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Título original: Sonrisas de Bombay. El viaje que cambió mi destino

Primera edición en esta colección: noviembre de 2007

Décima edición: mayo 2009

© Jaume Sanllorente, 2007

© Plataforma Editorial, 2007

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Fotografía de cubierta © Llibert Teixidó, 2007

ISBN EPUB:  978-84-15115-34-2

A la memoria de mi madre,

Mercedes Trepat.

En todos los lugares donde hay una mancha de color,

una nota de un canto, una gracia de la forma,

hay una llamada a nuestro amor.

 

RABINDRANATH TAGORE

OJOS QUE NO VEN, CORAZÓN QUE NO SIENTE

Hasta la publicación de una entrevista de Jaume Sanllorente en La Vanguardia no conocía la ONG SONRISAS DE BOMBAY, ni la labor que desarrolla en la India. Así, a través de la entrevista de mi buen amigo el periodista Víctor Amela, se abrió ante mis ojos un mundo de experiencias que me impulsaron a contactar con Jaume.

Dada su prolífica labor en la India, concretamente en Bombay, y a mis múltiples viajes profesionales, aún no hemos podido conocernos personalmente, pero en estos pocos meses sí hemos cruzado correspondencia y puesto nuestras organizaciones a trabajar, para que los niños acogidos y tutelados en el orfanato y las escuelas de la fundación SONRISAS DE BOMBAY tengan una esperanza más, una luz que pueda iluminarlos en la oscuridad.

Conozco de primera mano este gran país que es la India, con más de mil millones de habitantes y con uno de los índices de crecimiento económico más destacado a nivel internacional, pero que, a su vez, ensancha día a día aún más las diferencias entre su población. En el año 2000, con gran honor para mí, fui nombrado «Oftalmólogo del Milenio» por la International Academy for Advances in Ophthalmology, presidida por el profesor Keiki Mehta, siéndome impuesta la medalla de oro por el Primer Ministro del estado de Maharashtra de Bombay. A través del hospital del doctor Keiki Mehta pude hacer realidad una vez más mi deseo de solidaridad, atendiendo a pacientes menesterosos.

Sin duda, Jaume Sanllorente se ha atrevido a dar un paso más, a adentrarse en lo desconocido. Paso que lo llevó a conocer qué se escondía en esos barrios de slums (chabolas) ocultos a los ojos de los foráneos. Se atrevió a penetrar en los territorios de los intocables, la casta más desfavorecida de toda la India.

Según un artículo publicado por la Unesco, «más de 160 millones de individuos, la sexta parte de la población de la India, siguen soportando el peso de un sistema de castas existente desde hace 2000 años y promulgado por la teología hindú, que encierra a las personas en un rol inmutable determinado por su nacimiento. Aunque el término «intocables» fue abolido en 1950 por la Constitución de la India, los dalits —o personas oprimidas, como se les llama actualmente— siguen estando discriminados. Se les niega el acceso a la propiedad de la tierra, trabajan en condiciones degradantes. Según el fundador del sistema, el legislador Manu, cada individuo ha nacido en una de las principales varnas, o grandes categorías, y ha de permanecer dentro de ella hasta la muerte, aunque la posición de cada casta puede variar según las diversas regiones del país y con el tiempo. En orden de precedencia, los brahmanes son los sacerdotes y maestros; los kshatriyas, los nobles y guerreros; los vaishyas, los mercaderes y negociantes; y los shudras, los campesinos, obreros y artesanos. Los intocables pertenecen a una quinta categoría al margen del sistema de varnas, porque las labores que se les encomendaban eran demasiado impuras ritualmente como para incluirlos en esa escala. Aproximadamente dos tercios de los dalits son analfabetos y alrededor de la mitad son campesinos sin tierra. Sólo el 7% dispone de agua potable, electricidad y retretes. Y también son dalits la mayor parte de los 40 millones de trabajadores forzados existentes (que laboran como esclavos para pagar sus deudas), incluidos 15 millones de niños».1

 

1. Fragmento extraído del artículo publicado en el periódico El Correo de la Unesco en septiembre de 2001 por Shirz Sidhva, periodista, y por el doctor Gomal Guru, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Pune y miembro del Centro de Estudios de las Sociedades en Desarrollo de Nueva Delhi.

