1 APOLOGÍA DE ISMENE

Una de las figuras más encumbradas por la filosofía y la literatura es la de Antígona, el icono de la desobediencia civil, del antagonismo a quien detenta el poder y dicta el derecho. Anti-gona, contra el nacimiento, es nombre de rebelde, de quien no se conforma con lo que viene dado. Al lado de Antígona está su hermana Ismene, un personaje que ha pasado desapercibido, apenas «Pobre miedosa», la llama Antígona cuando Ismene le plantea sus dudas. «Sóc una simple ombra», dice el retrato que hace de ella Salvador Espriu: una mujer hundida en el aburrimiento, la desgana y la rutina de un día a día sin horizontes. Antígona es la heroína que sigue sin vacilar los impulsos del corazón. Ismene entiende la injusticia de su tío, Creonte, que prohíbe el entierro de Polinice, quiere hacerse cargo de ella, pero no ve que sea bueno abordarla con el odio y la vehemencia de Antígona.

Reconozco que siempre he sentido simpatía por el personaje discreto y poco brillante que representa Ismene. En la tragedia, son los sentimientos los que hablan, no hay lugar para explicaciones ni para el razonamiento que pronto instaurará la filosofía bajo el paraguas del pensamiento abstracto. Un razonamiento dirigido a mostrar que unas actitudes son mejores que otras, que la verdad está en alguna parte y debe ser reconocida, por la vía de los argumentos, de las palabras, más que de los gestos. Puesto que ése es el objetivo, la filosofía que impone su discurso en el pensamiento occidental no es la de los que se instalan en la duda, como el escéptico Pirrón, ni la de los que desconfían de la capacidad humana para alcanzar la verdad y se mueven en la incertidumbre de la doxa, como los sofistas. Por decirlo así, las teorías ganadoras son las de Platón y Aristóteles, esas formas de ver —theorein— que buscan materializarse en una serie de certezas. Empieza el dominio del logos, razón y lenguaje, esto es, un discurso que da razones a favor de una serie de supuestas verdades que serán los puntales del conocimiento.

Aun así, cuesta no entender lo que ha sido la filosofía a lo largo de los siglos de otra forma que como un ejercicio de escepticismo, como el ejercicio constante de la duda. Tras veinticinco siglos de pensamiento teórico, sabemos que los problemas de la filosofía son irresolubles, que se siguen formulando desde los orígenes con palabras nuevas y distintos propósitos, pero los problemas son los mismos. Y que lo que mantiene viva y despierta a la filosofía es precisamente la capacidad de dudar, de no dar por definitiva ninguna respuesta. Seguimos preguntándonos el porqué de muchas cosas: por qué estamos en el mundo, por qué existe el mundo, qué hemos venido a hacer aquí, qué ocurría antes de que nosotros viniéramos, por qué tenemos que morir, por qué hay tanta desigualdad e injusticia, quién nos ha dotado de conciencia, por qué nos preocupa el dolor de los demás. Sin interrogantes y sin dudas no tendríamos curiosidad por nada, nos limitaríamos a dar lo que hay por bueno como hacen los animales que carecen de conciencia.

La duda es una actitud plenamente humana, de seres limitados y finitos, pero, paradójicamente, no es la actitud más habitual. No es habitual, pese a que hemos escogido una forma de gobierno, la democracia, que se asienta en el diálogo, en el contraste de opiniones, en la convicción de que son muy pocas las ideas que pueden mantenerse contra viento y marea. Y que si hemos llegado a consensuar unas verdades universales es porque son abstractas. Las grandes palabras —justicia, libertad, solidaridad, respeto— suscitan consensos solo teóricos. Cuando hay que descender a los hechos y preguntarse cómo se hacen realidad, empezamos a dudar de que signifiquen algo claro e igualmente convincente para todos. Por otra parte, la gente tiene preferencias diversas y hace falta mucha habilidad para ponerlos de acuerdo sobre lo que conviene más a todos. Los políticos son necesarios, ha escrito Michael Ignatieff, porque «juntan a la gente que quiere cosas distintas en la misma habitación para descifrar lo que comparten y quieren hacer juntos».1

