Capítulo 6
La doctrina del pueblo y la casa de Dios

§ 15
El pueblo de Dios

La terminología de la praxis litúrgica de Agustín coincide casi por completo, comprensiblemente, con la de Optato. También éste emplea continuamente las denominaciones «populi» y «plebes» para designar cada una de las comunidades con obispo. Es muy frecuente la correspondencia populi-episcopi o también episcopus, y también los mismos términos sin mención explícita del obispo1. Lo que sí debemos tener presente ahora es que populi en modo alguno se refiere simplemente al grupo de personas que están juntas en el recinto de la Iglesia, sin tener en cuenta su pertenencia de hecho a la comunidad eclesial, sino que, antes bien, presupone, por así decirlo, el derecho de ciudadanía en la Iglesia, la auténtica pertenencia interna a este pueblo. Esto queda claro en el momento de llamar Agustín a los nuevos bautizados: hoy seréis agregados a la multitud de los pueblos —miscendi estis hodie numero populorum2. Su conciencia de la pertenencia común de los muchos populi está más fuertemente desarrollada que en Optato. Esta conciencia está situada, en primer lugar, en la contraposición con los populi separados donatistas. Esta línea de separación, que no es espacial sino sacramental-jurídica, lleva a los creyentes a tomar conciencia por sí mismos de que la unidad no viene determinada por el encontrarse juntos en un lugar, sino por su relación sacramental-jurídica entre sí. De esta forma la idea de Iglesia se va desligando más de su circunscripción espacial a determinadas comunidades de la ciudad; la contraposición de populi ya no se entiende más como espacial, sino propiamente como sacramental. Donatistas y católicos son duo populi3, es decir que representan cada uno un pueblo; debiendo entenderse como tal, obviamente, la iglesia completa de los donatistas, por una parte, y todos los que están en comunión eucarística con la Iglesia universal, por otra4. Agustín se caracteriza precisamente por una fuerte conciencia de la unidad de la Iglesia universal completa. Así, por ejemplo, explicando el artículo del credo «In sanctam ecclesiam», dice: «La santa Iglesia somos nosotros. ‘Nosotros’, esto no quiere decir simplemente los aquí presentes ... , sino nosotros, que estamos aquí, ... todos los que estamos en esta región ... , sí, todos los que estamos unidos en todo el orbe de la tierra —nosotros, pues, ‘los que alabamos el nombre del Señor de la salida del sol hasta su ocaso’— somos la Iglesia católica, nuestra madre, la verdadera esposa de aquel Esposo»5. Si repasamos la evolución de la comprensión de populus desde una concepción espacial hacia otra más amplia, podemos comprobar que, en este punto, partiendo del concepto de los populi Dei se ha desarrollado, en un plano nuevo, el de populus Dei, o se dispone a desarrollarse6. Advirtamos de pasada que la comunidad particular es designada con populi, mientras que la Iglesia entera es llamada populus. Pero más importante es que, en este punto, en el plano de la denominación práctica de la comunidad, la nueva expresión para designar la Iglesia entera sea la de pueblo de Dios. Está claro: populus ya no es un término figurado, ya no se entiende de alguna forma análoga, sino que es una caracterización objetiva, práctica, no figurada7. La cuestión es saber si este concepto objetivo sigue siendo un concepto teológico. Antes de intentar dar una respuesta, tendremos que abordar nuevamente toda la cuestión desde otro aspecto.

Resulta que la diferente valoración del obispo y con ello del sacerdote como tal por parte de los donatistas, por un lado, y de los católicos, por el otro, conlleva también una diferencia fundamental en la comprensión de lo designado con el nombre de populus. Parmeniano, en su carta contra Ticonio, había planteado la exigencia de una santidad personal absoluta del obispo (sacerdote) y presentaba para ello una prueba escriturística muy fuerte, tomada del Antiguo Testamento. Se apoyaba en lugares como éste: «Aun los sacerdotes que se acercan a Yahvé deben santificarse para que Yahvé no irrumpa contra ellos» (Ex 19,22), o éste: «Antes de entrar en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran [...]. Se lavarán las manos y los pies, y no morirán» (Ex 30,20 s.), o este otro: «Si alguno ofrece a Yahvé ... ha de ser (una res) sin defecto para alcanzar favor; no debe tener defecto alguno» (Lv 22,21)8; por citar sólo algunos ejemplos. Parmeniano entiende en este contexto al obispo como intermediario entre Dios y el pueblo, y como intercesor sacerdotal en favor del pueblo. Por eso, si él mismo está manchado, su ofrenda mancha a toda la comunidad y su oración no es escuchada, por ser la oración de un pecador9. Pues, «según el juez del pueblo, así serán sus ministros, como el jefe de la ciudad, todos sus habitantes» (Si 10,2)10. En este punto es donde aplica Agustín su crítica. Si esto fuera así, la esperanza del pueblo tendría que basarse en un hombre. Pero: «Maldito sea aquel que fía en hombre» (Jr 17,5). Ningún obispo, ni siquiera el más santo, puede ser princeps civitatis ni rector populi, sino sólo el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo (1 Tm 2,5; l. c., cols. 55 y 60). La civitas que él dirige es nuestra madre celestial Jerusalén11. Sólo él es el sacerdote inmaculado y sólo él es el cordero víctima inmaculada. El siguiente pasaje (II 7,14 col. 59) lo introduzco textualmente, por su importancia, y por motivos de crítica textual, de los que hablaré más adelante (notas 13 y 15), lo transcribo según la edición vienesa de Petschenig (CSEL, L 1, pp. 59 s.): «Ideoque (es decir, para representar la exclusividad del sacerdote Cristo) et tunc sacerdos solus intrabat in sancta sanctorum, populus autem stabat foris, sicut nunc ille sacerdos post resurrectionem intrauit in secreta caelorum, ut ad dexteram patris interpellet pro nobis, populus autem cuius ille sacerdos est adhuc foris gemit.

Nam cum episcopo intus est populus et orat cum illo et quasi suscribens ad eius verba respondet, amen!

