Rompiendo mis esquemas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2016

© Editorial LxL 2016

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: mayo 2015

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-16609-85-7

 

Índice

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Epílogo

FIN

Continúa la serie ¿te atreves a quererme?:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gran luchadora que sueña,

no hay guerra que no pueda vencer.

 

 

Adaptación de Letras de Míriam Fernández

Míriam Fernández

 

1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

—¡Beeertaaaaaaaa!

Mi jefa, como de costumbre, no sabe para qué se usan los teléfonos en esta empresa. Levanto la vista de mi ordenador y la observo con cara de pasa desde mi despacho, ya que lo tengo enfrente del suyo.

—¿Qué? —pregunto con mi simpatía habitual.

—¡Oh, vamos! No me pongas esa cara de agria.

Sale de su despacho y viene hacia el mío con aires de sabelotodo, se sienta en el filo de mi mesa y se estira el vestido como puede.

—¿Qué te ha dicho Luis?

Alzo una ceja. Su pregunta me incomoda.

—¿Y eso qué más da?

Recuerdo el encuentro que hemos tenido en esta misma mesa hace una hora escasa y noto cómo un rubor sube por mis mejillas, pero enseguida me pongo en mis trece y se me pasa.

—Está claro que ese hombre te adora.

—Pues, para adorarme, quiere quitarme a toda costa un manuscrito.

Maribel abre los ojos como platos.

—¿En serio?

—Y tan en serio. Me ha traído estos papeles. Tendré que averiguar si es cierto lo que dice. Si ha firmado la primera parte con la competencia, mal vamos.

—Bueno…, sería cuestión de ver el marketing que usa su otra editorial. —Me sonríe—. ¿Has hablado con Paco?

—No, tu marido no ha venido en todo el día por aquí, pero creo que tenemos que resolverlo cuanto antes. Mañana llamaré al autor, a ver qué me cuenta.

—Está bien. Si necesitas algo, avísame.

La despisto cuando le cuento lo que ha pasado, y de esa forma me libro de que me pregunte algo más de lo sucedido con Luis. Parece que funciona cuando se levanta y se dirige de nuevo a su mesa.

—Ah, Maribel… —Se gira y me mira—. Existen los teléfonos, así que no hace falta que andes a voces. Si entra algún cliente, va a quedar un poco mal.

Asiente y me saca la lengua con burla. Parece mentira que sea la mujer del dueño de esta empresa. Algunas veces, ese papel lo encarno yo.

Dejo mis pensamientos apartados y me pongo manos a la obra con la montonera de papeles que tengo encima de la mesa. Menos mal que dentro de dos horas estaré rumbo a mi casa, ya que necesito descansar.

Al rato me suena el teléfono, y me sorprendo gratamente cuando veo que quien me llama no es nada más y nada menos que Rubén.

—No me lo creo… —contesto en tono cantarín.

—Yo tampoco. —Se ríe.

—¿Quieres que quedemos en mi casa en media hora?

Suelta una carcajada.

—Olvídalo, Berta, bórrame de tu lista negra.

—Eres imposible. —Sonrío.

Lo cierto es que ni siquiera lo tengo dentro de esa lista. Rubén es un amor y no se le puede querer más, pero está claro que no merece a alguien como yo, sino a una princesa adaptada a un principeso como él.

—Te llamaba para comentarte que tengo en el trabajo a una chica que acaba de escribir un libro. No sé si podría darle tu nombre para que preguntara por ti. La verdad es que no sé cómo soléis hacer estas cosas.

—¿Es tu novia? —me intereso.

—No, de momento no me ha llegado. —Se ríe de nuevo.

—¡Oh! Bueno, ya lo hará. Y sí, puedes darle mi correo si quieres. ¿Te viene bien que te lo envíe en un wasap?

—Lo haremos como tú me digas.

—No me tientes, Rubén…

—Y tú no seas malpensada, Berta… —me imita, lo que me hace gracia.

—Está bien, te lo mando. ¿Nos vemos mañana y comemos a mediodía?

—Claro. ¿Me paso por tu piso?

—Perfecto, nos vemos a las dos allí.

Cuelgo con una sonrisa en los labios. Lo cierto es que estoy acostumbrándome a tener charlas muy a menudo con Rubén. Es una manera en la que ambos nos contamos nuestro día a día, y en cierto modo hace que no me sienta tan sola desde que se ha marchado Patri, y eso que no han pasado ni veinticuatro horas.

Después de un duro día en el trabajo, cuando llego a casa, decido tirarme en el sofá, ver una película, comerme una tarrina de helado con sabor a chocolate blanco y esperar a que mi nueva cita de hoy aparezca para desfogarme un rato. El piso está en completo silencio y me dan ganas de irme y no volver. Tendré que plantearme seriamente buscar a una compañera o compañero, ya que es insoportable. A este paso, comenzaré a hablarle a las paredes.

—Vamos a ver qué mierda dan hoy.

