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Junta de sombras

Estudios helénicos

Alfonso Reyes


FCE

Primera edición, 2000

Segunda reimpresión, conmemorativa
del 50 aniversario de Colección Popular, 2009

Primera edición electrónica, 2010

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica

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ISBN 978-607-16-0507-8

Hecho en México - Made in Mexico

Nota de los editores

Esta edición sigue la publicada en el tomo XVII de las Obras completas de Alfonso Reyes (FCE, Letras Mexicanas, 1965), en la que se incluyen correcciones, adiciones y supresiones hechas por el propio Reyes.

Las notas son de la autoría de Ernesto Mejía Sánchez, y se refieren a la cronología y bibliografía periodística de los ensayos, así como a su relación con materiales afines en el resto de la obra de Reyes.

Llegado al brumoso país de los Cimerios, Odiseo cavó con su daga un ancho foso e hizo una libación a los muertos —miel, leche, vino y agua— desparramando encima la harina de las ofrendas rituales. Hizo luego traer de su nave las bestias destinadas al sacrificio, y las degolló junto al foso, llenándolo con la sangre humeante. Sedientos y anhelosos por recobrar un poco de vida, acudieron en torno al foso los difuntos, “cabezas sin vigor”, venidos desde las profundidades del Érebo. Se precipitaban en multitud, lanzando tremendos alaridos. El “pálido terror” asomó al semblante del héroe que, desenvainando otra vez la daga, los iba obligando a turnarse para contestar a sus preguntas.

I. Un dios del camino

Hasta mediados del siglo XIX que, entre otras novedades, les llevó los grandes veleros y los vapores, el viaje marítimo fue siempre para los griegos el menos apetecible, a no tratarse de temperamentos excepcionales o de aquellas tribus flotantes de merodeadores y aventureros para quienes la patria era el mar.

La gente, la buena gente que vivía bajo techado, sólo se confiaba a los barcos ante la imposibilidad de hacer otra cosa. En la Antigüedad singularmente, los barcos, de vela o de remo, eran frágiles, inseguros, prontos a volcarse, poco espaciosos, sucios e inconfortables. No había brújula, y lo mejor era mantenerse a la vista de la costa: ranas a orillas de su estanque, decía Platón. Nadie se aventuraba por gusto en alta mar. La navegación se interrumpía prácticamente en el invierno, por miedo a los vientos excesivos. Las travesías iban noche a noche haciendo escalas en aquellos verdaderos vados de islas tan característicos del Egeo. Pero, en saliendo de la región privilegiada, había que pensarlo más despacio. El pirata de la Odisea que, con ayuda de los soplos boreales, logró sin ningún contratiempo ponerse de Creta al Nilo en cinco días, ya tuvo de qué jactarse para el resto de su existencia. Entretanto, las largas correrías eran siempre cosa temible, y los viajes de placer distaban de ser lo que hoy son y se limitaban a lo más fácil y próximo. Para los varones homéricos, el mar no es deporte, sino tránsito inevitable. Más aún: era un enemigo. Pocas divinidades más iracundas y rencorosas que el viejo Poseidón, que se encargó de amargar el regreso de los capitanes de la Ilíada. Para los colonizadores —fuera del afán de aventura y la tentación hazañosa en algunas almas de lujo—, el mar era el único medio de ensanchar los provechos económicos, pues ya la agricultura doméstica no daba abasto a los aumentos de población. Y luego, la piratería, oficio admitido y caballeresco entre los aqueos, que aun consideraban con desprecio el tráfico de mercaderes a que se aferraban los fenicios, podía venir a turbar la fiesta en cualquier momento. Salvo el incierto recurso allá en el siglo IV, de hacerse iniciar en Samotracia y ponerse bajo la protección de los dioses Cabiros.

Esto no contradice la verdad adquirida sobre el sentido marítimo de la historia griega. La expansión colonizadora de Grecia da a ésta su fisonomía y su fama definitivas. De una manera panorámica, cuentan mucho más en aquella cultura las emigraciones por agua que las emigraciones por tierra. Al menos, una vez que se establecieron en la península los sucesivos acarreos humanos procedentes del Danubio y que son asunto de la prehistoria.

Pero aquí no nos referimos a los transportes en grupo, planeados en vista de la colonización. Tampoco a las emergencias de salvamento, como cuando los atenienses en masa escaparon de los persas escondiéndose por los estrechos de Salamina o de Egina, o cuando los focios guarecieron a sus familias en Quíos y volaron a refugiarse al occidente. Todavía antes, los hombres de aquella edad oscura que va de la caída de Troya a las Guerras Persas solían huir en sus barquichuelos con lo que llevaban encima, porque no había tiempo ni sitio para más, abandonando en los ancorajes, para que corrieran su suerte entre los dorios, a la mujer y al hijo, al que cuando mucho hacían una marca con el cuchillo a fin de reconocerlo algún día.

No: aquí tratamos de las horas sin sobresalto y de los viajes particulares de los vecinos. No hay que atribuir a todos los griegos, a pesar de la colonización y por el solo testimonio de la Odisea —rodeo involuntario de un antiguo combatiente que suspira por volver a su hogar—, la pasión inmoderada de la aventura. El relato de Heródoto sobre Cirene revela una terquedad rayana en lo cómico por parte de los téreos, estos recalcitrantes que, a su pesar, resultaron exportadores del helenismo. Claro es que hubo también sus viajeros más o menos profesionales; así el propio Heródoto, Ctesias o Platón, gente de estudio, curiosos o bien meros extravagantes. Pero, por cada uno de éstos, ¡cuántos que sólo conocieron los horizontes nativos!

Para los viajes ordinarios, sólo a duras penas se dejaba la tierra y todavía se procuraba reducir al mínimo los riesgos de la navegación. A ser dable, se prefería rodear los golfos y radas, mejor que cruzarlos. Se aprovechaba cada península hasta la punta, y se desembarcaba junto al promontorio más cercano. Se cortaban los istmos. Y ésta es la llamada “ley de los istmos” que explica la grandeza de algunas ciudadelas vetustas, encaramadas, como Micenas, con vistas a los mares opuestos. Se hacían varias jornadas terrestres por tal de ahorrarse unas cuantas horas de transporte acuático, así fuera éste tan barato como el de Atenas a Corinto que —informaba Sócrates en el Gorgias— sólo costaba un par de óbolos. En la Antigüedad clásica, es imposible entender el desarrollo de las vías comerciales, si no se toma en cuenta esta preferencia por las comunicaciones terrestres.