Usque adeo tunc, quando sine ulla macula et sine ullo uitio, quia non poterant animi, sacerdotum corpora quaerebantur, solus ille praefigurabatur...»

Claramente, estamos ante una mezcla, altamente peculiar, de tres series de representaciones:

1. El rito veterotestamentario del día del perdón prefigura, en el plano del mundo sensible (corpora sine vitio), la verdadera acción reconciliadora de Jesucristo (párrafo primero y último del texto reproducido)12.

2. La realidad que mediante esta imagen se representa es la siguiente: El hombre resucitado y sumo sacerdote Cristo entra en lo interno del mundo misterioso divino, en correspondencia con la entrada del sumo sacerdote veterotestamentario en el sancta sanctorum; toda la Iglesia terrena se corresponde tipológicamente con el pueblo que aguarda fuera. Aquí el sacerdote es únicamente Cristo, la Iglesia entera está frente a Él como «pueblo» (párrafo segundo). Puesto que se trata de correspondencias tipológicas referidas a modelos sensibles, nos encontramos, si atendemos al otro correlato, ante realidades pneumáticas: ante el Cristo pneumático y ante el nuevo pueblo de Dios pneumático.

3. El tercer párrafo del texto introduce ahora un nuevo plano de representación: el del culto eclesial. Para la sensibilidad del lector, el párrafo se acopla de modo tan extraño dentro del conjunto, que pronto dio pie a conjeturas, sin que éstas lograran superar lo paradójico del texto13. Si intentamos descubrir el fundamento de la argumentación genuina de Agustín, encontraremos aproximadamente este resultado: la imagen de la liturgia eclesial está fundamentadamente vinculada a la representación de la liturgia celestial. Agustín dice al respecto: Cristo entró él solo en el sancta sanctorum e hizo esperar fuera a todo el pueblo (incluidos los obispos). Así es, en efecto, «pues con el obispo está también el pueblo ‘dentro’ y ‘ora’ con él y responde a sus palabras; añadiendo como rúbrica el ‘amén’». Al principio, la argumentación parece extraña, por no decir ilógica. Del hecho de que el pueblo, junto con el obispo, esté «dentro», se prueba que ambos, pueblo y obispo, están «fuera». Pero si miramos con un poco más de precisión, descubriremos una lógica muy clara y, además, un retazo importante de dogmática cristiana antigua. Lo que hay que hacer es, simplemente, preguntar con precisión: ¿qué quiere decir «dentro» y qué quiere decir «fuera»? Evidentemente, «dentro» y «fuera» deben situarse aquí en planos diferentes. Puesto que la frase «con el obispo está también el pueblo ‘dentro’» se refiere a la liturgia eclesial, «dentro» quiere decir el canon. El «intrare in canonem» no es cosa sólo del obispo, sino de todo el pueblo: el pueblo entra junto con el obispo en la realidad interior del canon14. A partir de aquí puede quedar patente el razonamiento de Agustín. Nos dice que el modelo del A.T. es el siguiente: un sacerdote dentro y todo el pueblo fuera. La exégesis donatista lo explica así: un obispo «celebra», mientras todo el pueblo permanece «fuera» frente a dicha acción. Consecuencia: el sumo sacerdote veterotestamentario es tipo del obispo de la Iglesia, las exigencias de pureza que se aplicaban al sumo sacerdote en el plano «sárkico», hay que aplicárselas al obispo en el plano «pneumático». Agustín contesta: ¡no! El obispo no es el único que está «en» el canon; todo el pueblo está igual que él. Así se deduce con evidencia del orare cum illo y del amen. Ahora bien, si aquí el obispo y el pueblo son uno indiferenciadamente, esto quiere decir que no están en la relación de uno y muchos, sino que representan una comunidad única y, por tanto, no se les puede aplicar en esto el modelo veterotestamentario. Se trata de algo diferente. Se trata del caso en que realmente uno y sólo uno está «dentro», mientras todos los demás están fuera. Y esto sólo vale en el caso de Cristo, que después de su resurrección (según Hb 9,7) entró en el ámbito oculto del cielo: Intravit in secreta caelorum. Luego en el sumo sacerdote veterotestamentario no está prefigurado el obispo de la Iglesia, sino Cristo —sólo Él. Enjuiciado desde la perspectiva de ese «dentro» de los secreta caelorum, realmente todo el pueblo, incluidos los obispos, está «fuera», solloza y peca —podemos añadir. Desde esta perspectiva, el «cumplimiento» de la tipología veterotestamentaria no está, por tanto, en la liturgia de la Iglesia, sino sólo en la gran liturgia sagrada de Jesucristo mismo, tal y como se describe en la carta a los Hebreos. De esta forma, por tanto, se inserta sin desajustes el texto en el conjunto argumentativo del capítulo y se nos muestra en su totalidad y coherencia internas15.

Por medio de la exégesis agustiniana, la liturgia de la Iglesia se separa en este punto por primera vez del contexto figurativo propio de la liturgia veterotestamentaria y también del propio de la liturgia de la cruz y resurrección de Jesucristo. Seguirá siendo evidente que esos contextos han de tener su sitio, pero diferente del que les asignaban los donatistas. Ese sitio podemos determinarlo mediante un concepto agustiniano, que explicaremos más tarde, como un estar «entre los testamentos» (cf. § 23, 2b). El culto del A.T. era una realidad cerrada, consistente en sí misma, que se sitúa con respecto a la realidad nueva del Nuevo Testamento en una correlación que hemos de caracterizar con el concepto «copia». En contraposición con él, el culto de la Iglesia no es una realidad encerrada en sí misma, sino abierta. Lo cual es, a la vez, un más y un menos. Menos, pues no tiene lugar una representación completa de la totalidad; no aparece la supeditación presente en unus intus-multi extra. Más, pues la totalidad episcopus-populus ya no está ahora en una interioridad penumbrosa, supeditada a un sumo sacerdote representativo, sino al verdadero sumo sacerdote Cristo, que está en el verdadero «intus» de los «secreta caelorum». La liturgia de la Iglesia ya no es imagen, sino que la realidad misma resplandece en ella o, mejor: ella es una mitad de esa realidad, su foris. Es una parte de la realidad: verdaderamente, pues, «Nuevo» Testamento. Pero es, exactamente, sólo una parte y, además, «foris»: ¡todavía está fuera! El que incluso lo «interno» de la liturgia de la Iglesia sea todavía de «fuera» en el conjunto de la gran liturgia sagrada, representa el doloroso «entre», en el que se encuentra mientras tanto la Iglesia todavía.