En realidad, los programas basura que retrasmiten no me gustan en absoluto, pero, debido a mi trabajo, tengo que tragarme la gran mayoría para tener nuevas tendencias a la hora del marketing para mis autores. Me interesa saber cómo está el mundo y cuáles son las nuevas estrategias que utilizan otras editoriales.

Mientras estoy abstraída en mis pensamientos, escucho que el timbre suena. ¿Tiene llaves del portal? Abro, pensando que será Patri o Sara, y me llevo la mayor desilusión del mundo.

—¿Otra vez tú? —le pregunto con desgana.

—¡Hola a ti también! —me contesta con su habitual entusiasmo.

Se abre paso entre mi cuerpo y la puerta de entrada ante mis ojos, que observan cómo se desenvuelve igual que si de su casa se tratara.

—Luis… —comienzo con tono cansado. Me ignora por completo. Deja una botella de vino encima de la barra de la cocina y se tira en el sofá—. Luis… —repito, esta vez resoplando.

—Vamos, pequeña, siéntate. ¡Uh! —exclama en cuanto mira hacia la mesita baja que tiene delante—, ¿eso es chocolate blanco? —me pregunta eufórico.

Lo coge sin esperar a mi respuesta, lo abre y mete su dedo índice en el interior para llevárselo a la boca.

—Mmm, madre mía, ¡qué vicio!

—Ya veo.

Cierro la puerta con un leve golpe, me cruzo de brazos y me planto frente a él. Poniendo mi habitual gesto de enfado, lo miro haciendo una mueca con los labios y suspiro varias veces, hasta que por fin se mueve y clava sus ojos en los míos.

—¿Quieres? —me ofrece con la boca llena de chocolate.

Le doy un manotazo que hace que ponga mala cara, aunque sé que, en realidad, le importa un bledo.

—¡Guarro! Al menos coge una cuchara —refunfuño.

No me contesta, solo se ríe, gesto que hace que se le vean todos los dientes cubiertos por una extensa capa de chocolate blanco. Tira de mi mano y, sin esperarlo, caigo sentada en su regazo.

—¿Qué haces? —me sobresalto.

—Estás muy sola aquí, ¿no?

—No has contestado a mi pregunta.

—Ajá… Y tú tampoco.

Su mano comienza a subir por mi muslo a una velocidad vertiginosa, haciendo que mi camisón se remangue más de la cuenta. Mi respiración se acelera por las caricias de este maldito hombre. Hunde su rostro en mi cuello y aspira mi olor al mismo tiempo que sus labios van dejando un camino de dulces y delicados besos por mi piel.

—Luis… —jadeo.

Con su dedo índice y corazón, aparta la fina tela de mi tanga para posar su mano en mi sexo, consiguiendo que mi respiración se agite sin control. Dibuja pequeños círculos alrededor de él, baja por mis muslos de nuevo, los acaricia y después separa los pliegues de mi humedad. Los introduce para comenzar un suave baile que cada vez se agita más. Echo mi cabeza hacia atrás cuando una oleada de placer empieza a hacer mella en mi ser. Él lo nota, ya que es conocedor de mi cuerpo desde hace muchos años, y cambia de posición.

Sin dejar de mover los dedos, me tumba en el sofá de manera que puede poner una de sus piernas en el lateral al lado de mi cuerpo. Tira de mi pierna izquierda, la posa en su hombro y me arrastra hasta que mi sexo queda a la altura de su boca. Cuando creo que su lengua va a proporcionarme el mayor placer del día —aparte del chocolate, todo sea dicho—, el timbre suena de nuevo.

Luis me mira con sus rasgados y sensuales ojos llenos de lujuria.

—¿Tienes visita, pequeña? —Noto la punta de su lengua en mi clítoris. Niego con la cabeza y aprieto mis manos en el borde del sofá—. Contesta, Bertita…

Tengo que sonreír cuando lo escucho llamarme así. Solo lo hace cuando estoy empezando a sacarle de quicio. Levanto mis ojos, que hasta el momento se han mantenido fijos en el techo, y lo miro. Detiene su ataque y me contempla malhumorado cuando el dichoso timbre no para de sonar una y otra vez.

—No.

Otra vez el timbre…

Vuelve a mirarme.

—No me mientas. Ese es uno de los motivos por los que nuestro matrimonio no fue bien.

Resoplo y lo miro. Sé que es verdad.

—¡¿Quién coño será?! —reniego.

Con toda la mala leche del mundo, bajo mis piernas de los hombros de Luis, me levanto y voy hacia la dichosa puerta. La abro de golpe sin molestarme en mirar y me encuentro a «mi cita» de hoy.

Mierda…

—¡Berta! —me saluda con alegría.

—Miguel…, esto… No sabía que…, bueno… —titubeo como una imbécil.

—¡Miguel!

Luis aparece de la nada y lo saluda eufóricamente. Se pone a mi lado y me agarra por la cintura.

—Nena, ¿otro ligue? —Me mira con mala cara—. Ay… —suspira—, mira que te tengo dicho que a casa no traigas a nadie.

Lo observo sin pestañear. A cada palabra que dice, mis ojos se abren más y más, dando paso a un asombro sin igual.

