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Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Orjuela, Nelson

Alicia y su viaje hacia el fin del mundo / Nelson Orjuela. -- 1a. ed. -- Bogotá: Hipertexto, 2016.

106 p.

 

ISBN impreso: 978-958-46-7993-2

ISBN digital: 978-958-46-7994-9

 

1. Novela colombiana - Siglo XXI I. Título

 

CDD: Co863.5 ed. 23

CO-BoBN– a976369

ISBN digital: 978-958-46-7994-9

 

Primera edición, Bogotá

Febrero de 2016

 

© Nelson Orjuela.

elcallsvom@hotmail.com

 

Corrección de estilo

Osmar Peña

 

Editorial

Hipertexto Ltda.

www.hipertexto.com.co

Calle 24A # 43-22. Quinta Paredes

PBX: (571) 269 9950

Bogotá, Colombia

 

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Hecho el DEPÓSITO LEGAL

© Derechos Reservados

 

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Capítulos

I

II

III

IV

V

I

Es un muelle de barcos viejos de mediano tamaño, un abuelo y su nieta caminan. El olor a mar invade el puerto, la luz tenue de una bombilla callejera —cuya luz parpadea— es lo único que alumbra la calle, una luz que parece morir. “¡Boris, Sr. Boris!” —llama el anciano hacia un horrible y destartalado barco—, una lámpara de gas colgada en la proa alumbra tristemente la miserable embarcación; un hombre grande, arrugado y con un gran puro sale a recibirlo, se viste muy mal, con ropa vieja, sucia, descolorida, que además huele a sudor, ese hombre tiene el mal aliento de las personas que fuman mucho, Alicia siente asco frente al fuerte hedor de este hombre.

“Buenas noches, ¿cómo le va? Pensé que ya no iba a venir después de todos esos dólares que me pagó” —le dice el viejo marinero al abuelo—. “¡Gracias, por haber esperado! Es que mi nieta y yo casi no llegamos, y este viaje es muy importante para culminar una tarea científica que mi nieta me ayudará a terminar hoy”, dice apurado el hombre octogenario.

Boris lo observa un poco intrigado, el anciano lleva en la mano un pequeño recipiente cóncavo hecho en madera, y con un palito de punta roma machaca algo mientras masca hojas verdes entre sus amarillos dientes. “Llevan muchas maletas”, dice viendo algunas cajas plásticas que cargan, la chica lo observa con fastidio, “¡abuelo, creo que se nos hace tarde y tenemos que salir ya!”, dice mirando enojada al marinero, haciéndole sentir —sin ningún asomo de vergüenza— que es un entrometido.

El marinero la observa curioso, ella viste una manta blanca de algodón, un cinturón del mismo material amarrado de manera simple, otra manta angosta pero en tonos grises y sandalias en cuero; además, terciadas en forma de equis, dos mochilas arahuacas en colores vivos y muchos collares de tonos amarillo y naranja. El cabello de Alicia es largo, lacio y negro azabache, su rostro es moreno, de ojos verdes intensos, su mirada es muy dura, su ceño está fruncido, pero su perfil es fino, casi pintado por la mano de un hábil maestro, que inspirado en la naturaleza creó tan salvaje belleza.

“¡Bueno… adiós, el barco es suyo!”. El señor Boris se retira caminando, va fumando su puro lentamente, cruza la calle y entra a un bar de mala muerte, algunos marineros y rufianes beben y fuman en las burdas mesas; la luz es baja, la salsa suena suavemente, el viejo marinero se sienta en la barra, pide una copa de ron y se la toma de un sorbo, se limpia la boca de forma ordinaria, mira hacia la nada, escupe al piso, camina hacia un teléfono, marca a emergencias y denuncia ante la línea de la DEA, un posible tráfico de drogas en la costa de Miami.

