Cubierta

Afganistán

La vida más allá de la batalla

Antonio Pampliega

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Prólogo, de Carlos Enrique Bayo
  2.  
    1. Kabul, o la gama de marrones
    2. Cuando la gente hacía cola para ir al cine
    3. Los primos que venden humo
    4. El librero de la calle del Pollo
    5. Dos horas sin burka… ¡para jugar al fútbol!
    6. También existe el color verde en Afganistán
    7. La española que se sentía afgana
    8. El médico mentiroso
    9. El enfermero que sabe cuándo revelar un secreto
    10. El traductor que aprendió inglés viendo la CNN
    11. El marine que quería hablar en español
    12. Salem, de quien aprendí a amar Afganistán
    13. Los ojos de la guerra

Para mis padres, por darme tanto
sin esperar nada a cambio.

Prólogo

Los periodistas no solemos relatar las anécdotas de lo que hemos vivido para conseguir una información más que a los amigos o a los colegas, así que a menudo nuestros reportajes y artículos carecen de un factor humano esencial: el contexto más íntimo que ha rodeado al reportero en su quehacer. Eso hurta al lector un elemento indispensable para conocer la realidad, puesto que ninguna panorámica de los acontecimientos, por muy bien expuesta y estructurada que esté, es completa sin tener en cuenta los minúsculos detalles cotidianos que hacen comprensible el marco general de los hechos.

Así que el libro de Antonio Pampliega es un pequeño brillante entre las montañas de literatura periodística, de ensayos y de análisis, que ha generado la última guerra de Afganistán. A diferencia de la mayoría de las obras que diseccionan el conflicto bélico afgano desde las alturas de la erudición académica o las profundidades de la estrategia militar y guerrillera, o aun del estudio minucioso del fenómeno talibán, Afganistán. La vida más allá de la batalla nos acerca a los habitantes de ese país a través del relato –candoroso y preciosista a un tiempo– de sus vidas truncadas, sus anhelos más íntimos y sus penurias diarias.

El texto es un compendio de historias personales, ejemplares, que exponen sin reservas las vivencias y opiniones de la gente de la calle, de los afganos que tratan de salir adelante entre dos fuegos; entre los muchos ejércitos que se disputan las riquezas –y el baluarte estratégico– de una nación en permanente conflicto bélico. No se trata de explicar los motivos y tácticas de esas fuerzas enfrentadas, ni las terribles consecuencias de esa contienda sin fin, sino de narrar el día a día de los olvidados protagonistas de esa colosal tragedia. Niños sin futuro, jóvenes sin presente, adultos sin perspectivas, ancianos con el pasado hecho añicos por las bombas.

Desde los imberbes traductores de las tropas estadounidenses, hasta los comerciantes que luchan por la supervivencia de su tambaleante negocio; las jóvenes deportistas que tratan de superar las barreras de una sociedad machista hasta el genocidio; los médicos y enfermeros que procuran que sus pacientes se sobrepongan a los traumas de la guerra; los intelectuales que intentan salvar los restos hechos jirones de una cultura aplastada por la barbarie talibán; los cooperantes extranjeros que hacen lo que pueden por ayudar a una población torturada; los marines que sólo piensan en volver a casa y evitar que sus hijos repitan el error de hacerse militares…, todos ellos deambulan por las páginas de este libro, a veces desconcertados y casi siempre horrorizados por la catástrofe humana en la que se ha convertido un enorme país a causa de la codicia, la ambición de poder y la crueldad de los que libran esa salvaje batalla.

Pero Pampliega va más allá del mero relato de los hechos y toma partido a favor de los desheredados, los heridos y mutilados, los torturados, y –sobre todo– las mujeres. Porque la mujer afgana es el paradigma de las víctimas de la maldad masculina; sus sufrimientos marcan las más oscuras simas de vejación, maltrato, desprecio, esclavitud y tormento a que se puede someter a un ser humano. Y el periodista enarbola su estandarte sin dudarlo, denunciando una y otra vez las humillaciones, los suplicios que han de soportar las afganas diariamente. Y para ello dedica un capítulo entero a Mónica Bernabé, también periodista y adalid de la lucha por la liberación de la mujer en Afganistán, y a quien me siento orgulloso de haber contribuido (como miembro del jurado) a galardonar con el Premio Julio Anguita Parrado de 2010.