—Es mi mujer, ¿sabes? A ratos, claro, pero sigue siéndolo. —Me mira y sonríe como si se hubiera adjudicado un triunfo. Agarra mis mofletes y los estruja como si fuese una niña pequeña—. Pero no te preocupes… Miguel, ¿no? —El chico asiente sin dar crédito a lo que está viendo—. Es que son tantos los que pasan por aquí que pierdo la cuenta. —Ríe. ¡Será capullo! Achico los ojos y lo fulmino con la mirada—. Bueno —coge su chaqueta—, yo creo que…

No lo dejo terminar:

—¿Adónde vas? —Mi tono sale desesperado. Me enfada que suene así, pero… ¿no pensará dejarme a medias? ¡Oh, no!

—Creo que aquí sobro, princesita —curva sus labios en una media sonrisa; en cambio, mi cara es un poema—, así que ya nos veremos.

Me da un casto beso en la frente y se marcha, dejándome plantada mientras miro anonadada cómo se aleja. Miguel me observa; alucinando en colores, imagino. Fijo mi vista en él. No es que sienta vergüenza por lo que acaba de pasar, dado que es no es la primera vez que Luis se comporta así, pero me da pena el pobre chico, que no entiende nada.

—Berta, yo creo que me…

Alzo una ceja. ¡Oh, no! ¡Otro no! Antes de que pueda decidir dejarme tirada como una colilla, le cierro la puerta en las narices. No se molesta ni en tocar y, sinceramente, no me importa.

Paso la mano por mi cuello y me enfado como una mona al recordar los suaves besos que mi «marido» estaba dándome hace apenas escasos minutos.

 

2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, el despertador me suena a las siete y media. Estiro mis brazos y me dispongo a prepararme para llegar un poco antes al trabajo. Se me acumulan las cosas que hacer y no tengo ganas de salir a las mil y pico.

Cuando estoy lista —una hora después, para ser más exactos—, bajo al garaje y cojo mi preciosa moto, me pongo mi casco rosa chicle y arranco. Al llegar, saludo al portero con la desgana habitual, solo que esta mañana parece estar dormido. Lo confirmo cuando subo al ascensor y lo veo dar dos cabezazos mientras espero a que las puertas se cierren. El último hace que se pegue un golpe con el mostrador, y no puedo evitar soltar una risotada. ¡Será imbécil!

Llego a mi planta, animada y con una gran sonrisa, la cual se me borra de un plumazo cuando veo que en el despacho de Maribel hay overbooking. Miro de reojo y atisbo quién está dentro… ¡Empezamos bien el día!

—¡Berta! —me chilla mi jefa, más que llamarme.

Oigo cómo discuten mientras mis pasos se dirigen hacia ellos. Abro la puerta, que permanecía entornada, y con cara de ajo entro. Todos me miran y, uno a uno, los repaso. Está Antonio, el jefe de Luis, su mujer, Luis, Maribel y Paco, mis jefes.

—Vaya… ¿Hay reunión familiar? ¡Oh! Y el descarriado… —Sonrío mirando a Luis, quien pone mala cara por mi comentario.

Paco y Antonio son hermanos, pero rivales en el negocio editorial.

—Buenos días a ti también —me saluda Antonio con aires de suficiencia.

Qué mal me cae este hombre. Si no fuera porque es el hermano de mi jefe…

—Buenos días, Punto. —Miro a su mujer—. Buenos días, I.

Ambos resoplan y yo sonrío con maldad. Los llamo el Punto y la I porque él es gordito y bajo —no creo que mida más de un metro cuarenta— y ella, alta y delgada como un alfiler. Sé que soy mala, pero no puedo evitarlo. De soslayo, veo que Maribel sonríe.

Mi jefe me chilla, regañándome:

—¡Berta! No empecemos. —Me señala con el dedo.

Dejo de reírme. Paco mira a Maribel, quien se pone seria.

—Berta, venga, siéntate, que tenemos que hablar.

Con la galantería de una reina, me siento en la silla que hay libre. Luis todavía no me ha dicho ni ojos negros tienes; al revés, se le ve nervioso e inquieto.

—Bueno, a lo que íbamos. Antes de que llegaras con tus impertinencias —me echa en cara Antonio—, estábamos negociando lo de Alessandro.

—¿Y dónde está el problema? —pregunto sin más.

Todos me miran con los ojos como platos.

—Esto es muy simple: vosotros canceláis vuestro contrato y nos lo quedamos nosotros. —Sonrío triunfal.

—Ni lo sueñes —sentencia Luis.

—Oh, vaya, el marginado por fin abre la boca.

—¡Berta! —me regaña Paco de nuevo.

Le pongo ojitos de cordero. Maribel ríe por lo bajo. A ella la tengo metida en el bolsillo, y a Paco…, tres cuartos de lo mismo, lo que pasa es que quiere aparentar delante de su hermano, ¡seguro!

—Es un autor superventas mundial, ¿en serio crees que vamos a firmar la cancelación porque a ti se te antoje?

