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Primera edición digital: septiembre 2016
Composición de la cubierta: Óscar Giménez
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Edición y traducción de poemas de Sylvia Plath: Juan Fernández Rivero
Revisión: Blas Cabanilles

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Carlos Mayoral
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-58-1

Carlos Mayoral

Etílico

«Hay que estar siempre borracho. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero emborrachaos».

Charles Baudelaire

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Cita
  5. Ojalá todos borrachos. Prólogo por Peio H. Riaño
  6. Etílico
  7. Colofón
  8. Mecenas
  9. Contraportada

Ojalá todos borrachos

Prólogo por Peio H. Riaño

¿Cómo sabes quién es el ebrio en medio de la tormenta? La tormenta, por supuesto, es hoy, este ahora, en el que la actualidad golpea dos veces —pim, pam— en un presente permanente y vertiginoso que se consume y se recicla —una vez, otra vez— y te manda a la amnesia. Pum. Arengado a olvidar, a no mirar, a no creer, a no pensar, a no preguntar por qué no huele mal, a no saber por qué todo está tan limpio, arengado a molestar lo justo. Te jodes, eso también es el bienestar.

Y así más rápido, más alto, más fuerte. Así, tan deprisa que ni te mueves del sitio. Hasta que por fin te caes. Tan olímpico que buscas placebo allí donde sólo hay lycra, banderas y marcas. Porque necesitas héroes. Y llegan el ipon y el yuko, y entonces la marca de los campeones: frustraciones de sobra como para llenar un maracaná. Estás borracho de decepción.

Pero la tormenta no para. Ahora quieres divertirte hasta morir. Morir antes que aburrirte. Contra las preguntas, fiesta. Adults Are Becoming Kids Again, dicen los de Saatchi & Saatchi. Peterpanes. Quieres un chute ya, ahora mismo, de la felicidad prometida. Uno de la buena, nada de felicidad cortada, quieres de esa rica, la que huele a «cumpleaños feliz te desean tus amigos de Parchís». La que te devuelve a la edad sin cargas. Esa felicidad sí que era buena. Con esa sí serías capaz de esquivar un mundo limitado hasta la pesadilla, en la que todo está inscrito en un círculo rojo y fundado en prohibiciones que advierten, órdenes que recomiendan y señales que amenazan. Pero estás ciego, ¿o borracho? Y no ves nada, aunque te molesta algo.

¿Qué pretexto queda para vivir? La vida es, en el mejor de los casos, tan corta como una borrachera. Y sin resaca. Quieres llegar al grano cuanto antes, piensas que para no tocar fondo es mejor planificarlo todo antes de actuar. Hacer algo es todo lo jodidamente contrario a planificar algo y no entiendes que es la única manera de no desahuciarte. Planificar es cultivar la indiferencia. La indiferencia es el recurso del necio, que no espera más sorpresas que la del temor y el disimulo.

La tormenta arrecia. Así es imposible saber quién está borracho y quién sobrio. El disidente es señalado: son pocos y están en la oposición. No saben lo que hacen, piensas. «Están borrachos». El disidente es el que no tiene píldoras contra el aburrimiento, el que no promete una vida confortable, el que no garantiza certezas. Es el que no malgasta su brevedad y no avisa de que tú estás perdiendo el tiempo.

No teme a la utopía porque tampoco la espera. Es el que no le pone precio al olvido. No esperes del ebrio medicamentos, ni instrucciones para leer atentamente. Ni razones de manual como las que cuenta Juan Gelman, uno de los grandes disidentes: «La locura no es estar loco sino / enloquecer a los demás / con razones que tienen razón». No deja las cosas sin hablar. El disidente es el que entra y tapa los agujeros de cuerpo presente, el que se atreve con los reproches y los silencios ennegrecidos por palabras cocidas sin escrúpulos. Tabúes los dicen.

Escribe tu testamento, porque sabe lo que escondes.