Con la lectura de esta obra, el lector aprenderá –igual que lo hizo su autor– a amar Afganistán, o por lo menos a sus gentes, por encima de los prejuicios sobre el integrismo talibán, del que descubrirá que sólo es seguido por una parte de una de las cinco etnias principales del país; comprenderá los sentimientos que embargan a personas tan distintas a nosotros como diferente es el entorno que padecen; y entenderá por qué hay que impedir que los señores de la guerra que hoy forman parte del Gobierno de Karzai vuelvan a someter a sus súbditos a sufrimientos inimaginables. Al final, sabrá por qué no podemos dejar abandonados a los afganos y por qué tenemos que permitir que esa nación evolucione por sí misma hacia la modernidad. Objetivos aparentemente contradictorios pero que tendremos que conciliar para que Afganistán pueda salir de las tinieblas de la Edad Media e incorporarse al concierto internacional de países democráticos. No lo puede hacer sin ayuda, pero tampoco bajo las cruentas bombas de una coalición internacional que nació para vengar el 11-S y ha sido incapaz de perseguir y castigar a sus autores intelectuales, hoy seguramente refugiados en alguna región tribal del vecino Pakistán, probablemente en Waziristán del Norte, mientras las fuerzas aliadas siguen cometiendo matanzas de civiles en el país de al lado.

Ahora que los afganos saben que la ocupación militar extranjera toca a su fin, comienza uno de los periodos más peligrosos desde la invasión de finales de 2001, puesto que todos los combatientes en liza tratarán de ganar posiciones para la batalla final por el poder. Talibanes, señores de la guerra, jefes tribales, caciques locales, cabecillas del crimen organizado y comandantes del régimen de Karzai lanzarán a sus mejores hombres a la ensangrentada arena afgana para hacerse con alguna ventaja estratégica. Escribo estas líneas poco después de que muriesen en Qala-i-Naw tres españoles (dos guardias civiles y un intérprete) en un atentado cuyo objetivo era impedir que nuestros asesores militares entrenen a los integrantes de un Ejército nacional eficaz. En los próximos años se librará una pugna encarnizada para obligar a las tropas aliadas a acelerar su retirada y para coartar la consolidación de unas Fuerzas Armadas de Afganistán capaces de impedir que el país vuelva a sumergirse en un caos brutal y devastador.

Pero si conocemos cómo es la vida más allá de esa batalla, si hemos mirado a los ojos de los rostros que las atrocidades de la guerra nos ocultan, entenderemos que todos debemos hacer sacrificios para defender los derechos humanos de nuestros semejantes. Eso es lo que puede aportarnos la lectura de este libro.

CARLOS ENRIQUE BAYO,
Jefe de Internacional del diario Público

Barcelona, 1 de septiembre de 2010

Kabul,
o la gama de marrones

Muchas veces desconocemos
lo afortunados que somos.

El sol empieza a reflejarse por la cola del avión ahuyentando a los fantasmas de la noche que aún pernoctan sobre la yerma y desolada llanura de las estepas. Los dedos afilados del Hindu Kush, blanquecinos por la nieve, intentan atrapar, sin éxito, el avión que se escabulle entre sus falanges de piedra. El blanco cubre la tierra baldía hasta donde alcanza la vista. No hay vida, no hay nada… Esto es Afganistán. Me viene a la cabeza un dicho muy popular entre los afganos que dice: «Cuando Alá hizo el resto del mundo, vio que había quedado un montón de desechos, fragmentos, trozos y restos que no encajaban en ninguna otra parte. Tras reunirlos, los arrojó a la tierra y así creó Afganistán». Visto desde aquí arriba, no les falta razón.