—Sería lo más sensato. Tenéis que promocionar el primer volumen, y olvidas que nosotros tenemos el segundo, que es mejor aún. Lo cual quiere decir que cuando lo explotéis, nosotros sacaremos una campaña el doble de buena y nos aprovecharemos de vuestro trabajo.

De nuevo, me doy un golpe en el pecho cuando sus jefes me miran con desconfianza, pensativos. Luis, en cambio, es buen negociador, lo sé, y lo confirmo cuando me escruta con esos ojos de gato.

—Por esa regla de tres, si vosotros sacáis una buena campaña de la segunda parte, la gente que no se lo haya leído lo buscará y empezará por el primero, ¿no crees, Bertita? —Sonríe—. Ambos salimos ganando. O quizá debáis rescindir vosotros. A fin de cuentas, tenéis la segunda, que no es nada sin la primera parte.

Suspiro; acabo de perder. Me mira con aires de superioridad, y la chulería se me quita cuando veo que su jefe y mi jefe están mirándose; más bien pensando en cómo decirnos algo que no consigo adivinar.

—¿Qué pasa? —Un nudo se crea en mi garganta mientras le doy vueltas a esa extraña mirada que están lanzándose—. ¿Qué pasa? —insiste Luis—. ¿Habéis hablado con el autor?

—Sí —le confirma Paco.

—¿Y? —le pregunto impaciente.

—Alessandro está de acuerdo en que los contratos sigan como hasta ahora. No es eso lo que queríamos proponer.

Luis y yo nos ponemos alerta, esperando que nos iluminen con su maravilloso «trato», o es lo que supongo que nos dirán.

—Quiere irse a Bulnes la semana que viene para terminar de rematar unos cuantos detalles de las dos partes.

—¿Bulnes? ¿Eso qué es? Una ciudad, supongo, ¿no? Porque viendo el tipo de hombre que es Alessandro… —Me miro las uñas mientras me relamo mentalmente.

Luis suelta una risotada que retumba en toda la estancia mientras mis jefes ponen cara de póker, imagino que por mi comentario. Paco desvía el tema y yo sigo pensando en el porqué de su risa. Me entran ganas de sacar el móvil y buscarlo en Google.

—Siguiendo el hilo de la conversación, hemos pensado que… —Parece indeciso.

Mira a su hermano, quien termina la frase por él:

—Que vayáis los dos con él a Bulnes.

—¡¿Qué?! —me sobresalto.

Luis abre los ojos como platos, para luego volver a reírse. ¿Este hombre no se cansa de ser feliz todo el día?

—Estaréis de broma, ¿no? —pregunta entre carcajadas.

Ambos jefes se miran pasmados, esperando a ver quién da el primer paso.

—No, no es ninguna broma —comenta Paco, y mi cara vuelve a ser un poema.

—¡Venga ya! ¿Es el día de los inocentes hoy? —Luis fulmina a su jefe—. Lo es, estoy seguro.

Se levanta para mirar el calendario. Pongo los ojos en blanco y resoplo como un búfalo.

—Estamos en junio, Luis.

Se queda parado en mitad del trayecto y gira su cuerpo lentamente.

—¡No jodáis! —Se lleva las manos a la cabeza y niega varias veces—. ¿Estáis locos? Prefiero ir solo, no necesito que venga ella.

Eso me duele en lo más profundo de mi ser. ¡Ja!, va listo. Doy un golpe en la mesa y me levanto de la silla, encarándolo.

—Y yo prefiero ir sola antes que marcharme con este… ¡patán!

—Es que eres inaguantable, pequeña, no te soporta…

Lo corto:

—¡Que no me llames pequeña!

Aprieto los dientes tanto que casi están a punto de saltárseme, y les rezo a todos los dioses que, de ser así, por lo menos lo deje tuerto con uno.

—No pienso ir con este fantasma —sentencio.

—¿Fantasma? Perdona, ¿es a mí? —Ofendido, se señala.

—No, es al vecino, imbécil.

Pega su cara más a la mía. El resto de los ocupantes de la sala ni respiran.

—Perdona, bonita, pero más quisieras encontrar a alguien parecido a mí, chulita egocéntrica.

—¿Qué me has llamado?

—¡Ya sé lo que voy a regalarte para tu cumpleaños!

—Yo no necesito que me regales nada. Viniendo de ti, seguro que es una bomba.

—Oh, no, la bomba la dejo para los Reyes. Voy a regalarte… —se pone la mano en la barbilla, pensativo— ¡un sonotone!

Mis mejillas se ponen rojas de rabia cuando me contesta de esa manera. Es insufrible, y no puedo con él.

—Y yo voy a regalarte una hostia bien dada en esa cara de pardillo que tienes.

Doy un paso adelante y me quedo justamente pegada a su cuerpo y su cara. Sin querer, sus ojos se posan en mis labios y me mira de esa forma tan especial que hace que me hormiguee todo el cuerpo. Entrecierro lo ojos para que se dé cuenta de que su juego no está funcionando, aunque realmente es una mentira como una catedral.

—¿Qué te apuestas a que no te atreves?

—¿Qué te apuestas a que sí? —lo reto.

