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Las mujeres del sacerdote

Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech
(Del himno para la ordenación sacerdotal)

Pedro Sevylla de Juana

Milagro del amor y el sacrificio,
a mi nieta Adriana, que nacerá en diciembre.

© Pedro Sevylla de Juana

© 2012 Bubok Publishing S.L.

Ilustración de portada: Elevación del Sol

Pedro Sevylla, técnicas digitales

ISBN papel: 978-84-686-1781-7

ISBN ebook: 978-84-686-1782-4

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok

No hay nada más sospechoso de falsedad que lo evidente

(Cesáreo Gutiérrez Cortés)

A la vida: laberinto, escuela, promesa y acicate

Índice

Capítulos

Primero

Segundo

Tercero

Cuarto

Quinto

Sexto

Séptimo

Octavo

Noveno

Décimo

Undécimo

Duodécimo

Decimotercero

Decimocuarto

Decimoquinto

Decimosexto

Decimoséptimo

Decimoctavo

Decimonoveno

Capítulo Primero

Se llama Herminia. Nombre que dejó de oírse hace tiempo en el ambiente burgués de Barcelona: familias cerradas que se saben obra del esfuerzo y las circunstancias favorables. Núcleo trabado de apellidos viejos, reiterados con verdadera insistencia, que explican la particular posición de las ramas respecto al tronco. Para los de casa es Mina, pero sus amigos, y los tiene a decenas, la llaman cada cual a su modo: desde Abella, abeja en castellano; a Burbuja, Bombolla en catalán. La Nena, le dice Cristóbal con un cariño evidente; y Herminia aprecia el tono y el apelativo. Dotó la naturaleza a la muchacha de una habilidad prodigiosa para los trabajos manuales, y de ingenio e inventiva sobre lo que se considera normal en la gente de su entorno. El ejemplo de Mercedes logró acercarla sin prejuicios al trabajo; de modo que a los dieciséis años, motivados por la excelencia de las notas, recibía elogios y predicciones favorables.

Sus padres edificaron el mundo de la adolescente dentro del suyo; y a esa edad temprana exhibía un deseo imperioso de romper las paredes, agobiantes por cercanas e ineludibles. En el mundillo joven desparramaba sus afectos, manteniendo a los mayores a considerable distancia. Obraba como si el Universo estuviera formado por dos únicos planetas, viajeros a través de los espacios interestelares. Uno de formación reciente -valles profundos y montañas elevadas- poblado por muchachos de su misma edad. El otro, muy experimentado: rocas descompuestas y altitudes erosionadas; habitado por personas mayores. Entre ellas Mercedes, madre amantísima; y Cristóbal, padre tolerante; que confiaban a sus brazos la tarea de dar alcance al primero. Remaban en la corriente gaseosa buscando un acercamiento que les permitiera permanecer junto a Mina; y la niña, ayudada por los compañeros -Abella, estel, bombolla- batía los remos tratando de lograr una autonomía imposible. Se demostraban parejos los deseos de escape y las fuerzas de atadura; de manera que equilibraban la persecución, y ambos mundos se mantenían a una distancia razonable.

Algún indicio proporcionaba el estudio de las similitudes al que se aplicaban las voluntades paternas, dificultoso examen de los compañeros de aula y los amigos del barrio, uno a uno y en grupo. En sí mismos continuaron la búsqueda esclarecedora del misterio, en su propio interior transformado, emulsión impresa de la memoria antigua. Lo que ellos creían ser a la edad de la hija escrutaron. Indagaron en los testimonios de adolescentes crecidos en cualquier lugar y época, en los ensayos escritos por investigadores.

