Donde caben dos, caben tres

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía del autor: Archivo del autor

 

© Noelia Medina 2016

© Editorial LxL 2016

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: marzo 2020

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-16609-79-6

 

 

Donde caben dos,

caben tres

 

 

Noelia Medina


Agradecimientos

 

 

Esta obra la comencé hace más de un año, cuando me enteré de que Naiara, mi sobrina, estaba creciendo en el interior de su madre. Fui tan feliz al conocer la noticia que no dudé en darle su nombre a la protagonista, igual que hice con otro personaje: Hugo; mi pequeño Hugo, que en aquellos entonces solo tenía cuatro meses y que ahora veo crecer en la lejanía, pero lo sigo teniendo tan presente como cuando vivía cerquita de mí.

A Naiara, que me enseñó cómo querer a alguien sin ni siquiera conocerlo y experimentar esa sensación de amor a primera vista. Y a Hugo, que me aleccionó que no hay que llevar la misma sangre por las venas para sentirse familia.

Agradecer a mi gente, la de verdad, porque están y estarán siempre ahí para apoyarme en todo, por muy descabellado que sea. Ana, Bárbara y Cari, por su apoyo incondicional día tras día y por llevarse la responsabilidad que conlleva ser una lectora cero. A mis Chipiritifláuticas, por sus refuerzos estos últimos meses y sus locas ideas.

A Angy, en calidad de editora, por aguantar mi ya conocida impaciencia y por involucrarse con esta historia haciéndome sentir que era cosa de dos, y en calidad de escritora, por haber aceptado redactar esa preciosa introducción que ha conseguido emocionarme.

A todos los que hacéis posible que mi sueño siga creciendo y yo con él. A mis tres vigas fundamentales en este proceso: F. Javier, mi amor, por soportar esos tostones que se lleva a diario sobre cada personaje, trama o giro de la novela; a Pilar, por aguantar mis historietas, aconsejarme y apoyarme; y a Álvaro, que me integró en el mundo de nuestra protagonista hasta el punto de verme como ella, frente a un saco, con unos guantes de boxeo puestos y aprendiendo técnicas impensables para mí. Y sobre todo a ti, que estás leyendo esto, gracias por perderte en las palabras de una simple soñadora.

 

 

 

 

 

 

Si usted no desea arriesgarse por lo inusual,

tendrá que conformarse con lo ordinario.

 

Jim Rohn

 

Índice

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1

Fuck

Capítulo 2

Mi perro Scott

Capítulo 3

Eres buena

Capítulo 4

¿Por qué me odias?

Capítulo 5

Perfecta besando

Capítulo 6

Podemos negociar las normas

Capítulo 7

Encantada

Capítulo 8

¿Estás celosa?

Capítulo 9

¿La maleta?

Capítulo 10

¿Qué esperas de la vida?

Capítulo 11

¿Por qué no lo compruebas tú mismo?

Capítulo 12

No te odio

Capítulo 13

Vuelo 612

Capítulo 14

Gracias

Capítulo 15

Lo que habéis oído

Capítulo 16

Thor

Capítulo 17

A mi manera

Capítulo 18

Grita

Capítulo 19

¿Por qué los dos?

Capítulo 20

La hermana

Capítulo 21

Tengo miedo

Capítulo 22

No lo permitas

Capítulo 23

Ballenas amarillas

Capítulo 24

Odio

Capítulo 25

El ring

Capítulo 26

El helado

Capítulo 27

Donde caben dos, caben tres

Capítulo 28

El golpe con la realidad

Capítulo 29

Sin ataduras

Capítulo 30

Es lo que tiene el amor

Hugo

Capítulo 31

Sorpresa

Capítulo 32

Mucha mierda

Capítulo 33

Miss

Capítulo 34

La celebración

Capítulo 35

Sentimientos en París

Capítulo 36

Dos tocapelotas

Capítulo 37

Aceptando la realidad

Hugo

Sam

Capítulo 38

Champán y fresas

Naiara

Epílogo

Fin

Biografía


Introducción

 

 

Hola, querido lector. Antes de nada, me gustaría darte las gracias por abrir las puertas de tu imaginación a esta novela, pero, sobre todo, a la autora que ha escrito estas páginas. Gracias a ella, estás ahora mismo leyendo estas líneas que tan emocionada he escrito. El día que conocí a Noelia Medina, descubrí a una gran mujer con dos dedos de frente, con la cabeza amueblada y echada para adelante como la más valiente. Y eso me gustó. Me gustó tanto que decidí seguir conociéndola. Y, hasta el día de hoy, me alegro de tenerla a mi lado. He de decir que cuando me comentó que hiciera esta breve introducción, no lo dudé ni un instante, porque las páginas que vienen a continuación se lo merecen, porque ella se lo merece.

Donde caben dos, caben tres es una historia que se sale de los límites a los que la sociedad está acostumbrada, y cuando la leas, entenderás el porqué. Vas a pasar por todos los estados emocionales que puedan existir, pero, principalmente, vas a reír y vas a enamorarte de Naiara, Hugo y Sam —¡Ooh, Sam, y mira que Hugo me gusta, pero Sam es más malote, o «Samanta», como veas—.

Naiara es una chica fuerte, luchadora, pero a una temprana edad decide tirar todo por la ventana y crear una nueva vida junto a su novio Scott. El problema viene cuando pasan los años. Scott la decepciona hasta tal punto que ya no aguanta más y tira la toalla, lo que da paso a que nuestra loca protagonista se termine viendo en una casa con dos chicos desconocidos, a cual más rarito.

Un chico bueno y un chico malo te acompañarán en esta historia, junto a una protagonista que, en ocasiones, ahogará sus dudas en una buena botella de Jäger, e incluso a veces caerá en la tentación de algo que jamás debería haber hecho.

Dicen que en el amor todo vale. ¿Serán capaces de seguir ese dicho? O, por el contrario, ¿Naiara dejará que el mundo guíe su vida?

No esperes ni un segundo más. Vamos, pasa página y sumérgete en la historia más bonita y alocada que hayas podido leer.

 

Angy Skay

 

 

Capítulo 1

 

Fuck

 

 

—No hay nada más de qué hablar.