Pero no se piense por eso que Grecia contaba con carreteras comparables a las romanas o siquiera a las persas. Al contrario, la falta de una red conveniente es una de las mayores fatalidades de Grecia. Las ciudades, aisladas y hostiles, fracasaron una tras otra en la tarea de unificación que, de cierto modo, los cretenses ya habían logrado antes sobre el archipiélago, en los días de la grandeza minoica. En la rocallosa península, los viajes eran muy penosos y dilatados. Los caminos de rueda eran excepcionales, y abiertos a fuerza de arte entre los campos abruptos, ya se destinaran al comercio, como el de Atenas al Pireo, ya al culto, como para las peregrinaciones de Eleusis o de Argos o los que conducían a los Juegos panhelénicos. Aun en el llano, las cargas, por aquellas veredas de cabras, salían costosas y difíciles, y sólo se consentían fardos muy reducidos. No se diga ya en las pendientes y laderas, donde el suelo, por lo general duro, fácilmente estropeaba los cascos de las bestias. El “collar de perro” usado por los antiguos no daba muchas garantías a la tracción animal: una causa más para el mantenimiento de los esclavos. Además, había que contar siempre con las posibles sorpresas de los bandoleros, sucesores de Escirón y Procusto.

En su Descripción de Grecia, el viejo Dicearco, un discípulo de Aristóteles, se queja de los caminos accidentados entre Oropo y Atenas. Corría de una a otra ciudad una ruta de caravanas, provista de tabernas y fondas para el viandante. Atenas, población continental asentada entre dos y tres mares, tenía sendos puertos al sur y al norte —el Pireo y el Oropo— amén de las radas de Eleusis al oeste, Maratón al nordeste y Braurón, Prasia y Tóricos al oriente. Desde la escala de Oropo hasta el mercado de Atenas, el recorrido a través de Decelia estaba lleno de episodios. Dondequiera que un árbol tiende un poco de sombra, dondequiera que se abre un pozo, aparece una posadita y hay una mesa en torno a la cual bebe la gente. Vense filas de borricos y amontonamiento de carretas. La antigua Oropo, al término del viaje, era nido de aduaneros y matuteros, a quienes el diablo confunda.

Oropo era ciudad beocia. Pero afirma Dicearco que allí todos renegaban de la patria y querían pasar por atenienses. Sin duda los beneficios de las caravanas inclinaban hacia Atenas la voluntad de los oropianos. Y al revés, sucedió que este comercio vino a popularizar poco a poco entre los atenienses un culto oriundo de Beocia.

A la primer fuente conforme se sale de Oropo, se encontraba, en efecto, el pequeño santuario consagrado a Anfiarao, héroe local divinizado por los indígenas, y cuya adoración fue por ellos comunicada a Atenas y de allí a todo el mundo helénico, si hemos de creer a Pausanias.

La fortuna de este modesto diosecillo sería incomprensible sin la vecindad de la ruta. Pues no pasaba de un diosecillo, aunque muy útil al pueblo de carreteros, traficantes, acaparadores de trigo y negociantes de encrucijada.

Desde luego, era adivino. Explicaba los sueños. Daba útiles consejos para la salud, las especulaciones al por mayor y el éxito de los negocios. Tal vez anunciaba los próximos arribos de embarcaciones y los naufragios de que aún no se tenía noticia. Como san Antonio de Padua, cuya popularidad tuvo nacimiento en un tendajo de Tolón, parece que Anfiarao encontraba los objetos perdidos, propia devoción en tierra de camanduleros y ladrones. Así se hizo de una vasta clientela y empezó a juntar buenas ganancias. Pronto pudo reformar y agrandar su templo, y decorarlo con estatuas y mármoles. Su fama cundió. El oráculo de Delfos y el de Anfiarao fueron los únicos capaces de resistir las pruebas a que el lidio Creso sometió a los adivinos de Grecia.

Las inscripciones encontradas en las ruinas de su santuario demuestran que el oráculo disfrutaba de vacaciones anuales. Estos cultos conservaban la tradición cíclica de los cultos mediterráneos y seguían el ritmo de las estaciones. Apolo se trasladaba de Delfos a Delos por todo el verano, que prefería pasar junto al mar. En la Ruta Decelia, al contrario, el invierno traía la clausura del puerto y la suspensión consiguiente de las caravanas. Entonces el dios Anfiarao, falto de percances, cerraba sus puertas y se dedicaba a la holganza. Pero, en asomando la primavera, el reglamento mandaba al sacerdote reasumir su guardia y mantenerse a la disposición de los fieles al menos diez días por mes, sin que pudiera ausentarse más de tres días seguidos.

Pero ¿de dónde nos vino este dios, que tan pacífico parece, sentado a las puertas de su sagrario como un hostelero más? Su pasado es heroico y trágico; su muerte, espeluznante. Cuando entró en la inmortalidad, lleno de experiencia, se “aburguesó” un tanto y se convirtió en funcionario rústico.

Perteneció, en vida mortal, a la familia profética de los Melampodios, y era sobrino de un tal Cleitos que Homero menciona de pasada y que tuvo líos con la Aurora, Eos la de rosados dedos, diosa que no andaba con remilgos. La adivinación era para Anfiarao práctica de familia. El hábito, en ambos sentidos del vocablo, hace al monje. Nunca se insistirá bastante en lo mucho que desarrolla la doble vista esto de criarse entre videntes. Es así como los gitanos aprenden a decir la buenaventura, sin saber cuándo ni proponérselo.

De familia notoria, Anfiarao es famoso asimismo por su participación en tres de las cuatro grandes empresas colectivas que conmovieron a la Grecia prehistórica: la caza del descomunal jabalí en Calidonia, la aventura de los Argonautas y el asedio de Tebas. Y si no llegó a figurar en la cuarta empresa, la guerra de Troya, es porque ya la vida no le dio para tanto.