El diminuto barco se mese sobre las aguas, su nombre mal escrito está casi borrado. Dentro, un anciano de 1.50 metros de estatura, de cara morena llena de arrugas quemadas por el sol, con un mentón sin afeitar de pelos blancos y negros, un gran bigote gris, y con el cabello largo que va más allá de los hombros, tiene una mirada noble, sus grandes ojos negros recuerdan la mirada inocente e inteligente de los gatos, ese hombre viste una manta blanca con dos líneas horizontales grises y amarillas. De pantalón, otra manta blanca hasta la rodilla amarrada con un nylon, en su cabeza lleva un sombrero hecho en algodón blanco de forma circular, alto; además, lleva terciadas tres mochilas arahuacas, en color marrón con figuras y diseños precolombinos; una grande, otra mediana y una más pequeña, está descalzo.

El anciano se encuentra en la proa del navío, es el 4 de abril del 2010, observa el fondo del mar esperando que alguien salga. Una luz de luna alumbra las oscuras aguas, un extraño buzo emerge, viste un traje pegado al cuerpo que deja ver su delgada figura femenina, es de color negro pero al salir del agua se torna plateado. Esta persona no tiene tanques de oxígeno, solo un pequeña mascarilla que se encuentra pegada al rostro de aquella joven, una máscara azul turquesa, casi transparente. Al salir, se nota que lleva unas cajitas pequeñas, cristalinas y amarradas al cinto. El anciano la ayuda a subir, a quitarse la mascarilla; ella acomoda su largo cabello mojado, trae en sus manos un frasco que tiene forma de jeringa grande de vidrio azul. “¿Cómo te fue hija?” —pregunta el viejo—, ella lo observa contenta, le muestra su frasco, lo agita; el anciano lo toma y lo observa contra la luz de luna, y muy preocupado dice: “¡El nivel es altísimo, hija!”.

Ella lo observa con interés y le responde con respeto: “¡La acidez del mar en esta zona aumentó demasiado, abuelo!”, y ella le muestra las conchas de unos crustáceos que extrajo también del fondo marino, las coloca contra la luz, están casi cristalinas, “mire abuelo, estas son las muestras de este día”, saca unas conchas de otros crustáceos de una caja pequeña que cargaba: “están mal, pueden verse sus cuerpos dentro, los depredadores acabaran con ellas fácilmente, sus conchas son muy débiles, la acidez las debilitó” —dice la joven—; entretanto, el anciano saca una muestra de otro animal igual de una de las grandes cajas plásticas, la concha no deja ver su interior contra la luz, y comenta: “Estas eran las muestras de nuestro último viaje, ¡en poco tiempo la acidez del mar ha empeorado demasiado!”, el mar mece el diminuto barco, “es el exceso de carbono en la atmósfera, es demasiado, y el océano no lo puede eliminar, se adelantó tres lustros la acidez del océano... ¡demasiado pronto!” —murmura el viejo, preocupado—.

El anciano busca en su maletín y saca una lámina de metal de unos quince por treinta centímetros de un milímetro de grosor, la coloca frente suyo y con su dedo en una de las caras, comienza a moverlo de lado a lado hasta que una luz sale de la lámina, grabando toda la información que en su cerebro se encuentra.

“Bueno, creo que completamos todos los datos que necesitábamos, hijita” —dice el hombre octogenario—, “¡Abuelo, y ahora iremos más adentro del Golfo de México, a seguir con el estudio de la acidez en esa zona!”, pero al terminar la frase, el ruido de un motor los interrumpe, es una lancha rápida de la policía, una voz entre cubana y norteamericana les habla por un altavoz: “¡Es la policía de Miami, las manos en alto, prepárense para ser abordados!”.

A lo lejos, se ve una luz intensa que se acerca a gran velocidad, el viento de las hélices de un helicóptero que llega produce olas que mueven la pequeña embarcación, uno de los policías costeros los filma con su videocámara, la chica observa asustada al anciano, los policías en la lancha rápidamente los apuntan con sus pistolas de nueve milímetros, de manera fuerte les van interrogando por el altavoz.

“¿Quiénes son? ¿Qué hacen en esta zona costera? ¿Traen drogas? ¿Son ilegales intentando llegar a la costa de Miami?”, grita descortésmente uno de los hombres.