—¿No hay nada más de qué hablar, Naiara? ¿Eso es todo? —Suspiró y se tocó el pelo, nervioso—. ¿En serio me estás diciendo que aquí terminan cuatro años de relación, sin más?

Tantas preguntas que pedían explicaciones sin sentido me rayaban la cabeza. Busqué durante unos minutos las llaves del coche en el desastre de bolso que llevaba colgado en mi hombro. Cuando por fin las encontré, agarré la maleta con firmeza y me dirigí a la puerta con el poco orgullo que me quedaba y con paso firme y decidido, sin apaciguarme ni venirme abajo en ningún momento. Sus preguntas seguían tras mi oreja con la esperanza de que respondiera a algo, pero ni lo hice ni me giré para mirarlo. No quería un último recuerdo de sus ojos miel envueltos en un disfraz de víctima. Prefería quedarme con la verdad, la lamentable verdad.

Seguí caminando por el pasillo que tantas veces y de tantas maneras había recorrido mientras me percataba de que, posiblemente, nunca más lo haría. Entretanto, el burro seguía rebuznando detrás de mí. Me limité a sacar el dedo corazón, en el que reposaba la palabra «Fuck», que cubría tres de mis dedos, y sin mirar atrás, se lo mostré antes de salir. Nunca imaginé lo útil que podría llegar a ser aquel anillo.

—¡Hasta nunca, Scott! —exclamé en voz alta para que me oyera justo antes de dar un portazo—. Que te den mucho por el culo y que no te guste.

Tras subir la maleta al coche, soltar mi bolso en el asiento del copiloto, ponerme las gafas de sol y encenderme un cigarro, me marché. Me marché a ninguna parte, porque, simplemente, no tenía adónde ir.

Las lágrimas me abordaron de repente y comenzaron a nublarme la visión, obligándome a reducir la velocidad. Me empapaban la cara y me encharcaban el pecho, haciéndoseme dificultoso el simple acto de respirar. No lloraba por no tener adónde ir; eso es algo que se resuelve fácilmente. Lloraba porque los recuerdos se agolpaban en mi mente y me atormentaban.

Recordé cuando lo dejé todo por él: mi familia, que me pedía desesperada que no me marchara a otra ciudad siendo tan joven; mi ya avanzada carrera; mi ciudad; mis amigos… Por él, todo por él, siempre por él. ¿Y ahora qué me quedaba? Nada. Es lo que tiene arriesgarlo todo a una carta, que cuando esta no alcanza la perspectiva que tenías de ella, te quedas absolutamente sin nada. Y yo aposté demasiado alto. Confié en mi carta, dejé en mi vida solo hueco para ella y me mudé a Barcelona, donde acabé trabajando de camarera en vez de seguir con mi sueño de ser modelo, sin saber que mi puta carta se follaría a toda la baraja entera y que, tal día como aquel, el mismo de nuestro aniversario, yo lo descubriría. Sí, nuestro aniversario. Porque yo tenía un radar para las desgracias. Y él me reprochaba que hubiera hecho la maleta «así, sin más» y que lo abandonara después de cuatro años. Maldito hipócrita malnacido.

Vale, ya no hablo de la carta, sino del capullo de Scott.

No sé cuánto tiempo pasé dando vueltas por la ciudad. La gente miraba hacia el interior de mi coche y se fijaba en los churretones de rímel que se habían instalado en mis mejillas por culpa del llanto. Y a mí me importaba bastante poco.

Paré en una gasolinera que encontré en mi viaje hacia ningún lugar y decidí entrar para recomponerme un poco y tomar un Red Bull para tranquilizarme. Sí, una bebida energética para tranquilizarme, porque yo soy así de especial.

Tras varias miradas raras del dependiente antes y después de salir del baño siendo una persona normal con la cara lavada, me senté en una mesa con zona wifi y saqué mi portátil de la maleta que había traído conmigo. No me atrevía a dejarla en el coche, tenía demasiadas cosas de valor dentro como para que me la robaran. Valor sentimental, claro, porque tampoco me había dado tiempo de coger mucho más.

Me dispuse a buscar un alquiler donde pasar unos días hasta que pudiera hablar con Cari y con el señor Hernández, mi jefe, para que fueran buscando a otra persona. Unas horas después, tras varios Red Bull y una larga lista de llamadas a los alquileres más caros que unas vacaciones de por vida a Punta Cana, encontré el anuncio de un apartamento con precio y condiciones más que aceptables.

—Buenas tardes, llamo por lo del anuncio del apartamento —le informé a la persona al otro lado del teléfono nada más descolgar.

Una voz alegre y varonil sonó por el altavoz:

—¡Buenas tardes!

Tras hablar de un precio muy bajo en una zona bastante buena, tres habitaciones, un baño y aceptables metros, el propietario me confesó que lo económico se debía a que el piso era compartido con él, Hugo, y con una tal Sam de la que no especificó si era su pareja, pero tampoco me importaba. Solo necesitaba dormir en algún lugar antes de volver a casa. A la de siempre.

—¿Cuándo quieres venir a verlo? —me preguntó.

—Mmm… ¿Te vendría muy mal ahora mismo?

Se creó un pequeño silencio tras mi pregunta.

—¿Ahora?

—Sí. Sería necesario que me mudara esta misma noche.

Otro silencio que guardaba duda.

—De acuerdo, apunta la dirección —respondió con decisión, lo que hizo que respirara aliviada.

 

 

Observé la puerta del complejo de apartamentos y busqué la pequeña agenda verde, complemento esencial en mi bolso, para verificar que estaba en la dirección exacta que había apuntado.

—Carrer d’Ortigosa, bloque 25, puerta 28B —murmuré, comprobando que la dirección estaba correcta.

El primer pensamiento que se paseó por mi cabeza respecto a mi nuevo hogar fue que, ojalá, por lo que más quisiera en el mundo, nunca se estropeara el ascensor. Yo, que vivía en mi casita adosada y que de un día para otro había terminado en un piso veintiocho.

Llamé al telefonillo y, sin mucha demora, contestó la voz con la que media hora antes había mantenido una conversación.

—¿Quién es? —preguntó, tentándome a responder «Yo», como se hace siempre en estos casos, para que le siga un «¿Y quién es yo?». Pero me callé, porque no estaba de humor para aquello.

—Naiara, la chica del alquiler.

