ÚlTiMo


En los pasillos se ha desatado una batalla campal. A mí me resulta indiferente. Avanzo despacio por entre los gritos, los cuerpos, la sangre. Ni siquiera suelto el cuchillo; va dibujando un reguero tras mis pasos cargados de indolencia, y es tal vez esta la que consigue hacerme incorpóreo a los ojos de los que combaten. Las llamas han comenzado a devorar el ala oeste de la base y el humo se extiende por todas partes, oscuro e implacable. Alcanzo la puerta principal con el silbido de los disparos alentándome a la huida. Llego incluso a la intacta muralla; sin duda, algún infiltrado abrió las puertas desde dentro a las hordas de poseídos. No les vaticino victoria alguna, caerán uno por uno, pero sí les deseo que obtengan, a sangre y fuego, su muerte en libertad.

Me giro por última vez para presenciar en qué se ha convertido el ser humano y distingo a Yuulo alzando los brazos con su estúpida sonrisa, que se me antoja triste, incrustada irremisiblemente en su cara. Grita:

«¡Señor! ¡Señor!».

Despliego mi mano a modo de despedida. La jungla que me aguarda contempla la masacre.

David Luna


El Ojo de Dios


Finalista del xxvii Certamen Literario
Alberto Magno de Ciencia Ficción

(2015)




Colección Pluma Futura /003

Diseño e ilustración de portada:

© Juapi, 2016

Primera edición: Febrero 2016

Del texto:

© David Luna Lorenzo, 2016

De la edición:

© Apache Libros, 2016

www.apachelibros.com

info@apachelibros.com

ISBN: 978-84-945236-4-9

Nosotros, orgullosos de haber eliminado el infierno,

lo difundimos ahora por todos lados.

Elias Canetti

UnO


Soy un apestado. Pero esto es una obviedad que conocía desde antes de venir hasta este infierno, así que no me voy a quejar ahora. De hecho, me parece lógico: ninguno de estos tipos duros desea que un auditor imperial olisquee en sus asuntos en busca de supuesta mierda. Y más con todo lo que debe de haber en un sitio como este. Pero en fin, es mi trabajo. Dos semanas llevo aquí, apartado, a la espera de que la burocracia acelere y se me otorgue de una vez la potestad para ejercer lo que se me ordenó en la Tierra. No obstante, doy gracias: he de confesar que estas jornadas de tregua han resultado providenciales para recuperarme de los principales desórdenes que produce el viaje espacial. Los saltos en los pliegues y el criosueño me afectaron muchísimo. A veces, siento todavía que mis órganos han cambiado de lugar, o que mi mano derecha es la izquierda y la izquierda, la derecha. Para rematar, siempre estoy sediento. Bebo y bebo sin descanso. Y por la noche, en cuanto cierro los párpados, creo estar volando a velocidades imposibles hasta que vomito. Tengo una palangana al pie de la cama; no duermo más de dos horas seguidas.

El doctor Heltin, una especie de bufón con bata y dos pares de gafas sobre la nariz, me dijo entre risotadas que es algo normal, que todas estas secuelas que me aquejan suelen desaparecer en unas tres semanas, que no debo preocuparme. Advertí sus dientes azulados, propios del que chupa CristalHell. Pero a pesar de que iba muy puesto, le creí a pies juntillas, quién sabe si por mero deseo. El doctor fue, junto con el comandante Suyuf (obligado como máximo responsable de Base Madre), el único ser humano que se ha dignado a dirigirme la palabra desde mi llegada.

—¿Está usted bien? —pregunta una voz extrañamente pulcra.

—Sí —respondo con frialdad. Mi interlocutor es Yuulo SCR12-3, un androide con cara de plástico, cuerpo de pulpa vegetal ultrarresistente que simula una chaqueta azul, patas metálicas de araña (el tema de la bipedación aún no está muy logrado) y miles de circuitos dentro de toda esta mezcolanza esperpéntica. Cada pocos minutos me pregunta lo mismo. Ya le he contestado de todas las formas posibles, pero su programación no da para más.

—¿Y precisa usted de algo que yo pueda ofrecerle?

—No. —Tomo la botella de agua y la apuro; su última gota resbala por mi barbilla—. Bueno, sí: trae más agua fría.

—Lo haré con mucho gusto, señor —trina antes de desaparecer tras la puerta neumática. Sé que en la nevera tengo otras dos botellas, pero así me lo quito de en medio un rato. El comandante me lo asignó el primer día para que me auxiliara en mi adaptación, pero creo que su cometido tiene que ver más con la vigilancia que con otra cosa.

Aprovecho y salgo de mi habitáculo en dirección al vestíbulo de entrada del complejo principal, el B-1, para al menos ver gente, aunque se muestre hostil: gallitos dirigiéndome miradas de soslayo cargadas de miedo y asco. Como no se puede fumar dentro, ya de paso me echo un cigarro en el porche. Mala idea: el panel indica 47 ºC con una humedad por encima del 80 %, así que, tras dos minutos boqueando, aplasto la colilla en el cenicero cromado (por cierto, sospechosamente vacío) y vuelvo al interior. A pesar de las penosas condiciones, hay una multitud trabajando fuera sin más protección que la de algún sombrajo o alguna gorra: cargan tanquetráilers para abastecer a los asentamientos remotos, toman muestras de la brutal naturaleza que nos rodea, preparan la maquinaria destinada a las minas y levantan muros protectores conformando un perímetro cada vez más extenso. «¿Para qué los muros?», me pregunto.