La caza del jabalí es una de tantas gallardías de la urbanización helénica contra los monstruos de la naturaleza y otros desórdenes primitivos. En ella figuran Meleagro, el joven rey Calidonio y la bella Atalanta, virgen de armas tomar cuyos fastos ha cantado Swinburne. De los Argonautas, la conquista del Vellocino de Oro, las hechicerías y venganzas de Medea y la vida y muerte de Jasón, todos sabemos algo, y me remito a Eurípides, a Apolonio de Rodas y a William Morris. En cuanto al asedio de Tebas es punto que afecta a nuestra historia.

Anfiarao se había casado con Erífila. Y ésta había sido sobornada por Polinices, quien le dio de presente el collar fatídico de su abuela Armonía para que obtuviese la cooperación de Anfiarao en el ataque contra Tebas. Anfiarao previó que, con excepción de Adrasto, ninguno de los siete capitanes saldría con vida. Pero, sea el fiero propósito de no confundir la previsión con el miedo, sea que las caricias de Erífila pudieron más que la inteligencia de Anfiarao —y estas cosas sirven tan poco a la hora secreta de la noche—, ello es que, a regañadientes, el héroe aceptó el mando de las unidades que se lanzaron contra la puerta Homoloide. Con todo, en un último destello de lucidez, dejó a sus hijos el encargo de vengarlo dando muerte a su madre y de emprender, además, otra segunda expedición contra Tebas.

Los atacantes perecieron, como lo anunció el adivino. Capaneo cayó fulminado por un rayo, Tideo y otros murieron de sus heridas. Adrasto escapó gracias a su caballo Arión, que era de progenie divina. Y Anfiarao, que huía en su carro a toda prisa, fue tragado por la tierra con carro, caballos y cochero. Todos los conductores saben que los puentes resisten en razón inversa de la velocidad del vehículo. Si Anfiarao llega a cruzar lentamente aquella bóveda de tierra mal acomodada sobre la oquedad del subsuelo, a estas horas no sería dios.

Su hijo Alcmeón ejecutó en su madre la venganza. El caso es semejante al de Orestes, y Apolo anda también de por medio, siempre empeñado, por lo visto, en acabar con los antiguos respetos matriarcales en nombre de la virtud masculina. Y Anfiarao resucitó al fin, para distar sueños augurales en su santuario de la Ruta Decelia.

El precio era módico. Por nueve óbolos se averiguaba el porvenir. Sila, en cumplimiento de cierto voto que hizo durante su campaña de Grecia, consagró a Anfiarao la renta que los romanos percibían sobre las aduanas de Oropo. Pero, poco después, algunos oficiales descreídos protestaron contra esta distracción de los fondos, negando a Anfiarao su actual categoría de dios. El pleito fue llevado el año 73 de nuestra era ante el tribunal de los Cónsules, asesorados por el elocuente Cicerón. Las disposiciones de Sila fueron apoyadas.

La verdad es que, respecto a estos dioses brotados de abajo para arriba, aunque ellos satisfagan las necesidades de la mediación por grados entre el cielo y la tierra —y tal es el fundamento de todos los ritos—, no siempre se tiene la certeza de que hayan alcanzado plenas licencias para ejercer el sagrado oficio. No son ellos divinidades telúricas, que bajan del éter como el rayo y, al modo centrípeto, vienen desde afuera, se imponen por sí y precipitan en el corazón de los creyentes. Sino que brotan al modo centrífugo, como un vapor que se levanta desde la criatura hasta el creador. La divinidad única que nos hizo a su imagen y semejanza, parece, sin embargo, consentir en que, a nuestro turno, forjemos a nuestra imagen y semejanza otras divinidades menores, para que sirvan de peldaños en la escala platónica que sube desde lo particular humano hacia lo absoluto universal.

Anfiarao es un dios topográfico, mandado a hacer para explicar los accidentes del suelo, los agujeros de la tierra. En Grecia casi no hay ríos navegables, sino rápidos. Los rápidos, con frecuencia, paran en depósitos naturales, en vez de verterse en el mar. Estos pequeños lagos suelen inundarse a deshora o desaparecen inesperadamente como nuestro Cuitzeo, según que se azolven o desahoguen los escurrideros subterráneos de aquella región tan inmatura y tembleque. Anfiarao tiene mucho que ver con estas obras escondidas o “catavotras”, que la mitología interpreta más pronto que la hidraúlica. Pertenece al grupo de los héroes transportados, por rapto divino, a las cavernas. Son principios “ctónicos” ligados a un solo sitio. No emigran al Hades, ni al Olimpo, ni a las islas Afortunadas. Siguen encerrados en las rocas de Grecia y en comunicación con los habitantes de la localidad. Obran mediante la pesadilla, proceso llamado de incubación, creencia más antigua que la Grecia histórica y viva todavía en los siglos de la decadencia. Anfiarao, lago sumergido que un día desaparece chirriando, después se metamorfosea en ventero y brinda a los acalorados jinetes el trago del estribo. Podemos imaginarlo como un genio del sombrajo y la siestecita.[*]

1944

[Notas]


[*] En el Diario de Alfonso Reyes encontramos dos referencias a este ensayo: “Hice ‘un dios del camino’ ” (25 de julio de 1944, vol. 9, fol. 109), y “Preparé para Multitud, de Pablo de Rokha, ‘Un dios del camino’ ” (21 de septiembre de 1944, vol. 9, fol. 125), lo que concuerda con las “Notas bibliográficas”, del mismo Reyes: “ ‘Un dios del camino’ (Multitud, de Pablo de Rokha) nunca apareció. Lo entregué [el] 26 de sept. 1944. [A] Asomante, Puerto Rico, 13 oct. 1944.” En efecto, se publicó en Asomante, San Juan, Puerto Rico, enero-marzo de 1945, año I, núm. 1, pp. 30-36.