El avión toma tierra en la pista del Aeropuerto Internacional de Kabul. No hay recibimiento. No hay familias esperando con ansia la llegada de los suyos. No hay ilusiones, ni llantos, ni risas. Sólo el impenetrable silencio que se apodera del alma de los recién llegados y les arrebata su alegría. Nadie habla. Nos miramos los unos a los otros. Una tímida sonrisa que no tiene respuesta por parte del policía de la aduana. Un fuerte golpe sobre el pasaporte lanzado con desprecio sobre el mostrador de su enjuta oficina. Me mira desafiante. Soy un extranjero. Un periodista más que viene a su país en busca del morbo de la guerra y a contar las miserias de su país. No tiene por qué sonreírme. De hecho, yo tampoco lo haría si fuera él. En el exterior de la terminal me espera Mohamed Salem Wahdat, mi voz y mis ojos en Afganistán. En sus manos puse mi vida y me respondió como sólo un amigo puede hacerlo: devolviéndome sano y salvo. Un abrazo, tres besos y mucho trabajo por delante.

–¿Cómo ha ido el viaje? –me pregunta en perfecto castellano.

–Bien, aunque bastante largo y tedioso. Me tocó dormir en el aeropuerto de Estambul, pero la verdad es que no me puedo quejar –le contesto sonriendo.


No tengo de qué quejarme. He podido dormir un par de horas sobre los mullidos sillones de la sala de espera del aeropuerto de la capital turca. Los afganos se tienen que conformar con dormir sobre el duro suelo y tienen que dar gracias a Alá de que el suelo esté seco. No, la verdad es que no puedo quejarme; soy un afortunado. Del aeropuerto a mi hotel distan treinta minutos en coche. Es mi primer viaje a Afganistán. Bajo la ventanilla del coche. Necesito respirar el aire que bate las calles de Kabul; quiero respirar lo que ellos respiran… Mis ojos tardan en acostumbrarse a las cárceles azuladas en las que están enclaustradas las mujeres afganas: el burka. Ese trozo de tela que es símbolo de la opresión de las mujeres es una pincelada en el lienzo de Kabul. Un cuadro pintado por un macabro artista en cuya paleta la miseria, la desesperación y la tristeza son los elementos principales.

Es pleno invierno y el frío aprieta. Los arcenes –si se pueden llamar así– reflejan las nevadas de días anteriores mientras que la desigual calzada intenta asomar la cabeza para no morir ahogada en la inmensidad de los charcos. Los abrigos –de los que pueden permitirse uno– cubren los cuerpos de los habitantes de Kabul que piensan, preocupados, en cómo pasarán la noche con temperaturas bajo cero y sin calefacción ni agua caliente en sus casas. Esto es Kabul, el corazón de un país que comienza a dar evidentes síntomas de fatiga.

La ciudad, que en otro tiempo fue residencia de grandes reyes y que era envidiada en toda Asia Central por su esplendor, tiene como original banda sonora los cláxones de los miles de coches que colapsan las arterias de una ciudad a medio derruir y huérfana de alegría. Los habitantes de Kabul no sonríen, pero es que tampoco tienen motivos para ello. Nada invita al optimismo. Nadie arrima el hombro por ellos. En ocho años los aliados se han dedicado a levantar infraestructuras –casas, colegios, centros médicos, etc.– que tienen una vida media de cinco meses, lo que dura un reemplazo. Los materiales, los más baratos del mercado, no aguantan el empuje de una ciudad que nunca descansa. Los miles de millones de dólares invertidos en la reconstrucción del país caen en manos codiciosas mientras los civiles miran al cielo esperando que alguien deje de apretarles la soga. El cuello no les da para más.

–¿Cómo ves Kabul? ¿Te gusta mi ciudad? –me pregunta Salem desde el asiento delantero del destartalado Toyota Corolla blanco.

No sé qué contestarle; me encojo de hombros y le sonrío.

–No está tan mal –me atrevo a responderle finalmente.