Al intentar resumir los resultados obtenidos hasta aquí de nuestros esfuerzos en torno al concepto de pueblo de Dios, debe quedar de manifiesto lo siguiente: el concepto de pueblo de Dios abarca en Agustín tres niveles:

1. El «típico» pueblo del Antiguo Testamento. Es un pueblo en el sentido corriente del término, pero que tiene, además, la función de representar al «verdadero» pueblo de Dios venidero, sirviéndole como signum16. Por su propia naturaleza, «pueblo» no es una imagen, sino una caracterización objetiva expresada en el nivel normal de la formulación conceptual. En lo cual no hay nada teológicamente significativo, sino que se trata de una afirmación totalmente neutra. En este sentido son pueblo también los romanos, los griegos, etc. Lo teológicamente significativo le viene a esta afirmación cuando esta realidad normal, con sus caracterizaciones objetivas, aparece ahora como imagen de algo que está en un plano diferente.

2. El «verdadero» pueblo de Dios pneumático. Es evidente que en este nivel el término pueblo de Dios es «concepto» de una forma completamente diferente al anterior. Dado que la misma realidad que en él se manifiesta sólo tiene carácter de imagen, aparece también como metafórico el concepto que de ella se extrae. Cierto que éste es el único acceso hacia la realidad propiamente dicha, pero eso quiere decir que toda esa realidad sólo es asible por la vía de la imagen, de forma análoga17. Al menos, el rango del concepto es otro diferente al del ámbito no-teológico. La pregunta es la siguiente: ¿en qué medida está pensando Agustín en la Iglesia cuando habla del pueblo de Dios pneumatológico? Lo cual nos lleva al tercer nivel a tomar en consideración.

3. Igualmente es «pueblo» la comunidad laical. Yendo más allá, toda la comunidad eclesial visible puede caracterizarse sumariamente como pueblo de Dios18. Pero lo decisivo en ese caso es que con ello la Iglesia no desaparezca. Si no, ella sería, para más o para menos, sólo una variante. Pero ella es más. Ella es ya, en sí misma, la revelación y el cumplimiento del prefigurado pueblo pneumático, y esto es lo que quiere decir el concepto genuino de Iglesia. Para la pregunta de cómo hay que juzgar a la Iglesia visible, ya hemos adquirido algunos elementos de respuesta en la enseñanza agustiniana sobre la caritas y sobre el mundus intelligibilis. Ha debido quedar claro que el esfuerzo de Agustín se dirige, por un lado, a delimitar la figura provisional de la Iglesia de los pecadores frente a su figura consumada definitiva, y por otro lado, a comprender la Iglesia actual, también precisamente bajo el aspecto de su visibilidad, como la revelación real de la verdadera Iglesia. Por tanto, ya podemos afirmar que lo que a la Iglesia le hace ser la Iglesia de Jesucristo está precisamente en ese plano del concepto de pueblo de Dios en que éste no es sólo caracterización objetiva, sino que está sujeto a la analogía. Con lo que se produce una situación curiosa, en la que la apreciación de la Iglesia visible depende de su inclusión dentro de la idea de pueblo. Si Agustín la hubiese subsumido exclusivamente bajo la caracterización populus, objetivamente entendida, entonces la habría perdido en cuanto verdadera Iglesia neotestamentaria. En cambio, en la medida y alcance en que la entiende como el pueblo de Dios pneumático, sigue siendo, en sentido propio, Iglesia del Nuevo Testamento, Iglesia de Jesucristo. El problema del que a continuación hemos de seguir ocupándonos es determinar precisamente en qué medida lo hace así.