II. Prólogo a Bérard

I

La literatura griega, y por consecuencia la europea, comienza con Homero. Homero es ya poeta maduro y exquisito. ¿Quiénes lo preceden y preparan? Sigue siendo un enigma, desde los días de Grecia, hasta nuestros días. Sobre la poesía anterior de Grecia, sólo poseemos atisbos:

1) Los cantos populares que, en héroes de juventud y belleza —Lino, Hilas, Yalemo, Jacinto o Adonis—, encarnan la tragedia de las estaciones del año, el morir y el resucitar que preocupó siempre a los cultos mediterráneos, ya procedan de la tradición siriaca, ya del común fondo indoeuropeo que, como en los Himnos Védicos, exalta y diviniza las fuerzas de la naturaleza.

2) Los primitivos bardos, legendarios y fabulosos, en cuya progenie pretenden orgullosamente acomodarse los primeros poetas de carne y hueso; ora pertenezcan a la familia tracia, encargada de transportar el culto de las Musas, diosas de la buena memoria, desde las costas septentrionales del Egeo, por la tésala pieria, hasta el beocio Helicón y el focense Parnaso —Orfeo y su discípulo Museo—, o bien al grupo de los místicos de Deméter —Eumolpo en Eleusis, Panfos en Ática, Filamón en Delfos, y aun su hijo Támaris, que todavía llevará la inspiración pieria desde Delfos hasta Mecenia—; ora pertenezcan al culto de Apolo que, sollamado de inspiraciones asiáticas, llega hasta la “Grecia continua”, que dice Éforo, a través del tembloroso Archipiélago: así Olen, famoso en Delos, y así Crisotemis de Creta.

3) Aquella vetusta poesía de índole varia, que adivinamos por entre las alusiones homéricas; ya sea la narración de Demódoco, las “altas proezas humanas” que prefiguraban la épica; ya los salmos en honor de Apolo, los hipoquerma o coros danzantes, los cantos nupciales que los aqueos entonaban.

Apolo y las Musas se mezclan a los cultos ctónicos y arrebatados, expresándose en himnos sacros. El himno al dios da el modelo para el encomio del héroe, que muy pronto ha de aparecer. El acompañamiento musical sustenta el progreso de la métrica. De Apolo es la cítara, y de Olen se dice que inventó el hexámetro. Demódoco se acompañaba con la lira. Ya en tiempos de Hesíodo, y acaso un poco antes, en los de Homero, la poesía narrativa no se cantaba, sino que se la recitaba al compás de la batuta.[1]

II

Tras estos embriones, de que sólo alcanzamos vagas noticias, canciones que más bien parecen ráfagas de viento y poetas que se nos confunden con las divinidades, he aquí a Homero que trae consigo una poesía refinada, maliciosa y hasta arqueológica.

La Antigüedad le atribuyó varias obras. Calino le asigna una Tebaida; Heródoto duda si poner también a su nombre los Epígonos; Tucídides cuenta entre los poemas homéricos el himno a Apolo Delio; Aristóteles, el Margites; también pasaba por homérica la Batracomiomaquia, parodia que acaso data de 490 a.C.; y finalmente, los dieciséis cortos Epigramas en hexámetros. A partir de la crítica alejandrina, y sobre todo de Aristarco, sólo se consideran como auténticas obras de Homero la Ilíada y la Odisea. Se admite que, en conjunto, la composición de aquélla precedió a ésta.

La Ilíada (15 693 versos) funda su unidad poemática, no sólo en la persona del héroe Aquiles, sino también en el tema de su cólera. Puede dividirse en tres porciones: 1) Libro I-IX: Ofendido por Agamemnón, Aquiles abandona el combate y se encierra en su tienda, ante el desconcierto de los griegos, que en vano solicitan su ayuda. 2) Libros X-XVIII: Tras de pelear con varia fortuna, los griegos pasan horas difíciles. Patroclo, amigo de Aquiles, decide salir al campo revistiendo las armas de éste; y aunque logra rechazar a los troyanos, que ya daban sobre las naves griegas, muere a manos de Héctor. Acude al dolor de Aquiles su madre Tetis, diosa marina, y a ruegos de ella, Hefesto, dios del fuego, forja nuevas armas para el héroe. 3) Libros XIX-XXIV: Depuesto su agravio contra Agamemnón, Aquiles vuelve al combate, persigue a los troyanos, obligándolos a encerrarse nuevamente en su fortaleza, y da muerte a Héctor. El padre de éste, el anciano rey Príamo, guiado por el dios Hermes, rescata el cadáver y lo lleva a Troya para consagrarle los funerales debidos. Ni la caída de Troya ni la muerte de Aquiles forman parte de la Ilíada que la Antigüedad nos ha legado.

La Odisea (doce mil ciento diez versos) funda su unidad en la persona del héroe Odiseo, uno de los guerreros de la Ilíada, cuyas peripecias en el viaje de regreso a su patria alternan con las de su hijo Telémaco, que ha salido por el mundo a buscarlo. Sin que obste la repartición en tres poemas que propone Bérard, la obra puede dividirse en seis porciones: 1) Libros I-IV: Aventuras de Telémaco. 2) Libros V-VIII: Aventuras de Odiseo desde la isla de Calipso hasta la isla Feacia. 3) Libros IX-XII: Aventuras anteriores de Odiseo, que éste narra al rey Alcínoo. 4) Libros XIII-XVI: Odiseo en la cabaña de Eumeo, isla de Ítaca. 5) Libros XVII-XX: Odiseo vuelve a su palacio. 6) Libros XXI-XXIV: Matanza de los pretendientes y reintegración de Odiseo en su reinado. Tales son las seis porciones, de cuatro cantos cada una, que los críticos alejandrinos establecieron como distribución práctica de la obra, según las veinticuatro letras del alfabeto griego. Ni los ulteriores viajes de Odiseo ni su muerte forman parte de la Odisea que la Antigüedad nos ha legado.

III

La leyenda de Troya, asunto de los poemas homéricos, produjo también otras epopeyas, que ya sirven de prólogo o ya de continuación a la Ilíada y a la Odisea. Este conjunto, llamado Ciclo Épico, fue fijado así por el gramático Proclo, allá para el siglo v de nuestra era, según el orden cronológico de los sucesos:

1) Cypria. Orígenes de la guerra troyana a partir de los Titanes, y primeros episodios bélicos. Obra en once libros de que sólo quedan cuarenta y nueve versos. Es atribuida a Estasino de Chipre o a un tal Hegesías, fines del siglo VIII a.C.