Iban tras el quid aclaratorio del comportamiento gregario, de esa sociedad joven e impenetrable, del recelo opuesto a los adultos: maestros, padres, parientes y vecinos. Atrincherados en la habitación, los muchachos de hoy afirman estudiar, escuchar música o redactar un periódico según los dictados de los profesores. La realidad los ve aislarse en una república propia, para la que emiten moneda de curso legal, objetos de trueque que ellos valoran: historietas dibujadas, carteles provocadores, discos musicales, prendas raídas. Exigen pasaporte a quien sobrepase los veintidós años de edad, y el conocimiento del santo y seña en vigor. Hablan una jerga tornadiza que no acaban de dominar, y toda su inquietud estriba en mantener vivo el derecho de pertenencia al grupo, siguiendo el avance de las condiciones de integración. Incomodísimo ejercicio que, de repente, abandonan.

Analizaban los padres el indumento de los colegas de Mina, la forma de peinarse; porque han hecho estandartes los jóvenes, signos excluyentes, de prendas y peinados. Llevó Mercedes a Cristóbal a una reflexión que podía develar el secreto: Nosotros, adultos, les hemos enseñado el rito; de nosotros han aprendido a cerrarse. Es cierto, desaprueban el proceder inconsecuente que nos resulta tan querido, y el decir cotidiano cargado de tópicos y frases vacías. Se manifiestan cohibidos en nuestra presencia de jueces, hacen oídos sordos y, si pueden, nos esquivan. Somos injustos con ellos: alegando incomprensión, asegurando que lo suyo es el juego y la broma, no les hacemos partícipes de las inquietudes. Son cosas de adultos, nos oímos decir, dejándolos al margen, sin conciencia de estar obrando mal. La conducta de Mina es imitación o rechazo de la que ve en las llamadas personas mayores; puede que Mercedes desentrañara con su conjetura el enigma. Gaietà, sólo dieciocho años, y su madurez semeja la de un anciano. Es fácil percibir que se toma la aparente realidad en serio.

Domesticat!, ¡sotmès! –le dice la hermana crecida a su costado; un solo rodrigón los preserva erguidos y el mismo alcorque calma su sed- amansado, domado, vendido. -Enreda Mina, quien lo presiente de los padres sabiéndolo suyo sin mengua.

Gaietà, dispuesto a dar por ella la vida, no es capaz de acompañarla si ha de abandonarlos. Su ánimo se esfuerza hasta el límite; desde la hermana a los padres alarga los brazos y, desgajándolos de su estribadero en los hombros, no logra hacerse vínculo firme y durable.

-Què dius noia?; soy dos años mayor que tú, tengo amigos con los que me entiendo a las mil maravillas, y lo sabes. Pero eso no impide que vea al pare y a la mare persiguiendo nuestro bien al ir tras el suyo.

-Ja –Dice eso; y el monosílabo alberga la negación de la conformidad más allá de la duda.

Un método destinado a la prolongación de la humanidad, explicó Cristóbal a sus hijos, niños listos de diez y doce años, utilizando un símil que, por cercano, creyó comprensible. Decía: “Imaginad un pino del que penden piñas a punto de madurar. Sabéis que, llegado el momento, se abrirán las uñas para lanzar los piñones a considerable distancia. Caídos en tierra, con ayuda de la humedad, originarán nuevos pinos capaces de continuar el proceso. Vuestra madre y yo, somos, en tal caso, una de las piñas que liberan sus frutos propagando la especie. Vosotros, flamantes eslabones de la cadena humana, nos sucederéis en la tarea”.

Lo entendían, Cristóbal sabe que lo entendían; pero ¿no hubiera resultado más sencillo abordar, sin escamoteo alguno, la reproducción de las personas partiendo de la pareja y su propia sexualidad? Mercedes debió de hablar con Mina de mujer a mujer, porque el día que descubrieron a la hija abrazada a un muchacho mayor, contestó al aviso del marido: ¡déjala!, conoce bien la línea que no puede cruzar. Gaietà hubo de aprender por su cuenta tan espinosa cuestión; pues Cristóbal se quedó sin palabras cuando se disponía a prolongar la charla científica. Los amigos, compañeros de barca sobre el mar en galerna, ataban los cabos sueltos exagerando la picardía del proceso. Mina está convencida: la adolescencia y la juventud serían más sencillas si no las enmarañaran los padres. Con el fin de proteger la dicha y la inocencia de los hijos, retrasan su entrada en el universo de los adultos, territorio inicial de colaboración, donde unos y otros podrían entenderse.