1 Michael Ignatieff, Fire and Ashes, Harvard University Press, Cambridge, 2013.

Pero hoy la política no está por esta labor. Al contrario, lo que más nos divide es la falta de competencia y de buen hacer de los gobernantes que crean capillas y facciones partidistas, que impiden, en lugar de propiciar, la construcción de lo que ha de ser el bien común, que se embrollan en debates absurdos sobre cuestiones que tienen poco que ver con las necesidades de las personas. La política y la religión, no tan distanciadas la una de la otra, son las principales causas de la adopción de posiciones extremas, los mayores obstáculos para esos mínimos encuentros que han de lograr que sigamos juntos. Lejos de forzarnos a dudar de muchas cosas, la religión o la política constituyen un impedimento para la discusión razonable y civilizada. La democracia no ha eliminado posiciones ideológicas que se aferran a prejuicios y principios simples, como lo son los nacionalismos, el odio al inmigrante, la defensa absoluta de la vida sean cuales sean las circunstancias en que hay que vivirla. Son principios que se asientan en la fe en unas verdades inmutables, en interpretaciones unívocas de la historia, en principios que no son sino sucedáneos de un dios que ordena y dicta cómo deben ser las cosas. Max Weber llamó «abyecta» a lo que a su juicio era «la manía clerical de querer tener razón».

Cuando Lutero tradujo por primera vez la Biblia a una lengua vernácula, suscitó el rechazo de la iglesia católica, que se reservaba el monopolio exclusivo de la interpretación de la palabra divina. A propósito de las traducciones de la Biblia, elogiaba Jordi Llovet la que hizo Sébastien Castellion en el siglo XVI. Castellion, o Castelio, se hizo célebre por su controversia con Calvino a raíz del martirio al que fue sometido Miguel Servet por confesar que no creía en el dogma de la Trinidad. Fue Castelio quien, en aquella ocasión, dijo la frase famosa: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.» Pues bien, al traducir la Biblia al francés, el humanista tildado de hereje optó por una versión que adaptara las expresiones bíblicas a la realidad de su tiempo. No traducir «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra», sino «Cuando Dios empezó a crear el cielo y la tierra», pues era absurdo presuponer un principio cuando en Dios no hay principio ni fin. No referirse a la madre del Mesías como «virgen», sino como «jovencita» (pucelle, en el francés del autor). Para traducir hay que ser muy humilde, creo que confesaba José María Valverde. Pues, en efecto, traducir es trasladar un texto a otra lengua y a otro contexto, nada que pueda hacerse automáticamente como pretenden ahora las técnicas de traducción. Traducir exige reflexión y, por lo tanto, duda. La duda es lo que nos constituye, es el motor del cambio en todos los ámbitos. Las doctrinas y las adhesiones a la letra de los textos, por el contrario, son el antídoto de la duda, ni la toleran ni caben en ellas.