Sin contestación por su parte, el sonido del telefonillo me indicó que la puerta estaba abierta. Entré en un portal de lo más común, con paredes de color beis y adornos de tonos neutros y poco resultones. Observé la cantidad de buzones que se apilaban en tres filas mientras esperaba a que el ascensor, que sería mi mejor amigo en todo el bloque, bajara a buscarme. A medida que iba subiendo plantas, me detuve a pensar en lo que me había cambiado la vida en solo unas horas. Y es que veintiocho pisos daban para mucho.

¿Cómo había sido capaz de dejar mi vida atrás en un solo día? Hacía unas siete horas volvía feliz a mi hogar, con la intención de darle una sorpresa a Scott por nuestro aniversario, y de repente me encontraba en el otro extremo de la ciudad, a punto de cambiar de casa y de vivir con desconocidos. Desconocidos de los que, seguramente, sería sujeta velas.

Desde ese momento asumí que ya no llegaría a casa —mi casa— y me tiraría en el sofá con naturalidad. Ahora entraría directamente a la habitación y estaría allí durante horas para no presenciar sus muestras de amor, que me abrirían heridas en el pecho mientras yo les echaría vinagre pensando en Scott.

Supongo que la vida es así de puta. Puede dar vueltas despacio para llevarte adonde ella quiere, con sutileza e intentando que no lo aprecies, o sencillamente da un giro repentino, de esos en los que te mareas y vomitas, de los que te pillan por sorpresa y te arrastran con él sí o sí, sin tener dónde agarrarte y sin haberte dado una tregua para prepararte. Estos giros súbitos te llevan desconcertada hasta el final del viaje. Y cuando te recompones de todo ese desagradable paseo, te sientas y te preguntas «¿Qué coño hago yo aquí?», para después de un tiempo responderte y asimilar que «aquí», quizá, es mucho mejor que «allí» donde estabas antes.

Tal vez fuera eso lo que me había ocurrido a mí y la vida había querido conducirme a un lugar mejor. O quizá estaba tan desesperada que era lo que quería pensar.

Las puertas del ascensor se abrieron, desembocando en un descansillo compuesto de dos puertas. Me disponía a llamar a la B cuando se abrió de repente, como si estuvieran esperando mi llegada tras la mirilla. Observé al chico que me miraba con detenimiento, tanto que consiguió que tragara con dificultad mientras analizaba su postura para saber un poco de él. Tenía una mano apoyada en el quicio de la puerta y la otra en el interior del bolsillo del pantalón vaquero, el pelo rubio alborotado, unos ojos impresionantes de color verde, barba corta y sonrisa amplia, atrevida y chulesca; toda la pinta de un tío seguro de sí mismo, mujeriego y de los que no se hacen de rogar.

Cómo odiaba etiquetar a las personas antes de conocerlas. Aun así, casi siempre lo hacía, y pocas veces fallaba. Muy pocas.

El rubio, aún con la sonrisa ladeada hacia el lado derecho y mirándome de arriba abajo y de abajo arriba, soltó:

—Madre mía, morena… Qué bien lo vamos a pasar en las fiestas de pijamas.

¿Qué? ¿En serio acababa de decir lo que me había parecido oír?

—¿Qué has dicho? —le pregunté incrédula con tono seco y borde.

—Que esta noche refresca, así que espero que te hayas traído el pijama. —El muy capullo sonrió y me hizo un gesto para que pasara al interior.

Lo dicho: pocas veces me equivocaba.

Entramos directamente a un salón pequeño pero muy acogedor. Inspeccioné el lugar con detenimiento. Las paredes blancas daban sensación de amplitud, y los dos balcones que se encontraban justo en la pared de cara a mí dejaban entrar una luminosidad estupenda. Un mueble blanco con detalles violetas y un chaise longue violeta con cojines blancos complementado estupendamente con una mesa de cristal de mediana altura entre ellos dos completaban la estancia. Entendí que todo el apartamento era el salón, y las puertas que lo rodeaban, habitaciones, baño y cocina.

—¡Sam, date prisa, que está aquí la chica nueva y tenemos que enseñarle la casa! —le gritó Hugo a la nada.

Y yo allí, en mitad del salón, disimulando que lo miraba todo y que me importaba una barbaridad la lagartija de cerámica que adornaba un rinconcito de la estancia mientras, realmente, pensaba en los cuernos que debía tener la pobre de Sam si su novio era así de simpático con cualquiera. Pero quité el pensamiento de mi cabeza, porque, si lo meditábamos bien, mi carta era simpática con toda una baraja completita y aún no había averiguado cómo entraba por la puerta del apartamento sin rayar el techo. Si no había quedado claro ya, recalco que tenía más cuernos que el padre de Bambi. Así que no, no debería apiadarme de otros cuando, en realidad, la que daba auténtica pena era yo.

—Hugo, te acabo de dejar sin agua caliente —escuché decir a alguien con una voz muy varonil detrás de nosotros.

Mis ojos se abrieron de par en par contemplando a Hugo, buscando una explicación a lo que acaba de ocurrir, pero este ni me miraba, solo se quejaba a voces de lo del agua caliente a la vez que lanzaba insultos: que si míralo que siempre hace lo mismo; que ahora que a lo mejor somos tres en casa, esa costumbre tiene que desaparecer; que es que eres un capullo integral; que me voy a callar ya, que tenemos una señorita delante…

Mientras tanto, mi cabeza solo intentaba procesar la voz tan masculina que había oído detrás de la puerta que me estaba dando la espalda, y solo encontré una explicación más o menos lógica —más menos que más—: Samanta acaba de pasar una gripe del copón y por eso tenía esa voz tan extremadamente sexi.

La puerta se abrió y entendí que ese sería mi nuevo baño. Comprendí tan rápido que era el baño porque mis ojos, que ya de por sí estaban abiertos, se habían convertido en dos ruedas de un tractor al ver a un omnipotente moreno cubierto por una simple toalla alrededor de la cintura, con unos ojos celestes para caerte de espaldas y mechones del cabello mojado pegados a su frente. Repasé visualmente aquellos perfectos abdominales que terminaban en una perfecta V, con un tatuaje visible solo a mis ojos que decía: «Camino a la perdición». O a la gloria, quién sabía.