El ambiente se tensa mientras cuatro pares de ojos nos observan. Paco carraspea para que lo mire, pero ninguno de los dos aparta la mirada.

—Quizá… sea mejor que hablemos con Alessandro para que vaya solo —comenta Paco.

—¡No! No podemos perder a este autor. ¿Y si por eso decide cancelar el contrato? No quiero tener problemas tan pronto —añade Antonio.

Ambos se enzarzan en una discusión mientras sus respectivas mujeres intentan calmar el ambiente. Soplo un par de veces y aparto los ojos del gato que me examina intentando intimidarme.

—Iré yo sola.

—Te equivocas, también es mi cometido, así que o lo tomas o lo dejas.

Nos desafiamos con la mirada de nuevo. Me giro y me dirijo a mi jefe:

—¿Cuándo tengo que salir?

—Tenéis que iros —interviene Antonio, alias el Punto— dentro de dos días.

—Está bien, pero no quiero que me monte ningún espectáculo, o no respondo de mis actos cuando vuelva con tu editor hecho pedacitos en una maleta —le advierto.

—Lo mismo digo. —Luis sonríe con cara de pícaro.

Ambos jefes comienzan a prepararlo todo mientras Maribel llama a Alessandro para terminar de organizar la salida. Luis me mira de reojo de vez en cuando, y yo, con aires de suficiencia, espero paciente a que me digan cuál es el siguiente paso.

—Bien, todo listo. Os pasaremos los pasajes por correo, así que ya podéis empezar a preparar la maleta.

—Llevaré dos por si las moscas —comento con malicia.

—Menos lobos, caperucita.

Luis chasquea la lengua y sale del despacho con la chulería habitual que lo caracteriza.

 

 

 

 

3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mediodía, antes de salir del trabajo, me suena el teléfono. Al ver un número desconocido, descuelgo para averiguar de quién se trata.

—¿Sí? ¿Dígame?

—Hola, ¿Berta?

—La misma. ¿Quién eres?

—Ho… Hola, soy Rocío. He visto que… tienes un anuncio y que buscas compañera de piso.       

Empezamos bien… O es tartamuda o está tan nerviosa que le tiemblan hasta las pestañas.

—¿Estás cerca del piso?

—Ahora mismo, en la puerta.

—Dame veinte minutos y estaré allí. Nos vemos y hablamos.

Cuelgo el teléfono y salgo despedida en dirección a mi casa. La verdad es que necesito alquilar el piso cuanto antes, o al final tendré que irme debajo de un puente. Llego al portal y no veo a nadie. «Perfecto, empezamos bien». Subo en el ascensor y, cuando salgo de él, tengo que pegar un grito del susto que me llevo al encontrarme a una… ¿chica vampiro?

—¿Qué eres? —pregunto horrorizada, apuntándola con el dedo.

—¿Cómo?

Se ve que no me explico con claridad.

—¿Por qué vas vestida así y estás en la puerta de mi casa?

Se ríe nerviosa y se mira un poco avergonzada.

—Perdona, soy Rocío. —Me extiende la mano, la cual no acepto. Paso por delante de ella y abro la puerta del piso—. Perdona, quizá tendría que haberte esperado abajo.

—Tal y como habíamos quedado, sí. Casi me matas de un infarto —dramatizo. Abre un poco los ojos sin dar crédito a mi comportamiento, supongo—. ¿Por qué vistes así? —le pregunto con verdadera extrañeza.

—¿Cómo se supone que visto?

¡Uf, qué pavo tiene! Muevo las manos delante de su cuerpo y su cara, a ver si de esa manera se da cuenta de lo que hablo.

—Con esas pintas que llevas. De negro y con esa cara tan blancuzca, pareces un vampiro. Si llego a verte colmillos y los ojos rojos, me incrusto en el techo.

Parece que quiere sonreír, pero se resiste. Yo no le encuentro la gracia, pero, bueno, cada uno con sus mundos de Yupi.

—Es mi estilo, me gusta mucho el negro. Espero que eso no sea un problema. —Abro los ojos, asombrada—. Y mi cara… es la que tengo… —murmura de nuevo, sonrojándose.

—Ya, me imagino que no llevarás una careta. —Pongo los ojos en blanco—. Tienes pinta de asesina rara, ¿sabes?

La chica parece asustarse y no sabe dónde meterse. Yo sí que estoy asustada. Una compañera de piso rarita de cojones, lo que me faltaba…

—No hace falta que digas nada. —Niego con la cabeza—. Pasa, que te enseño el piso y ahora hablamos de las condiciones, que básicamente son que pagamos todo al cincuenta por ciento.

Asiente sin decir ni pío. Mientras le muestro el piso, la interrogo para saber un poco más de ella:

—¿Tienes novio? ¿O huyes de algún psicópata parecido a ti?

—No, y no soy una psicópata ni una asesina en serie. —Parece molesta.

—Ya…, pues me extraña. Con esas pintas…

—Sí, ya veo que tú eres muy… moderna.

El tono se me antoja con retintín y achico los ojos un poco.

—Muy bien, Rocío, y dime, ¿a qué te dedicas?