Pero las doctrinas y las profesiones de fe, las fórmulas y las recetas que ofrecen soluciones, son atractivas porque dan seguridad a quien se adhiere a ellas. Evitan tener que pensar. Por eso las opiniones se han ido estructurando sobre la base de dicotomías: femenino-masculino, sí-no, negro-blanco, perder-ganar, me gusta-no me gusta, mente-cuerpo, independentismo-unionismo, izquierda-derecha. La lista podría ser interminable. Los términos medios y los matices quedan excluidos. Lo que no encaja en uno de los extremos no merece consideración. Pensar desde lo indeterminado, que no tiene contornos precisos, es más complicado que dar un nombre fijo y determinado a cada cosa. La posmodernidad de Lyotard definía así los nuevos tiempos: se acabaron las certezas, la indeterminación es nuestro suelo. Pero no es ese el discurso en el que nos sentimos cómodos, por muy posmodernos que pensemos seguir siendo. Lo demuestra la consideración que merecen los debates políticos que son evaluados como si fueran un partido de fútbol: un candidato tiene que ganar y el otro tiene que perder. No se evalúa otra cosa. O estás entre los ganadores o entre los perdedores. No nos damos cuenta de que la realidad, reducida a dos bandos, no encaja en ese dualismo tosco que oculta las zonas intermedias. «Las incertidumbres dan mucho miedo y las certidumbres todavía más», decía El Roto en una de sus imprescindibles viñetas. Pero todo el pensamiento moderno se impuso la pauta de encontrar certidumbres y desechar lo que plantea dudas. Descartes buscaba una idea clara y distinta de la que no fuera posible dudar. Quiso evitar al mismo tiempo el escepticismo y el fideísmo, en el que finalmente acabó cayendo. No aceptaba que la duda metódica solo sirviera para llenarle la mente de dudas, porque las dudas lo paralizaban. Él mismo lo expresaba de esta forma: «La meditación de ayer llenó mi mente con tantas dudas que ya no está en mi poder olvidarlas […] no puedo ni poner los pies firmemente en el fondo ni nadar para mantenerme en la superficie.» (Meditaciones metafísicas). Más temeroso aún de las consecuencias que podía tener para la fe religiosa el afincarse en la duda fue Pascal, para quien, fuera de la fe, solo había enormes espacios vacíos.

A todos los filósofos les ha movido lo que fue el impulso originario de la filosofía: el deseo de saber. «Todos los hombres, por naturaleza, desean saber», empieza la Metafísica de Aristóteles. Ese deseo primordial lo hacen suyo los que aman la sabiduría, los filósofos. Aunque no todos buscan el saber con los mismos métodos, ni confían con la misma intensidad en que el objetivo sea ir acumulando certezas. Ya Aristóteles se distancia de Platón en la dedicación a la vida teorética, no comparte la idea de que la contemplación sea el modo más adecuado ni más humano de adquirir conocimiento. Piensa que la experiencia también es importante. Y la experiencia es diversa y múltiple, cada cual vive la vida de una forma distinta y mira la realidad desde su perspectiva particular. No debe importarnos, dirá Aristóteles, saber qué es la virtud, sino ser buenas personas: algo que se aprende por experiencia, comprobando las dificultades de hacer real lo que en teoría es obvio. «La virtud está en el termino medio», en efecto. Pero, ¿cuál es el término medio?, ¿quién lo determina?, ¿con qué criterio?, ¿es más correcta, más justa, más generosa, más noble, la reacción de Antígona o la de su hermana Ismene? La experiencia nos da de bruces con la duda. Nos enfrenta a nosotros mismos, como sujetos que dudan y dudan porque piensan. La deducción cartesiana «pienso, luego existo» es demasiado simple. Pensar es una idea clara del ser racional, en efecto, pero del pensar no se deduce solo la existencia, sino la complejidad del ser pensante, que incluye la duda.

Montaigne fue el artífice de esa idea. Su respuesta al deseo de saber filosófico expresado rotundamente por Aristóteles es una pregunta que recorre ese modo específico de hacer filosofía que creó un género nuevo, el «ensayo». Que sais-je?, se pregunta el ensayista por antonomasia. Si el motor de la reflexión es la conciencia de la propia ignorancia, el autoanálisis se convertirá en el principio de la sabiduría y la duda en el hábitat normal de la condición humana. Lord Byron, en el Don Juan, ensalza de esta forma la actitud dubitativa de Montaigne:

«¿Qué sé yo? Era el lema de Montaigne
y también de los primeros académicos:
Que es dudoso todo lo que el hombre pueda
[alcanzar

Era una de sus posiciones preferidas.
Sabemos tan poco lo que hacemos en
Este mundo que dudo que dudar sea dudar.»

Efectivamente, Montaigne no desdeña la actitud del escéptico. Uno de sus maestros es Pirrón. Pero también bebe de Aristóteles. Empieza el último capítulo de los Ensayos, “La experiencia”, con la cita aristotélica: «Ningún deseo es más natural que el deseo de conocimiento.» Y añade: «Cuando la razón nos falla, empleamos la experiencia […] que es un medio mucho más débil y más vil. Pero la verdad es una cosa tan grande que no podemos desdeñar intermediario alguno que pueda conducirnos hasta ella.»

