. Parecía enfermiza. Se quedaba por las noches despierta. Yo también lo hacía, pero al menos yo encendía la luz. A ella, en cambio, le bastaba con la del ordenador. Era un puto murciélago. Da igual. Me parecía cómico que se la pasara encerrada escribiendo una supuesta novela y que luego, al final del día, se pusiera a traducir ese tipo de cosas.

–La gente tiene distintas facetas.

–Lo sé, lo sé, pero es gracioso, si lo piensas.

–No fumes, por favor.

–Disculpa, hombre. No sabía que te molestaba el humo.

–Mi madre murió de cáncer en los pulmones. La vi convertirse, poco a poco, en un trozo de cartón. La imagen no se me va de la cabeza.

–Lo siento.

–No pasa nada. Continúa.

–Es que no sé qué más decirte.

–Quiero saberlo todo: cómo era vivir con ellos, qué hacían, qué decían. Todo.

–No sé, no sé. Yo nunca había vivido con latinoamericanos. No es que tenga nada en contra de los latinoamericanos. Si lo tuviera, no estaría hablando contigo, pero ya ves que no soy de esa clase de tíos. Sólo que nunca había vivido con gente del otro lado, nada más, y me sirvió para, por decirlo así, ampliar mis horizontes. La verdad es que el piso nos salía bastante económico porque éramos seis. Las habitaciones eran pequeñas y estaban bien. Ellos tenían tarjetas de estudiante, pero los hermanos, los ecuatorianos, tus compatriotas, nunca iban a la universidad. Siempre faltaban a clases. Fue así como me hice mucho más cercano a ellos que a los mexicanos.

–Iván y Kiki son los mexicanos.

–Sí, ellos son los mexicanos.

–Y tú no estudiabas.

–No. ¿Para qué?

–Pero sí estudiaste antes. Hiciste un grado en diseño de videojuegos, tengo entendido.

–Ah, eso. Sí, pero nunca saqué el título.

–Ya.

–Lo que pasa es que en ese tiempo estaba enamorado de una chica empollona y me convenció para que me metiera a estudiar algo. La verdad es que no lo necesitaba. Todo lo que aprendí en diseño de videojuegos lo podía haber aprendido solo, en mi cuarto, con un ordenador y acceso a internet. No es difícil si te lo curras. Además, soy bueno con los ordenadores. Ella se llamaba Lola. Estudiaba psicología y su papá era un militar retirado. Cuando iba a cenar a su casa tenía que vestirme como un empollón y aguantar toda una cháchara de derechas que te cagas. Era el típico tío con bigote blanco que siempre se abotonaba el primer botón de la camisa, de esos que te asfixian con solo mirarlos porque dices: pero, ¿cómo hace este tío para respirar con el cuello apretado y enrojecido? Y no era sólo el cuello lo que se le enrojecía, sino también la cara. Y cuando se llevaba la copa de vino a los labios el color pálido de su mano, que era como el de una gallina desplumada, contrastaba con el de su cuello y su cara de tomate demasiado maduro. Me doy cuenta ahora de que he estado llamándole cuello a aquella masa de grasa que le sostenía la cabeza sólo para hacerme entender, pero más que un cuello parecía una extensión de su cara deformada por el peso de la carne. Verlo era desagradable, tío, pero, claro, esto yo no se lo podía decir a mi chica. La mayor parte del tiempo no oía lo que él decía, que seguro eran puras mierdas de “esto con Franco no pasaba”, sólo miraba su enorme cara de tomate demasiado maduro y, con algo de miedo, veía escondidos bajo la grasa rasgos y gestos que luego veía en Lola. Nunca podía acostarme con ella después de que salíamos de la casa de sus padres. Me resultaba imposible. Creo que ella nunca se dio cuenta o, si lo hizo, no le dio demasiada importancia. De lo que sí estoy convencido es de que no podía imaginar que la razón por la que no quería acostarme con ella era el miedo que tenía de ver a su padre mientras lo hacíamos. Lola asumía, quizás, que el esfuerzo emocional que yo ponía en esas cenas me dejaba exhausto y por eso nunca nos acostábamos después de salir de casa de sus padres, pero ese no era el motivo: yo temía encontrar a su padre en algún gesto de su cara en medio de… Bueno, ya sabes. De algo así no me habría podido recuperar nunca. Habría sido como follar con ese señor. Bastaba un microsegundo para que yo encontrara un parecido entre mi novia y su progenitor, ¿entiendes? un microsegundo, y eso podía ocurrir mientras ella encogía sus facciones anticipando la expulsión de un orgasmo como un cohete, tío, de sus labios entreabiertos. Si eso pasaba yo habría muerto. No exagero: algo dentro de mí habría muerto para siempre.

–Comprendo. ¿Y qué pasó con esa novia tuya?

–Terminamos. Lola amaba a su padre y eso me hacía despreciarla un poco porque me obligaba a pensar en qué clase de persona podría tener sentimientos positivos hacia un militar retirado, un nostálgico de Franco, que decía cosas como que los negros olían mal porque estaba en su raza, en su color de piel, apestar como chivo mojado, que odiaba a los inmigrantes en general y que se enorgullecía de haber tocado, durante su juventud, la corneta en no sé cuántas procesiones del Cristo de la Buena Muerte. Cada vez que me invitaba a cenar a su casa, Lola me obligaba a vestirme como si fuera otra persona, el novio que su padre habría querido que yo fuera. Tenía que decir que era católico y que estudiaba derecho. Si el gilipollas este hubiera sabido que en realidad estaba haciendo un grado de diseño en videojuegos me habría echado a patadas de su casa. Lo mismo habría hecho si hubiera sabido que me cago en Dios y en todos los santos de su puta iglesia de mierda, o si me hubiera visto vestido así, como estoy ahora, como me visto siempre. Era un facha de lo peor.