Deseaba Mercedes, cuando estaba en edad de concebir, sobre todo lo demás una hija; incluso por encima del hijo que ya tenía. Pero su único parto se complicó de tal manera, que el médico se vio obligado a suprimir órganos esenciales para el hecho milagroso de la concepción. La esposa lloraba su dicha de madre de un niño hermoso, porque no podía darle una hermana. Cristóbal, desconocedor del modo de negar un solo capricho a Mercedes, se encontró ante una petición de lo más razonable. Una hija, sí; y con prontitud. Convenía que se criaran los hermanos a un tiempo y crecieran unidos, de modo que la adopción de la niña pasó en un suspiro de simple aspiración a actividad perentoria.

La solicitud de Mercedes llegó a Cristóbal por conducto de ese modo tan suyo de decir las cosas. El tierno tono empleado en sus ruegos hacía que en ella la entonación fuera lo mejor del argumento. Su decir era tan persuasivo como la tesis más elaborada. La manera, la forma, incluso sin fondo, se lo decían todo al marido; y tan claro que no seguía inquiriendo razones. Pretendía ella lo imposible, lo mencionaba, y él tomaba ese imposible de las fosas abismales, de las altísimas estrellas, y lo ponía a disposición de la mujer. Lo miraba, y él, adivinando la orden contenida en la mirada, la cumplía. Le dirigía la palabra, y se disponía él a proyectar las cruzadas más expuestas. Sonreía la mujer, y un mar atrapaba al compañero en las aguas ricas de corales y peces vistosos, un viento le alzaba el corazón junto a ingrávidas cometas. Y si pronunciaba su nombre empleando ese son, el aire cumplido de oxígeno insuflaba felicidad al pecho masculino. Asentaba el nombre de Cristóbal en los labios, y su nombre era él saliendo de la voz femenina, siendo creado en ese instante por la palabra recién pronunciada. Miles de años después de haberla conocido, gastaba aún el primer día de una eternidad sin fronteras. De forma tan sugerente acertó a pedirle Mercedes una hermana para el hijo, pues ella era incapaz de engendrarla; y el marido removió cielo y tierra para satisfacer esa exigencia lógica.

Al lado de la maternidad existe todavía un convento que acoge tras el parto a las madres sin recursos; ni la urbe ni el año dirán Mercedes y Cristóbal por no comprometer a la monja que entendió su problema y se propuso ayudarlos. Hizo falta dinero y no revelarán el monto; podían pagarlo y la cuestión terminaba. Se avino a razones la madre de la criatura, y pudieron llevar a casa a una niña rósea, que se asemejaba a Mercedes en las sedosas mejillas y en los labios finos; pudieron llevarse a una niña que de Cristóbal recogía la nariz un poco achatada. Era la viva imagen de los padres de acogida y aceptaron que llegara por esa vía; pues los caminos del Señor son enigmáticos e intransitables para el hombre.

Sirvió a sus fines una madre soltera que huía con lo puesto. Tras ella, persiguiéndola; vieron marchar a la penuria, a la sinrazón y a la injusticia; soldadas la una y las otras, dándose, potenciando estorbo y freno. Pero qué podían hacer ellos, tan débiles en su anhelo, tan necesitados de niña, tan contentos de tenerla. Les hubiera gustado, eso sí, que el dinero entregado a la religiosa fuera punto de partida de una vida quieta, de los días en calma buscados por quien, ignorante del lugar en que el reposo se asienta, había de llevar siglos buscándolo. De una joven escapada de cuantiosos peligros se sirvió el Señor para darles la hija, la hermana con quien Gaietà crecería hermanado.