No es la experiencia ajena la que nos será más útil, sino la propia. El conocimiento que nos han legado los doctos ha sido una y otra vez interpretado por quienes les han sucedido sin conseguir nada más que añadir confusión y desconcierto. No es la ciencia ni los tratados de los filósofos ni las leyes de los gobernantes lo que nos dirá cómo debemos vivir, sino la propia experiencia. «Preferiría ser un entendido en mí mismo a serlo en Cicerón. Con mi experiencia sobre mí me basta para hacerme sabio, si fuera buen estudiante.» Quien cree conocerse bien es que no sabe nada en absoluto, ya lo enseñó Sócrates, y Montaigne se declara su fiel discípulo porque en el autoconocimiento está la escuela que todos necesitan:

«Debo a mi flaqueza, tantas veces reconocida, mi inclinación a la modestia, a la obediencia de las creencias que me están prescritas, a una constante frialdad y moderación de opiniones; y el odio a la arrogancia importuna y pendenciera, que se cree y se fía plenamente de sí misma, enemiga mortal de la enseñanza y de la verdad.»

Claro que lo que preocupaba a Montaigne era vivir bien, aprender a vivir. Sus Ensayos están repletos de citas, se encerró en su torre para leer a fondo a los clásicos griegos y latinos —Séneca, Plutarco, Horacio, Cicerón, Lucilio. Pero no le interesa hablar y desarrollar sus teorías, sino el relato de cómo vivían, qué apreciaban, qué preferían, cómo administraban su tiempo. Las vidas sencillas, las anécdotas cotidianas eran fuente del conocimiento que consideraba útil e interesante. Es lo que a su vez cuenta de sí mismo: cómo dormía, cómo se protegía del frío, cómo combatía los cálculos del riñón, si evacuaba más o menos, cuáles eran sus momentos de placer. Cualquier tema puede ser objeto de un ensayo, no importa la trascendencia o trivialidad que tenga. Montaigne nos habla con la misma intensidad de la muerte tan sentida de su amigo De La Boétie, como del desagradable sudor de Alejandro Magno. Saber vivir bien la propia vida, que es la de todos, decía, es la ciencia más ardua. Por mucho que queramos sobrepasar nuestra condición, por mucho que nos montemos «en zancos» para ver la realidad desde la superioridad del docto o del que tiene poder, tendremos que fiarnos de nuestras piernas: «Quien se sienta en el trono más elevado, no deja de estar sentado sobre su trasero.» «Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia.»

A todas esas lecciones de aparente poca altura las llamamos hoy aplicar el sentido común. Para Montaigne, que ahí seguía a los estoicos, el criterio del sentido común era obrar conforme a la naturaleza. Dar más valor a lo que se siente que al razonamiento: «Solo me juzgo por lo que siento, no por lo que razono.» Saborear lo bueno y pasar corriendo por lo malo. Eso es ser prudente, temperante, saber vivir:

«Es mucho más fácil andar por los extremos, donde la extremidad sirve de límite, de freno y de guía, que por la vía del medio, ancha y abierta, y según el arte que según la naturaleza; pero es también mucho menos noble y menos digno de elogio. La grandeza del alma no reside tanto en ascender y en avanzar como en saber mantenerse en orden y circunscribirse. Tiene por grande todo aquello que es suficiente. Y muestra su elevación prefiriendo las cosas medianas a las eminentes. Nada es tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y tal como es debido”. Ni hay ciencia tan ardua como saber vivir bien esta vida.»2

2 Todos los textos citados hasta ahora de Montaigne pertenecen al ensayo “La experiencia” (Ensayos, III, XIII). Recomiendo la lectura del bonito y sugerente libro de Sarah Bakewell, Cómo vivir. Una vida con Montaigne, Ariel, Barcelona, 2011.