Pero todavía le llamas borracho, como si con eso aliviaras la tregua de los cerebros, como si el insulto fuera a embalsamar la palabra que descubre las correcciones y las convenciones. Cobarde. El disidente se atreve con las complicidades colectivas y los labios prietos. Dime, qué has hecho tú.

¿Y quién quiere toda esa mierda? El que dices ebrio escribe rápido, lo que sea y rápido, para que todo se aligere. Golpea las teclas, mira por dentro, se pierde por dentro, dice 33 y suelta un vómito de excrecencias retenidas. Las suyas y las de los demás. Sólo él tiene bula. Ese es su legado, ahí lo tienes, en un charco macilento y apestoso. Poe, Fitzgerald, Hemingway, Plath, Bukowski y amigos se limpian hasta mancharlo todo con adentros que no debieron haber sido removidos, ni visitados. Estados carenciales alterados, de alterar.

Todavía no lo sabes, pero en la tormenta sólo puedes confiar en el ebrio para evitar el puto cinismo. El cínico es incapaz de mirar de otra manera que no sea habiéndolo vivido todo antes que nadie. El cínico lanza profecías autocumplidas que le parapetan en la desconfianza de todo aquello que no cumpla con sus planes. Así se mantiene, escondido en su gesto, en la retaguardia, a la espera de que no se cumpla nada que pueda alterar la soledad de los supermercados y la ansiedad del periódico. Y cuando todo quede desacreditado el cínico se levantará, avanzará con un «ya os lo había dicho» y dará un Golpe de Estado.

El viaje de la escritura se encuentra amenazado por la ilusión de saberlo todo, de haberlo visto todo y de no tener ya nada que descubrir. Ni siquiera nada que contar. Es la amenaza del reinado de «la evidencia y la tiranía del presente». El único capaz de detener al cínico es el que ahora señalas por ebrio, borracho.

Lo ves fuera de control y no entiendes que es tu salvador porque desconfía de todo lo que no sea él mismo. Porque no promete al hombre que lo lee una totalidad compacta e indisoluble. No garantiza la seguridad de una fortaleza sin vanos. No libra a su lector del miedo al riesgo de la libertad y le advierte que es jodida porque la libertad es inseguridad, soledad y distanciamiento. Porque no cae en la autodeterminación moral del que plantea una visión del mundo a su imagen y semejanza. El que llamas ebrio es un escollo en el que se estrella la indiferencia.

Hay un océano perdido lleno de estos mundos flotantes, un archipiélago infinito a salvo en sus libros. Y a cada islote Carlos Mayoral le ha puesto nombre: «Miedo», «Fracaso», «Seguridad», «Pánico», «Cobardía», «Resignación», «Éxito», «Dolor», «Vergüenza», «Conmoción», «Comunicación», «Melancolía», «Paciencia», «Voluntad», «Agonía», «Locura», «Amor», «Derrota», «Silencio», «Olvido», «Culpa» y «Admiración». Palabras prohibidas.

El disidente es el único que no embriaga la palabra hasta convertirla en palabrería; el único que no hace del hombre, el fantástico hombre versátil; el único que pone límites a sus sueños; el único que no aparece en los almanaques de la buena impresión. Por eso son incómodos para quienes están instalados en la Ley del Mínimo Esfuerzo; por eso son señalados por quienes aspiran a la Máxima Gratificación Sensitiva; por eso son insultados por quienes duermen sus preguntas en el silencio de los manuales. Si ellos son ebrios porque de la incertidumbre hacen un remedio contra la certeza, ojalá todos borrachos.

Etílico

 

Por la calle, algunos me preguntan: ¿qué es un Etílico? La respuesta no es fácil. Desde luego, el Etílico no se acoge a la simple definición académica: «ingestión excesiva de alcohol». Nada de eso. Es más, el Etílico sólo tiene en el alcohol un bastón donde apoyarse, el hilo que le mantiene atado a la narración. A esta narración o a otras. Porque hay un Etílico en cada oportunidad.