—Menos mal que la has buscado muda, así no dará mucho dolor de cabeza —dijo el omnipotente gilipollas, esperando a que yo respondiera algo y dejara de comérmelo con la mirada.

Despegué la vista de su torso y lo enfrenté de nuevo a los ojos. Pero ¿dónde coño me había metido?

—No suelo dar dolor de cabeza hablando, pero con un par de hostias bien metidas quizá sí. —No bromeaba. Aquel estúpido no sabía lo que un puño mío podría causarle a sus perfectos dientes blancos.

Inspeccionó con una sonrisa de autosatisfacción que su comentario me había molestado realmente y, alargando la mano, se dispuso a presentarse:

—Encantado, soy Sam —me saludó «Samanta» con pene.

—Una lástima no poder decir lo mismo —le solté sin pensar a mi nuevo compañero de piso. Sí, nuevo compañero de piso. ¿Dónde iba a vivir si no? Un hotel y su precio no eran opciones, y los demás alquileres se pasaban tres pueblos—. ¿Dónde está mi habitación? —pregunté, dirigiéndome a Hugo, quien, aunque fuera egocéntrico, al menos era más amable.

El chico, en silencio, señaló con el dedo la última de las tres puertas consecutivas y más pegadas entre sí. Y con la maleta en una mano, el portátil en la otra y el bolso colgado, entré en ella.

Me sumergí en una habitación de color turquesa en la que, para mi tranquilidad y obsesión por la luz, entraba muchísima a través de un balcón que me otorgaba unas vistas horrorosas de un simple bloque de pisos. Solté la maleta, el bolso y el portátil en el suelo y me tiré hacia atrás en la cama con los brazos extendidos, observando la lámpara redonda colgante de color blanca y la sencillez de mi habitación: armario empotrado blanco, cabecero de forja blanco, escritorio blanco y colcha blanca. Las paredes y cojines eran los únicos de color turquesa. Sin embargo, por alguna extraña razón, aquellas cuatro paredes y su color claro me transmitían paz.

Miré el reloj de mi muñeca, suspiré cansada y dejé caer mi brazo de nuevo. 19:45 p.m. de un viernes de julio en el que debería estar en el balneario que le había regalado a Scott por nuestro cuarto aniversario y no allí, en la otra punta de la ciudad, en una casa desconocida, con dos tíos desconocidos de los que no sabía nada y con los que —tenía la sensación— no compaginaría del todo bien.

¿Cuánto tiempo pasaría en aquel lugar? Supuse que más o menos el mismo que tardara en contarle a mis padres lo que había pasado y cuando tuviera las agallas suficientes para despedirme de Cari y decirle a mi jefe que me marchaba a Bayona. Mientras tanto, aguantaría el chaparrón como fuera e intentaría salir bien parada con mis dos nuevos compañeros de piso: un egocéntrico creído y un borde gilipollas que estaban muy pero que muy buenos.

Unos nudillos golpearon mi puerta interrumpiendo mis pensamientos y me levanté con esfuerzo para abrir.

—Morena, prepararemos la cena nosotros dos. Tú relájate, coloca tus cosas y dúchate mientras tanto —me dijo Hugo. El apelativo, que ya había utilizado dos veces en diez minutos, me hizo torcer el gesto.

—Gracias —le respondí complacida por las comodidades que me había ofrecido y que no me venían para nada mal.

Lo último que vi antes de cerrar la puerta fue la extensa sonrisa del rubio.

Mientras las voces de aquellos dos se mezclaban creando música de fondo, comencé a sacar las pocas pertenencias que tenía para colocarlas en el armario: algo de ropa, algunos zapatos, la plancha del pelo, maquillaje, la foto de mis padres, mis guantes de boxeo y el portátil.

El siguiente gesto surgió de manera inconsciente: cogí la foto donde aparecían y la toqué con melancolía. Cerré los ojos y un nudo intragable se formó en mi garganta. Los echaba tanto de menos y tenía tantas ganas de abrazarlos que me entraban ganas de llamar y contarles lo que me estaba ocurriendo. Quizá podría rehacer la maleta de nuevo, despedirme de Cari de la manera más sencilla posible y coger el primer vuelo que saliera con destino a Francia. Pero ¿era tan valiente para eso en aquel instante? No, claro que no lo era. Preferí apuntarme una notita mental en la que me propusiera llamar a mis padres un poco más adelante y contarles la ruptura con Scott de una manera más light y con un final que sonara un poco mejor que «Estoy viviendo en casa de dos maromos dignos de un calendario de bomberos y no los conozco de nada».

Escuchaba cómo la «cena sorpresa» que Hugo intentaba ocultar a solo unos tres metros de mi habitación dejaba de ser tan sorpresa en el momento que comenzaron a discutir si la verdadera salsa carbonara para el pollo llevaba huevo o nata líquida. Me reí sola en mi habitación mientras buscaba mi pijama de piruletas Fiesta y mis zapatillas a conjunto, y salí dispuesta a hacerle caso a Hugo y darme una buena ducha.

—¿Dónde va la chica más guapa de la casa? —me agasajó Hugo mientras realizaba una extraña maniobra con los brazos abiertos desde la puerta de la cocina para intentar tapar el pollo a la carbonara.

Sonreí ante su «piropo». Siendo la única chica de la casa, no sé si se me podía llamar así.

—Voy al baño. Estaba pensando en depilarme y asearme para follar contigo esta noche —susurré en voz baja.

Abrió los ojos, conmocionado y emocionado a la vez, y yo, satisfecha, sonreí mientras me adentraba en el baño.

—¿Qué has dicho? —se extrañó, no sin un resquicio de entusiasmo.

—Que voy al baño, y que he elegido este pijama porque dicen que refresca esta noche. —Alcé el pijama para que lo viera justo antes de entrar al baño y cerrar la puerta.

—¡Nos vamos a llevar muy bien tú y yo, morena! —exclamó divertido justo cuando cerré.

—No estoy tan segura de eso —le rebatí, volviendo a abrirla y asomando la cabeza—. Los polos semejantes se repelen.

 

 

—¡Está buenísimo! —los alabé mientras engullía el pollo—. Gracias por la bienvenida, chicos.

Hugo levantó la vista del plato y me sonrió, y Sam se limitó a realizar un movimiento de cabeza casi inexistente que yo interpreté como un «De nada». No sabía qué coño le pasaba al chico, si era conmigo o si vivía diariamente con cara de no haber cagado en una semana.