Ahora bien, precisamente porque la duda nos constituye como seres humanos, limitados y finitos, complacerse en ella carece de atractivo. Retrata con demasiada fidelidad lo que somos. Da la impresión de que quien duda es el timorato, el indeciso, el que prefiere que sean los demás los que decidan y tomen posiciones. Por eso, el personaje dubitativo que es Ismene ha pasado a la historia como una figura mediocre, «una bella medida de lo corriente, de lo ordinario», como la describe Eckermann3. George Steiner, en su exhaustivo recorrido por los muchos relatos del mito de Antígona, pone de manifiesto la asimetría entre las dos hermanas, Antígona e Ismene, paralela a otra pareja de hermanas mítica, la de Electra y Crisotemis. También esta última, sin poner en cuestión la legitimidad del designio de Electra, trata de medir el coste del asesinato y la violencia que puede seguirle. A sus dudas, Electra le espeta con un «vete a casa», es decir, al lugar que le corresponde, el despreciable oikos que nombra el ámbito femenino de la vida doméstica. Pero no todas las interpretaciones son igualmente despectivas hacia la hermana aparentemente miedosa. La Antígona de Hasenclever otorga un peso moral a las advertencias de Ismene a través de estos versos:

3 En las Conversaciones con Goethe, citadas por George Steiner en el exhaustivo estudio del mito de Antígona, Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, Gedisa, 1986. En las líneas que siguen, recojo algunas de las ideas vertidas en dicho ensayo.

«Con una nueva injusticia no se elimina la vieja; insensatamente promueves eterna calamidad… ¡Sé humana con todos los humanos!»

Algo similar puede decirse de la Antígona de Anouilh, donde Ismene es la hermana mayor y representa la salud mental, la cavilación y la cordura. Por eso entiende mejor la posición de su tío Creonte —je comprends un peu notre oncle—, aunque más adelante la actitud de Ismene se vuelva ambigua y más cercana a la resolución de Antígona de enterrar a su hermano a costa de lo que sea. Pero así es también en la tragedia original de Sófocles. Si no fuera así, no veríamos en Ismene de un modo tan claro la puesta en escena de la duda.

Otro elemento que no hay que ignorar es que el conflicto entre Ismene y Antígona lo protagonizan dos mujeres, dos mujeres que se enfrentan a la política y de una u otra forma representan el papel —o la ausencia de papel— que desempeñan las mujeres en ese campo. «Somos solo mujeres», explica Ismene, un «sexo imbécil» e inepto para la política. Antígona ha sido vista, especialmente por Hegel, como la representación típicamente femenina del apego a la familia y a la naturaleza. Ismene, por su parte, es un personaje enteramente femenino que exhibe la debilidad corporal y el sentimiento compasivo cuando se avecina la catástrofe.

No obstante, otros contextos admiten que veamos las intervenciones de una y otra hermana con matices distintos. Steiner se apoya en la película de Kluge, con guion de Heinrich Böll, Der Herbst in Deutschland, para poner de manifiesto la lectura que el mundo contemporáneo debería hacer del conflicto Antígona-Ismene, a la luz de la irrupción terrorista en Alemania del grupo Baader-Meinhof. Qué decir, se pregunta, del personaje de Sófocles «cuando el grupo Baader-Meinhof casi ha puesto al país de rodillas, en un momento en que actos de brutal terrorismo se perpetran en nombre de la justicia absoluta». Ulrike Meinhof (¿Antígona?) se suicida en su celda. Andreas Baader (¿Hemón?) lo hace un año después. Steiner es tajante y su duda es retórica: «¿No está justificado Creonte en defender la supervivencia de la sociedad contra despiadados asesinos? […] ¿Queda algún lugar para la feminidad clásica de Ismene, para su actitud que tiende a evitar la muerte?» Desde tal perspectiva, la actitud de Antígona es la del personaje viril que exhibe rasgos masculinos, mientras Ismene muestra una forma «femenina» y conciliadora de zanjar el conflicto. En un sentido similar, pero con conclusiones distintas, Rafael Sánchez Ferlosio ha visto en Antígona la figura de quien se resiste a aceptar el interés del derecho o del Estado por encima de cualquier otro interés. Ante un secuestro, pone por caso, el Estado se protege a sí mismo sin atender a la responsabilidad de proteger la vida de la persona secuestrada. El Estado no puede dar muestras de debilidad en ningún caso, ni siquiera cuando está en peligro la vida de un ciudadano.4

