Anza, Ana Luisa. Pibe, chavo y chaval; Ilustrado por Juan Gedovius – 1ª ed. – México: Ediciones SM, 2016

Formato digital – (El Barco de Vapor, Naranja)
ISBN: 978-607-24-2429-6

1. Novela mexicana - Literatura infantil 2. Amistad – Literatura infantil 3. Vacaciones – Literatura infantil 4. Español - Jerga – Literatura infantil
Dewey M863 A59

Para mis queridas brujas,
por las letras y vidas compartidas.

 

UNO

CONOCÍ a Fer y a Aldo sólo porque hablamos español. Al menos, eso creímos todos al principio. Y luego empezaron los problemas y las confusiones!… todo justo por eso, por hablar español.

Me explico. Todo comenzó en unas simples vacaciones en la playa, a las que yo no tenía tantas ganas de ir, además de que había hecho planes con mis amigos de la colonia para todo el verano. La playa puede ser muy divertida pero, después de dos días de arena y mar, como que necesitas un compañero para pasártela bien. Y con mi familia es medio imposible. Supongo que es lo malo de ser hijo único. Mi papá y mi mamá se la toman como descanso absoluto y ni de chiste se meten a la alberca o al mar. Se la pasan tirados bajo una palapa, con lentes oscuros, embarrados de bloqueador solar y con los ojos pegados a uno de los miles de libros que transportan de un lado a otro.

A esa playa van muchos extranjeros, o sea, turistas de otros países que hablan alemán, francés, ruso y hasta chino, y es muy difícil hacer amigos. Al cuarto día yo ya estaba aburrido de construir castillos, de enterrarme solo en la arena y de pescar bolsas de plástico en el mar. Había explorado todos los rincones del hotel y nadado en la alberca más de mil kilómetros en todas las especialidades.

Intenté platicar con un niño más o menos de mi edad, pero como a mí no se me da el inglés y el gringuito no sabía más que por favor y gracias, la plática terminó a los cinco minutos. Por lo menos le enseñé a decir adiós y algunas groserías y maldiciones que pueden ser útiles. Yo no sé por qué siempre da curiosidad saber cómo se dicen las groserías en otros idiomas pero, por alguna razón, son las palabras más fáciles de aprender, aunque no las digas nunca.

A nuestro alrededor había casi solo alemanes y coreanos. Tal vez iban en un paquete de esos que organizan las agencias de viajes en los que meten a mucha gente en los camiones para llevarla con un guía —que siempre trae un sombrerito y un banderín —al que hay que seguir por todos lados. Mis papás fueron una vez a un viaje de esos, con todo pagado, y visitaron ocho ciudades del país en solo cinco días. Me imagino que se hicieron expertos en señales de carretera y cálculo mental de kilómetros, pues la mayor parte del tiempo la pasaron en un autobús. Creo que por eso ahora prefieren quedarse ocho días en el mismo lugar!… aunque no conozcan más que la palapa y sus alrededores.

Después de darme por vencido con el güero, contemplar el atardecer con mis papás —para quienes ver cómo se mete el sol es una ceremonia, aunque sea exactamente igual todos los días— y tratar de rescatar a un pez globo atrapado en la arena, me fui a caminar por la orilla del mar para llegar hasta unas rocas que se veían a lo lejos. Allá no parecía que hubiera mucha gente y, quién sabe, a lo mejor encontraba restos de un barco que había naufragado, o una colonia de ostras, o un cofre enterrado, o a los pescadores!… aunque claro, ya sabía que no era la hora en que salen a pescar. Ya sé que ellos sí son muy madrugadores.

En eso iba pensando, en lo valientes que son los pescadores —no tanto porque se atrevan a estar horas mar adentro o porque no les asusten los tiburones, sino porque logran levantarse todas las mañanas antes de que salga el sol, y vencer las sábanas es para mí un heroísmo—, cuando vi en las rocas, que ya no estaban tan lejos, a dos personas que se estaban asoleando paradas, o eso parecía.