—Bueno, cuéntanos un poco, ¿qué es lo que te trae por aquí? Intuyo en tu habla un escaso acento de otro lugar —adivinó el rubio mientras bebía Coca-Cola y yo observaba cómo desprendía atractivo natural en cada movimiento.

Me encogí de hombros de manera desinteresada.

—Soy una chica independiente —le respondí, y seguí comiendo, asombrada de que mi estómago no se hubiera cerrado por el disgusto, como solía ocurrirme normalmente—. Tenía ganas de aventuras, y qué más aventura que vivir en España en época de crisis. —Vale, aquello había sonado cero convincente—. ¿Y vosotros? —les pregunté, intentando desviar el tema y dándome cuenta de que ellos se percataron de que mentía.

—Sam y yo somos amigos de la infancia, y siempre habíamos fantaseado con lo bien que estaría vivir juntos en plan folladores. Ya sabes… —Puse los ojos en blanco y él soltó una carcajada mientras Sam seguía enfrascado en el pollo—. Compartíamos la misma afición y los mismos gustos, así que, en cuanto tuvimos la oportunidad de alquilar esta casa por un bajo precio, nos vinimos de Madrid y buscamos trabajo. Y aquí estamos después de cinco años, aguantándonos como la mejor de las parejas.

Sonreí, recordando la supuesta relación creada en mi cabeza entre él y «Samanta». Si no fuera porque el señor Caraculo parecía una estatua de esas que se mueven a base de monedas —solo que su motivación para moverse era atrapar el trozo de pollo con el tenedor—, les habría contado como anécdota de la cena aquello de que mi mente le cambió el nombre convirtiéndola en mujer .

—Y es normal que nos llevemos tan bien. Está claro que en esta pareja cada uno tiene su papel: yo, la mujer habladora y mandona; él, el marido que solo escucha, asiente y después hace lo que le sale de los huevos. —Se limpió la boca con una servilleta y miró atentamente a Sam—. Y también limpia, todo hay que decirlo. Lo llamo don Trapito. Ya que no te lo cuenta, te lo cuento yo. Es don Perfección, y quizá sea lo que más te saque de quicio de él.

Sam levantó la cabeza y observó a Hugo con rostro serio. Era un tipo raro pero exageradamente atractivo. Me miró a mí y mi sonrisa desapareció ipso facto al ver su expresión. ¡Cómo imponía el tío!

—Ya me contarás si oírlo gemir cada viernes con una tía diferente hace que te saque de tus casillas o no. —Y, tan campante, volvió a su plato.

—Eso no cuenta; lo mío es una enfermedad —protestó Hugo, soltando el cubierto y tragándose el pollo rápidamente para poder defenderse—. Lo admito, Naiara, soy promiscuo, pero es que no puedo remediarlo. ¡Juro que me lo estoy tratando!

Rompí en una carcajada y él lo hizo conmigo, aunque, al parecer, a Sam no le hizo tanta gracia el chiste. Recogió su plato vacío y, sin mirarnos, se levantó de la mesa y se metió en la cocina. Observé cómo cogía un paquete de tabaco de encima de la campana extractora y se apoyaba en la encimera para fumar. ¡Se podía fumar en la casa! En mi anterior casa —y qué raro sonaba pensar aquello solo horas después de lo ocurrido—, solo lo hacía en el patio porque a Scott le molestaba el olor a tabaco.

—Vamos, morena, tengo que enseñarte los dos mejores lugares de la casa. —Hugo se levantó apresuradamente y recogió y retiró mi plato, entendiendo que yo también había terminado. Fui detrás de él y esperé a que metiera los utensilios en el lavavajillas—. ¿Te vienes, Sam?

—Paso. Id solos, a ver si así consigues tirártela.

—Más quisiera él y más quisieras tú, cara de estiércol —le solté ofuscada. Pero ¿quién cojones se creía que era? Y, sobre todo, ¿quién se creía que era yo?

Hugo, al que parecía haberle hecho demasiada gracia, me hizo un ademán con la mano para que lo siguiera, y yo, con tal de perder de vista a Sam, lo seguí sin saber cuántos rincones preciosos podría guardar aquella casa.

 

Capítulo 2

Mi perro Scott

 

 

Subimos al ascensor y, mientras estipulaba mentalmente adónde tendría que ir en pijama y zapatillas, observé que Hugo pulsaba el último piso en vez de bajar, como yo creía que haríamos. Me ponía un poco nerviosa que me mirara en todo momento como si fuera un gato en busca de su ratoncillo, pero yo tampoco apartaba la mirada. En el juego del pestañeo no me ganaba nadie.

—Cómo me gustan los ascensores… —enunció, acercándose a mí, poniéndose demasiado cerca y mostrando una sonrisa que me dio indicios de intento de intimidación—. ¿A ti no?

—Me encantan —le respondí, y también me pegué a él—. Te quitan de subir muchas escaleras. —Puse una mano en su pecho para impedirle avanzar más.

Sonrió confiado y estiró el cuello aproximando su cabeza, siendo lo único que podía acercar debido al muro en el que se había convertido mi mano.

—Que sepas, morena estrecha, que al final cederás y serás mía. Que te hagas de rogar solo me produce más ganas de follarte aquí mismo.

Me quedé bloqueada ante su comentario. Nunca nadie me había entrado con tanta sinceridad, y eso me puso bastante nerviosa. Acababa de descubrir que nuestra convivencia sería dura y que, probablemente, el tema de su promiscuidad no era un bulo.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

Él sonrió de nuevo enseñando los dientes, sabiendo que estaba dándole largas.

—A la azotea.

—¿A la azotea?

Asintió orgulloso.

—Es la mejor parte del apartamento.

Y tenía razón, lo era.

Nos dirigimos a la parte izquierda de la azotea, donde había un cuartillo para guardar los trastos de los vecinos, en el que, según él, nadie guardaba nada. A su lado, en el suelo, había un cajón grande de madera sobre el que Hugo se montó para subirse al techo del cuarto de otro salto. Me animó a repetir su acción con algo de ayuda. Se sentó y dio unas palmadas a su lado para que lo imitara y me sentase yo también.