2) Ilíada, de Homero.

3) Etiópida. Las Amazonas en Troya, hazañas y muerte de Memnón de Etiopía, muerte de Aquiles y disputa por la posesión de sus armas. Obra en cinco libros, de que nada queda. Es atribuida a Arctino de Mileto, fines del VIII a.C.

4) Pequeña Ilíada. Desde la disputa por las armas de Aquiles hasta la captura definitiva de Troya. Obra en cuatro libros, de que sólo quedan veintiún versos. Es dudosamente atribuida a Lesques de Mitilene, hacia el siglo VII a.C.

5) Iliupersis. Incidentes de la caída de Troya: historia de Laoconte, retiro de Eneas al Ida. Obra en dos libros, de que sólo nos quedan doce versos. Es atribuida, como la Etiópida, a Arctino de Mileto.

6) Nostoi o Retornos. Aventuras de los héroes que regresan de Troya: Menelao en Egipto, muerte de Agamemnón en Micenas. Obra en cinco libros, de que sólo quedan tres versos. Es atribuida a Hagías o Augías de Trezena, hacia el siglo VII a.C.

7) Odisea, de Homero.

8) Telegonía. Muerte de Odiseo en Ítaca, a manos de Telégono —su hijo habido en Circe—, y sucesos ulteriores. Obra en dos libros, de que nada queda. Es atribuida a Eugamón de Cirene, hacia mediados del siglo VI a.C.

Como se ve, el irónico destino, que convierte en sombras a los predecesores de Homero, apenas deja en despojos a sus sucesores inmediatos.

IV

Homero ofrece muchos problemas que, en todo tiempo, han dado lugar a las más variadas hipótesis:

1) Desde luego, la persona misma del poeta. Ya se lo niega, considerando entonces su obra como un misterioso producto colectivo, onda “wolfiana” que se organiza por sí sola en el aire “a manera de tempestad divina”, según decía Sainte-Beuve; o considerándola como una precipitación azarosa de varias composiciones, artificial y tardíamente zurcidas en los días de Pisístrato. Ya, por el contrario, se acepta la existencia del poeta y se le tiene por único autor de los dos grandes poemas. Ya se supone, partiéndolo en dos según lo hacían en la era alejandrina los llamados “corizontes”, que uno es el autor de la Ilíada y otro el de la Odisea. Entre todos estos extremos, hay transacciones y componendas. Unos lo entienden como encarnación simbólica del murmullo de la plaza pública. Otros lo imaginan como un anciano ciego que anda apoyándose en el bordón. Para éstos, es un prisionero aqueo, retenido entre los rehenes (pues dicen que “Homero” significa “rehén”) y encargado de solazar los ocios de los nuevos señores con ésa su poesía cortesana y deportiva, que tanto contrasta con el grave acento de Hesíodo, el menesteroso labriego de Ascra. Para aquéllos, “Homero” más bien significa “acompañante”; y tal fue el apodo que se dio al poeta, de niño llamado Melesígenes, hijo de Criteis, cuando, a los diez años, difundió la voz de que se acercaban los eolios de Cumas para apoderarse de la ciudad y, al ver que los meonios huían, echó a gritar diciendo que él también quería “acompañarlos”. No de otro modo se asegura que Eumolpo es nombre forjado de los “eumolpí” o cantores eleusinios. Unos, pues, lo tienen, como a Moisés, por hijo de un río, el río Meles, en Esmirna; otros, por hijo de un genio del coro de las Musas. La fórmula que emplea el maestro Bérard —“La resurrección de Homero”— no debe tomarse al pie de la letra. Él mismo acepta la existencia de varios autores. En la Odisea, por ejemplo, distingue tres diferentes poemas: el Viaje de Telémaco, las Narraciones en casa de Alcínoo y la Venganza de Odiseo, obras respectivamente de tres poetas, que, según nos explica, bien pudieran compararse con Racine, Regnard y Voltaire.

2) Con el extremo anterior se relaciona el relativo a la cuna del poeta. Como todos saben, se la disputaban siete ciudades, a menos que se trate de una influencia más del famoso ritmo setenario, característica de la poesía hebraica a que Bérard se refiere. Los antiguos aseguraban que el oráculo de Delfos había dicho a Homero: “Tú no tienes patria, sino matria, y ésta es la isla de Íos”. Hoy se acepta que, en todo caso, la epopeya homérica parece redactada en Quíos, y que su lengua, mezcla de jonio y eolio, es una composición poética artificial, fundida en el crisol del hexámetro.

3) También la fecha de la obra homérica ha sido materia de discusiones, y también este punto, como los anteriores, trasciende sobre la estimación y la crítica de la obra. Los dos términos o polos de la disputa van desde aquellos que creían ver en Homero el candor de la poesía primitiva, y le atribuían una antigüedad fabulosa, hasta los que, de Bréal acá, han reconocido que se trata de un arte complejo y dueño ya de todos los secretos de la técnica y la invención. Aun cuando la erudición no puede jalonar con precisión la obra homérica, a la que se concede un ancho margen que va de los años 1000 a los 800 a.C., hoy se vuelve a la postura de Heródoto: “Homero —dice éste hacia 450— vivió cuatro siglos antes que yo”.