Como nos explica Jaume Sanllorente en el libro, al penetrar como turista en ese desconocido mundo sufrió un choque emocional que le abrió los ojos a una nueva realidad y a sentir en su interior que él podía contribuir a modificar aquella situación. Cambió así sus anhelos y esperanzas, así como sus planes de futuro. La fuerte experiencia vivida le hizo centralizar todas sus energías en ayudar a esos niños estigmatizados desde su nacimiento. Descubrió que no hay mejor premio que regalar, entregar sin esperar nada a cambio, lo que lo llevó a constituir este gran proyecto que es SONRISAS DE BOMBAY, hoy ya toda una realidad, y que da cobijo a 100 niños en el orfanato y a casi 2000 en su escuela. Qué gran trabajo nos parece, en tan pocos años.

Ante esta triste realidad, no por no vista no conocida, desde la Fundación Barraquer decidimos impulsar, a instancias del doctor Pere Clarós, de la Fundación Clarós, una misión quirúrgica humanitaria, encabezada por nuestro preciado colaborador el doctor Gorka Martínez Grau, que visita y opera principalmente en el norte del país, en las ciudades de Nueva Delhi, Jaipur, Ajmer, Ota y Udaipur. Estamos seguros de que en breve podremos incorporar Bombay, para visitar y atender a los niños tutelados por SONRISAS DE BOMBAY.

A través de la Fundación Barraquer, que presido junto con mi hija, la doctora Elena Barraquer, y mi hijo, el doctor Rafael Barraquer, también realizamos expediciones a Senegal y a Camerún, y abrimos las puertas de nuestra clínica a aquellos casos que nos son presentados por alguna entidad, para ser tratados e intervenidos sin coste en Barcelona, cumpliendo así el propósito que llevó a mi padre, el profesor Ignacio Barraquer, a fundar en 1941 la Obra Social del Dispensario Barraquer.

También concedemos becas de formación a médicos oftalmólogos de países en vías de desarrollo, a través del Instituto Universitario Barraquer, con el compromiso de que, al regresar a su país, dediquen parte de su tiempo a paliar las deficiencias existentes. En 1962 constituimos el primer Banco de Ojos de Europa continental, lo que ha permitido que miles de personas puedan volver a ver. Con la donación de ojos, podemos abrir los de un ciego, cuando los nuestros se cierren. Milagro éste que pasa inexcusablemente también, como dice Jaume Sanllorente, por un humanitario acto de amor.

Abramos, pues, nuestros ojos y corazones.

 

PROFESOR JOAQUÍN BARRAQUER

Presidente de la Fundación Barraquer

Barcelona, 12 de septiembre de 2007

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“Si Dios no es amor, no vale la pena que exista”

 

HENRY MILER

 

 

Querido Jaume,

Después de mucho tiempo de darle vueltas, más que un prólogo he decidido escribirte una carta. Me abruma el hecho de tener que hablar de ti, de tu obra, del testimonio que está siendo tu vida. Me abruma porque la generosidad y la grandeza de tu trabajo habla por sí misma de manera elocuente. Por ello seré breve.