Miré hacia el horizonte, donde las luces parecían abrirse paso para nosotros, y me emocioné al apreciar las increíbles vistas que la ciudad nos ofrecía: las luces pequeñitas resplandeciendo, los edificios dispares y un cielo estrellado que solo embellecía más aún Barcelona.

Hugo y yo entablamos una conversación trivial con la que intentamos saber más el uno del otro sin profundizar demasiado. No era un buen momento para escarbar en vidas ajenas. Le conté que trabajaba en el Wice Choise, una cafetería especializada en batidos helados, que tenía veintidós años y que era de Bayona, Francia. Él me informó de que los dos eran monitores de un gimnasio que tenían en propiedad situado en el centro de la ciudad, el cual les costó muchísimo esfuerzo montar. También me contó que vivían en Madrid, pero se mudaron a Barcelona en busca de una oportunidad mejor, y que tenía veintiocho años y Sam veintinueve. Yo le hablé de mis padres y él de los suyos, de sus hermanos y de su sobrino Daniel, de dos años y medio.

Y así, entre conversación y conversación, sacó un paquete de tabaco del bolsillo del pantalón y encendió dos: uno para él y otro para mí.

—Y bien —dijo mientras terminaba de darle la primera calada con una bocanada profunda—, ¿qué te trae por Barcelona?

—Eso ya lo has preguntado en la cena y te he respondido.

—Ya, pero ahora me encantaría escuchar la verdad. —Lo miré sorprendida y una sonrisilla floreció en mis labios sin poder evitarla—. Me has dicho que tu familia está en Bayona. ¿Crees que me trago que una chica de veintidós años recién cumplidos se venga a más de quinientos kilómetros buscando aventuras? —Sus ojos se clavaron en los míos, y su sonrisa impaciente me incitaba a hablar. Giré la cara e intenté centrarme de nuevo en las luces que la noche nos brindaba, tratando de salir del paso—. No tienes por qué contármelo, pero quizá te vendría bien hacerlo.

Y era verdad, no tenía por qué hacerlo, pero quizá me apetecía escupir todo aquello que había guardado durante meses y meses. Y no es que fuera yo muy de contar mi vida al primero que se terciase. De hecho, ni Cari ni Michael, mis mejores amigos en la ciudad, eran conscientes de todo lo que llevaba a mis espaldas últimamente. Y Hugo era un completo desconocido a quien no le tendrían que importar mis problemas. Sin embargo, por un motivo u otro —quizá aburrimiento, quizá curiosidad—, le importaban. Así que, sin quitar la vista de la noche, escupí:

—Hoy es mi cuarto aniversario con Scott, mi novio; bueno, exnovio —me corregí, sin llegar a creer yo misma aquella información—. Así que le he pedido a mi compañera que me supliera unas horas en el trabajo y me he dirigido a casa para darle una sorpresa. Me gastaría el precio de medio pulmón para una supercena y el precio de la otra mitad, que ese sí he llegado a gastármelo, para un spa.

Volví a mirarlo y comprobé que, por primera vez, no sonreía. Me observaba fijamente, con los labios fruncidos en una mueca de disgusto.

—¿Y qué más?

—Y estaba en el sofá de mi casa, a cuatro patas, follándose a varias tías y a un tío, con botellas de alcohol por todos lados, cartas, drogas encima de la mesa en la que como cada día y ropa interior esparcida por todo suelo.

Me miró sorprendido, con los ojos muy abiertos. Quizá la versión de que era una chica aventurera le gustaba más que aquella. Esperé que indagara en el pasado, en los vicios de Scott, en la parte de «follándose a varias tías y también a un tío». Sin embargo, para mi sorpresa, no hizo nada de aquello.

—¿Y qué hiciste? —fue lo único que me preguntó.

—Subí a mi habitación, hice la maleta, escupí en su lado de la almohada y bajé dispuesta a marcharme.

—¿Y toda esa peña que estaba en tu casa?

—Él se había encargado de echarlos antes de que yo bajara. Después, me marché escuchando sus reproches. —Alzó las cejas, incrédulo—. Sí, reproches. Me acusa de dejarlo así como así después de cuatro años.

Le di la última calada a mi cigarro y lo tiré a la azotea de al lado, imitando a Hugo.

—¿Lo quieres?

—Claro que lo quiero. He dejado mi trabajo, mi familia, mis amigos… Lo dejé todo por él. Pero reconozco que me ha dolido menos de lo que me esperaba. Ya llevábamos un año luchando contra sus nuevos vicios.

—¿Los cipotes son su nuevo vicio?

Solté una carcajada sonora y él sonrió, satisfecho por ello.

—Los cipotes son su vicio oculto. Las cartas, las drogas y el alcohol eran los conocidos. Pero no esperaba que fuera una carta tan sociable.

El rubio me miró con el entrecejo fruncido, sin entender aquello, y yo no me detuve a explicarle mi teoría sobre la vida y las cartas. Quizá en otra ocasión.

Scott, el hombre de mi vida, mi futuro marido y padre de mis hijos, ese mismo Scott al que tanto había amado y al que había idolatrado por encima de todo, con el que había pasado años tan felices y momentos tan únicos, se echó a perder en el momento en el que se enzarzó con el alcohol y la cocaína. Aquello llevó a mucho más, porque siempre lleva. Y cuando se veía sin dinero para consumir, jugaba y apostaba cualquier pertenencia nuestra con tal de ganar unos euros para sus vicios. Mi casa se vaciaba cada vez más, y mis bolsillos también. Empecé a vivir prácticamente sola, pasando noche tras noche encerrada en casa sin saber de él durante días. Aquella situación se había alargado demasiado, haciendo que, por mucho que intentara ayudarlo, fuera desenamorándome y llegara a mi límite.

—¿Qué es lo que te retiene aquí entonces? ¿Por qué no vuelves a casa con tu familia?

—Porque no me siento preparada para afrontar de nuevo esa etapa en la que uno vive con sus padres y obedece en todo. Y porque tengo miedo —reconocí— del daño que les pueda hacer a mis padres al contarles todo esto, de lo cual no tienen idea alguna. A sus ojos, somos la pareja perfecta que éramos hace cuatro años. Por suerte, nos visitamos poco y no han comprobado el estado de Scott en estos últimos meses. Esperaré un mes o dos e intentaré ahorrar algo de dinero antes de marcharme para poder independizarme allí.