—Soy pediatra y tengo una plaza aquí.

—¿Pediatra con esa pinta? —Abre los ojos de par en par—. Los niños llorarán mucho cuando van a tu consulta, ¿no? Deben tener pesadillas por las noches y todo.

La muchacha se mira las manos, nerviosa, para después tocarse el pelo, gesto que me confirma más su estado. Decido parar de decirle cosas y le comento las condiciones del piso, tal y como le había dicho. Antes de que termine, veo entrar a Sara.

—¿Hola?

Pasa agarrándose su abultada barriga de casi nueve meses. Le quedan dos días para salir de cuentas, y la pobre mujer ya no puede ni con su alma. No sé cómo se atreve a tener otro bebé con el torbellino de niño que tiene. Jamás entenderé el afán de tener hijos que tiene el mundo.

—Hola, Sara, pasa. —Mira a mi nueva «compañera» y después a mí.

—No te habrás cambiado de bando, ¿verdad? —me pregunta, señalándonos a las dos.

¡Oh, no! Por Dios, con lo que me gusta a mí un buen hombre con un buen soporte. —Rompo en una carcajada bajo la estupefacta mirada de la chica—. Te presento a Rocío, mi nueva compañera de piso.

Rocío se acerca a ella para darle dos besos que Sara acepta gustosamente. Está claro que, desde que ha sido madre, su carácter se ha aplacado. Me sumo en mis pensamientos y recuerdo por qué estamos aquí. Miro a Rocío, que habla entretenidamente con Sara, e interrumpo su conversación:

—Rocío, entonces, ¿qué vas a hacer?

—Pues…, en principio, no tendría problemas. ¿Cuándo podría venirme?

—Cuando quieras.

«Espero que mañana mismo, que empieza a contar el alquiler del mes siguiente, guapa».

—¡Genial! Pues mañana mismo empezaré a traer mis cosas.

Voy a contestarle, pero veo de soslayo que Sara se dobla, agarra su barriga y pone cara de circunstancia. Arrugo el entrecejo y doy un paso hacia ella.

—Sara, ¿qué pasa? Parece que te han metido una patada en el estómago.

Me mira con el semblante enfurecido y me da tal golpe en el hombro que me hace daño.

—¿Qué haces? —le pregunto molesta.

—Está dándome una contracción, idiota —espeta.

—¡Será mi culpa! Conmigo no vayas a ponerte de parto, ¿eh? —la amenazo.

—Espero que Dios me libre. Solo me faltaba recibir tu ayuda para que me lo echaras en cara el resto de tu…

No le da tiempo a terminar cuando otra contracción se apodera de ella. Se dobla de nuevo, y Rocío, al verla, corre en su ayuda.

—¿Estás bien? Están dándote las contracciones demasiado seguidas. ¿Te importa que te reconozca?

Sara la mira aterrorizada y yo casi me desmayo.

—¿Eres médica? —le pregunta esperanzada.

—Soy pediatra, pero sé cuál es el proceso de un parto.

Antes de que pueda contestar, le da otra contracción. Inmediatamente, Rocío la empuja hacia el sofá y la tumba. Sara no dice nada, hace lo que ella le pide sin rechistar. Por su cara, sé que no está pasándolo nada bien. Cuando Rocío le levanta el vestido, casi me muero.

—¡Dios mío! —chillo.

—¡¿Qué pasa?! —vocifera Sara.

—Madre mía, Sara… —musita la otra.

—¡Tu chocho es como las puertas del Carrefour!

Rocío se gira y, malhumorada, me espeta en un tono nada conciliador:

—¿Quieres hacer el favor de dejar de hacer comentarios inoportunos que no le benefician para nada? Creo que tú y yo no vamos a llevarnos muy bien.

—Eh, eh, eh, ¿a qué viene ese ataque hacia mi persona? ¿A que no te alquilo el piso?

—¡Berta, cállate! —chilla de nuevo Sara al mismo tiempo que le da otra contracción.

—Pero mira la niñata… ¡Que está vacilándome! —me enfado. Será posible…

—Sara, no nos da tiempo a llegar al hospital. Voy a llamar para que vengan, pero el bebé nacerá antes de que lleguen. ¿Estás preparada?

No contesta, solo se limita a asentir. Yo empiezo a marearme.

—¡Berta!, ayúdame. Tráeme paños limpios, guantes y una palangana con agua. ¡Ya!

No rechisto. Noto cómo mi cuerpo se tambalea de un lado a otro mientras Rocío me exige que la escuche. Sara me pide a voces que llame a César, y mis manos empiezan a sudar a la par que mis ojos se abren más de lo que está su potorro ahora mismo.

Segundos después, con la vista perdida en no sé dónde, ya que creo que estoy a punto de desmayarme, siento un fuerte bofetón en mi mejilla derecha que me gira la cara. Abro los ojos desmesuradamente y miro a Rocío, que me ordena:

—¡Espabila!