Hubieron de ponerle Herminia, siguiendo un deseo dicho por la madre de la niña a la monja. Se llamara ella así o alguna abuela, su mejor amiga o alguien que la trató como las personas de bien tratan a los necesitados; el caso es que pudiendo incumplir el compromiso no lo hicieron, y ahora la nombran Mina. Miracle tenía pensado Mercedes para la neófita, y complacía el nombre a Cristóbal por resultarle lógico, pues de un milagro proviene. Miracle, y todo estaba dicho: pasado, presente y futuro. En el largo tiempo transcurrido, más de tres lustros, no fueron capaces de elaborar una explicación suficiente para un patronímico que en las familias de Cristóbal y Mercedes no existe. Procedente del dios griego Hermes, mensajero del Olimpo; relativo a unas piedras sagradas, un voto hecho al cielo a cambio de un favor de los grandes; no, nada de eso: un capricho de madre que acechaba ese gusto ignorando el porqué. Doncs vagi!: decía al oírlo la hija sorprendida: ¡Pues vaya!

Vienen del campo, llegan de la tierra madre. Arcilla de la península o isleña lava volcánica, Mercedes y Cristóbal son los ricos sedimentos de la corriente de precursores que aportó un bagaje abultado; y ambos pretenden que sus vástagos sean los destinatarios de esa herencia acrecentada por ellos. Vienen de los llanos y de las laderas, llegan de la incertidumbre campesina que sujeta la realidad con alfileres.

Cristóbal era hijo único de una mujer resignada, capaz de sufrir sin queja el repertorio completo de las enfermedades mal llamadas femeninas. Al fin, por descuido de los médicos, la mató un carcinoma del cuello uterino. De ahí la reacción visceral del hijo contra galenos, padecimientos y muerte. El padre era un viñatero canario que quiso cumplir en Cataluña el viejo sueño de plantar un viñedo en Burdeos. No eligió Girona en virtud de una casualidad dirigida por el azar; fue un primo hermano, llamado a la carrera castrense y destinado en la propia capital, quien le señaló el lugar exacto del Baix Empordà donde podía prosperar el intento. Llegó el padre de Cristóbal al poco de enterrar a la esposa, cuando el hijo de ambos acababa de dejar el sacerdocio y se empleaba en un colegio como profesor de religión y latín. Conoció el hombre las viñas de Banyuls a más de las situadas en el Penedés y el Priorato, y estuvo de acuerdo con el militar. Inició lo que bien podía parecer una quimera de recién llegado, desconocedor del terreno; y con palos franceses y fórmulas canarias plantó un viñedo que daba un vino distinto a los otros, merecedor de una imposible denominación de origen específica. Las tres hectáreas de tierra iniciales se demostraron muy apropiadas para los grandes tintos; y el sueño de pionero fue concretándose cuando a su viña la siguieron otras y su manera de hacer tuvo eco. Así fue como Cristóbal, alto, delgado y bien parecido, harto de repetir una y otra vez las declinaciones y de explicar el misterio de la Santísima Trinidad a niños de doce años que pensaban en el juego; llamado por el padre, llegó dispuesto a ayudarlo. Colmada la ilusión tanto tiempo mecida, no tardó el incipiente anciano en morir, convirtiendo al ex cura en dueño de una explotación próspera que ya dominaba. Debido a las circunstancias favorables coincidentes en su persona, Cristóbal empezó a prestar atención al espejo colgado en la entrada de la masía, mirándose al salir para dirigirse al pueblo o al entrar de nuevo.