Arriba, algunos metros sobre sus cabezas, surge de la nada una luz blanca que se transforma en varios tonos de azul y luego aparecen destellos de una luz amarilla; en el centro de las luces, unas irradiaciones de color piel van tomando forma de mujer: cabellos largos, rubios, brillantes, que parecen delgados filamentos de oro que se mueven con un viento celestial; piel morena, acanelada, con labios gruesos, de color rojo intenso, ojos negros, dientes blancos y olor a flores de un bosque paradisíaco que logra que el corazón de cada hombre en las lanchas palpite rápido; se arropa de repente con una túnica blanca que se mueve con un extraño y cálido viento, dos blancas, hermosas y gigantescas alas de ganso salen de su espalda, su rostro es el más bello y armonioso que cada hombre que está allí ha podido ver en su vida, quedan hipnotizados por tan infinita belleza y no reaccionan, están incomunicados del mundo, ella ahora flota frente a cada uno de ellos, les acaricia el rostro y ellos sonríen.

“¡Saltemos hija!” —le dice el anciano a la chica—, y ambos saltan ante la mirada alucinada de los policías que quedan quietos, tiesos, hipnotizados, observando al infinito, ningún músculo de su cuerpo reacciona, mientras el anciano y la chica se hunden en el mar.

Desde lo profundo del mar, se ve venir una extraña nave con dos luces azules en su base y en su parte superior, en el helicóptero están llamando a los hombres de la lancha por radio, pero no les contestan; el piloto observa que sus instrumentos de navegación empiezan a fallar, se vuelven locos y la lancha se queda sin energía, al mismo tiempo las luces emergen desde el fondo del mar junto al objeto que las emite, que es redondo y parece un gigantesco plato metálico gris.

El helicóptero empieza a dar vueltas sin control sobre su mismo eje y se precipita al mar, algunos de sus ocupantes saltan y los otros intentan quitarse los cinturones de seguridad, mientras que sus aspas continúan girando al caer y se chocan contra el agua. Los hombres del helicóptero nadan hacia las lanchas, otros se sumergen para no ser tocados por las hélices, que aunque estén dobladas siguen dando vueltas rompiendo el mar; flotando frente a ellos queda un gran objeto volador en forma de plato, parece que los observa unos segundos, los que salen nadando del mar no lo pierden de vista, están impresionados al ver este objeto a unos metros de las lanchas, y de repente, con un zumbido suave —como el de una mosca— sube
hacia las estrellas en tan solo unos segundos. Los hombres recuperan su movilidad y se miran asustados, uno de ellos saca su brújula la cual da vueltas rápidamente sobre su eje, los radios tienen una interferencia total, el policía de la videocámara graba los últimos segundos de tan extraño acontecimiento.

“No disparaste… ¿por qué?”, le dice el oficial a un subordinado en la lancha de la policía, “yo… no recuerdo, no sé. ¿Qué sucede? No recuerdo nada”. Uno de los policías apunta con su dedo al cielo; la nave se observa como una estrella, hace un zigzag y tras trazar una luminosa línea recta desaparece en el firmamento ante sus sorprendidos ojos.

El objeto volador crea un hoyo negro e ingresa a la esfera oscura y cristalina a unas 236.121,05 millas por segundo, los átomos de la nave y de sus dos ocupantes se separan y los mismos se deshacen en partículas, convirtiéndose en simple información; sus espíritus viajan en forma de energía junto a las partículas de la materia de sus cuerpos, y la nave -pasando a través del gusano espacial que precede- vuelve a reagruparse en partículas y luego en átomos, todo al final del hoyo negro. Sus cuerpos se forman al mismo tiempo que las cápsulas, y el fuselaje de la nave.

Tan solo un segundo después, aparecen en otra época, una que es determinada por el enigmático anciano, quien descansa de manera horizontal en una cápsula transparente, en medio de una total ingravidez junto a un reactor circular, que más parece una columna redonda, empotrada de piso a techo en el centro de la redonda nave. Allí, todo es plateado, a unos metros está otra cápsula, donde flotando descansa la joven en estado catatónico temporal. El abuelo hace avanzar la nave tan solo con el deseo en su subconsciente, su pensamiento se une a Silvia, la computadora de la nave, por impulsos telepáticos y esta, mediante su avanzada tecnología, revisa sus funciones vitales, y pilotea los trayectos. Están entrando a la atmósfera de la Tierra, miles de kilómetros más allá y unos siglos atrás, se encuentran sobre una jungla, la nave frena por unos segundos y levita.