–¿Tan mal? Está hecha un desastre –me responde sin poder ocultar una risa maliciosa–. Han tenido que venir los americanos para que nos diésemos cuenta de que con los rusos vivíamos mejor. Pero supongo que es el temperamento inconformista de los afganos y ese sentimiento de pueblo agresivo e invencible –comenta–. Nos empuja a luchar contra los invasores; pero míranos ahora, tres décadas después, no tenemos nada, no le importamos a nadie…

–Pero ¿y el dinero que han donado los países? ¿Dónde está? –pregunto. Supongo que la mentalidad de un occidental aquí, en Afganistán, no está construida con los mismos sólidos cimientos.

–Ja, ja, ja… Afganistán padece un cáncer que se llama corrupción. El dinero que dais los países del «primer mundo» no llega a los afganos. De cada diez dólares, en la población es posible que revierta uno. Los otros nueve se los quedan los políticos. Además, los contratistas compran materiales baratos para levantar casas, y debido a su mala calidad, los cimientos ceden a los pocos meses. Los miles de millones que los países están enviando a Afganistán están cayendo en manos codiciosas. Sólo tienes que mirar a tu alrededor para verlo con tus propios ojos. Todos los edificios que quedan en pie los construyeron los soviéticos –sentencia mientras esboza una sonrisa de resignación.

Es afgano y la resignación es parte de su vida. El coche prosigue con su lenta agonía por una ciudad poblada de personas que caminan con la mirada baja y sin destino fijo. Fantasmas errantes perdidos en medio del río Aqueronte esperando a que Caronte los conduzca hasta el inframundo. Tres décadas de interminable conflicto bélico. Treinta años llorando por un país que se desangra. Una vida entera donde el telón de fondo es la guerra… Los checkpoints asfixian y hacen más pesado moverse en coche por la ciudad. Rebusco en mi bolsa. Saco la cámara de fotos. Coloco el objetivo de 50-150 mm. Miro por el visor de la cámara. El mundo es distinto desde la percepción de esa pequeña pantalla. Pulso el botón y el mundo se detiene un instante para continuar después del clic. La realidad afgana captada en un segundo en concreto. El coche prosigue su marcha sorteando la multitud de baches que salpican la carretera.

El corazón de Kabul se asemeja más a una ciudad medieval del siglo XII que a la capital de un país. Por doquier hay muros de hormigón, levantados especialmente alrededor de los centros neurálgicos, con el propósito de impedir atentados suicidas. Los afganos viven bajo la constante amenaza de los fanáticos religiosos, a quienes no les tiembla el pulso para inmolarse tanto en las entrañas de un mercado repleto de mujeres y de niños como al paso de un convoy militar o en la recepción de un hotel frecuentado por extranjeros. El odio nubla los sentidos. Ese odio irracional que arrebata la poca humanidad que les quedaba en sus negros corazones. Los muros de hormigón son una constante en los países donde la amenaza de los suicidas les impide hacer vida con normalidad. Irak…, Afganistán. Mismos elementos, distinta lectura. Conflictos diferentes.

–Esto es Afganistán, no lo olvides –me recuerda Salem.

El coche se detiene frente al jardín de las mujeres. El único lugar en todo Afganistán donde las mujeres pueden desprenderse de la tela azul cobalto que mancilla sus rostros puros sin miedo a ser apaleadas por sus maridos o por la ira enfermiza de los talibanes. Es aquí donde pueden tener un momento de esparcimiento. Donde pueden sentirse entre iguales y no un cero a la izquierda. Es un lugar prohibido a los hombres, quizás lo único que tengan prohibido en un país machista y misógino incapaz de ver en la mujer la única esperanza de un país que ha vertido millones de litros de sangre sobre sus yermas tierras…

Justo al lado de este edén, de este refugio, hay un pequeño mercado de frutas y verduras. Rojos, verdes, amarillos resaltan entre el gris del paisaje. Los vendedores se atusan las pobladas barbas mientras pesan en balanzas de otra época los productos. Una tímida mujer, que pasea con su hijo recién nacido en brazos, se acerca a la ventanilla del coche y me susurra unas palabras en dari (la lengua oficial de Afganistán). Me mira fijamente a través de la rejilla de esa mordaza. Sus ojos, negros como la noche, hace tiempo que dejaron de tener vida. La alegría la abandonó siendo aún una niña… Repite las mismas palabras ininteligibles para un recién llegado. Salem baja su ventanilla y le entrega un par de billetes de veinte afganis (cincuenta céntimos en total). La mujer me hace una pequeña reverencia con la cabeza y prosigue su camino arrastrando los pies y el alma.