Mercedes, en el reparto de señas de identidad, estaba destinada sin duda a ser yegua; pero un trastoque de claves y documentos, aceptado por el destino para que interviniera en la vida de las otras especies, le hizo mujer de carácter. Debió estudiar en la Facultad de Veterinaria para cumplir parte de tal designio, pero los rígidos tiempos de su adolescencia y primera juventud, no favorecían la existencia de padres que aceptaran esa profesión para sus hijas. Amaba Mercedes lo natural y la naturaleza la retribuía: tierra, plantas y animales se entendían con ella en un idioma que la muchacha incorporaba al humano. Por eso, siendo los padres propietarios de una granja y de un alfar, Mercedes seguía un impulso irrefrenable y a la menor oportunidad se iba a la granja.

Conquistar a Mercedes resultó tarea muy ardua para el inexperto Cristóbal: bella, acomodada y despierta, la pretendían candidatos solventes. Un muchacho de la abogacía y otro de la milicia esperaban su decisión; y más de un propietario estable. Pero no amaban como ella los tres reinos naturales: eran incapaces de abandonar el lecho de madrugada para atender partos de ovejas y vacas, incapaces de fijar durante horas la mirada en las plantas por el simple gusto de verlas crecer, incapaces de escudriñar en el color del ocaso la lluvia o el bochorno del día siguiente, incapaces de entender las leyes físicas que rigen el comportamiento de los minerales. Sí, eran negados para lo de ella; y Mercedes incorporó esa circunstancia a su juicioso cotejo, machos confundidos ante la elección.

Un arroyo en arco que llegaba al lecho del río con su tributo pequeño, hacía de frontera entre la finca de ganado perteneciente a la familia de Mercedes y el viñedo del padre de Cristóbal. Eran dos terrenos circundantes de sendas masías, separados del Daró por una frondosa arboleda. El mermado caudal del regato, acumulado en una presa que ensancha el cauce y lo ahonda, fertilizaba en la granja un ribete sembrado de alfalfa, y en la viña una huerta que daba para el gasto diario y un sobrante destinado a la venta. Durante las vacaciones de verano, buscando pasatiempo y a la par la satisfacción de ser útiles, coincidían regando alfalfa y hortalizas en días ardientes. Ella realizaba tareas que en muchachas tan finas eran impensables por aquel entonces. Guantes de goma protegían las manos, un pañuelo resguardaba su cara de los efectos nocivos del sol; puede que la ocupación redujera el encanto femenino, pero a Mercedes no le afectaba la merma ni pizca: poseía sobrante.

Observaba Cristóbal las evoluciones de la chica, los movimientos destinados a abrir más de lo convenido su compuerta. Apreciaba el muchacho la naturalidad mostrada al concederle una mitad reducida del agua sobrante. Mercedes sisaba y él, que hubiera regado las tierras de la muchacha antes que las propias, permitía con orgullo la sisa. Le birlaba parte del líquido y ese logro hacía felices a la tomadora y al despojado. Cantaba como una sirena, y para escucharla sin el riesgo desprendido del antiguo mito, hubo de trabar sus pasos Cristóbal introduciendo los pies en el limo hasta las rodillas.

Hablaron de la exigua corriente del arroyo, de la lluvia escasa, de las tormentas, de la erosión, de la feracidad de aquel pago, de la oportunidad de la siembra, de los cultivos más favorables, de las cosechas inciertas. Hablaron de los animales domésticos, de los salvajes, de su incesante reproducción, de su ir y venir con un sentido de continuidad y progreso. Hablaron del ser humano, animal emancipado de cuantiosas servidumbres, cuya pérdida de entendimiento con el resto del cosmos lamentaban. Hablaron de la especie, del hombre y la mujer, de su enredada complementariedad; y hablaron de ellos mismos. Sus colores preferidos eran el verde y el ocre, la materia apreciada el ámbar, el cielo de ambos venía a ser uno azul rasgado de blanco; la forma geométrica la elipse, los animales de traza mejor conseguida, caballo y delfín. Había ejercido de sacerdote Cristóbal, apartándose al poco del sagrado ministerio; y ella se rompió por dentro al enterarse. Ahí enmudecieron las confesiones mutuas; callaron movidos por la acción de un seísmo volcánico. Sí, era cierto; fue cura. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, perdonó las faltas a los que se arrepintieron. Consiguió acristianar a los hijos de los incrédulos. Equilibró las necesidades de quienes le pidieron ayuda; y se sintió gigante al levantar sobre la cabeza a Dios en forma de hostia consagrada. Sol naciendo de las olas en el mar que rodea a su islita, y él, otro Atlante. ¿Por qué había de avergonzarse?, se atrevió a preguntar.