¿Qué es un Etílico? El Etílico indaga, aun sabiendo que no hay nada al otro lado, por el simple placer de fracasar. El Etílico quiere creer, en esto o en lo otro, qué más da, pero no le dejan. El Etílico se eleva, tampoco importa hasta qué punto, para luego dejarse caer. Por supuesto, todo Etílico tiene un capítulo de novela para definir cualquier estado de ánimo, cualquier sensación. Porque el Etílico nunca lo es por definición, se va creando, moldeándose a sí mismo con cada acto autodestructivo…, es por eso que nunca llega a tener constancia de lo que la realidad ha hecho por él.

Eso sí, todos están unidos. A todos les conecta algo: una escena, una foto, una conversación. Todos los Etílicos, a pesar de creer no serlo, se retroalimentan. Bukowski no lo habría sido sin Poe, pero Poe tampoco lo habría sido sin Bukowski. Por eso, si nosotros también somos Etílicos, quién sabe, quizás estemos abrazándonos para siempre a través de esta página.

¿Qué es un Etílico? La pregunta está a punto de contestarse y, a la vez, muy lejos de ser contestada. Esa es su filosofía.

Todo Etílico estuvo a punto de.

Carlos Mayoral

Poe

Miedo

Enero no es buen mes para morir. La lluvia cae sin demasiada fuerza sobre el rostro difuminado por la tragedia. Tiene un matiz abandonado, un coleteo servicial. Los párpados están lastrados por la falta de sueño, envueltos por una capa violácea que obliga a cerrar un poco más los ya de por sí diminutos ojos. El cabello ha crecido por la indomable tiranía del paso del tiempo, aunque sí ha vigilado, mínimamente, los minutos que se alojaron en su bigote. Los pómulos cada día se marcan con mayor rebeldía, como quejándose por la falta de alimento.

Eddie lleva ya unos minutos ausente, como si aquello llevara tiempo sin ir con él. Recuerda los ojos alegres de Virginia, inevitablemente repletos de juventud, apagándose poco a poco hasta verse obligados a dirigir la mirada hacia la oscura pared de su casa de campo en Fordham, destruidos por la tuberculosis. Recuerda también cómo, pocas semanas antes del trágico final, aquellos ojos se clavaron en la madre que los había criado. Con ese leve gesto, con esa mirada corta, las pupilas de Virginia le imploraban al destino que jamás dejara solo a su amado Eddie, consciente de la fragilidad mental de la que su marido hacía gala.

Pero no sólo se queda en la mirada. Eddie también recuerda el momento en el que Virginia se marchó como en sus cuentos habían volado las esperanzas de los hombres más piadosos, abandonándolo para siempre. Se había negado a contemplar el rostro de Virginia porque se negaba a dormir acompañado del recuerdo de aquella febril expresión, de aquella angustiosa mueca de dolor provocada por la enfermedad.

Por eso, todo había perdido sentido después de aquel vuelo. Velatorios, entierros, oraciones…, nada de eso le devolvería la sonrisa juvenil de Virginia, a quien colgó la etiqueta de «Sissy» como diminutivo de sister, en honor a la hermana que siempre fue para él. Se atusó el bigote consciente de que la memoria era ya un motivo para no seguir caminando.

No le había importado que la hipócrita sociedad americana le hubiera colocado el yugo del escándalo público, tachando su relación de incestuosa por su lejano parentesco y crucificándolo por la diferencia de edad entre ambos amantes (al conocerse, ella cumplía sus trece primeros años mientras Eddie contaba veintiséis). Porque aquí el concepto de amante sí cobra sentido, pues se habían amado de la manera más pura y desinteresada nunca antes vista, sin que a Eddie le preocuparan ni por un instante asuntos tan banales como el sexo o el futuro.

El sexo, esa arma inútil. Para él, el placer de la carne guardaba un asombroso parecido con el placer que sentía al colocar el cañón de su escopeta sobre su rostro (ahora en la sien, ahora en el paladar). Todo era fantasía. El suicidio era fantasía. El sexo era fantasía. ¿Y qué decir del futuro? ¿Qué se le puede ofrecer a ese futuro cuando ha decidido arrebatarte a la única persona capaz de charlar contigo sobre él, arrojando una claridad que, por supuesto, alguien como él no merecía?