–¿Qué quería? –pregunto, curioso, a mi amigo.

–Limosna para poder dar de comer a su hijo –responde–. En Afganistán no tenemos pensión de viudedad. Esa mujer perdió a su marido hace siete meses por un atentado suicida y no tiene otra forma de alimentar a su pequeño que mendigando por las calles en busca de unos pocos afganis.

–¿Y por qué no trabaja?

–¿De qué? En Afganistán el ochenta por ciento de las mujeres no saben leer ni escribir. No tiene otra forma de ganarse la vida. Aquí no está bien visto que la mujer trabaje fuera del hogar; además, usar el burka mientras trabajas no es sencillo; apenas pueden andar por las calles sin tropezarse como para ponerse a trabajar –sentencia.

Puede que la democracia occidental haya llegado a este pedazo de tierra llamado Afganistán, pero los afganos siguen aferrados a sus costumbres. Están tan arraigados a ellas como su corazón al país. La mujer debe estar guardando la casa, cuidando de los hijos y sirviendo al hombre. Ésa debe ser su única finalidad en la vida. Servir y servir… En muchas ocasiones los maridos les prohíben salir solas de casa si no es en presencia de alguno de sus hijos o de algún familiar; y pasar una noche lejos del hogar, sin justificación, es motivo más que suficiente para pasar varios años en alguna de las mugrientas cárceles afganas. Ahora entiendo por qué los ojos de esa mujer hace tiempo que dejaron de tener vida.

Prosigue mi viaje por esta ciudad triste y sin alma. Sin esperanza y agotada. Una ciudad donde los talibanes viven aletargados entre los civiles esperando su momento para dar un nuevo zarpazo a un país que creen suyo y por el que están dispuestos a sacrificar su propia vida. A pesar de las fuertes medidas de seguridad, los talibanes siguen horadando la confianza que los afganos tienen depositada en las fuerzas que deben velar por su seguridad: los ataques se repiten contra los civiles y contra los extranjeros.

Las lágrimas de los afganos caen del cielo en forma de cohibida lluvia. Las gotas calan nuestros abrigos. Las figuras se difuminan bajo el denso aguacero que cae con fuerza sobre Kabul. La calle está desierta mientras paseamos por los alrededores del Kabul City Center, el centro comercial más grande de todo Afganistán, con un total de nueve plantas. Símbolo de la opulencia en una ciudad donde el hambre es endémica. Este punto neurálgico no ha escapado de la furia de los fabricantes de sombras. El suelo cruje bajo nuestros pies. Una alfombra de resplandecientes diamantes cubre la acera. Son cientos de miles de cristales rotos. La última acción terrorista tuvo este lugar como principal objetivo. La devastación aún se puede contemplar a diestra y siniestra. Escombros, desolación y muerte.

El atentado cercenó la vida de diecisiete personas: un diplomático italiano, un ciudadano francés, ocho médicos indios y siete afganos. Diecisiete familias rotas. Diecisiete nombres que añadir a la voracidad de una guerra que nunca queda satisfecha.

–Los talibanes han hecho una interpretación errónea del islam. El sagrado Corán advierte que quien mata a una persona inocente está matando a toda la humanidad. Los talibanes no respetan el Corán ni el islam. Son asesinos que sólo quieren el poder y el dinero que otorga el opio. Están ensuciando el nombre del islam –afirma Salem mientras se detiene bajo el soportal donde aún se puede leer el nombre del centro comercial, a pesar de que varias letras penden de un hilo–. Kabul no es una ciudad segura. Aquí vivimos con la constante amenaza de los atentados terroristas. Vivimos con miedo.