Sólo quiero darte las gracias, nada más: gracias por mostrarnos que las utopías son posibles. Que el optimismo y el coraje dan sus frutos. Que la bondad no es ingenuidad ni estupidez sino lo contrario: arrojo, propósito y sentido. Gracias por mostrarnos que a pesar de todo la vida, nuestra vida, merece la pena si y sólo si hacemos algo útil para los demás, cada cuál a su manera, con lo que tenemos a mano, que es mucho más de lo que creemos. Gracias por recordarnos que la felicidad consiste en hacer felices a los demás. Gracias por combinar la ternura con el coraje y por poder compartir con nuestros hijos una visión diferente de la vida y del mundo. Gracias también por mostrarnos que si hay algún Dios que merece la pena es el que nace de la piel de la buena gente, de su sangre, de su sudor, y de sus las lágrimas. Creo que todos podemos convocar a ese Dios en nuestro quehacer cotidiano, en nuestra acción. Por ello no creo en un Dios legislador, Jaume, ni vengador, ni cínico, ni redentor, ni confesor ni nada por el estilo. No creo en el Dios de la vanidad de los hombres, ese Dios de las asimetrías, el que está tan lejos de la llaga que curas con tus manos, como del abuso que denuncias y resuelves. No creo el Dios que se representa en jerarquías ni el que está ávido de poder. Creo en el Dios del amor humano, de ese amor tan esencial, tan desnudo, que ahí reside su divinidad. Ese dios de Divino Humano Amor, en mayúsculas, es hermoso, es próximo, es real, es concreto, porque lo podemos ver y lo podemos crear con nuestros actos.

Gracias también por manifestar lo que reza el aforismo: “lo que das, te lo das; lo que no das, te lo quitas”. Releyendo por enésima vez tu “Sonrisas de Bombay”, pensé que la libertad que has dado a tus niños te hace libre a ti; el amor que les das, es el que recibes; la consciencia que cultivas te emerge a la vez en ti en lucidez y en sensibilidad.

Y gracias por recordarnos que todos tenemos nuestro Bombay, Jaume. A través de tu obra uno toma consciencia de ello. En él, en nuestro Bombay interior, como en los mejores relatos iniciáticos, nos espera un gran tesoro, el mayor al que podemos acceder: un por qué vivir, un sentido para nuestra vida basado en el darnos a los demás. Pocos, muy pocos, son capaces de emprender el viaje, pero son esos viajeros valientes los que cambian el mundo, los que se juegan el todo por el todo. Son esas personas las que, con el tiempo, son denominados maestros, porque son un referente de humanidad, de bondad, de entrega, de lucidez. Son ellos los que encarnan utopías desde la perseverancia, el coraje, la defensa de la dignidad y el sentido común. Gracias.

Te imagino, dentro de treinta años cruzándote por alguna calle de Bombay con una joven madre que se detenga, tome tus manos en sus manos y te agradezca que sus hijos puedan ir a la escuela y tener una vida con un horizonte gracias a que ella recibió el apoyo de Sonrisas de Bombay. Ese encuentro que es tu visión, tu anhelo, llegará. Sin duda llegará, porque un buen día hiciste lo que te dijo tu corazón.

Y sí, querido Jaume, como el significado de tu nombre expresa, es evidente que Dios recompensará. De hecho, ya lo hace, a través tuyo.

Tu amigo,

 

Alex Rovira

Vivir es acordarse de olvidar.

Perdona lo que deba perdonarse.

Olvida lo que deba olvidarse.

Abraza la vida con renovado vigor…

Deberíamos poder acoger cada instante de la vida

con una mirada nueva,

como una flor que acaba de abrirse.  

 

MATA AMRITANANDAMAYI

 

 

Aprovecho este momento de calma y soledad para concluir la historia que le relataré en las páginas siguientes. Sentado en la mesa de mi despacho y escuchando los gritos y las risas alegres de los niños que juegan en el jardín, me parece que nada de lo que le contaré ha sucedido. Que los esfuerzos, las luchas y las lágrimas propias para conseguir las sonrisas de otros forman parte de una pesadilla que ya quedó atrás. Por un momento me siento ausente de todo tiempo y lugar, como si las paredes de los jardines que siguen a las persianas blancas de la estancia encerraran un oasis dentro de la gran ciudad donde me encuentro. Incluso me parece que han menguado las humedades del techo. Y algunas goteras, causadas por los fuertes monzones de cada año, ya no están.