Enterró a Virginia y paseó, derrotado, en dirección a Fordham. No se despidió de nadie. No le dirigió la mirada a nadie. Por el camino, las palabras que le escribió a la tía María Clemm «Muddie» retumban en su cabeza:

Mi último asidero en la vida, el último de todos, se me escapa. No tengo ningún deseo de vivir y no viviré. Pero he de cumplir mi deber. Amo, usted lo sabe, amo a Virginia apasionadamente, devotamente.

El asidero ha sido enterrado hoy a varios metros bajo tierra. Cuando lleva recorrida la mitad del trayecto, cae en la cuenta de que se le ha hecho tarde y la noche se arroja ya con fuerza sobre los tejados. Se siente fatigado y decide sentarse en el primer banco que encuentra.

Hay niebla y apenas puede comprobar qué hay al otro lado del camino. El frío arrecia y se siente desvalido sin ella. Sólo el sonido del viento, extrañamente audible hoy, interrumpe la quietud. Una noche como las que él mismo había inventado. Sintió un escalofrío.

De pronto, una silueta de hombre apareció por su costado derecho, siguiendo aparentemente la dirección contraria a la que había seguido Eddie. Se agarró al banco sin abandonar el afligido semblante. No eran aquellas las horas más habituales para caminar por aquel sendero casi abandonado y ahora no tendría armas para defenderse de un posible ataque. La silueta continuó avanzando hasta situarse frente a Eddie. Se detuvo, pero la niebla era tan espesa que el recientemente enviudado escritor no se sentía capaz de distinguir los rasgos del recién llegado. Su caminar le había recordado a los elegantes hombres del pasado, algo que corroboró al examinar su vestimenta. Era más alto que él y de complexión más atlética.

La silueta ocupó el extremo del banco. Ahora sí pudo admirar el rostro del desconocido: la boca se había abierto escondiendo el estrecho margen de sus labios y dejando al descubierto una dentadura bastante humilde. La sonrisa forzada no escondía su mirada triste. Tan triste como la suya. Era, en efecto, un tipo elegante. A pesar del frío, se las apañaba con un traje de seda que acompañaba con una corbata en tonos cobrizos. El peinado delataba su origen poco humilde, al menos en apariencia, con el cabello bailando de un lado a otro del cráneo con un orden sorprendente. Aquella moda distaba mucho del clásico peinado despreocupado que lucía él.

—Disculpe que me acomode aquí, caballero. Llevo horas caminando. El frío y la niebla se han apoderado del camino y me cuesta respirar. Espero que no sea una molestia.

Eddie echó un vistazo a su alrededor. Ya no se veía absolutamente nada y, si aquel hombre había llegado con oscuras intenciones, nadie podría ser testigo de lo que allí aconteciera.

—No se preocupe.

—Me llamo Walt, ¿usted?

—Robert —mintió Poe.

—Encantado, Robert.

Ambos se adueñaron de sus respectivos silencios. A Eddie le resultó familiar el poso de tristeza que asomaba por las mejillas pálidas de aquel desconocido. De algún modo, sentía que le unía a él algo más que un simple encontronazo, así que decidió continuar con un silencio que no resultaba incómodo.

Volvió a su mente la terrible imagen de su amada Virginia. Se odió a sí mismo por no haber mostrado la valentía necesaria para afrontar un final que para ella debió de ser monstruoso. Comprendió que no serviría de nada haberse desentendido de ella estas últimas semanas, las últimas semanas de la única mujer que amó. Y no serviría de nada porque, a pesar de no haber contemplado su rostro enfermo, a pesar de no haber cargado con un reflejo apagado de ella, Eddie contaba con algo mucho más terrorífico que la memoria: la imaginación.