“¿Abuelo dónde estamos?”, pregunta ella recostada en su cápsula tras despertar, sin mover los labios y sin abrir los ojos. Por medio de la computadora cuántica de la nave, ellos pueden ver la espesa selva sobre la que están, pueden sentir su humedad y percibir la brisa, ver los árboles que los rodean y deleitarse con el aroma de las orquídeas que abundan en la zona.

“Alicia, llegamos a unos miles de años de la época en la que estábamos, en este lugar tengo unos amigos que deseo visitar, traje algunas semillas… Aquí, vive una antigua tribu ligada a tus ancestros”, la nave desciende hasta una llanura, los dos pierden el estado de ingravidez interno en sus cápsulas y se levantan, se ven muy relajados, muy tranquilos.

Al descender la nave, esta se vuelve totalmente invisible, se abre una puerta en el centro inferior y ellos descienden en medio de una luz blanca. Ella lleva terciada su mochila arahuaca y sus ropas tradicionales. “Bueno, esos caballeros interrumpieron nuestra tarea, relajémonos, y otro día jugamos a que navegamos en barco” —dijo el abuelo octogenario—. El abuelo se estira un poco, baja sus manos con los dedos estirados queriendo tocarse los dedos de los pies, truenan los huesos de la espalda, él intenta moverse, flexionar las piernas, pero sus huesos truenan mucho, la chica también siente el cuerpo pesado y casi no puede caminar, pero rápidamente logra normalizar sus músculos haciendo estiramientos y bromea “¡abuelito, cuidado se me desarma aquí!… ¡Esos policías…! Yo quería navegar un rato en el mar con esa luna tan hermosa. Ahora toca ir a navegar en barco otro día abuelo”, dice la adolescente.

La chica saca una lámina metálica que tiene funciones de cámara, esta contiene fotos de animales de todas las eras y de especies de plantas de todos sus viajes en la Tierra, en distintas épocas; la lámina es del tamaño y grosor de una tarjeta, funciona cuando ella la toca con su dedo índice y comienza a filmar el paisaje. El objeto digital graba lo que sus ojos ven y toma las fotos que ella desea tomar, un pequeño recuadro en su cerebro realiza las tomas que ella desea y quedan grabadas en la memoria del dispositivo.

Se escucha un fuerte ruido, como el de la trompa de un elefante, “¿es lo que estoy pensando abuelo?”, pregunta ella intrigada intentando ver en la espesura de ese bosque tropical. Con su dedo gordo le da vueltas a la superficie del juguete tecnológico, ella comienza a señalar las ramas de las plantas y árboles y gracias al detector de calor, logra ubicar dónde está el grupo de animales, “si hijita, es un grupo de mastodontes” —comenta el abuelo—.

La adolescente se queda haciendo una toma, es un sitio de la jungla lleno de rica flora y antiguos y gigantescos helechos. La chica ve en su cabeza el grupo de mastodontes que están a casi doscientos kilómetros y que hacen caer plantas y árboles como fichas de dominó, hasta que logra hacer la toma de los animales completamente nítida: la matriarca camina a la cabeza del grupo a paso lento, atrás las tías y los bebés que avanzan a su lado o escondiéndose protegidos por sus grandes parientes, llevándoles el paso junto a sus hermanos y hermanas, es un total de veinte miembros de una bonita familia, todos mueven sus cabezas para tomar algo de vegetación con sus trompas y la arrancan para llevarla a su boca, mascan y avanzan. A unos pocos metros, un inmenso y poderoso macho camina al lado de la manada: “son hermosos, es lo más lindo que he visto en toda mi vida… ¡abuelo! Quiero ir allá”, dice Alicia emocionada.