4) Como lo hemos dicho, la misma madurez artística de los poemas hace inaceptable el que Homero represente el primer intento de la épica. El caso de un comienzo en plena perfección no se ha dado en las literaturas. El Bellum Punicum, de Nevio, o el británico Beowulf son obras híspidas e hinchadas, hijas de un genio sin escuela. La poesía latina se ve adelantar laboriosamente a partir de fórmulas de encantamiento y magia. La griega ¿pudo, acaso, comenzar su vida en plena adultez? Por desgracia hemos perdido las anteriores etapas. La Ilíada y la Odisea son las finas flores de un arbusto educado. Allí no hay titubeo en las palabras, ni violencia en la adaptación métrica, ni el metro parece laboriosamente trasladado de algunos otros usos extraños para servir al oficio a que se lo aplica, ni se siente el rastro de arcaicas rutinas en el empleo de aliteraciones y asonancias, ni aquella verbosidad de balbuceo propia de los estilos orales y populares. Economía que a la vez acusa el adiestramiento del poeta y la impaciencia de los auditorios ya avezados. Lo cierto es que ni los antiguos ni nosotros poseemos elementos para esta dilucidación. Sin duda los materiales homéricos vienen de muy lejos y proceden de una larga elaboración, así como la guerra troyana precedió al poeta en varios siglos: imagínese, en nuestros días, una epopeya sobre Cortés y Cuauhtémoc; o piénsese en el escriba anglonormando que compone sobre “Carlos el Imperante” a trescientos años de distancia. También el Poema del Cid dista un siglo de su historia. Y es propio de todos los héroes épicos el ganar batallas después de muertos. Y todavía es notable que, mientras los poetas germánicos se entregan a la fantasía, plantan a Teodorico en el anfiteatro de Verona y confunden en una misma guerra varias generaciones lejanas, en cambio el poeta griego —si bien no llega a la ascética sobriedad del castellano— gobierna su vuelo con cierta notoria disciplina: armas como las de Aquiles no habrán existido nunca, pero recuerdan la factura de las encontradas en las tumbas micenias. El maestro Bérard, siempre inclinado a buscar orígenes orientales —en general, semíticos—, consagra algunas investigaciones a la Biblia y al folclore egipcio, y en cierto capítulo resume sus pesquisas sobre “los fenicios y la Odisea”. Y el paso del desorden oriental al dibujo griego puede precisamente apreciarse por la transformación de aquella serpiente hospitalaria del cuento egipcio en esta princesa lavandera, Nausicaa, ante la cual se postra el náufrago, lleno de respeto y de asombro. Nuevos descubrimientos arqueológicos, y una comparación más cabal con la materia épica de otros pueblos, acaso nos traigan nuevas luces. A las indagaciones de Bérard conviene hoy añadir las de C. M. Bowra, Tradition and Design in the “Iliad”, y W. J. Woodhouse, The Composition of the “Odyssey”.

5) Las evidentes incoherencias entre las distintas partes de los poemas, a pesar de su reconocida unidad, dejan siempre vivo el problema de las interpolaciones, intervención de varias manos, corrupciones, pérdidas, etc. Gilbert Murray, en su libro monumental, The Rise of the Greek Epic, nos hace ver las vicisitudes de una obra comunicada por tradición, que en cierto modo representa un tesoro público, donde se van acumulando aluviones sobre un suelo fundamental y donde cada uno añade algún nuevo rasgo. En Homero, como en Hesíodo, hay a veces verdaderos catálogos que tentaban a completarlos, y las Musas no distinguían bien entre un manual o guía y un poema. El texto que de aquí resulte quedará naturalmente expuesto siempre a sospechas. Los pacientes críticos alejandrinos procuraron establecer todas las “sospechas homéricas” mediante una serie de signos, alfabeto convencional de la duda: obelo, asterisco, keraúnion, antisigma, etc. Así Renan, al emprender su Historia del pueblo de Israel, suspiraba por un sistema tipográfico que permitiese establecer los matices de verosimilitud, probabilidad y certeza.

V

Todos los extremos anteriores describen a grandes rasgos la llamada “cuestión homérica”, tan antigua como el humanismo occidental y no liquidada todavía. Con estas nociones a la vista, entre el lector por su cuenta en las páginas de maestro Bérard, felizmente vertidas a nuestra lengua por cuidado de don Alfonso Alamán, con quien contrae una deuda nuestra cultura.

En estas páginas, apreciamos la fascinadora recurrencia de ritmos y movimientos humanos a lo largo de siglos. El Mediterráneo, a través de sucesivas talasocracias —cretense, fenicia, aquea, propiamente griega, romana, árabe, veneciana y genovesa, turcoberberisca, “franca”, británica—, ve reproducirse o continuarse el mismo drama de amor y aventura, de codicia y de idealidad. La fábula resucita y se instala en la geografía real, la que tenemos delante de los ojos. Odiseo explora los horizontes y, gracias a los testimonios egipcios y bíblicos, creemos descubrir en las playas las pisadas del héroe. No podemos todavía hacer otro tanto para Aquiles. Bérard espera que algún día nos lo permitan los descubrimientos en Siria, Mesopotamia y Caldea.

Las tesis de Bérard, siempre seductoras y brillantes, no siempre aceptadas en un todo por las autoridades contemporáneas, son el resultado de una vida: cuarenta años consagrados a perseguir las imágenes etéreas de los antiguos semidioses. Si tales tesis deleitan en la lectura, nada puede igualar al deleite con que las oíamos de viva voz, en una de las cátedras más bellas de que tenemos recuerdo, y que hoy evocamos entre melancolías y esperanzas.[2]

VI

En aquel entonces, creíamos poder resumir así las tesis de Bérard,[3] que expondremos con la mayor objetividad y sin pretender entrar en distingos que aquí no nos competen:

La Ilíada y la Odisea habían sido consideradas generalmente como obras literarias conscientes, al igual que todas las grandes obras poéticas, fruto de un poeta las dos, o al menos, cada una de un poeta distinto. (Excepciones: Vico, y sobre todo el abate d’Aubignac en el siglo XVII, a quien Wolf siguió demasiado de cerca en sus célebres Prolegómenos, 1795.)

Pero he aquí que, a mediados del siglo XVIII, se inicia un movimiento que ha de culminar durante el siglo XIX, y cuyo resultado queda resumido en esta fórmula: la muerte de Homero.

Habían comenzado a cundir las teorías de la superioridad del estado primitivo sobre el estado de civilización, y estas teorías se reflejaban en el campo del arte. El arte, decían, se renueva por las invenciones populares; más aún: nace del pueblo. Hay, pues, que creer que las grandes obras literarias son creaciones del pueblo. Y mientras más primitivos sean los pueblos, mejor.

Los poemas gaélicos de Ossián (1758-1761) —falsificación ingeniosa de Macpherson, que durante mucho tiempo pasó por obra legítima— aparecen entonces como un ejemplo de lo que puede producir un pueblo primitivo. Comienzan las comparaciones entre Homero y Ossián (como en el Werther puede apreciarse), y cada vez las opiniones se deciden más por Ossián. Homero acaba por ser un buen poeta, sólo hasta el punto en que se parece a Ossián.