Pensé que hubiera sido mejor que la roca estuviera ahí para mí solo porque, ¿qué tal si era una pareja de enamorados de los que se la pasan inventando excusas para no tener compañía (y menos de un niño)? O, ¿qué tal que eran señores que se habían quedado ahí después del atardecer? Eso podría haber sido, porque muchos adultos se quedan como embobados viendo el horizonte, aunque la bola del sol ya ni esté. Pero decidí seguir caminando!… al cabo faltaba muy poquito.

Y nada. Que eran dos niños. Me imaginé que estaban igual de aburridos que yo en la playa. Como no se veían tan extranjeros, me acerqué para ver si entendía de lo que platicaban.

—Che, ¿lo registrás? —le dijo uno, el más flaco, con una nariz larguísima, al otro, un chaparro medio gordito. Este último se parece a mi primo Pedro, al que le encanta la comida chatarra y no se come un plato de verduras ni aunque le paguen un millón de pesos. Yo me lo comería por mucho menos, aunque las verduras tampoco son mi platillo favorito. El flaco señalaba algo que estaba fuera de mi vista.

Yo pensé: “Uy, otros extranjeros”, aunque el idioma no sonaba tan complicado como el chino.

—!… esto me mola —le contestó el gordito.

Aunque no entendí ni papa de lo que decían, me pareció que hablaban español, o quizá portugués o italiano, que a veces suenan parecido. Pero mexicanos, no eran.

Estaban agachados, de espaldas a mí, como observando algo al otro lado de las rocas. Así que me les acerqué despacito y me asomé para ver qué era lo que les llamaba tanto la atención.

Las olas empujaban algo hacia la orilla de las rocas. El flaco narizotas intentaba acercarlo con una varita.

Me asomé desde detrás de ellos. Era una botella de vidrio transparente. Ya sé que el vidrio es transparente siempre, pero quiero decir que no era de colores, como a veces las pintan. Adentro podía verse un papel doblado!…

DOS

—¡QUÉ CHIDO! —dije. Claro que ellos no me habían visto, o a lo mejor estaban muy ocupados tratando de sacar la botella del agua. Así que pegaron un brinco cuando me oyeron. El gordito hasta dijo algo que sonó a maldición. Eso me pareció, aunque no era ninguna de las que yo conocía hasta entonces y, como no me la dijo a mí, no me quedaba hacerme el ofendido.

—Que, ¿qué? —preguntó el gordito, viéndome como si yo fuera el peor intruso.

—¿Qué, de qué, de qué? —contesté medio retador, porque he visto que así empiezan los pleitos en las películas mexicanas que ven mis papás. Esas que son en blanco y negro porque todavía no se inventaba el color.

—¿Qué has dicho? ¿Qué chilo? —insistió.

Chido!… chi-do —repetí, como si le hablara a un niño de kínder cuando le explican cómo separar las sílabas. No podía creer que no supiera qué es chido, si es la palabra más usada en el mundo!…

—¿Y chido es bueno o malo? —preguntó el otro. Ora sí, nomás faltaba que le tuviera que explicar, como a veces a mi abuela, quien dice que no entiende qué idioma habla la juventud.

Chido es más que padre, es padrísimo —les dije, para que ya quedara claro, porque no me iba a poner a explicar de dónde venía la palabra y cuál era su uso más común, entre otras cosas, porque no tengo ni la más remota idea.

—¿Y qué es padre? —preguntó el flaco. Yo empecé a desesperarme porque a mí lo que me interesaba era el asunto del mensaje en la botella. Así que pensé en todos los sinónimos que se me ocurrieron, pero que no habría usado porque suenan muy cursis:

—Estupendo, maravilloso, bonito, grandioso, lo máximo.

—¡Qué masa! —dijo el narizotas, como si hubiera descubierto el hilo negro. Y al mismo tiempo:

—Guay —dijo el gordito.

—Pues lo que sea o como se diga. Solo dije que es!… interesante!… eso de la botella —señalé para ver si volvíamos al tema y dejábamos de jugar a los sinónimos.

y riman. Sin duda era mi mismo idioma, pero qué forma de hablarlo.