§ 16
La casa de Dios

1. La teología del edificio eclesial en Agustín

En tiempos de Agustín, más todavía que en los de Optato, África era rica en edificaciones de iglesias, que permiten reconocer una tradición en la construcción de Iglesias muy desarrollada y un gran gusto por la misma, a pesar de la paralización artística en esa época1. Como consecuencia, en Optato encontramos ya un aprecio del edificio eclesial desacostumbrado hasta entonces, y que, naturalmente, no se limitaba a Optato. Las excavaciones en Tabraca recuperaron un mosaico funerario, que puede datarse en el siglo IV o V, en el cual aparece representada una basílica completa, con esta inscripción aclaratoria: Ecclesia mater2. El edificio de la Iglesia es la figura visible de la madre Iglesia. Esto quiere decir, por una parte, que no agota su sentido en sí mismo, sino que apunta más allá de él, hacia la verdadera «madre Iglesia», pero también, a la vez, que este mismo edificio de la Iglesia se ha convertido, en gran medida, en expresión y figura representativa de esa Iglesia. Ponemos en duda, al menos, que en la inscripción citada resuenen pensamientos agustinianos, como opina J. Sauer3. Lo que parece es que la denominación de mater ecclesia aplicada a los edificios eclesiales era uso lingüístico generalizado. En todo caso, en esa dirección apunta un aviso desde el púlpito hecho por Agustín4, que se ha conservado, en el cual éste —hablando ciertamente el lenguaje del pueblo— llama constantemente mater ecclesia al edificio eclesial. Ahí se aprecia claramente el origen de esta denominación: es una referencia a la protección que asegura el espacio eclesial como lugar de refugio en virtud de las leyes imperiales (munimentum matris ecclesiae, etc.), incluyendo, además, el carácter general de protección y sostén de la comunidad propio de toda casa5. Si en este caso constatamos una manifestación propiamente cristiana, mejor dicho, teológicamente elaborada, acerca de la valoración de la casa de Dios, del mismo modo resulta claramente resaltado su origen en la opinión de la mayoría del pueblo reflejada en la queja de las masas que nos relata Agustín tras la conquista de Roma por los godos: «¿Dónde están los monumentos de los apóstoles? ... Qué desolación soporta Roma: ¿dónde están los sepulcros de los apóstoles?»6. Lo que está en el trasfondo, tal y como sabemos por otra serie de sermones, pero sobre todo por los libros de La Ciudad de Dios, es una velada referencia al auxilio que antiguamente aseguraban los templos de los dioses y que ahora no han proporcionado las tumbas de los santos. En este punto se sitúa el origen de toda la polémica de Agustín contra el paganismo, el problema fundamental de su obra mayor —nos referimos a La Ciudad de Dios. Y esto es con razón, pues en ninguna otra parte aparece tan puesta de manifiesto como aquí la estructura interna de ambas religiones. Sin embargo, de ello hablaremos en otra ocasión. Mientras tanto, ahora podemos adelantarnos con esta constatación: la casa de Dios cristiana y el templo pagano son comparados en el mismo plano único, valorando a los santos cristianos en paralelo con los dioses paganos, presentes en cuanto poderes protectores, que son invocados y venerados en dichos lugares7. Pero también prescindiendo del paganismo manifiesto de la última opinión, que de forma igualmente natural aparece en grados diversos, Agustín ha empleado a disgusto la yuxtaposición equiparadora de la casa de Dios y el templo, y siempre sólo como un paso previo. La encontramos por primera vez cuando Agustín, en sus respuestas a los reproches de los paganos, hace referencia a la protección que proporcionaban los memoriales cristianos, en contraposición completa con los templos paganos, que no eran reconocidos como sagrados por los demás pueblos, dado el carácter estrictamente nacional de sus divinidades8. Tomando pie de esta condición del edificio eclesial como lugar de refugio público y como espacio vital compartido surgió, según hemos visto, su denominación como «madre Iglesia». Advirtamos que esta idea de maternidad está en contraposición con la que nosotros ya conocemos de Agustín, según la cual la maternidad es atribuida a la comunidad de los santos, que es dadora de vida. Dado que, por una parte, no hay indicios de que Agustín haya hecho suya la simplificación popular de esta idea, y es seguro, por otra parte, que ha empleado este término, cobra entonces fuerza la hipótesis de que Agustín ha visto en este asunto una línea de contacto entre el término popular y su propio pensamiento teológico. La máxima aceptación de las representaciones paganas de su tiempo la muestra Agustín hacia el final de la civitas Dei, en el contexto de las narraciones sobre milagros, que hace ya tiempo han sido enjuiciadas como expresión de una ulterior evolución en el pensamiento de Agustín9. En este punto Agustín contrapone a los paganos que los milagros que se supone han tenido lugar en los templos paganos no resisten la comparación con los acaecidos en nuestras memorias de mártires10. Pero si prescindimos de esta evolución tardía, que, por lo demás, nunca llegó a situarse en el centro del pensamiento de Agustín, lo que se plantea, en definitiva, es la pregunta: ¿qué teología es la que pone Agustín en relación con la realidad evidente de la casa de Dios cristiana?

La respuesta a esta pregunta nos lleva al centro de la confrontación de Agustín con el paganismo, asociada a su superación del problema del Antiguo Testamento. Es cierto que paganismo y Antiguo Testamento son fundamentalmente diferentes, dado que uno está al servicio de los ídolos y el otro sirve al Dios vivo. Pero tienen en común que ambos practican un culto que se desarrolla exclusivamente en el mundus sensibilis. Ambos adoran a la divinidad mediante monumentos externos, visibles, y mediante actos del hombre exterior; ambas religiones se agotan en su expresión última, bien pongan ésta en múltiples templos o en el templo único. Pero Dios habita, por así decirlo, en una dimensión completamente diferente, concretamente en el mundus intelligibilis. Por eso la verdadera adoración de Dios tiene lugar en un templo en comparación con el cual el del Antiguo Testamento es sólo sombra y prefiguración, como todo el Antiguo Testamento en cuanto tal. Y ese templo es: el cuerpo de Cristo. Y el cuerpo de Cristo somos nosotros11. Esta respuesta incluye dos aspectos:

a) El equivalente cristiano de la realidad pagana del templo no es la casa de Dios, sino «nosotros», es decir, la comunidad de Dios, el pueblo de Dios. Mediante este rodeo es como adquiere también su significado el lugar de reunión del pueblo de Dios, en la medida en que éste llega a representar al pueblo mismo: ... appellamus ecclesiam basilicam, qua continetur populus, qui vere appellatur ecclesia, aplicamos el nombre de iglesia a la basílica en la que se reúne el pueblo que lleva este nombre en su sentido propio12. Esto quiere decir: al comparar el templo pagano con la casa de Dios cristiana no están ambos en el mismo plano, pues mientras que el templo pagano (o también el templo de Salomón) representa una realidad sustentada en sí misma, la casa de Dios cristiana, en cambio, es sólo y exclusivamente imagen de la casa verdadera: la comunidad de Dios viva. Partiendo de este presupuesto, Agustín traslada las realidades del culto visible, en cuanto imágenes, a la comunidad. Los memoriales de los mártires no están definitivamente ligados a lugares, sino que están «en ti»13; las candelas de la noche del viernes santo evocan en Agustín al Dios que hizo brillar la luz en la tiniebla y que quiere iluminar nuestros corazones, y lo que se celebra en la casa de Dios es también una llamada a los cristianos para que suceda lo mismo también en el habitaculum verum Dei, en la conciencia, y para encender en ella las candelas de la justicia14.

b) Ese templo de Dios vivo que es la comunidad recibe ahora su caracterización más precisa al ser designado como «cuerpo de Cristo». Los conceptos «pueblo de Dios» y «cuerpo de Cristo» no sólo están, por tanto, muy próximos entre sí, sino que se interpretan mutuamente. Teniendo esto en cuenta, se nos plantea con insistencia una pregunta: ¿qué quiere decir «cuerpo de Cristo»? Si lo entendemos en relación con la comunidad litúrgica resulta sin más evidente que nos remite, en primer lugar, a la comunidad del cuerpo eucarístico, cuyas consecuencias metafísicas ha puesto Agustín de manifiesto más claramente que sus predecesores. Pero de esto hablaremos más adelante. Todavía nos falta indicar otro aspecto: en este punto recuperamos de nuevo el hilo abandonado de la controversia antidonatista. Pues, en último término, su cisma se caracteriza por un erigere altare contra altare, lo cual no quiere decir, a primera vista, sino erigir nuevos lugares de culto frente a los ya existentes15. Aunque este hecho externo oculta ciertamente el verdadero motivo, que ni siquiera aparece formulado en la acusación: la destrucción de la comunidad del cuerpo del Señor. En este caso, el espacio externo tampoco tiene ninguna significación propia, sino que sirve únicamente para representar al pueblo de Dios, al cuerpo de Cristo16.