Giro sobre mis talones y empiezo a revolver media casa en busca de lo que me ha pedido mientras toda yo estaba en trance. A toda prisa, saco las cosas y las dejo al lado de ella. Miro a Sara y veo su gran sufrimiento aguantando una contracción tras otra. No me da tiempo a llamar a su marido, ya que, por lo visto, lo ha hecho ella. Veo entrar a ese enorme tiarrón por la puerta de mi piso y me aparto a un lado al tiempo que contemplo la diminuta cabecita del bebé empezando a asomar.

—Dios bendito… —murmuro asombrada.

Sara me mira, y no pierde ni ese preciso instante para poner los ojos en blanco en cuanto crispo sus nervios. César agarra su mano con ternura mientras enfoca una y otra vez la puerta esperando que los servicios sanitarios lleguen de un momento a otro.

—Ayudadme a ponerle esta sábana debajo.

Entre los tres levantamos un poco a Sara y colocamos una sábana blanca debajo de su trasero. Rocío le pide que arrastre su cuerpo hacia el borde del sofá, y ella, como puede, con la ayuda de César, lo hace. De repente, un montón de líquido comienza a salir de su vagina y, de nuevo, otro mareo me invade.

—Bien, Sara, acabas de romper la bolsa, ya falta poco. Respira —la anima.

El timbre de la puerta suena y, tambaleándome, voy hacia allí. Al abrir, mi sorpresa no puede ser otra. Rubén sonríe, haciendo que se le marquen esos preciosos hoyuelos en las mejillas, y levanta una bolsa con comida china. Acto seguido y sin poder evitarlo, un terrible malestar se apodera de mi cuerpo y vomito en el paragüero de la entrada.

—¿Estás bien? —me pregunta.

Pero al escuchar los gritos, entra y casi se cae de espaldas cuando se encuentra a Sara a punto de parir.

—¡Ay, Jesús de mi alma, como decís vosotras! ¿No estarás de parto?

Sara lo mira con mala cara mientras César intenta calmarla.

—¡¿Es que no se ve?! —brama malhumorada.

—¿Qué haces aquí? —consigo preguntarle cuando recupero el aliento.

—Habíamos quedado para comer, ¿no te acuerdas?

Sin dar crédito y con la mandíbula casi en el suelo, mira a César, ajeno a todo; simplemente, se dedica a prestarle atención a su esposa, como un buen marido.

—¿Habéis llamado a una ambulancia por lo menos? ¿No tenías otro sitio donde parir que en el picadero de este avestruz? —reniega.

—Perdona, ¿me has llamado avestruz? —me ofendo.

—¿Y yo qué hago? —pregunta César, histérico.

—¡Dejad de discutir por todo y de tiraros puntadillas y ayudadme, cojones!

Cuando la voz de Rocío invade la sala, todos la miramos. Nos dirigimos hacia ella y enseguida empieza a dar órdenes:

—Berta, ponte estos guantes.

—¿Yo? ¿Para qué? —Estoy estupefacta.

—¡Que te los pongas, coño! —Me mira con mala cara—. Tú, quien seas —le ordena a Rubén—, coge esa sábana… ¿amarilla fluorescente?

Ambos me miran ojipláticos y yo me encojo de hombros. Con las prisas, no he encontrado otra.

—¿Quién es esta friki?

Al hacer ese comentario Rubén, no puedo evitarlo y suelto una carcajada que oye todo el bloque. Sara interviene en su ayuda antes de que la canija que tiene delante de ella vuelva a meterme otra hostia:

—Gracias a esta friki, como la llamáis, mi hija va a venir al mundo. Si fuera por vosotros dos, estaría pariendo sola —escupe con rabia.

Ambos nos callamos.

—Sara, empuja cada vez que te lo diga, ¿entendido?

Con la cara contraída asiente, resoplando como un toro. Una vez tras otra empuja, hasta que de golpe sale la cabecita del bebé. Varios empujones después, asoma uno de los hombros, y con la ayuda experta de Rocío y un leve empujón más, el bebé sale por completo. Rocío tira de él hasta ponerlo en el regazo de su madre. El salón se llena de los llantos del bebé y de las lágrimas de amor de unos padres que se aman con locura.

 

4

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me pongo manos a la obra junto con Rocío, que me ayuda a recoger todo lo que se ha manchado cuando Sara daba a luz en casa. Rubén se ha ido con ellos para ocuparse del pequeño César mientras iban al hospital.

Suena de nuevo el timbre y elevo la mirada al techo.

—No voy a tener un día de gloria…

—Pareces una persona muy solicitada. —Sonríe.

—Tiene pinta… —murmuro, renegando.

Abro y me encuentro a Luis, mirándome de manera inquisidora. Como de costumbre, se abre paso entre mi cuerpo y la puerta para entrar.

—Adelante, no es tu casa.

Se hace el sorprendido:

—¿Que no es mi casa? —Mira a su alrededor y, cuando ve todo manchado de sangre y cosas extrañas, abre los ojos y me mira—. ¿No me digas que has matado a alguien?

Da un paso hacia atrás y achica los ojos. Se fija en la encimera de la cocina, y estoy segura de que está comprobando todos y cada uno de los cuchillos que tengo colocados en una madera.