Nadie sabe qué ocurrirá cuando las tropas de la OTAN y de Estados Unidos abandonen el país en 2013, como anunció el presidente norteamericano Barack Obama.

–Los talibanes vendrán nuevamente a reclamar el gobierno y tendremos que coger las armas para defender nuestras vidas. Es lo mismo que ocurrió cuando se fueron los rusos en 1989… Si se van los estadounidenses, Afganistán repetirá los mismos errores del pasado –sentencia Khavarazm mientras se despide para regresar a su despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

La desilusión que desprende la ciudad se acaba contagiando. Unas horas son suficientes para que te acabes dando cuenta de que no hay esperanza posible para esta gente, que pensar en un futuro es cosa de necios y que deben vivir al día porque es posible que no haya mañana…

–No pongas esa cara –me consuela Salem–. Esto es Afganistán –repite–. Somos afganos y llevamos treinta años viviendo así. Te voy a llevar a la montaña de la televisión, así podrás ver las mejores vistas de todo Kabul. Si tenemos suerte y no oscurece, podemos ver hasta el temible Hindu Kush, amenazante e inmortal.

Una enorme bola incandescente comienza a ocultarse por el oeste. La noche se nos echa encima. Desde aquí la panorámica sobre la ciudad de Kabul es espectacular. Se acentúan los marrones que se entremezclan con la oscuridad de la noche, que comienza a apoderarse de las calles de la capital. Las sombras van ganando terreno, poco a poco, al fulgor que desprende un sol decrépito. En Afganistán, en los meses de invierno, el sol comienza a ponerse a las cinco y media de la tarde. En ese momento la noche se apodera de la ciudad. Las calles permanecerán a oscuras hasta que el sol, bendito sol, haga su aparición por el este a las seis de la mañana. Sólo los tintineantes faros de los coches, que circulan por las bacheadas calles de Kabul, arrojan algo de luz a una estampa tan tétrica. El alumbrado eléctrico en las avenidas y en las principales arterias de la ciudad es cosa de brujería. El sol es la bombilla perenne de los afganos.

Desde la atalaya de la montaña de la televisión –que debe su nombre a las dos enormes antenas que coronan la cumbre de estas montañas– la ciudad se va apagando poco a poco al mismo ritmo que comienzan a relucir pequeñas islas brillantes en el horizonte. Son las luces de las embajadas, de los hoteles o de la clase pudiente. Los únicos que se puede permitir el lujo de pagar un generador y llenarlo de combustible. El resto de los mortales tendrá que cenar mientras el rostro se les ilumina con la lumbre que arde en un rincón de sus modestas casas. En la inmensa mayoría de casas la luz eléctrica es un lujo que no pueden permitirse– al igual que el agua corriente (no hablemos ya del agua caliente) o las cocinas de gas. Hemos dejado atrás la primera década del siglo XXI, pero aquí aún siguen en la Edad Media.

–¿Tienes hambre? –me pregunta Salem, al que las sombras han ocultado parte del rostro–. Esta noche cenarás como un auténtico afgano –ríe.


Sentados en el suelo, esperamos pacientes la llegada de la cena. Los niños corretean a nuestro alrededor descalzos y con los pies cubiertos de barro endurecido que hacen las veces de calcetines, sobre una descolorida y raída alfombra que en tiempos mejores debió de poseer unos brillantes tonos rojos y verdes. Pero el paso del tiempo no respeta a nada ni a nadie en Afganistán. Salem habla amenamente con su amigo Rahimi. Se conocen desde la infancia, desde que correteaban por las calles de la vieja Kabul mientras los «muyahidines» (‘soldados de Alá’, en árabe) se batían el cobre a base de bombazos. La vida los ha curtido, como a todos sus compatriotas. Vidas paralelas. Vidas distintas. Salem logró prosperar y tuvo la suerte de estudiar en la universidad mientras que Rahimi se conforma con sobrevivir y poner un plato en la mesa para que sus dos hijos puedan comer. No tiene un trabajo fijo. Trabaja en lo que le sale y en lo que puede. Es un superviviente nato. Vive en una pequeñísima casita perdida entre los más de dos millones de personas que malviven en la montaña de la televisión. Levantó la casa con sus propias manos y la ayuda de su suegro y sus dos cuñados. Una habitación, que hace las veces de dormitorio, salón y comedor, y una pequeña cocina son las estancias de esta humilde casa. ¿El baño? No tienen. Deben salir a la calle y hacer sus necesidades detrás de una tapia que les da un poco de intimidad… La materia prima con la que está construida la casa es el barro y la paja –que, mezclados, conforman el popular adobe–. Las endebles paredes no soportan las embestidas del fuerte viento que llama incesantemente desde el exterior. Una grieta es el camino para que la corriente helada entre en el calor del hogar. En una esquina el crepitar de las llamas se fusiona con las risas de los dos chiquillos que juegan al pilla-pilla alrededor de la mesa.