Hasta pasados unos días larguísimos de mudez total e intencionada, no liberó Mercedes borbotones de anécdotas relativas a su estancia en el colegio de monjas. En ese torrente confidencial hicieron acto de presencia tímidas alusiones al carácter exigente del padre. Talante que llevaba aparejado el perjuicio grave de volver exigente a Mercedes; primer y único reconocimiento del hecho propio negado en adelante. Confesión que dio pie a Cristóbal para manifestar lo sustancial del seminario, de su ordenación, del año de apostolado parroquial. Apareció la devoción materna que hizo seminarista al muchacho para salvarse ella mejor, para ser envidiada por las otras madres, para salirse a ratos de los persistentes sufrimientos físicos. Fue incapaz el hijo de enfrentarse, y ella lo empujaba hacia dentro de las tapias del seminario menor. Era Cristóbal valiente -no existía muchacho de su edad que se le impusiera por la fuerza, ni educador dotado para doblegar su voluntad con castigos- y la primera noche de cada período escolar había de esforzarse en la sujeción de unas lágrimas llamadas por la añoranza de la forma de vida abandonada. No supo oponerse a aquella mujeruca de hierro flexible, y ella murió viendo realizado el gran sueño. Una vez enterrada pudo Cristóbal escapar a su influjo, y dando por cumplida la obligación filial, pidió al obispado la dispensa alegando el cerco sufrido. Mercedes entendió las razones del seminarista para concluir los estudios, y las del pastor de almas para abandonar a sus ovejas espirituales; viniéndole al presente la soledad del dormitorio compartido con cien compañeras. Aún se veía escondiendo bajo la almohada el llanto enmudecido, adolescente obligada a arrinconar los afectos agarrados al corazón. Fundada en la triste experiencia, ambos tomaron la misma resolución irrevocable: sus hijos iban a crecer guiados por la familia en lugar de hacerse mayores recogidos en un internado. A poco que ellos pudieran, no se encargarían de la educación infantil un sacerdote erigido en falsa figura paterna o una monja en trance de avivar la inclinación maternal reprimida. Sabían de fobias y filias trasmitidas por mentes enfermizas, capaces de poner intención en la transferencia. Lo habían vivido y, sabiendo la antelación con que obraban, echaron mano de la memoria para encarar el futuro aún lejano.

Profesores injustos salieron a relucir, notas puestas al azar sin dar importancia a los conocimientos, devociones y rechazos participando en la sinuosa marcha de los estudios, desilusión y abandono antes de llegar a la meta. Ambos prometieron dejarse aconsejar de libros adecuados y especialistas en la formación de infantes, porque las familias propias habían demostrado una ineptitud negligente en cuestión tan esencial.

Curaron pronto de espanto, ella del sufrido al saber lo del sacerdocio aceptado primero y abandonado después, y él del temor a ser rechazado precisamente por haber desertado del sacerdocio ya asumido. Allí, al pie del surco, sucedió; y entre besos torpes y caricias sabias, se refirieron a las diversiones perdidas y a los quehaceres fructíferos, al azar caprichoso y a las apetencias de felicidad. De la manera íntima en que uno se habla a sí mismo, se contaron proyectos que no habían dicho a nadie. Él estuvo a punto de exponer su fantasía de entonces al análisis femenino; ese ideal tan acariciado de llevar el vino y las hortalizas de sus cosechas crecidas a cualquier rincón del Ampurdà, de Cataluña, de España y del mundo. Furgonetas, camiones, trenes, barcos y aviones transoceánicos serían los medios de transporte. Pero, pensando en ella y en la total coincidencia deseada, dibujó una finca donde pudiera cerrar el ciclo la naturaleza; una tierra preparada para que las hierbas dieran pasto a los animales y éstos fueran aliados del hombre en los cultivos, a la antigua usanza. Autosuficiente sería y feliz con su esposa, si su esposa resultara ser ella porque ella lo quisiera.