Saca de su mochila un pequeño disco metálico color plata que crece hasta los 50 centímetros de diámetro por un centímetro de grosor, el cual queda flotando sobre el suelo. De la parte inferior y en el centro surgen unas ondas de radio, que en forma de luz blanca delinean —para el ojo humano— una consola de mando, cuyo timón es una cavidad proyectada por las ondas que tiene la forma hundida de la mano, que semeja al de un vehículo particular.

“¿Vas a ir en el juguete que te hizo tu padre? Nena, ¿pero no tenías miedo?” Ella le responde afirmativamente, sube su mano y la posa en el mando, luego cierra sus ojos, pero no pasa nada; está allí flotando al lado de su abuelo, vuelve y cierra los ojos y continúa flotando en el curioso vehículo. “Entre más asustada y ansiosa estés, menos podrás lograrlo”, comenta el abuelo riendo.

La chica respira profundo, suelta su mente y se deja llevar por el deseo de estar allí; donde come aquella manada… cierra los ojos, pero sus débiles y tenues miedos le impiden lograr su objetivo.

“¿Y bien nena?... Eres una astronauta, deja que tu energía metafísica te lleve, ¡no eres solo un objeto corpóreo, meramente físico…no! Eres una entidad de tres elementos, físico, mente y espíritu… ahora respira profundamente y deja que se alineen en una sola”, le dice su abuelo con amor. La chica cierra los ojos por fracción de segundos y sus cabellos pierden gravidez; de repente, una burbuja de color azul encierra a todo el vehículo y desaparece de allí, reapareciendo a solo unos metros de la manada de mastodontes; abre sus ojos y no lo puede creer, los mastodontes están frente a ella pastando tranquilos, “¡No puede ser, lo hice…!”, piensa muy feliz.

Luego de filmarlos y tomar más fotos de la manada, la chica encuentra un gran conejillo de indias de color marrón con blanco que come hojas tranquilamente en la espesura de la selva, las arranca con sus hábiles patas y las mastica. Ella levita cerca en su vehículo, el animal es tan grande como un oso negro americano, después de filmarlo un rato el animal chilla y se aleja, “bueno amigo, vete a comer solo, no te molesto más”, dice Alicia.

Mientras sucede eso, el abuelo ríe. Ver la evolución de su alumna lo alegra mucho, y entretanto se dedica a la toma de muestras de vegetación, pequeñas flores y hojas que coloca en cápsulas, ella reaparece a su lado, baja de su vehículo circular, las ondas de radio desaparecen, su superficie se hace pequeña y lo guarda en su mochila. Muy contenta, toma su dispositivo metálico con el que grabó y tomó fotos, posa su dedo, piensa en alguna imagen y allí aparece, el video que grabó del gigantesco conejillo de indias, deja una imagen y lo dibuja en un libro que saca de su mochila.

La chica descansa un momento y pregunta, “¿abuelo, por qué el mar es más ácido hacia el año 2010?”, el abuelo machaca las hojas de coca en su boca, “la historia es larga, pero te voy a poner un ejemplo: en algún sitio, en alguna parte de la historia de la humanidad, en un pequeño edificio vivían unas nobles personas. Un día deciden cambiar su portería o lobby, llegan unos jóvenes y agresivos arquitectos, que con astucia y audacia juvenil logran ganarse el proyecto, al comenzar tumban paredes, muros y comienzan a edificar cinco paredes, el vigilante del edificio observa que están superficialmente agarrados del techo, pero como no sabe del tema piensa que así está bien, un ingeniero que vive allí observa que además de estar mal agarrados del techo, hay unas vigas de acero, cerca de los tubos de gas, que en caso de un temblor podía hacer volar el lugar, y los muros caerían fácilmente por estar mal agarrados del techo, al decirles a los arquitectos que están en un error, se enojan y lo niegan, además se burlan, se mofan, pero ellos —los dueños del edificio— insisten y los hacen cambiar a regañadientes, el vigilante ve como ellos arreglan todo. ¿Qué paso allí?”.