Rahimi continúa escuchando a Salem mientras se levantan a echar un par de trozos de carbón al fuego para conservar el calor. La figura de la madre asoma por la puerta de la cocina. Sobre sus brazos, una enorme fuente de arroz blanco, dos tajadas de carne de cordero y cuatro pedazos de Nan-i-Afghani, la primera fuente de alimentación de los afganos. Es su pan, su orgullo nacional y una de las pocas cosas que se pueden permitir llevarse a la boca por un precio –más o menos– asequible. Cada loncha de pan vale cinco afganis (diez céntimos de euro). Los niños han dejado de jugar y ayudan a su madre con las tazas y la humeante tetera rebosante de té recién hecho.

La mujer deja la bandeja y abandona la habitación. Las mujeres no comen con los hombres. Esperan a que ellos acaben y luego cenarán las sobras, si es que ha quedado algo en el plato. En definitiva, somos tres adultos y dos niños. Y sobre el arroz, sólo hay dos suculentas tajadas de cordero. La cuenta no cuadra.

–El cordero es para nosotros –me confirma Salem–. Para los afganos, los invitados son más importantes que sus propios hijos. Son capaces de pasar hambre con tal de que te sientas a gusto en su casa.

–¿Y si le damos la carne a los niños? Yo puedo cenar luego en el hotel –sugiero.

–Lo estarías insultando y ofendiendo –me advierte–. No puedes despreciarle su invitación porque le estarías dando a entender que su carne no es digna. Así que te sugiero que te la comas y le des las gracias.

Coloco el pedazo de cordero sobre el plato. Los niños miran embelesados la carne. La dieta de los afganos está compuesta de pan, té y arroz. En ocasiones muy especiales pueden permitirse comprar carne, y si alguna vez lo hacen, siempre será de pollo, que es la más barata. En la mayoría de los hogares no se suele cenar porque no se lo pueden permitir, y si tienen hambre, deberán saciar su apetito con té y pan duro. Parto la carne con el tenedor y engullo sin rechistar. Los niños agachan la cabeza y se llevan a la boca un pedazo de Nan-i-Afghani. Muchas veces desconocemos lo afortunados que somos.

La puerta se traga la luz que desprende el candil. Rahimi nos acompaña hasta el coche mientras se fuma un cigarrillo. La cerilla le ilumina la cara por un segundo. Es un hombre callado. Me mira con curiosidad y esboza una sonrisa de complicidad.

–¿Has cenado bien? –me traduce Salem sus palabras.

–Sí, estaba todo muy rico.

Asiente con la cabeza. Me da tres besos en las mejillas y se despide con un fuerte apretón de manos. Echo el último vistazo a su casa mientras se funde en un abrazo con su amigo. Sus dos pequeños se despiden de mí desde el quicio de la puerta de madera. Los saludo con la mano y ríen enseñándome sus dientes de leche. El motor del coche arranca y nos sumergimos en las apacibles calles de la ciudad. Sólo llevo unas horas en Afganistán y ya ha conseguido robarme un poco de alegría. La sonrisa se convierte en una mueca de resignación… Kabul permanece impertérrita mientras sus habitantes sueñan con vidas mejores.