Pero no es así. Sé que lo que ahora se me antoja como parte del pasado es también presente y futuro, y son muchos los esfuerzos que todavía me quedan para conseguir más risas como las que ahora escucho.

Me propusieron escribir este libro hace unos pocos meses. El editor Jordi Nadal decidió contactar con Sílvia Guillén, responsable de prensa de SONRISAS DE BOMBAY, tras enterarse de mi participación por videoconferencia en un ciclo de charlas al que había sido invitado en Barcelona. Allí hablé de los colores que integran el muro del mundo, de sus negros, sus grises y de la responsabilidad que tenemos todos para hacer que esas tonalidades se vuelvan blancas e impolutas. Si pintamos un pequeño trozo de blanco, ya habrá menos pared negra y si entre todos pintamos el fragmento que nos corresponde, al final el negro dejará de existir.

Al cabo de pocos días recibí la llamada de Sílvia.

—Jaume, me tienes que decir que sí —soltó—, ¿verdad que aceptarás escribir un libro para contar tu experiencia?

—¿Yo? Creo que es demasiado pronto para hacerlo. ¡Ahora no es el momento de escribir un libro! Y con el trabajo que tengo aquí…

—¿Cuántas veces habrás contado tu historia? —insistía—. ¡Ahora sólo tienes que escribirla!

Y eso es lo que he hecho. El resultado es el libro que tiene en sus manos. He intentado plasmar esta historia, que tantas veces he contado, en las hojas, antaño blancas, que ahora se almacenan en una esquina de la mesa. Están repletas de tachones y garabatos; impregnadas del polvo de esta ciudad y del incienso de templos; de la contaminación de horas parado entre el tráfico; del azufre polvoriento de los rickshaws; del olor a cardamomo y las especias del chai, el delicioso té que entró a formar parte de mi rutina. Llevan impregnado el olor pestilente de callejuelas de chabolas y del moho de las vendas humedecidas por los estragos de la lepra en cuerpos inocentes. Estos papeles están desgastados por la rutina, nunca uniforme ni certera, que forma parte de mi día a día en este remoto lugar desde donde escribo. Las libretas están pintadas con palabras que albergan sueños, unos sueños que se convirtieron en realidades gracias al compromiso firme por el que un día aposté. En la otra esquina de la mesa, ordenados, preparados para su revisión, están los resúmenes y propuestas de proyectos, planes, calendarios…

Si nunca hubiera ocurrido lo que cuentan los papeles de mi izquierda, no existirían ahora los de la derecha —me repito mientras deslizo mis manos sobre los primeros y procuro absorber tantas vivencias acumuladas en pocos años—. Cierro los ojos e intento que por mis manos entren recuerdos, unos más dolorosos que otros, y paseen melodiosamente por mi alma, rozando cada rincón, cada órgano, y dejando el aroma, unas veces dulzón, otras pestilente, de esta lucha abnegada.

Permítame que le cuente mi historia, más allá de los olores de una tierra mágica, más allá de los colores vivos y de las sonrisas. Que le explique la confluencia de casualidades que me llevaron a descubrir las hermosas sorpresas que depara el azar y a creer firmemente en el destino.

No está todo lo que podría decir, porque hay silencios que forman parte de esta lucha pacífica contra la pobreza que hoy en día mantengo de manera tenaz y constante, y a la que un buen día entregué mi vida sin posibilidad de dar marcha atrás. A veces el éxito de una buena estrategia se encuentra más en lo que se calla que en lo que se dice. Discúlpeme si, en algunos episodios de este libro, lo he tenido que respetar. Sin embargo, sí le contaré mucho más de lo que jamás pensé contar; algunos detalles forman parte de sentimientos íntimos y personales acerca de los cuales siempre me he mostrado pudoroso, pero que en este caso me he permitido referir.

La estancia me resulta ahora cálida y amigable. Estas paredes amarillo limón, cada vez más desconchadas por el roce de reuniones interminables y noches en vela, han sido testigo de victorias que parecían derrotas, de alegrías y penas, de solidaridad y adversidad, de coherencia y controversia, y de un sinfín de conversaciones que en distintos fragmentos del libro le iré desvelando.