Con ese boceto se postuló como marido y desbancó a los oponentes que dominaban el futuro y a los que sabían el pasado al dedillo, a quienes explicaban parajes que sólo ellos conocían y a los que señalaban los caminos trillados. Pudo expulsar a los pretendientes de aquí y de allá, pobres y adinerados, sabios e ignaros, bellos y feos; porque teniendo ellos un propósito firme no ponían a Mercedes al frente sin ambigüedades.

Segundo

Mercedes y Cristóbal tendieron una alfombra a los pies descalzos de Mina, y la niña avanzó sin molestias, pradera floreciente, musgo mullido. Sobre ese largo tapiz de cuidados, armónico por encima de otras cualidades, crecía sana y feliz. Mas de pronto comenzó a escribir un diario, y supieron que la muchachita en ciernes quería deshacerse de la chiquilla anterior, cortando los cabos de amarre con los dientes si fuera necesario. En la iniciativa advirtieron un proceso bien concebido. Primero el avance resuelto por arena áspera y piedrecitas buidas, sobre guijarros cortados en flecha; la posterior conquista territorial, diplomacia y uñas afiladas complementándose; y la ocupación definitiva del nuevo asentamiento, defendido con una cerca de empalizada y alambre de espino. Por primera vez consideraba valiosos sus propios asuntos -realidades o simples ensoñaciones- bien para volver sobre ellos en el momento oportuno, bien para desvelarlos a los ojos amigos. De eso se trataba; era obvio. Cuando Mercedes halló el cuaderno en la mesita de noche de la hija, intuyó que había sido nombrada destinataria primera del relato. Ansiaba Mina, sobre ello no quedaba duda, participar a su madre los hechos importantes que la sorprendían y las ideas alumbradas por su pensamiento escrutador; mas temía confesarlos de palabra y se comprende, pues de la exposición escueta podían inferirse otros sucesos, otras inquietudes, no indagados si su madre leía a escondidas. Tal era el convencimiento de Mercedes acerca del diario; y como quien cumple una obligación ineludible se empapaba cada mañana del contenido depositado por la chica al acostarse. Una vez más coincidían padre y madre en la apreciación de lo inmediato y de sus ricas articulaciones; y desde aquel preciso momento estuvieron al tanto de cuanta impaciencia alborotaba la mente de Mina. Vivirían complacidos y justificados, porque de esa manera, conocido el riesgo, contaban con la posibilidad de preservarla de las imprudencias propias y de las audacias ajenas.

Se producen cambios bruscos en mi manera de ser: abrazada a un frágil madero desciendo inmersa en la alocada corriente de un río inclinado que abre su cauce entre rocas amenazantes. -Ejercicio de redacción, poemita en prosa bien cuidada: pensaron los padres hombro con hombro- Zozobro, me hundo, salgo a flote, el tronco se dirige sin remisión hacia el peñasco; estoy a milímetros del choque fatal cuando un vaivén milagroso me permite esquivar el duro saliente, el islote escarpado -Restos de lecturas, finos envoltorios de colores, trabajo expuesto a la calificación, exhibición de capacidades: expresaron Cristóbal y Mercedes, cabezas juntas, miradas asomadas al escrito- Si antes me ordenaban mis padres la vida, y yo poco a poco iba rechazando su yugo, ahora el tirano está en el interior. Sin bridas, sin silla, sin espuelas, monto un caballo desbocado que no sé adónde va.