Hugo se tiró hacia atrás y cruzó los brazos por debajo de su cabeza mientras me miraba, a la espera de que siguiera hablando.

—Vamos, ven —me invitó, mirando de reojo a su lado para que me tumbara—. El colchón no es muy cómodo, pero los hay peores.

Sonreí y lo imité, colocando mis brazos cruzados bajo mi cabeza de la misma manera que lo había hecho él segundos antes.

—El colchón tiene la misma textura que un ladrillo, pero es todo un privilegio poder tumbarte en él y disfrutar de las vistas —expuse.

Nos sumergimos en un llamativo silencio mientras observábamos el cielo que se abría ante nosotros con la sensación de que, en cualquier momento, un puñado de estrellas descendería hasta nuestro tejado. No hacía frío ni calor, se estaba estupendamente, y tener a Hugo a mi lado me daba una agradable sensación de confianza y tranquilidad. Pocas veces había sentido esa familiaridad con alguien que no conocía de nada.

—Mi exnovia era lesbiana —rompió el silencio de repente, y yo me giré para mirarlo, divertida. Su severo rostro desmanteló que no bromeaba y mi sonrisa desapareció instantáneamente—. Una noche iba paseando a mi perro Scott y…

—¡¿Tu perro se llama Scott?! —lo interrumpí con una exclamación. Me incorporé para mirarlo, muerta de la risa al imaginar a Scott a cuatro patas siendo paseado con una cadena.

Sí, sabía que no era momento de carcajearme de aquello, pero no podía parar. Agarré mi estómago, me eché de nuevo hacia atrás y noté cómo convulsionaba encima del pequeño tejado.

—No. Se llama Bob, pero sabía que te haría feliz imaginarlo, ¿a que sí?

Golpeé su hombro con fuerza a modo de broma y él se rascó el lugar mientras reía conmigo.

—Venga, ya paro —le prometí, intentando poner el rostro serio—. ¿Y qué pasó?

—Aquella noche iba deambulando tranquilamente por los caminos que rodeaban mi casa de campo mientras paseaba a Sco…, a Bob. Aún vivía en Madrid —me aclaró—. Vi su coche aparcado en medio de las hierbas, junto a un camino para nada transitado debido a su mal estado. Asustado, solté la correa y corrí como un loco pensando que le había pasado algo mientras se dirigía a mi casa. Un accidente, quizá. —Se detuvo un segundo y sonrió, mirando hacia la nada, pero aquella vez, su sonrisa no era tan sincera como la de antes; ocultaba más sentimientos de los que él quería mostrar—. Llegué a su altura, ahogado de correr y montándome en mi cabeza las peores de las historias, pero nunca jamás llegué a imaginar lo que vi.

Se quedó callado, creando expectación, y la sonrisa burlona volvió a su rostro.

—¿Qué? ¿Qué viste?

—Le estaba proporcionando un perfecto cunnilingus a su mejor amiga.

Abrí la boca, impresionada, y miré de nuevo hacia arriba, sin saber muy bien qué decir ante su confesión y sin querer darle tanta importancia, como él había hecho conmigo.

—¿Y qué hiciste? —Me decanté por copiar su pregunta—. ¿Comprarle un piso en la playa?

—Al principio pensé en unirme a la fiesta, pero la amiga era fea de cojones, y yo nunca me follo a tías feas.

Me giré para mirarlo, risueña, y él hizo lo mismo. Me quedé observando sus ojos verdes, que brillaban con belleza, y los hoyuelos formados en sus carrillos. Se me pasó por la cabeza que, quizá, esos dos agujerillos se habían creado con el tiempo de tanto sonreír. Lo admiré. Ojalá yo pudiera reír de aquella manera tan verdadera.

—Tú lo que eres es tonto y en tu casa no lo saben —le susurré, descojonándome de la risa—. Y después de pensar si unirte o no, ¿qué hiciste?

—Reírme.

—¿De la amiga fea?

—De la amiga fea también, porque, joder, si hubieras visto la nariz que tenía… Así, como un rinoceronte —me explicó, subiéndose la punta de la nariz con el dedo.

—Qué feo —bromeé de nuevo, muerta de risa.

—Venga, graciosa, hazlo tú, a ver lo bonita que estás.

Y lo hice, porque no me importaba que se riera de mí como se rio.

—Hubo un momento, asomado a esa ventanilla, que no supe qué hacer. De estas veces que no sabes si llorar o reír ante la situación… Ya sabes. Así que escogí reír, que siempre es mejor.

—Es mejor, pero no por ello más fácil.

—Ya, pero es que a mí no me gustan las cosas fáciles. Nunca me han gustado.

Nos quedamos allí, sin decir mucho más, mientras yo lo declaraba culpable de mi sonrisa permanente durante toda la noche. No sabía de dónde sacaba la energía ni la manera de buscarle el lado positivo a esa situación. Yo no podía vérsela a lo que me había pasado con Scott. Simplemente pensar en su nombre me creaba un malestar y un pellizco en el pecho imposible de disipar. Pero Hugo no era yo. Él aparentaba la fortaleza de un roble, y quitando sus innumerables intentos por pillar cacho, me pareció un chico perfecto, el hombre que a cualquier mujer le gustaría tener: guapo, divertido, optimista… Quizá, el hombre que yo habría querido tener.

Seguí enfrascada en su mirada esmeralda, deseando en aquellos momentos poder mirar la vida a través de sus ilusionados ojos. Me habría encantado tener su intenso color verde de fondo mientras admiraba el caminar de la vida afrontándola con una sonrisa de oreja a oreja, enseñándole el blanco de los dientes a todo el que me hiciera sufrir. ¿Aprendería a reírme de todo con Hugo en ese tiempo? Quizá, si lo hubiera conocido antes, todo habría cambiado al encontrar a mi novio revolcándose encima de mi sofá con varias personas. Habría cabido la posibilidad de pensar en quitarme la ropa, beberme un par de chupitos de los vasos usados que había en lo alto de la mesa donde tantas veces había comido y unirme al grupo. Total…

Y pensar en todas estas tonterías hizo que me olvidase durante el resto de la noche de Scott, de la nostalgia de tener a mi familia lejos y de que era un alma solitaria en mitad de Barcelona. Solo estábamos el rubio divertido y yo encima de un tejado mientras nos reíamos de nuestras propias desgracias.