Por su mente deambulaban sangrientas figuras que amenazaban con llevarse lejos el alma todavía joven de Virginia. Quiso abrir los ojos como para intentar agarrarse a la realidad, pero la niebla era tan densa que la visión de la vida resultaba incluso más aterradora que lo que acontecía en el interior de su cabeza. De pronto, algo le golpeó en el pecho. Una punzada estridente, como si le hubieran atravesado el corazón con una daga. Se agarró el esternón asustado para después abrazarse a sí mismo buscando el calor de las costillas.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Walt.

Eddie volvió al mundo de los vivos, aunque su rostro ya no devolvía la tristeza que la vida le había inculcado sino simple necesidad. Sus ojos jugueteaban con la posibilidad de abandonar las órbitas y el pelo, ya de por sí alborotado, revoloteaba al compás del viento.

—Ahora… —susurró—, ahora debo marcharme.

Intentó ponerse en pie, trastabillando hasta casi dar con sus huesos en el suelo.

—Permítame ayudarle —balbuceó el desconocido.

Pero Eddie ya había tomado el camino del río sin contestar. Seguía agarrado a sus costados. La humedad ya se había apropiado de sus huesos y la noche de su alma.

Continuó su camino escuchando las voces que llegaban desde quién sabe dónde.

—Virginia… Virginia…

Supo que había escuchado al mismo diablo. Quizás había sido él quien había pronunciado las palabras. O quizás el viento. Pero aquellas voces no le pertenecían, ni tampoco pertenecían al gran Eolo. Aquella estridente manifestación tendría que salir de las mismas meninges de Mefistófeles.

Ahora se sorprendió a sí mismo gritando. Pedía clemencia, aunque ni siquiera él comprendía el idioma que había elegido para ello. Si todos los demonios que se alojaban en su interior habían decidido liberarse por culpa de la marcha de Virginia, Eddie no podía saberlo. Lo que sí sabía es que, si ahora estaba cruzando aquel desierto plagado de monstruos, aún gozando de la compañía de su amada nocturnidad, al llegar a casa las penurias se multiplicarían por mil.

Cruzó el río con paso vacilante hasta que, por fin, alcanzó la entrada de su casa. La niebla no se había detenido y allí, frente a su puerta, se arrojó al suelo desesperado. Lloraba y tenía ganas de poner fin al asunto, pero de su determinación sólo pudo extraer un par de lágrimas mal enlazadas que no ayudaron a calmarlo. Sabía que allí nadie podía verlo, pues ni las malas condiciones climáticas ni las intempestivas horas ayudaban a ello. Por eso decidió permanecer allí colgado, al amparo de un cielo negro que habría de vigilarlo más allá de la densa capa grisácea que lo cubría todo.

Cuando por fin se decidió a entrar, abrió con una patada rabiosa que a punto estuvo de hacer añicos la puerta de palo de rosa que había robado años atrás en la bahía de Chasapeake, profanando un cargamento que se dirigía al norte. Dentro, la casa ya no era la misma. La única vida que por allí había flotado había sido enterrada unas pocas horas antes.

Sobre el escritorio, varias hojas reposaban, desordenadas y sucias, esperando a ser escritas. Se mezclaban con otras ya pintarrajeadas, antiguas correspondencias y versos dispersos que no llegarían a ningún sitio. Pasó de largo hasta inclinarse frente al guardarropa, al otro lado de la estancia. Allí esperaba una botella de vino. Amontillado, como no podía ser de otra forma, se dijo. La observó a escasos centímetros, como si no se fiara de lo que estaba a punto de ocurrir.

Pero ocurrió.

Extrajo el corcho y liquidó media botella de un trago. De pronto, las dudas se fueron esfumando detrás de sus propios miedos, que a esas alturas ya habían aprendido lo que el alcohol era capaz de hacer con ellos. Volverían, eso seguro. Sólo habría que esperar el momento oportuno.

Se incorporó, ya más tranquilo. Deambuló por la casa buscando con la mirada la figura de Virginia, aunque esta ya parecía alejarse por el pasillo que se perdía más allá del retrete. Por fin sus pupilas se toparon con el viejo escritorio. Se acercó a él para admirar lo que allí le esperaba. Sonrió por primera vez en días.