Lo que debemos retener como resultado completo de esta investigación es que no se desarrolló una teología de la «casa de Dios» por relación al lugar de reunión de la comunidad, sino que esa casa es sólo la imagen que conduce hacia el «pueblo de Dios» y el «cuerpo de Cristo». Esto podría ser discutible. Pues en la pregunta acerca del pueblo de Dios ya aparecía que este nombre, allí donde es empleado en sentido propiamente teológico, tampoco permite captar la realidad pura, es más, que en dicho sentido quizá ni siquiera sea alcanzable la objetividad dentro del ámbito teológico. Pero si miramos con más precisión, veremos que hay que distinguir una imagen de otra. Observemos el siguiente hecho peculiar: Agustín rechaza un templo que pertenece al mundus sensibilis, al mundo de lo puramente visible. Pero como contrapartida no exige una adoración de Dios puramente interior y espiritual, sino que considera como templo verdadero la comunidad cultual cristiana, tal y como ésta aparece visiblemente en la celebración de la eucaristía. También este culto se desarrolla mediante signos visibles y también este templo está hecho con las piedras visibles de hombres vivientes. Pero hay ciertamente una diferencia entre lo uno visible y lo otro visible. En la visibilidad atribuida al paganismo y al Antiguo Testamento, lo determinante es exclusivamente el momento del mundus sensibilis, mientras que en la visibilidad de la Iglesia cristiana la supremacía la tiene ya el otro mundo17. También en este caso lo visible debe ciertamente su relevancia a aquello que no se ve, pero lo decisivo es que tiene esa relevancia. Según esto, la visibilidad de la Iglesia católica se diferencia internamente de la visibilidad propia de las religiones paganas y de la religión del A.T. Así se explica que Agustín llame el verdadero templo a esta Iglesia católica en su vida sacramental. Cuando tenemos en cuenta esa diferenciación de la realidad resulta claro también que debe haber una diferenciación de las afirmaciones acerca de esa realidad. Centrémonos ahora con más precisión en el hecho que plantea nuestra pregunta. Tenemos el hecho de que la realidad de la casa de Dios es imagen de la realidad de la comunidad de Dios, del pueblo de Dios. En su realidad inmediata, este último tampoco es ahora todavía la Iglesia en cuanto tal, sino que muestra a ésta vestida con el μὴ ὄν de los pecadores, aunque, a la inversa, nos permite asir su realidad propiamente dicha gracias a la mediación de ese revestimiento. Si entendemos ambas, la casa de Dios y la comunidad, como imágenes de la realidad genuina, entonces captaremos la diferencia entre la primera imagen, que permanece por completo fuera de la realidad, y la segunda, que se inserta en la realidad misma y de alguna forma la configura. En la práctica se trata de la misma diferencia, que más adelante tendremos que explicar con más precisión, entre la imagen veterotestamentaria y la eclesial. Basándonos en esta diferenciación, habrá también que establecer de pleno también dentro del ámbito teológico la diferencia entre imagen y concepto. En cuyo caso, sin embargo, «concepto» adquiere un sentido nuevo: todo concepto queda supeditado en cierta medida al carácter plástico de la imagen. No estamos ante una mera contienda verbal, como se verá claro más adelante, cuando apoyándonos en esta comprensión de «concepto» expliquemos que para Agustín el «concepto» de Iglesia más apropiado es el de «cuerpo de Cristo» —una palabra, por tanto, que nunca podría alcanzar el rango de concepto sobre la base de una creación conceptual puramente profana.

En este contexto hemos de tener en cuenta que el rango de imagen que hemos atribuido a ambas denominaciones de «casa» y «comunidad» no equivale sin más a los términos conceptuales correspondientes de «domus» y «populus». Pues, en efecto, lo llamativo en lo que llevamos expuesto es, precisamente, que en la mayoría de los casos la realidad dada de la casa de Dios no aparece designada con los términos casa de Dios, sino que nos lleva inmediatamente a la palabra comunidad18. Pues el punto de partida colocado en el templo pagano o en el salomónico trajo consigo, en cambio, la valoración de la comunidad como vivum templum, quedando claro que entre ambos se da la relación descrita entre imagen y concepto19.

2. Conexión con la teología bíblica de la casa

Debió ser sobre todo la palabra de la Escritura, junto a las realidades mencionadas, la que dio a Agustín ocasión para desarrollar su comprensión de la Iglesia como casa de Dios19a. Hay dos conjuntos principales de pensamientos que podemos distinguir en este punto: el primero gira en torno a los motivos de la domus dei (templum) e inhabitare, y el segundo, en torno a los términos fundamentum y aedificare.