–Disculpa, ¿facha?

–Facha. Facista. Todos en esa casa conformaban una familia de lo más rancio. La mamá de Lola, por ejemplo, era siempre una sombra. Y no es que me esté poniendo poético ni mucho menos. Es literal, así como lo digo. La señora nunca hablaba y, de alguna manera, siempre se las arreglaba para sentarse en el lado de la mesa que menos luz tenía, lo que hacía que apenas pudiera verla. Durante las cenas se convertía en una mancha borrosa y oscura que se movía como si llevara encima de la cabeza una canasta de frutas o algo por el estilo, un peso que la obligaba a mantenerse recta y a no realizar movimientos bruscos. Lo curioso es que Lola y su padre actuaban como si ella no estuviera, lo que hacía que su condición de sombra se acentuara. Cuando la señora se levantaba e iba a la cocina a buscar algo o a llevar alguna cosa de vuelta jamás encendía la luz. Entraba en la oscuridad de la cocina y se fundía en ella como si fuera su caparazón de tortuga para luego emerger como si nada y sentarse en el lado menos iluminado de la mesa. Lo mismo ocurría si se iba a la sala o subía las escaleras: nunca encendía la luz. Era como si sólo pudiera ver en la oscuridad.

–Qué te puedo decir: no suena como que la tal Lola pudiera haber salido bien en un entorno así.

–No sé, no sé. Es que va a sonar raro, pero ella y yo nunca hablábamos de cosas importantes. O al menos no recuerdo que lo hayamos hecho. No podría decirte, por ejemplo, cuál era su visión de la vida. Por lo que sé, Lola podía haber sido igual de facha que su padre. Supongo que tuve miedo de averiguarlo y por eso me abstuve de preguntarle cosas que pudieran incitarla a contarme su propia descripción del mundo. Como su madre, eso sí, no era. Aunque a veces me parecía que llevaba una sombra por dentro y que por eso insistía en mantenerse en la luz. No sé, no sé. Lo que voy a decir ahora puede que te parezca una ida de olla mía, pero creo que su padre abusó de ella. Nunca me lo dijo de forma directa, pero siempre evitaba hablar con detalle de su infancia y se limitaba a decir que su padre había cometido muchos errores cuando ella era una niña porque bebía mucho y que ahora todo eso había quedado atrás. Una vez me lancé y le pregunté: ¿tu padre abusó de ti? Y ella me sonrió como esas muñecas de plástico que dan miedo y me dijo: mi padre es el mejor padre del mundo. Pero yo vi que las manos le temblaban y supe que algo podrido había allí, que había un cadáver bajo la mesa de esa familia y que Lola se había acostumbrado al olor. Poco después terminamos porque su padre se dio cuenta de que le robaba cosas de la casa. La verdad es que no me importó separarme de ella. Sobre todo porque en mi mente yo había creado un retrato monstruoso de su familia y poco a poco Lola había empezado a entrar en la pintura. En todo caso, cuando los hermanos me entregaron el vídeo para subirlo al juego online, volví a pensar en Lola y me sentí culpable porque me dije: ¡gilipollas, tú pudiste haber hecho algo! Y empecé a partirme la cabeza pensando que quizás ella estaba esperando que yo la rescatara del amor que sentía por su padre, un amor incondicional que no podía hacer otra cosa que enfermarla, y que por eso, para que yo la rescatara, ella insistía en que fuera a su casa a cenar, para que lo viera con mis propios ojos, y que lo único que yo hice fue atisbar el cadáver bajo la mesa y luego irme, sin más, y desentenderme del asunto.

–Pero tú no sabes si eso en verdad pasó; no sabes si tu ex novia sufrió algún tipo de abuso cuando era niña o si te lo estás imaginando. A mí me da la impresión de que detestabas tanto a ese sujeto que querías creer, por encima de todo, que era un abusador de niñas.

–Claro, es completamente posible. Y eso me decía yo cuando me sentía culpable: me decía que ella jamás me había hecho una confesión semejante, que todo eran suposiciones mías, nada más. Pero luego me partía la cabeza pensando en que, tal vez, si yo no hubiera sido tan ciego, o si no hubiera estado tan enfocado en mí mismo, tal vez, habría visto señales, cosas que me hicieran entender la sombra en el interior de Lola. Pensaba que si me hubiera importado más ella, si la hubiera escuchado con más atención, si la hubiera observado igual que lo hago con un mapa cuando estoy perdido, quizás su dolor, ese que nunca puso en palabras pero que yo a veces encontraba agazapado en lo que decía, me habría resultado tangible, y entonces podría haber hecho algo para aliviarlo, algo como arrancarla de los brazos de su padre, algo como hacerle ver que ese amor que sentía por él era un autoengaño, que en realidad ella lo odiaba por lo que le había hecho cuando era una niña. No sé, no sé.

–Pero igual subiste esos videos a la Deep Web. Creaste el juego y subiste los videos, a pesar de que te hacía pensar en Lola y en todo lo que me estás contando.

–Hombre, es que eso era diferente. Eso era otra cosa. Los hermanos decidieron que querían los vídeos en el juego y el juego en la Deep Web y yo no pude decirles que no. ¿Quién les habría dicho que no? Y si ahora mismo entraran por esa puerta y me lo volvieran a pedir, yo lo volvería a hacer, porque a las víctimas de cosas así no se les dice que no.