Al sentarse, dio buena cuenta del vino. Debía dosificarse si no quería acabar con él de una sentada. Agarró desesperado una de las hojas emborronadas y escribió algo en uno de los márgenes.

Se sintió, de pronto, capaz de decidir el día y la hora exactos de su muerte. Se sentía vivo.

Fitzgerald

Fracaso

El llanto de Zelda Sayre se clavó durante semanas en su memoria. La tristeza y la rabia se observaban muy de cerca, y el temperamento impulsivo de Scott navegaba de una orilla a otra con rapidez, consciente a veces de lo que suponía perder a Zelda pero olvidando siempre la humillante negativa con la que le había azotado.

Al poner el pie en Nueva York, comprendió que nunca más volvería a verla. Recordó cómo había encarado el viaje a Montgomery apenas unos días atrás, repleto de ilusión y de esperanzas de futuro. Corría el verano de 1919, y Scott todavía era un joven apuesto, con cierto éxito entre las mujeres, aunque la vida se había encallado estos últimos meses precipitando ciertas actitudes que años atrás no hubiera dejado que se descontrolaran.

Una de esas actitudes tenía que ver con el hecho de que sintiera la imperiosa necesidad de esconder una petaca de whisky bajo la chaqueta. Bebía con moderación, pero bebía siempre. Según la teoría del propio escritor, es el proceso natural de toda adicción: primero te seduce, después te conquista (este era el punto en el que creía encontrarse) y termina por destruirte desde dentro. Scott esto lo sabía, pero solía excusarse frente a su familia con un discurso que ya tenía ensayado.

—Bebo casi a diario. Todos bebemos casi a diario en Nueva York.

—Cuando fingías que te importaba el ejército, no bebías nada más que en ocasiones especiales —le recordó su madre.

—Era otra fase, madre. Delirios de grandeza y todo eso. Ahora ya he puesto los pies en el suelo. Veo lo que hay a mi alrededor. No me pagan los artículos o me los pagan mal. Trabajo en la empresa de publicidad menos creativa del estado, que por supuesto no me paga o me paga mal. Y así vivimos todos aquí. El otro día me contó Duncan, mi amigo el estibador, que ahora las condiciones son peores que antes de la huelga de enero. Joder, y eso que hemos ganado la guerra… ¿Cómo quieres que no bebamos?

Él no creía que su capacidad intelectual, sobradamente superior a la de la mayoría de personas que le rodeaban, le permitiera acceder al tercer estado, ese en el que cualquier adicción te destruye cobrándose todos los peajes que debes pagar para tener derecho a disfrutar de la felicidad y del éxito de los dos primeros.

Pero ahí estaba él, con su petaca de whisky en la chaqueta, una maleta plagada de promesas y una mujer extraordinaria al otro lado del camino. Los días anteriores no habían sido fáciles. Scott se había encontrado, por error, con una de esas cartas que nunca debieron ver la luz. «Podría lanzarme a la carretera por ti», le confesaba Zelda al misterioso receptor de la carta. Él la había odiado. Estampando su puño contra el espejo (todavía ardían las heridas en los nudillos), le había escrito una carta feroz, exigiéndole a la joven que se olvidara de él.

Ella intentó disculparse con argumentos de poco peso moral, demostrando inconscientemente lo poco estable que puede ser una relación construida a esas edades. Pero Scott estaba enamorado, profundamente enamorado. Hasta las actitudes más censurables por la sociedad de la época se presentaban ante él como un escalón más hacia el cielo de Zelda. Para él, el hecho de que la joven se emborrachara en público, que disfrutara de las historias escandalosas que contaba, que fumara sin parar y que besara a miles de hombres pensando en besar a otros tantos, no eran más que puntos a su favor, el certificado de su autenticidad. Como él mismo pensaba, no era una mujer intachable, aunque no tuviera tacha.