El descubrimiento de Tahití (1768-1771) y su sociedad primitiva da nuevo impulso a las teorías del “primitivismo”. Así debe de ser el paraíso en que brotan las fuentes de la poesía. (Recuérdense las teorías de Diderot.) La obra homérica, puesto que se acepta que es excelente, tiene que ser obra primitiva.

Un día Villoison (1779-1787) descubre cierto manuscrito de la Ilíada (Venetus A.), que data del siglo X u XI de nuestra era, el cual presenta la peculiaridad de estar lleno de variantes y notas en los márgenes. No hacía falta más: aquél era el cuerpo del delito, la demostración de que la obra homérica era obra de transmisión oral, primitiva, popular, y que los eruditos alejandrinos le habían reducido a conjunto, mediante concordancias y correcciones caprichosas.

Cuando, más tarde, Fauriel (1824) estudia las canciones populares de Grecia, parece que se ha completado ya la teoría de la formación colectiva de los poemas homéricos. No son éstos más —dice la crítica— que una suma de cantilenas o canciones breves del pueblo, como las que ha coleccionado Fauriel.

Así se llega poco a poco a las conclusiones de que la epopeya homérica es de origen popular y bárbaro, y de transmisión oral (Teorías de Lachmann, 1839-1841). Éste era, en 1890, el estado de la cuestión.

Pero en esta época comienza a iniciarse una reacción que tiende a volver el problema al estado en que lo habían conocido los contemporáneos de Voltaire. Y Homero resucita en el siglo XX.

Se descubre toda una civilización anterior a la Grecia clásica —la civilización de Micenas o micenia, para no hablar del capítulo anterior cretense o “minoico”—, y se logra demostrar que esta civilización mantenía contacto con la antigüedad levantina, con los caldeos y egipcios; que para entonces los hombres micenios conocían ya la escritura, y más aún, la escritura alfabética (Larfeld, en su Tratado de epigrafía griega, da al descubrimiento del alfabeto la fecha de 1100 a.C.). Ahora bien: esta civilización tan intensa y compleja es la civilización homérica. Homero no marca, pues, una era primitiva, sino el comienzo de los tiempos modernos, y representa para la era alfabética lo que representan para la era de la imprenta los poetas del Renacimiento.

Por otra parte, se descubren papiros de doscientos cincuenta años a.C. que contienen la obra homérica. Son anteriores al apogeo de Alejandría, y con todo, salvo menudencias, dan un texto que coincide con el texto ya conocido de Homero. Luego caía por tierra la teoría de que la unidad y forma actual de los poemas homéricos es fruto tardío de los eruditos alejandrinos.

Por último, se descubre la epopeya serbia; la epopeya castellana, de cuya existencia había podido dudar no menor persona que Gaston Paris, el abuelo de los romanistas —a pesar de los admirables esfuerzos de Tomás Antonio Sánchez, en el siglo XVIII—, adquiere importancia en los libros de Milá y Fontanals y de sus continuadores cercanos o lejanos (Menéndez y Pelayo, Menéndez Pidal); el estudio de la Edad Media francesa se renueva (Bédier y Las leyendas épicas). Y entonces se comprueba que las epopeyas han podido producirse en pueblos que distaban mucho del estado paradisiaco de Tahití.

La obra de Homero tiene, en efecto, la unidad, la gradación patética de las obras de los poetas. Considérense, por ejemplo, en la Odisea, las tentaciones acumuladas al paso de Odiseo, como para impedirle que vuelva a los brazos de Penélope: primero, la encantadora Circe, que lo sucede por la atracción de los sentidos, y que lo retiene un año; después, la inmortal Calipso, que le ofrece darle una carrera, un bello porvenir, en suma (¡la inmortalidad, nada menos!), y logra retenerlo siete años; finalmente, Nausicaa, la virgen de los brazos cándidos, hija del rey de los feacios, la doncella en la flor de su edad, cuya gracia debió de ejercer tan profunda impresión en los ojos y en el corazón de un cuadragenario.

Si, por otra parte, se investiga la realidad geográfica que pueden tener las aventuras de Odiseo (el que fueran pura o parcialmente fantásticas no importaría nada contra la teoría “unitaria”), se ve que todas ellas corresponden a los estrechos del Mediterráneo (porque, como el héroe mismo nos advierte, su propósito es “explorar los pasos del mar”), donde los nombres de lugares y otros documentos acusan la presencia de los navegantes fenicios. Pero los relatos homéricos, más que corresponder siempre de una manera absoluta a la realidad geográfica, a veces sólo corresponden de una manera aproximada, como si el poeta hubiera conocido algunos lugares, ya no por sí mismo, sino a través de documentos ajenos.

Y ¿cuáles pueden ser estos documentos sino los “periplos” o relatos de navegaciones fenicias —de que conservamos algún ejemplo y que ya Estrabón indica como fuentes de Homero—, puesto que, por otra parte, resulta que en todos los lugares donde es dable rastrear la huella de Odiseo, hay también huella de una antigua colonización fenicia? Así, la Odisea viene a ser como una elaboración poética, donde se aprovecha la literatura de viajes fenicios por el Mediterráneo, a la vez que se aprovecha la literatura épica de los caldeos y la literatura novelística de los egipcios.

He aquí, en resumen, los puntos principales del derrotero de Odiseo, según cree poder fijarlos Bérard: Odiseo parte de Troya, es decir, del estrecho de los Dardanelos. Sus primeras aventuras acontecen en mares griegos, pero la tempestad lo arroja fuera de estos mares, sorprendiéndolo en el estrecho del Cabo Malea y la Isla de Citeres. Y va a dar al país de los Lotófagos, es decir, los comedores de fruta (dátiles), en el estrecho formado por la isla de Gelbes o Yerbá, y aquella parte de la costa de Túnez, cuyo nombre significa precisamente “el país de los dátiles”, y que Odiseo conoció, así, unos dos mil quinientos años antes de Carlos el Emperador.