No hay nadie en la habitación: ni los profesores pidiendo un aumento de sueldo, ni los vecinos diciéndome que no quieren un orfanato con intocables cerca, ni los arquitectos trazando los planos de las escuelas, ni mi secretaria entregándome las preciosas e innumerables cartas que llegan desde España, ni mi leal ayudante Vinay, agradeciéndome que un día lo contratara y que, debido a ello, hoy sus hijos pueden comer. Ni siquiera están en este momento los escoltas, a los que todavía me estoy acostumbrando.

No está nadie y está todo. Está el universo, del que forman parte los pequeños que revolotean por el jardín y del que formo parte yo y estos papeles que sigo acariciando. Percibo cada vez más sonoras las risas de los niños. Pronto oscurecerá. Antes, sin embargo, ocurrirá el milagro. Abro las cortinas, dejando a la vista el amplio ventanal que tanto me ha consolado, como una pantalla para el alma, durante estos últimos años.

Igual que cada día, estos cristales mostrarán el espléndido regalo del atardecer. El cielo adquirirá hermosas tonalidades de amarillos que darán lugar a matices rosas, para pasar luego a los malvas azulados y acabar en el misterio imponente de la noche estrellada. ¡Qué bello se ve el cielo desde esta tierra! Las nubes parecen abrigar ahora las vidas de estos niños que corretean en la hierba del parque y que no volverán a vivir jamás el infierno indecible del que fueron rescatados.

Contemplo el ventanal como quien mira atento una pantalla de cine, grande, omnipotente, mostrando realidades hermosas que antes fueron fantasías.

¿Qué hubiera pasado si aquel día de marzo nadie hubiese cambiado el guión? ¿Qué mostraría hoy esta pantalla? Un nudo se apodera de mi garganta y rápidamente vuelvo a deshacerme de pensamientos, empapándome tan sólo de los dibujos y colores que el cielo me entrega en forma de puesta de sol.

Los pequeños siguen riendo mientras observan a uno de ellos, menudito y cabezón, de ojos oscuros como el azabache, que trepa al árbol en busca de algún mango fuera de temporada.

—¡Ojalá fuera siempre así! —pienso, en un suspiro espontáneo.

Pero sé que no. Detrás de la hiedra que crece en los muros del jardín se halla una ciudad en la que todavía me espera mucho trabajo, a pesar del sudor y la sangre que ya derramé en ella. Una metrópoli enorme y tumultuosa en la que vivo y en la que algún día moriré. Una ciudad de latido rápido, aunque a veces parezca no tener corazón. Un lugar del que le voy a hablar a continuación y en el que hace tres años sucedieron unos hechos que cambiaron mi destino. Y, como consecuencia, el de muchos más.

 

JAUME SANLLORENTE

Bombay, agosto de 2007

 

 

Algunos de los nombres de las personas

que aparecen en este libro han sido cambiados

para proteger su identidad.

 

 

 

 

Pensamos que nuestro sufrimiento es personal.

Estamos cerrados al sufrimiento de la humanidad.

 

KRISHNAMURTI

 

 

Aquella noche de marzo miles de estrellas iluminaban la bóveda celeste. El Mediterráneo, cuyo borde espumoso me acariciaba los pies descalzos, estaba calmado y desprendía paz. Detrás de mí las dos torres Mapfre, símbolos indiscutibles de la Barcelona olímpica, se imponían al resto de la ciudad. «Es como estar en una postal», pensé. Más adelante aprendería que el secreto no radica en estar en la postal, sino en sentirse parte de ella. No se trata de observar un cuadro, sino de ser un pigmento más.

Acababa una noche sin descanso. Los Rolling Stones y todo su séquito habían estado en el restaurante donde trabajaba para ganarme un sobresueldo. Aquélla era mi ocupación de fin de semana: atender a celebridades en uno de los mejores locales de la ciudad.