a) En Agustín, los términos de casa y también de templo de Dios no evocan tanto la connotación de una adoración suplicante de la divinidad, sino que la representación dominante es más bien la de inhabitación20. En este punto, Agustín tiene presente primero la inhabitación divina en cristiano individual y entiende a éste como templo, apoyándose en la Escritura. Esto le resultaba posible a él con más facilidad por estar habituado, tanto a partir de la Escritura como de la tradición teológica, a designar al cuerpo humano también como casa21. Pero el acento no recae sobre esto. De lo que se trata mayormente es de la inhabitación del Espíritu. En este caso, Agustín tuvo seguramente la suerte de poder conjugar las especulaciones de su época juvenil sobre el templo divino en el hombre interior22 con aquello que, gracias a Tertuliano, se había convertido en tradición teológica occidental23: la interpretación del «templo de Dios» a partir del espíritu divino en el interior. Si se mira con más detenimiento, se observa ciertamente una profunda diferencia. Pues si la comprensión de la idea de templo divino que ofrece Tertuliano la podríamos caracterizar como pneumática y eclesial, la del joven Agustín sería intelectualista e individualista. Ambas concepciones colocan al obispo de Hipona ante problemas decisivos, en su nuevo esfuerzo por comprender la Iglesia: ante la tensión entre spiritus Dei y corpus Christi, ante la pregunta por la esencia del culto cristiano, y por la relación entre la interioridad humana y el espíritu comunitario eclesial. La expresión templum Dei se convertirá así en el punto donde más claramente se dará la confrontación con su propio mundo mental, con su ambiente circundante, interiormente todavía muy arraigado en el paganismo, así como también con la gran tradición teológica. Evidentemente, todo esto no aparecía por ninguna parte en la polémica antidonatista, situada en un plano completamente diferente, en el que únicamente llegaba a insinuarse. Dejémoslo nosotros aquí igualmente sólo en insinuación, para volver sobre la cuestión más tarde, en el amplio contexto en el que tiene su lugar apropiado.

b) La segunda serie de pensamientos arranca del dicho del Señor a Pedro: tú eres la roca y sobre esta roca construiré mi iglesia (Mt 16,18). Este dicho se relaciona normalmente con la parábola que viene a continuación del sermón de la montaña, la del hombre prudente, que construyó su casa sobre roca, y el necio, que la edificó sobre arena24. En este mismo contexto son empleadas tanto petra como columba (bautismo) y caritas (eucaristía) como denominaciones de la ecclesia sancta, concretamente en su relación con el poder de perdonar pecados, como aparece atestiguado en el bautismo y la penitencia: De bapt III 18,23 col. 150; VI 29,56 col. 216. Sobre las cuestiones de la doctrina del primado implicadas en este punto, cf. K. Adam, «Cyprians Kommentar...», pp. 104-117; Hofmann, 315-324. La parábola contiene para Agustín, con evidencia, la exégesis del mismo Señor de su promesa a Pedro. En ella queda claro que el fundamento sobre piedra se alcanza mediante la recta acogida de la palabra de Cristo, mediante la fe. Por tanto, si la Iglesia se fundamenta sobre Pedro, no es sobre su persona, sino sobre la fe de éste25. La Iglesia se fundamenta en la fe del hombre en Cristo —pero esto quiere decir: en Cristo mismo. Por la vía de la fe en Cristo consigue Agustín, de nuevo, fundamentar la Iglesia sobre Cristo mismo: el fundamento de la Iglesia es Cristo. «Non enim dictum est illi: tu es petra, sed: tu es Petrus. Petra autem erat Christus»26, esta frase muestra que el verdadero cimiento de la Iglesia es Cristo (petra) acogido en la fe (Petrus). En este momento añade Agustín la conexión con un tercer pasaje de la Escritura, que es citado con frecuencia en este contexto, 1 Co 3,11 ss.: nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo27. El mismo sentido extrae también nuestro doctor de la Iglesia del pasaje en Mt 5,14: la ciudad situada en la cima de un monte. La ciudad es la Iglesia, el monte sobre el que está edificada, Cristo28. Tenemos aquí, a la vez, una transición evidente hacia la doctrina de la civitas Dei29. La imagen completa de la Iglesia que va así surgiendo es la de una casa viva, cuyo cimiento que la sostiene es Cristo y cuya forma propia consiste en la fe en Cristo. Resulta entonces clara la configuración interna de la Iglesia sobre Cristo. A esto apuntan también en definitiva todos los textos mencionados, a poner de manifiesto la unidad en Cristo de la Iglesia. Llamará la atención que, igual que en la idea de pueblo de Dios, también ahora se prescinda de las separaciones jerárquicas. Toda la Iglesia es la casa de Dios, igual que toda la Iglesia es el pueblo de Dios. Y también la expresión casa de Dios está en el mismo plano interno en el que la Iglesia es verdaderamente Iglesia: en el ámbito de los verdaderamente santos. Situándose también bajo el mismo claroscuro que recubre por completo el concepto de Iglesia en Agustín.

c) Esto queda todavía más claro en el frente propiamente antidonatista de la idea de casa. No se trata en este caso, como puede comprenderse, del estar edificados en la fe, pues esto lo tenían de hecho los donatistas en común con la Iglesia católica. Por la mera fe no se levanta todavía la casa de Jesucristo. Ésta se construye más bien por la fe que obra en el amor (Ga 5,6)30. Así, la trabazón de todo el edificio consiste en la caritas, que es su argamasa interior, que mantiene compacta esta casa y la construye como tal. La fe por sí sola no nos edifica, sino la fides unida a la caritas. Esto no quiere decir sencillamente que la fe debe ir acompañada de las obras —pues éstas puede tenerlas también el donatista, sin que por ello tenga ya la caritas31; sino que significa, más bien, que Cristo no está sin la Iglesia, y que, consecuentemente, la fe en la palabra de Jesucristo debe ir acompañada de la unidad en el sacramento de la Iglesia. También podríamos formularlo de esta manera: no es suficiente el bautismo, sino que debemos añadirle la comunión con el cuerpo del Señor, es decir, con la Iglesia representada en el pan eucarístico32. Éste es garantía de salvación, en sentido estricto; debiendo añadir ciertamente que Agustín, por supuesto, sólo considera verdaderos comunicantes a los santos33. Aquí la negación del μὴ ὄν se introduce en el centro del ámbito jurídico-positivo de la celebración sacramental. En ese sentido podemos hablar en este punto de completa identidad entre caritas y pertenencia a la comunidad eucarística. Por lo tanto, pertenecer a la compages caritatis no quiere decir otra cosa sino pertenecer al cuerpo de Cristo, y esto a su vez, no quiere decir sino recibir la eucaristía, en un sentido «verdadero». Vemos cómo, precisamente de esta forma, mediante la depreciación de lo visible, esto se convierte en una realidad sagrada interna, en una presencia de lo invisible. A partir de aquí ya resulta claro lo que Agustín quiere decir con la delimitación del templo a la compages caritatis. Agustín, evidentemente, no se pronuncia con ello por la renuncia al sacramento y por una comunidad puramente de sentimiento de amor cordial. Y si la caritas tiene su lugar en el cor del hombre, éste se ve colocado también en el centro del orden visible de los sacramentos mediante el «sursum cor», que ve Agustín como la ley fundamental de la liturgia34 y que caracteriza a ésta como un culto del «hombre interior», así como, a la inversa, ese culto une a la celebración visible de la Iglesia.