4 Rafael Sánchez Ferlosio, Sobre la guerra, Destino, Barcelona, pp. 383-384.

Pero fijémonos todavía un momento en el rasgo de debilidad que varios autores han atribuido a las dos hermanas: debilidad de Antígona por la vehemencia excesiva que la lleva a la muerte, y debilidad de Ismene por su actitud dubitativa. Fijémonos, ya que de duda se trata, en esta última y en la afirmación de que la duda va aparejada a la condición de mujer. Generalizar, lo reconozco, es simplificador en cualquier caso, también en este. Ni todas las mujeres ni todos los hombres poseen unos mismos rasgos de conducta derivados del sexo al que pertenecen. El sexo no, pero el género, es decir, la adscripción cultural y ancestral, sí que ha hecho a la mujer en general más proclive a exhibir su debilidad con actitudes como la duda. La autora feminista Sheryl Sandberg, en un libro exitoso que lleva por título Lean In (“Atrévete”), sostiene que la lentitud en la emancipación total de la mujer se debe a que muchas mujeres adolecen de la ambición y arrogancia de que van sobrados la mayoría de hombres. Es así porque se les ha enseñado a callar, a ser discretas, a no llamar la atención, porque temen ser juzgadas, temen el fracaso. Las profesoras sabemos que en un aula con mayoría de mujeres, siempre son los hombres los que llevan la voz cantante. Las mujeres dudan antes de hablar y se les pasa el turno.

Pero no es de la duda nacida de una supuesta debilidad derivada de la falta de seguridad en sí mismo de la que quiero hablar. Me interesa una duda más ontológica, nacida de la debilidad intrínseca a la condición humana, a sujetos que se saben vulnerables y dependientes, que no presumen de una autosuficiencia ficticia. No es la duda cartesiana, intelectual y metódica, sino la duda que lleva al sujeto a mantener una actitud relacional y no autoafirmativa. Dudar, como espero poder explicar en las páginas que siguen, no implica dejar de actuar ni permanecer indeciso. Tampoco significa equidistancia entre opiniones opuestas. Dudar, en la línea de Montaigne, es dar un paso atrás, distanciarse de uno mismo, no ceder a la espontaneidad del primer impulso. Es una actitud reflexiva y prudente, en el sentido de la phrónesis griega, la regla del intelecto que busca la respuesta más justa en cada caso.

2 EL ASNO DE BURIDÁN

Incapaz de decidir de cuál comerá de los dos montones de heno que tiene delante, el asno de Buridán acaba muriendo de hambre. La paradoja, que no es original del tal Buridán, sino que ya había sido formulada por Aristóteles, ha tenido muchas interpretaciones referidas al equilibrio de las fuerzas físicas o a la dificultad de ejercer el libre albedrío por tener que tomar una decisión racional ante dos opciones igualmente perentorias y razonables. No pretendo entrar ahora en el debate filosófico sobre la paradoja en cuestión. Aludo a ella solo como exponente de la parálisis en que podría derivar una actitud instalada permanentemente en la duda. El argumento típico contra los filósofos escépticos era este: un escéptico integral, que todo lo pone en duda, acabará paralizado, será incapaz de hacer nada, ante la implacable convicción de que todo cuanto ve, toca, piensa o imagina es un engaño, pura alucinación. ¿Para qué molestarse en comer si la comida no existe?, ¿por qué sentarse a descansar si el sillón es ficticio?, ¿qué significa salir a pasear si la calle no está ahí fuera? Hay un remedio evidente contra el escepticismo, decía G. E. Moore, y es el siguiente: basta levantar la mano derecha y luego la izquierda y decir al mismo tiempo: «Esta es mi mano derecha, y esta otra la izquierda.» Nadie dudará de tal evidencia.

Hamlet123