—Ojalá hubieras aparecido antes… —declaré en voz alta sin pensar, y me pisé la lengua con los dientes al percatarme, literalmente.

—¿Qué más da? Ahora sí estoy aquí. —Se giró sobre su cuerpo, echando todo su peso en la parte derecha y apoyando la cabeza sobre su mano para acariciar mi cara. Sabía lo que intentaba, y me divertí viendo cómo se cargaba el momento—. Yo puedo hacer que te olvides del perro de Scott y de todo lo demás. El Quitapenas me llaman. —Arqueó las cejas repetidas veces, recalcando su insinuación.

—Ya has conseguido que me olvide un ratito. No es necesario que hagas esfuerzos sobrehumanos para quitarme la pena. —Aparté su mano de mi cara, me levanté y lo dejé apoyado sobre los codos—. Buenas noches, Hugo.

—Eres dura de roer, morena… Cómo me pones.

—Y tú eres un cerdo —le espeté, negando mientras me rendía.

Elegí las escaleras en vez del ascensor y bajé sin escuchar sus pasos detrás de mí. Cuando llegué abajo, la puerta estaba encajada. Empujé con delicadeza para no hacer ruido, por si Sam estaba durmiendo, y caminé despacio. Estaba despierto. Me lo encontré tirado en la parte amplia del sofá mirando la televisión. Solo aprecié algunos cabellos oscuros y despeinados extendidos por el sofá, y pasé por detrás para dirigirme a mi habitación.

—Buenas noches —le deseé cortésmente.

—Buenas noches.

Si las inertes piedras pudieran hablar, sin duda tendrían la voz de Sam.

 

Capítulo 3

 

Eres buena

 

 

Aquella mañana llegué a una evidente conclusión: Sam era gay.

Tenía que serlo, no había otra posibilidad. Su comportamiento conmigo no era para nada normal, así que, después de analizarlo detenidamente durante todo el día y darle muchas vueltas, había llegado a ese colofón. Creí descubrir que estaba celoso de mi actitud con Hugo o, mejor dicho, de su actitud conmigo, ya que yo no le daba motivo alguno para que se me insinuara hasta cuando me cortaba las uñas de los pies. Cada vez que el rubio se acercaba a mí o nos reíamos mientras hablábamos, Sam sacaba su mayor cara de peste y desaparecía de nuestro lado. Y no es que a mí me molestase que pasara olímpicamente de mi culo; es que, para ser sinceros, no estaba acostumbrada a ser totalmente invisible ante los ojos de un hombre.

A eso de las siete de la mañana, un vocerío me despertó haciendo que me cagara en todo lo cagable. Era mi fin de semana de descanso, en el que podía dormir hasta reventar, pero la voz de Hugo con la frase «¡Morena, que esto se te quema!» a grito pelado afectó un poco a mi plan de entrar en un coma inducido durante el fin de semana.

Tortitas —que más que tortitas tenían forma de puré con Nutella untada—, unas tostadas con margarina y jamón de york y un zumo de naranja natural me esperaban para devorarlos. Hugo, que había preparado todo aquello, me dejó bastante claro —y cito textualmente— «Te mimaré durante este fin de semana para que te sientas como en casa, pero, a partir del lunes, tendrás que asumir que este también es tu hogar y tendrás que hacerlo todo por ti misma». Así que aproveché y desayuné como una diosa, ayudando todo ello a que mi humor mejorara notablemente y me preparara para el día que se me avecinaba. No pregunté por la ausencia de Sam, aunque tampoco me importaba lo que estuviera haciendo.

Tras recoger los restos del desayuno y vestirme, Hugo decidió enseñarme la otra parte mágica —como él la llamaba— de la casa, haciéndome recordar que la noche anterior solo tuvo tiempo de mostrarme la azotea. Y si el rinconcito del tejado ya me pareció admirable e impresionante, más lo hizo la otra parte.

Hugo me indicó que entrara a su dormitorio. En un principio me mostré reacia a ello, pues me daba miedo lo que pudiera encontrar en su interior, pero al final, después de mucho insistir, entré. Una habitación de color marrón chocolate y amarilla se abrió ante nosotros y, tras inspeccionarla con rapidez y pensar en todas las chicas que habrían brincado en ese colchón, Hugo me indicó con un gesto de cabeza que lo siguiera por una puerta que en un primer momento creí que nos llevaría a un baño, pero resultó que lo hacía a un lugar muy diferente.

Tras aquella puerta con un vinilo de la fotografía de un taxi amarillo, apareció el salón de juegos. El impresionante salón tenía exactamente los mismos metros que nuestro apartamento y, por lo que me contó Hugo, estaba totalmente insonorizado. Su gran tamaño era debido a que el complejo de treinta pisos, unos años atrás, fue un hostal propiedad de los abuelos de Sam, y cuando estos murieron, pasaron a disposición de cuatro herederos. Con el paso de los años, fueron vendiéndose hasta quedar cuatro o cinco. Me contó que el nuestro y algunos más lo prepararon para alquileres, y el único sin propietarios era el de al lado, ahora convertido en el salón de juegos.

Por lo visto, todos los primos se lo rifaron durante semanas hasta convertirlo en una zona de ocio, fiestas y picadero personal, hasta que cada cual se independizó y, entonces sí, el piso quedó en el abandono. Cuando Sam eligió uno en el que quedarse por pertenencia de sus padres, optó por el que tenía para poder abrir una puerta directa y utilizar el apartamento vacío como gimnasio personal, y aprovecharon para darle también un toque de ocio.

Total, que cuando Hugo abrió la puerta al paraíso, me entraron ganas de llorar de la emoción. Aparte del billar, de la diana, del futbolín, de la televisión enorme colgada en la pared y de muchas cosas más, lo que llamó enormemente mi atención fue el color rojo del saco de boxeo de cuero que brillaba ante mis ojos y que se movía a cámara lenta como en las mejores películas. Yo, que era una fanática del boxeo y lo practicaba desde que tenía uso de razón y edad suficiente para pelear, estaba en una casa en la que podría entrenar sola, sin necesidad de oír el vocerío y los golpes aglomerados de cualquier gimnasio.