De allí pasa Odiseo al país de los Ojos Redondos (Cíclopes), que menos parecen hombres que montañas boscosas; estos hombres-montañas rugen, vomitan, se enfurecen y arrojan piedras: son los volcanes del golfo de Nápoles, y la gruta de Polifemo se encuentra en el estrecho que hay ente Nísida y el Pausílipo. Las sirenas velan sobre el estrecho de Sorrento y Capria. Caribis y Escila defienden el estrecho de Mesina. Las piedras rojas, azotadas por el fuego devastador, aparecen en el estrecho de Vulcanello y Lípari. Y los Lestrigones, que pescan a los hombres como atunes, ocupan, junto al Cabo Urso o del Oso y la roca de la Paloma, las almadrabas del estrecho de Bonifacio. Finalmente, Calipso vivía en el estrecho de Gibraltar (isla del Perejil); los feacios, en Corfú, y el país de Odiseo dominaba el estrecho de Ítaca y Cefalonia.

Los homeristas, en general, se resisten a aceptar las identificaciones geográficas anteriores y, singularmente, cuanto se refiere a los mares occidentales.

Si el lector traslada este derrotero sobre un mapa, conviene que tenga presente —para que no le desconcierte el brusco zigzag— que se trata de los viajes de un náufrago, y que Odiseo, para que haya poema, tiene que volver a su patria por el camino más largo.

Y Bérard hacía resaltar en sus explicaciones que la amorosa Calipso puede considerarse —simbólicamente— como la primera española. Celos y ardor no le faltaban.[4]

1945

[Notas]


[1] L. Whiley, A Companion to Greek Studies, §§ 128 y ss.

[2] Instituto Francés de Madrid, 1919. Véase la primera serie de Simpatías y diferencias (Obras completas, IV, Apéndice). [Nota ms. de Reyes.]

[3] Véase también La resurrección de Homero, cap. VII, párrafo final.

[4] Con el título de “En torno a Homero (Prólogo a Bérard)”, en Cuadernos Americanos, México, julio-agosto de 1945, año IV, vol. XXII, núm. 4, pp. 205-217. Idem, en Victor Bérard, Resurrección de Homero, trad. de Alfonso Alamán, pról. de Alfonso Reyes, México, Editorial Jus, 1945, pp. 11-36.

III. La estrategia
del “gaucho” Aquiles

No hay que tener miedo a la erudición. Hay que contemplar la Antigüedad con ojos vivos y alma de hombres, si queremos recoger el provecho de la poesía. Hay que volver a sentir las cosas de la epopeya como las sentían el poeta y sus oyentes. De otra suerte, las letras se quedan embarradas en el papel y sólo sirven para que se aburran con ellas los estudiantes y aprendan, a lo sumo, a recitarlas de loros con ese sonsonete, esa “odiosa cantio” que ya exasperaba a san Agustín.

En nuestra época de vasos comunicantes, y en que hay tan buenas traducciones y comentarios al alcance de todos, ni la extrañeza de la lengua muerta o de las circunstancias históricas del pasado podrían estorbar este contacto inmediato entre las almas de ayer y las de hoy. Y el obstáculo de los símbolos mitológicos tampoco es irreducible, pues a poco que nos interroguemos, descubrimos en los fondos de nuestra conciencia, a manera de perduración o de larva, un hormigueo vagaroso de sombras —Aquiles, Don Quijote, Hamlet, Arlequín y hasta el Tío Sam— que siguen sirviéndonos para dar asidero a las abstracciones mentales. Este pensar por imágenes es un modo de economía a que conduce la inercia natural del espíritu. A nadie le ha sido vedado; aunque muchas veces, por esa desconfianza para la poesía que es el mayor pecado de la inteligencia contemporánea, usemos, al expresarnos, términos sesquipedales y abstrusos, vaciedades léxicas (mitología exangüe y nada más), creyendo así emanciparnos del pensar metafórico a que sin remedio estamos condenados y cortar el invisible cordón que nos pega al suelo, cuando la verdad es que hacemos de simios del ángel, único capaz de la idea pura.

Un día, paseando por el campo argentino, en un “tambo” o rústica “ordeña”, oí las confesiones de un gaucho joven a un gaucho viejo. Estaba enamorado —decía— y no se podía quitar la obsesión constante de la mujer. El viejo le repuso que era la edad, que todos pasábamos por eso, que no se entenebreciera ni se juzgara maldito, que dejara correr un poco la pasión, que se diera rienda con mesura, que se divirtiera sin amargarse. “Pero —añadió— nomás no te dejés ganar el lao de las casas.”

A mi memoria acudieron los consejos ladinos del Viejo Vizcacha en el Martín Fierro:

No dejés que hombre ninguno

te gane el lao del cuchillo.

¡Los “lados” —me dije—, las zonas de ataque y defensa, el sentido mágico del espacio y sus dimensiones preferentes! ¡El sentido ceremonial del espacio, el “lado” derecho que se le da a la dama, el “lado” de la acera que se cede como respeto!

Pedí explicaciones. Acabé por entender que, en las “estancias” o haciendas, el campo que se extiende hasta perderse de vista es el camino natural de la fuga y la disolución, en tanto que la querencia, el lado de las casas, es el refugio donde el hombre se hace fuerte y se concentra en sí mismo. Lo uno enloquece y desorganiza, lo otro devuelve la estructura y arma otra vez la voluntad. Hasta el toro sabe que embiste mejor contra las vallas, porque acude a donde se siente amo. Hasta el caballo adelanta el paso cuando ventea la cuadra próxima. Quien nos ataja el lado de las casas nos pone en trance desesperado. Entonces ya no queda más que jugársela a lo valiente, como quien vuelve por lo suyo.

Y yo, de recuerdo en recuerdo y eslabonando memorias y lecturas —la tarde comenzaba a caer, el viento sacudía los árboles, una luna pálida se atrevía entre los celajes de plata y azafrán, y todo parecía propicio a la rumia de meditaciones, aun la polvareda de las recuas y el “opa” del arriero que se dejaba oír a distancia—, fui a dar, de repente, hasta el canto XXII de la Ilíada, es el combate singular entre Aquiles, el de alígeras plantas, capitán de los mirmidones, y Héctor el matador de hombres, resguardo de la sitiada Troya.