Al restaurante acudían músicos internacionales, políticos, príncipes y princesas, aristócratas (genuinos e impostores), y un sinfín de personajes variopintos que componían la flor y nata de la esfera social barcelonesa e internacional. Mi función consistía en arreglar situaciones complicadas, conseguir que los clientes más irritados abandonaran el lugar con una sonrisa y procurar que todo el mundo se sintiera a gusto. Controlar las reservas, conocer las mesas favoritas de cada cliente, recibirlos…

Tengo recuerdos maravillosos de esa época. Reía mucho con mis compañeros, con los que hablaba horas y horas. Así transcurrían muchas noches, compartiendo alegrías y sinsabores con aquellos que, como yo, debían trabajar hasta las tantas de la madrugada y aguantar las petulancias y caprichos de unos pocos para poder llegar a final de mes. Si alguna cosa puedo afirmar con rotundidad acerca de esa etapa, es que jamás me aburrí.

Combinaba ese trabajo con el de periodista —carrera que estudié— en una revista económica. Muchos días me acostaba a las cuatro de la madrugada para levantarme a las seis. Pero me gustaba. Sabía con certeza que aquel ritmo tan febril no duraría siempre, y tal vez por ello aún lo disfrutaba más, por aquella extraña sensación de conformidad, entre ilusión y expectativa, que tenemos a veces los humanos cuando nos sabemos en una etapa transitoria.

Mi rutina consistía en escribir artículos de comercio exterior, análisis de mercados, movimientos portuarios, acuerdos y consorcios en el sector del transporte y la logística… ¡y andar siempre encorbatado! Aquélla era una especialización del periodismo a la que había llegado casi por accidente, pues me licencié sin tener muy claro en qué sector de la comunicación quería trabajar. Con el tiempo aprendí a valorar el tipo de periodismo que estaba ejerciendo, a pesar de las conferencias aburridas y grises y de las peleas absurdas entre directivos por dinero y poder, y que yo debía plasmar —o no— en mis artículos.

Se podría decir que lo tenía todo: trabajo, familia, amigos, juventud… Estaba muy a gusto con mi vida y no la quería cambiar, pero el frenético ritmo de trabajo de los últimos meses, aunque no quisiera aceptarlo, empezaba a hacer mella en mi salud. En las últimas semanas se habían incrementado los ataques de asma, enfermedad que sufro desde pequeño, y varias personas de mi entorno más cercano me hicieron ver lo que estaba claro: aunque estuviera a gusto con mis ocupaciones y aparentemente me sintiera bien, necesitaba unas vacaciones.

Esa noche, sentado en la playa y escuchando el mar, me embargó un sentimiento nuevo: «nostalgia de lo que aún no vino», como describirían muchos literatos con gran acierto al referirse a este tipo de sensación.

Al día siguiente iría a alguna agencia de viajes y compraría un billete a Ciudad del Cabo. Sí, ya lo había decidido: Sudáfrica sería mi destino. O si no, algún país del África subsahariana. En la universidad realicé una breve tesina acerca del genocidio ruandés y la responsabilidad internacional en las matanzas que tuvieron lugar en 1994 en el hermoso país de las mil colinas. Desde entonces sentía verdadera pasión por los temas relacionados con el devenir del panorama político del África negra y había exprimido libros y artículos acerca de la historia de muchos de sus países, en especial la zona de los Grandes Lagos.

Cogí la moto y di una vuelta por Barcelona. Me encantaba recorrer sus calles en aquella bonita moto negra; era una sensación única. Me gustaba circular por la Gran Vía, la calle Marina, la Diagonal, y observar la ciudad a distintas horas del día. Esa noche me dirigí a las fuentes de Montjuïc. Había oído que la Fuente Mágica, con sus formas cambiantes, estaba en funcionamiento, como sucede en verano o con motivo de la celebración de alguna feria en la ciudad. Recuerdo cuando solía ir allí con mi amigo londinense Carl Berrisford. A Carl le encantaba aquel espectáculo de música y color. Lo mirábamos, reíamos y comentábamos, divertidos, la espectacular belleza de las españolas, que en aquellas noches de verano, morenas y perfumadas, parecían princesas sacadas de algún cuento de mitología hindú.