En este punto, que de nuevo nos ha llevado al centro de la lucha de Agustín con el cisma africano, llega también a su término nuestro recorrido por esta parte de la teología agustiniana35. Si ahora preguntamos de forma sumaria por el resultado de nuestra pregunta, podemos comprobar lo que sigue. Para Agustín hay dos motivos fundamentales que son los dominantes en esta confrontación: el de la catholica y el de la caritas. La catholica es la Iglesia universal, que se revela como una mediante la comunión en el cuerpo del Señor. En ella, la pluralidad de pueblos está unida en Cristo y de esta forma es el pueblo único de Dios36. Sólo en unión con esa Iglesia alcanza el hombre la salvación. Lo genuinamente creador de salvación en la Iglesia es la caritas. Externamente está representada en el sacramento del cuerpo del Señor, pero en su realidad interna consiste en la comunión del Espíritu de Cristo. En este punto es donde se plantea el problema del «doble concepto de Iglesia». Las siguientes afirmaciones sobre la Iglesia están enmarcadas dentro de esta estructura fundamental. El pueblo de Dios es la comunidad, que representa la unidad de los que se ofrecen junto con Cristo; casa de Dios se refiere al ser uno interiormente en el Espíritu de Cristo, que ciertamente no se da sin ser uno en el cuerpo de Cristo. Con todo esto podemos reconocer ya una cierta línea que une las diferentes representaciones, aunque necesite todavía de una clarificación ulterior.

Notas

§ 15
El pueblo de Dios

1 Para todo lo referente a las cuestiones filológicas pertinentes, se debe consultar detalladamente J. Eger, Salus gentium. En la nota 69, p. 293, indica que en muchos casos el plural tiene la significación del singular, y subraya especialmente el paralelismo con el griego en λαός-λαοί. Aunque yo quiero poner en duda que populi se corresponda sin más con λαοί. Lo correcto es la observación de que el populus está formado a partir de los populi. Eger descuida, no obstante, el re - coger populi como término para designar la comunidad. En mi opinión, es así como se esclarecen expresiones del tipo nationes populorum: las diversas estirpes de pueblos de la comunidad eucarística. En contraposición, populus (plebs) gentium: el pueblo de Dios a partir de los paganos. En paralelo con la expresión nationes populorum está populi (populus) nationum. He aquí las pruebas que encontramos en los textos de Agustín: Ps co part Don col. 26 (plebs-episcopi), col. 27 (populi-episcopi); Co ep Parm I 3,4 cols. 36 s.; II 4,8 y 9 cols. 55 s.; II 8,17 col. 61; 13,28 col. 71 (in populo. También se emplea el singular, aunque es menos frecuente. En un pasaje paralelo, De bapt I 1,2 col. 109, se dice: inter laicos); III 6,29 col. 106; De bapt IV 8,11 col. 161; V 5,5 col. 180; Co litt Pet II 14,31 col. 267 (aquí populi está en una cita de Petiliano); 61,138 col. 305; 83,184 col. 316; 108,246 col. 345; III 3,4 col. 349; Brev coll cum Don I 5 col. 615; De gest c Em 5 col. 700; 7 col. 702; Ps-Aug., De unit eccl 5,9 col. 397; 6,14 col. 400. Populi en sentido profano, en De bapt V 9,11 col. 182. Para el conjunto, cf. mis «Notas terminológicas preliminares» del cap. 9.

2 Serm. Guelf XVIII, 2 Morin 500.

3 De bapt II 13,18 col. 138. Esta forma de hablar es en sí misma ya antigua. Agustín, por ejemplo, cita una sentencia del obispo Félix de Amacura en el concilio provincial africano, dirigido por Cipriano, relativa a la validez del bautismo de los herejes, en la que designa como duo populi a católicos y heréticos: De bapt IV 40,77 col. 221. En el núm. 78, Agustín aclara esta expresión diciendo: duobus populis, i.e. suo et extraneo; la diferencia está en que al referirse al verdadero populus, Agustín empieza a vincularlo con la mirada a la Iglesia universal, más allá de la iglesia local.

4 Ya he expuesto detalladamente la concepción fundamental de la unidad y de la división eclesial en Optatus. A este respecto, la situación en tiempos de Agustín sigue todavía, claramente, sin cambiar. Cf. Ps c part Don col. 25: Sic fecerunt scissuram et altare contra altare. Por traer todavía un testimonio de parte donatista, de la equivalencia entre pertenencia a la Iglesia y pertenencia a la eucaristía: Co Gaud I 37, 48 col. 736; ... in ipso concilio statuistis, ut «qui nobis inviti communicaverunt» ... Podemos encontrar fácilmente otras citas semejantes.

5 Serm Guelf I, 8 Morin 447.

6 Quisiera expresarme con cuidado, porque es cierto que la misma expresión unus populus no aparece en este contexto, sino que sólo puede ser deducida a partir de la forma de hablar de duo populi, católicos y donatistas. En todo caso, en determinados casos podemos emplear el significado de populus que ahora se está desarrollando para aplicarlo a las expresiones populus christianorum, populus christianus, etc. Cf., por ejemplo, De bapt IV 21,28 col. 173: Cornelio empezó a estar «in plebe christiana»; cf. De civ Dei XVI 41 PL 41/519: propter populum christianum, in quo Dei civitas peregrinatur in terris; XVI 35 col. 513 ... maiorem populum Iudaeorum minori populo christiano serviturum; la expresión Graeci populi christiani en XVIII 43 col. 603 se comprende ya, después de lo dicho, sin necesidad de más explicación. Cierto que la verdadera división agustiniana no es la que hemos presentado, sino la que separa entre populus Dei y diaboli. Cf. infra. Esta división se corresponde con la separación concreta en la medida en que se corresponden Iglesia católica e Iglesia santa.