—Sara se ha puesto de parto en casa —susurro agotada.

—¿No me digas?

Posa sus ojos en la chica que me ayuda y después me mira, interrogándome, así que se la presento:

—Rocío, este es Luis, un… conocido.

No tengo ganas de dar muchos detalles, pero, para variar, él se va por peteneras:

—Hola, Rocío, soy Luis, su exmarido en proceso.

Asombrada, sonríe mientras le estrecha la mano. Luis da un paso adelante y le dice:

—¿Estás segura de venirte a vivir con esta energúmena?

Rocío ríe ampliamente y yo lo fulmino con la mirada.

—Quizá viviría mejor contigo…

—¡Oh, no! Nerea se enfadaría, estoy seguro.

Comienzan una conversación que no escucho. Paro en seco y proceso lo que acaba de decir. ¿Nerea? ¿Quién coño es Nerea? Me hago la remolona. Voy directamente a donde se encuentra y meto mi cuerpo entre Rocío y él para que me preste atención.

—¿Quién es Nerea?

Me mira sorprendido por mi pregunta, como si el extraterrestre aquí fuese yo. Alza ambas cejas, para después sonreír.

—Es una… amiga. Bueno —se pone un dedo en el mentón, pensativo—, en realidad, es algo más que eso. ¿Me dejas seguir hablando con tu compañera de piso? La conversación era mucho más interesante, desde luego.

Me aparto sin mostrar ningún tipo de emoción en mi rostro y sigo recogiendo el piso. Después de un buen rato hablando con mi compañera, se digna a venir hasta donde me encuentro. Se pega a mi espalda y me susurra al oído, ronroneando como un gato:

—¿Has hecho la maleta ya?

Sentir su aliento en mi cuello me estremece de pies a cabeza.

—No.

—Mmm… Mal hecho.

Pasa su mano por mi vientre y un escalofrío recorre todo cuerpo. Pone sus labios en mi cuello y lo lame repetidas veces, lo que hace que tenga que cerrar los ojos. Sin embargo, toda la magia se fuga de un plumazo cuando dice:

—Espero que lleves casco y rodilleras, por si encontramos algún barranco y decidimos bajar rodando.

Me giro con brusquedad y lo miro.

—Reza para que no te tire yo a ti por el barranco.

Enfadada y molesta, como es habitual, me voy al salón. Él me sigue y ríe un par de veces. Apostaría el cuello a que está pensando que me ha dejado con ganas de más, y aunque es verdad, jamás se lo reconoceré.

—Bueno, pequeña, me voy. He quedado con mis padres y mis hermanos, que llegan hoy de Dubái. Nos vemos en el aeropuerto pasado mañana.

No me molesto ni en contestarle. Se despide, tomándose su tiempo con Rocío, y se marcha. Ella me mira, interrogándome.

—¿Qué quieres saber?

—¿Por qué me preguntas como si estuvieras cansada de mí? —Deja de fregar el suelo y me contempla.

—Yo no hago eso —le contesto enfadada mientras sigo recogiendo cosas.

—Sí lo haces. Me conoces desde hace unas horas y ya sé más de ti que tú de mí.

Una carcajada sale de mi garganta. ¡No se lo cree ni ella! Al ver mi gesto de chulería, me deja aplastada como una hormiga cuando me dice:

—Eres una persona prepotente, egocéntrica, arisca, antipática, y sin duda te crees una diva. —Abro los ojos como platos, pero antes de que pueda replicarle, continúa—: No das oportunidades a la gente, solo coges lo que te interesa de las personas y después las deshechas, ¿me equivoco? —La miro, y sin saber por qué motivo, no consigo responderle—. Piensas que eres más que nadie y te crees superior a los demás, pero detrás de toda esa capa que te pones hay una persona noble y sensata que tiene un gran corazón.

Paciente, me observa, esperando una respuesta que no le doy, hasta que, en un susurro más bien renegando, le contesto seria:

—Yo no me creo una diva; lo soy. Y corazón… no tengo.

Sonríe con pena, o me lo parece a mí, da media vuelta y entra en su habitación, no sin antes apostillar:

—Tú puedes ser todas esas cosas, pero a cabezona no me gana nadie, y te abriré los ojos.

—¿Te has propuesto una meta conmigo? ¿Seguro que no eres una psicópata?

De nuevo, sonríe.

—No puedes llegar a imaginar el gran reto que me has puesto por delante.

Con las mismas, cierra la puerta de su habitación, pone la música y se olvida del mundo.

Al día siguiente, decido ir a un barecito que hay cerca de casa. No tengo ganas de cocinar, y algo rápido me vendrá bien. Al entrar, creo morir al instante. A lo lejos veo a la madre de Luis, Jessenia, y a su padre, Abdel Alí, junto a todos sus hermanos, que son nada más y nada menos que seis. Jessenia me saluda eufórica desde lejos y se levanta a toda prisa para llegar hasta donde estoy.

—¡Berta, querida! —Sonríe mientras estira sus brazos hacia mí para darme un fuerte abrazo.