Un frío día de enero, mientras estaba comiendo con unos amigos frente al mar, recibí una llamada que ojalá no hubiese llegado nunca: Carl había sido atropellado en el Soho londinense y se encontraba en el hospital en estado de coma. Cuando llegué a Londres en el primer vuelo que pude encontrar, Carl ya se había ido, esta vez para siempre, a otro lugar mejor, posiblemente con fuentes de luces de colores y hermosas chicas de pelo oscuro a las que poder contemplar eternamente.

Desde entonces, todos los años visitaba las fuentes como homenaje a mi amigo. Esa noche sentí ganas de ir allí y quedarme sentado viviendo aquel hermoso espectáculo. Ya estaban apagadas, era de madrugada, y los vigilantes de la feria me miraban con cara de extrañeza, así que volví a coger la moto para recorrer de nuevo la Gran Vía hasta llegar a casa.

Al día siguiente no tenía trabajo en la revista, y aproveché la mañana para hacer las gestiones del viaje. Hacía años que no me iba de vacaciones porque me pasaba media vida trabajando, así que, con lo poco que había ahorrado, me podía permitir viajar sin demasiadas limitaciones económicas durante un par de meses.

Entré en la primera agencia de viajes que encontré. Los chicos que atendían a los clientes eran simpáticos y risueños, y me produjeron una muy buena primera impresión. A medida que pasa el tiempo, creo más en las primeras impresiones y en las intuiciones surgidas ante según qué personas y en determinadas situaciones. Deberíamos hacer más caso de nuestra intuición, la más primaria, la que tiene lugar incluso antes de pensar.

—¿En qué podemos ayudarte?

—Veréis, estoy de vacaciones y no tengo un destino fijo. Me atrae África, pero tampoco me importa que sea otro lugar. Vamos, que si es Estados Unidos o los países nórdicos, pues tampoco pasa nada.

Nos reímos mucho los tres, posiblemente hacía tiempo que no tenían un cliente con tanto despiste. Entre Marta, Ramón y yo se estableció un entendimiento muy bueno, y rápidamente entablamos amistad.

Aun sin tener muy claro adónde iría, esa semana acudí a la agencia un par de veces más. Pasábamos largos ratos hablando y riendo. Eran profesionales excelentes a la vez que amables. Marta me introdujo al raja yoga, una modalidad de yoga muy practicada por la asociación Brahma Kumaris, y que se consideraba el yoga de la concentración interiorizada. Acudimos varias veces a sesiones de meditación en su centro de Barcelona.

—¿Y por qué no la India? —me decía Ramón—. Te encantaría, yo he estado y me gustó mucho, te hablaría de lugares que conozco y de amigos que tengo allí.

—¿La India? —me horroricé—, ¡ni hablar! Seguro que todo aquello es precioso, pero no me apetece, la verdad. Me han dicho que es tan sucio, que hay tanta pobreza… No sé, de verdad, no me apetece.

—Yo también creo que te gustaría —añadía Marta—, te interesa el yoga y el yoga sale de ahí.

—¡Huy, no! —les decía—, ¡por ahí no paso! No soy ningún hippie que quiera ir a la India para encontrarse a sí mismo y todas esas cosas. ¡No me salgáis con ésas!

Unamuno decía que quien viaja lo hace buscando su destino o huyendo del lugar del que parte. Yo no quería ni una cosa ni otra. Pero la cuestión es que, no sé muy bien ni cómo ni por qué, Marta y Ramón me convencieron: cogí un paquete turístico llamado «India en libertad», que al cabo de unos días me llevaría por el Rajastán, bajando hasta Benarés. La India sería mi destino.