7 Koster, Ekklesiologie im Werden, Paderborn 1940, pretende declarar el concepto «pueblo de Dios», en este sentido, como el único concepto de Iglesia correcto. No se percata así de que éste es sólo un plano del multiforme concepto de pueblo de Dios, e incluso uno de los más tardíamente desarrollados. El concepto neotestamentario de λαός τοῢ θεοῢ, en el que se apoya, tampoco se corresponde ciertamente con él. En este punto habría que tener en cuenta el proceso, enteramente complejo, del desarrollo del derecho eclesial, que discurre ampliamente en paralelo con el desarrollo de la idea de pueblo de Dios. La comprensión de pueblo de Dios que tiene el prof. Mörsdorf (cf. Kirchenrecht I) me parece, igualmente, que acentúa demasiado este único aspecto indicado. Más adelante prestaremos atención al hecho de hasta dónde R. Sohm, que destacablemente emplea el concepto de pueblo de Dios como un concepto fundamental, sin embargo, lo interpreta mal. Es muy importante, en conjunto, advertir que si bien Agustín fue el primero (junto con Ticonio) en separar drásticamente entre los dos planos, sin embargo, por otra parte, de alguna forma siempre se esforzó por unirlos.

8 Co ep Parm II 7,12 col. 57.

9 Ib. 8,15 col. 59.

10 Ib. 4,8 col. 55.

11 Esta caracterización apenas puede encontrarse dentro de los escritos polémicos antidonatistas; me ocuparé de ella en otro contexto. En este pasaje Agustín coloca ya enfrente la civitas dirigida por el diablo, «quae mystice Babylon dicitur». II, 49 col. 56. El diablo es princeps alterius mali populi. Sobre la postura de Agustín en relación al ministerio episcopal, cf. especialmente De gestis cum Em 7 PL 43/702: Propter nos nihil sufficientius quam christiani fideles et obedientes sumus: hoc ergo semper simus. Episcopi autem propter christianos populos ordinamur: quod ergo christianis populis ad christianam pacem prodest, hoc de nostro episcopatu faciamus.

12 Junto con la lengua litúrgica comunitaria, el A.T. es, por tanto, el segundo punto de arranque importante a la hora de caracterizar a la Iglesia como pueblo de Dios. Para esto, cf. Ps co part Don col. 29 centro; Co ep Parm II 3,6 col. 53; 8,17 col. 60; III 4,23 col. 100; De bapt I 15,23 col. 122; III 19,25 col. 151; IV 24,31 col. 174; Co litt Pet II 59,134 col. 304; 72,162 col. 309; 105,240.241 cols. 343 s.; Brev coll cum Don III 9,17 col. 633. Ps-Aug, De unit eccl 5,10 col. 398; 7,16 cols. 401 s.; 13,34 col. 417. No hemos recogido los pasajes que contienen la expresión «populus Dei» en citas del A.T.

13 En total son tres las versiones textuales que pueden extraerse (según el aparato crítico de CSEL):

  1. La que reproducimos. Se apoya principalmente en los Codices Casinensis (siglo XI; que Petschenig caracteriza como «.... librum praestantissumum ex archetypo saeculi sexti vel septimi diligenter descriptum»); Mantuanus bybl. urb. A. II 2 (siglo XII); Cod. Pistoriensis bybl. coll. can. 89 (siglo XI; «liber sane bonus per alium codicem ex eodem fonte quo D [= Casinensis] derivatus est».
  2. La versión del texto maurino (+ Migne PL 43,59): Nam cum episcopus solus intus est, populus et orat cum illo et ... Se apoya en el Cod. Parisiensis 13370 (siglo XII); la misma versión aparece, a falta del solus, en el Cod. Vaticanus (finales del siglo XI).
  3. El Cod. bybl. Mazarini 272 (siglo XII) trae: Nam cum episcopuo sanus intus est populus ... Esta versión es recogida por los maurinos como variante de la editio Amberchiana (junto con los códices Gallicani Michaellinus y Pratellensis). En su contenido representa sólo una ligera variante con respecto a la 1a y desde el punto de vista de las fuentes y lingüístico no hace falta tomarla en consideración.

También hay que descartar la versión de los maurinos; en primer lugar, por lo que respecta a los manuscritos, pero, después, también por el contenido, pues reproduce una teología simplificada y menos originalmente agustiniana: cf. nota 15.

14 Sobre la expresión «intrare in canonem» véanse los antiguos sacramentarios y Ordines, por ejemplo, en el Gelasianum, I I,3. Dom, quae pro scrutinis electorum celebratur (Wilson, p. 34), trae en el memento antes de la consagración esta indicación «rubricística»: Et taces et intras. Cf. Ordo Rom I 16 PL 78,945: Quem (sc. Hymnum angelicum) dum expleverint, surgit pontifex solus et intrat in canonem.

15 Con esto se evidencia ahora también por qué la versión de los maurinos resulta imposible. Ésta supone que el obispo está «dentro» y el pueblo «fuera», y que de este modo reza con él y le responde «amén». Pero, en este supuesto, la frase debería también valer para probar que todos —incluido el obispo— están fuera, con lo cual se daría la paradoja, en el caso del obispo, de que partiendo de su estar-dentro litúrgico se probaría su verdadero estar-fuera con los otros. Pero éste no es el reproche decisivo contra la versión. Pues significaría una intensificación de la paradoja que de alguna forma ya se da. Lo decisivo es, más bien, que de este modo nos encontramos ante una concepción de la dignidad episcopal que resulta imposible en boca del antidonatista Agustín. Para Agustín se trata de rechazar, sobre todo en Co ep Parm, una contraposición entre obispo y pueblo más allá de lo externo. Cf. Co ep Parmintrare in canonemcomo al obispointra canonemEpiscopusintus est