Al llegar a Montgomery, sintió cómo todos los males de su relación, los fracasos como publicista y los desastres como escritor se mezclaban con el whisky, consintiendo que el bueno de Scott se viera de rodillas frente a la taza del retrete, vomitando todo aquel orgullo que pocas horas después tendría que tragarse.

El primer golpe de vista, con una Zelda engalanada para la fiesta nocturna, casi derrite las estudiadas ganas de mantener intacta su dignidad, ya bastante maltratada por los últimos acontecimientos. Apenas hubo reproches. Tampoco malos gestos. Ni siquiera consiguió sentir celos de todos aquellos muchachos que a través de la noche universitaria conversaban, bebían y bailaban con la hermosa Zelda, tan solícita con Scott como con el resto del mundo.

Aquella Zelda, la de 1919, llevaba las riendas de su vida con sorprendente autonomía. Es posible que sintiera algo diferente por Scott, pero era más la vida errante y solitaria de un escritor residente en Nueva York lo que la atraía que el aura de su prometido. Esa noche bailaron, bebieron y se sintieron, de nuevo, parte de un futuro prometedor como artistas. Porque la ya referida autonomía de Zelda sorprende todavía más cuando uno se percata de la extraordinaria posición económica y social de su familia. Había convivido durante años con la exigencia que suponía ver cómo sus hermanas iban emparejándose poco a poco, felizmente impuestas por el contexto. Ella no se dejaba dominar.

Al menos todo eso lo pensaba Scott, letra por letra. En el fondo era precisamente esa independencia, esa manera de poder gritarle a los cuatro vientos que puede llegar a ser la mejor bailarina del país o que puede dar cuenta de tantos gins como cualquiera de los varones presentes, lo que la hacía irresistible.

Por eso, cuando pocas horas más tarde comprendió que la verdad no siempre es como uno se la imagina, no sólo se sintió el hombre más triste del mundo sino también el más engañado.

El llanto de Zelda, minuciosamente estudiado, había servido para que el comienzo del fin fuese tan melodramático como la situación exigía. Ella argumentó que le quería, que sentía aquel desliz absurdo, cometido con muchachos absurdos, fruto de una existencia absurda. Que aquella carta no tenía nada que ver con la realidad, mucho más orientada hacia el mundo de Scott, la gran ciudad, el gran arte, la gran vida. Que eso era a lo que ella aspiraba: la gran vida.

En ese punto, descabalgó del columpio con el que la casa de los Sayre recibía a sus visitas y paseó por el jardín observando las flores que, a esas alturas del año, todavía se veían hermosas. Scott permanecía petrificado, esperando a que los acontecimientos se desenlazaran de una manera diferente a como todo parecía indicar. Ella, todavía con el llanto en los ojos, se acercó a él y le entregó el anillo de compromiso que Scott había heredado de su madre.

—Lo siento. No es por nosotros. Es por ellos.

Scott bajó a su vez del columpio, observó con atención su propia figura y comprendió. Aquel traje roído, aquella camisa desteñida, aquellos zapatos desgastados. Lo que a Zelda le había incitado a romper el compromiso de boda que ambos habían contraído no era la reprimenda de sus padres. Sí, en eso tenían razón. Su apellido se había labrado a base de un trabajo y un esfuerzo que nada tenían que ver con la literatura. Pero eso a Zelda no le importaba nada. La opinión de sus padres no le importaba nada. No iban por ahí los tiros. Un escritor siempre persigue un éxito difuso, nada tangible, a menudo engañoso. Un escritor persigue un espejismo. A Zelda no le gustaban los espejismos. A ella le gustaba la romántica idea de perseguir el éxito, pero no concebía que lo persiguieran para luego fracasar. Y, después de tantos meses de relación, había comprendido que lo que ahora parecía una idea divertida, viajar por el mundo de las letras sin preocupaciones, mañana podría resultar un fastidio. Zelda no quería relacionarse con un escritor sin fama. Zelda no quería relacionarse con un escritor famoso. Zelda quería relacionarse con un escritor que se hiciera famoso mañana.

The Romantic EgotistA este lado del paraíso