—Se... señor —balbucea alguien a mi espalda, alguien… humano. Ni rastro de la modulación atildada propia de un artificial. Me giro entusiasmado y ante mis ojos se presenta una mujer de unos veinticinco años, con el pelo cortado a cepillo, ojos grandes y rasgos vastos pero atractivos. Su traje militar aparece abultado por los evidentes atributos femeninos así como por el exceso de musculación en hombros y piernas. De acuerdo a las insignias que porta, debe de ser sargento.

—¿Sí? —respondo intentando que no se advierta la sorpresa ante mi primera interacción auténtica en días.

—El comandante quiere verle —asevera ella con cierta tirantez, sin mirarme, como temerosa de quedar maldita. Asiento con firmeza aparentando displicencia, normalidad. Sé que debería haberse presentado formalmente al dirigirse a mí, pero no lo ha hecho; gira en redondo como una veleta en día de ventisca y echa a andar a grandes zancadas, quién sabe si con intención de darme esquinazo. Después de todo, soy el coco al que no acercarse. Pronto no les quedará más remedio.

Tras un minuto recorriendo laberínticos corredores de paredes metálicas y suelos de linóleo entre la muchedumbre, llegamos hasta una puerta doble al final de un pasillo. Apostaría a que la sargento ha dado un rodeo para desorientarme. Cuando se vuelve en mi dirección, examino sin disimulo el nombre escrito en su camisa.

—Gracias por el paseo, sargento Xi’a —le digo. Ella apenas arquea una ceja.

Acciono las puertas sin llamar. Debería estar molesto, enfadado por el ninguneo al que me ha sometido el jefe de la tropa durante tantos días, pero lo cierto es que me resulta indiferente. Todo caerá por su propio peso.

El interior del despacho contrasta con lo que hay fuera; es más oscuro, más frío. Aunque lo calculo idéntico en tamaño al resto de cubículos, o al menos idéntico al mío, ofrece una sensación de mayor amplitud, tal vez por el hecho de que no contenga una cama; dispone tan solo de un escritorio y dos sillas de piel sintética. El aire acondicionado suena como una carraca. En la penumbra distingo las paredes repletas de pintadas, pero cuando me fijo bien, veo que son mapas, enormes y coloridos mapas del terreno ya explorado del planeta. Hay decenas de nombres escritos, algunos en rojo, otros tachados. Encima del conjunto, unas enormes letras rezan: «Planeta Imposible».

—Siéntese, haga el favor —me indica una fornida sombra, de espaldas a la poca claridad que se cuela a través de la cortinilla mecánica. Un punto de luz se intensifica un segundo en su cara y de inmediato me llega el olor al tabaco mezclado con azulino. Interesante: quebranta una norma delante de mí para dejar claro quién manda.

—Gracias —le digo como si no viera la infracción.

—Siento no haber podido contrastar las credenciales antes, facilitarle la tarea, pero hemos estado muy ocupados últimamente, ya sabe.

—No, no sé. —Sonrío y carraspeo.

—¿Es que no le han contado que…? —Hace una pausa reflexiva y, pellizcándose el mostacho, simula caer en la cuenta de algo—. Ya entiendo. Nadie cruza palabra con usted, ¿no es eso?

—Tampoco es que haya salido mucho de la habitación —le explico—. Me he encontrado de lo más indispuesto.

—El Dagoh, claro.

—¿El Dagoh?

—Sí, el mal del planeta. El mal del Dagoh. Algo así como el jet lag espacial. Supongo que algún médico ya se habrá encargado de asistirle.

—Ajá. El doctor Heltin. Me ha recetado unas pastillitas azules que están empezando a funcionar.

—Me alegro. El doctor Heltin es algo… extravagante, pero muy efectivo. En un par de días se sentirá como nuevo. No se preocupe, todos hemos pasado por lo mismo. —El comandante apaga el cigarrillo en un atestado cenicero de cristal y se pone en pie de un modo efectista. Parece a punto de reventar la camisa—. Pues bien, yendo al grano, le diré que es usted el primer inspector que…

—Auditor —le corrijo—, soy auditor imperial.

—Auditor —repite con cierta sorna—. Pues eso, el primer auditor en la colonia del Planeta Imposible…, del planeta Dagoh, quiero decir, y lo cierto es que no entiendo muy bien la razón de su visita. ¿Hay algo que no vaya bien acaso? El coltanX2 llena las naves mercantes de camino a la Tierra y a él empiezan a sumarse otras materias primas, amén de nuevas fruslerías alienígenas.

—Sin duda —le reconozco.

—Entonces, ¿qué ha hecho que el Imperio envíe moscas cojoneras? —Su gesto se agria con una contorsión de cejas.

—Nada. Deduzco que no soy más que un trámite —respondo con calma a pesar del intento de ofensa—. Represento el ojo que los burócratas quieren introducir para que vea cuanto ellos deseen. No tiene por qué alarmarse. —Miro al cenicero—. Un insignificante cigarrillo no es más que un insignificante cigarrillo.

—Su actividad por tanto consistirá en…

—Hacer entrevistas. Generar Informes. Los jefazos quieren saber más de lo que ocurre aquí y así poder velar desde la Tierra no solo por que el sistema funcione, sino por que lo haga como debe.

El comandante vuelve a dejar caer su corpachón en el asiento y se repantiga.

—Informes, ¿eh? Entrevistas.

—Eso es.

—¿Y qué le parecería empezar conmigo? —Su proposición me descoloca entre una y dos décimas de segundo.

—Perfecto —pronuncian mis labios.