La chica piensa un momento, mientras el anciano estira sus brazos para cogerse las piernas y entonces le truenan los huesos de la espalda, “ellos, por egoísmo, solo pensaban en ganarse el dinero, sin importarles la seguridad de los que allí vivían, no pensaron que en un futuro un temblor podría ocurrir, y en realidad no les importó, solo querían terminar su trabajo, cobrar y ya, los demás muéranse o no se mueran, no les importaba; eso quiere decir que el ser humano por naturaleza es egoísta y es la raíz de los males”, dice Alicia.

El anciano no puede volver a erguirse solo, ella con esfuerzo, lo hala y lo hala, lo hace ponerse recto otra vez, pero él cae adolorido. “¡Ay, qué dolor! Los hermanos menores, ay, ay, ay… se les olvidó en algún momento que la razón de la vida, ay, ay, ay… no es solo acaparar, tener, acumular, tomar, poseer, sin importar cómo afectemos nuestro entorno, la ética como tal, hace mucho tiempo, dejó de existir”, dice el abuelo desde el piso muy adolorido, sobándose la espalda.

Alicia toma un libro que es tan grande como un atlas, sus hojas son gruesas y hechas de fibras vegetales, tratadas con un químico de la selva para que la pulpa nunca se pudra. Allí, tomaba notas de las enseñanzas de su abuelo y maestro; el anciano le dicta los nombres de las plantas con nombres genéricos extraños, ella escribe los datos de los vegetales, garabatea en un alfabeto propio con letras y signos de otro idioma cada una de las enseñanzas del abuelo. Toma flores, las dibuja y con tintas naturales colorea las plantas de esa época, así continúan durante unas cuatro horas.

“Abuelo, nos salió mal lo de querer ser marineros”, comenta riéndose sola, “tengo hambre abuelo”, dice, y se toca el estómago con cara de agotamiento. “Sí hijita, al parecer ese hombre que nos vendió el barco, pensó que éramos narcotraficantes, casi nos cogen esos agentes de la policía… mala cosa; después viajaremos en barco a la antigua. Ven hija, vamos donde un buen amigo que tengo; es de una tribu muy espiritual”, suben a la nave, vuelan y descienden al lado de una inmensa laguna, donde la inteligencia artificial de la nave que se llama Silvia, les indica que deben descender por agua, la cual ella misma absorbe y almacena.

Vuelven a volar a una zona montañosa, aterrizan la nave y esta se vuelve nuevamente invisible. El anciano le entrega unas semillas a Alicia, ella las guarda en su mochila, descienden y se enrumban por un espeso bosque.

Llegan a un llano repleto de estatuas hechas en piedra gruesa, esfinges con colmillos gruesos y trajes ceremoniales, son guerreros e ídolos hechos en unas gigantescas rocas. El abuelo y la chica caminan por un sendero en piedra, es casi medio día. El anciano chifla y de pronto se ve un caserío al fondo del bosque, salen unos indígenas al paso, son bajitos, tienen una estatura de 1.40 cm o menos, son de piel morena, pómulos anchos, cabellos lacios largos, los hombres casi desnudos con taparrabos hechos en hojas y fique; las mujeres tienen algunas vestiduras, hiladas en hojarasca, sus senos están al aire, pero igual están vestidas en sus partes nobles, con algunas hojas que los cubren y tejidos en fibra, muchos collares de colores adornan sus pechos, toda la comunidad sigue a un anciano que los saluda muy emocionado. Alicia no entiende ese idioma, pero es saludada amablemente por los indígenas y con mucha emoción.

Los chiquillos llegan con curiosidad a ver a los visitantes, los tocan, los observan. El ‘Cacique’ de la tribu, el jefe, un hombre ya viejo, pero aún fuerte y sano habla con todos, les cuenta que es un ‘hermano mayor’, un viajero que llega de las estrellas a visitarlos y honrarlos, que les enseñará técnicas de agricultura y les traerá algunos presentes. El anciano, quien sabe perfectamente su dialecto, le pide a Alicia las semillas, ella saca una bolsita de terciopelo azul y le entrega las semillas al ‘Cacique’, quien se lo agradece con una sonrisa y palabras que ella no entiende.