El calor y el frío, el negro y el blanco, la cima luminosa y la oscura profundidad; se suceden raudos, sin darme un tiempo para la adaptación: montaña rusa de un parque de atracciones desconocido. Me ruge un volcán, rompe la corteza con derroche de fuerzas, la lava inicia su lento discurrir, saltan en pedazos las peñas, chorros de fuego las acompañan en su escape y una ardiente fumarada alcanza los pliegues del cielo.

Lectora apasionada, descubro el párrafo anterior en un libro anónimo, en un cuaderno sin referencias temporales, obra de una muchacha como yo: confundida, desorientada, víctima de impulsos que escapan a su dominio, sorprendida por la propia conducta. Si soy algo, el cambio soy, la indecisión; la duda soy si sucede que soy algo: dice de sí y yo la acompaño. Tiene un modelo y se pone su abrigo, medias, bufanda y gorro de lana a juego: pensaron los padres: la redacción no es suya pero la comparte con puntos, comas y demás elementos de la ortografía.

Mercedes y Gaietà hablaban de Mina a menudo. Sabían que reservaba al padre un lugar preferente: humedad y calor ajustados. Conocía la muchacha que fue cura de mozo; no obstante, por precaución, madre e hijo ocultaron la sotana en el desván de la masía, teja y bonete envueltos en el paño negro. De modo que Mina no los vio y todos ignoran su sentir. La porción tomada por Mina del afecto de su hermano, es un pedazo que el corazón de Mercedes reclama. A pesar de todo, no hace distingos la madre entre niña y niño; y si hubo algún desequilibrio, jugó en favor de Mina, pues presidía los actos maternos un oculto temor a la injusticia, y quizá se excediera. Fueron los esposos, de común acuerdo, quienes cerraron un silencio grande sobre el asunto pequeño de la adopción; aunque pensaban, es verdad, poner a la interesada sobre aviso. Quizá los dieciséis años exigieran noticia tan esencial, y fuera el momento de desvelar su origen velado. Hace tiempo empezaron a abrirle las incógnitas trascendentes de la vida, conocimiento imprescindible para avanzar sobre seguro; y Mina las va incorporando con soltura a su acervo.

Alguien se adelantó y Mina lo fue diciendo a través de las frases manuscritas del diario. Estaban los padres con ella en esa inquietud como estuvieron en otras: el origen de los niños, el milagro de la maternidad, el discernimiento del amor sincero, las relaciones convenientes. La ampararon, uno por cada lado, en su caminar ligero y en su quedarse quieta; y de haberles estado permitido escribir en el cuaderno íntimo, allí donde ella finalizaba sus líneas con una pregunta, hubieran escrito la manera adulta de ver las cosas. Resistían la tentación a duras penas.

Le llamó Herminia; leyeron en las líneas confusas de quien no sabe qué camino tomar. Y estuvo en un tris de no responder, pues nadie le dice el nombre completo. Llegó la mujer a la salida del colegio, y preguntó como una profesora a su alumna: con clara intención de medir la ignorancia. Iba a contestar como en los exámenes, pero algo en su interior se conmovió al ver un rostro semejante al propio. Se había peinado la mujer igual que Mina; pero aceptando la voluntad mimética, el parecido era notable. Por curiosidad, y porque la obediencia despertó al emplear la mujer un dominio acusado, siguió conversando a sabiendas de que no se debe hablar con personas anónimas.

Albergaba un presentimiento la niña: está escrito; grafía bien dibujada, como de quien va serenándose con el progreso de la confidencia. Poco a poco fue elaborando una conjetura que no se atrevía a salir del escondrijo. Las escasas anécdotas oídas acerca del segundo embarazo de Mercedes, las cien vaguedades dichas en lo tocante al nacimiento de la niña, contrapuestas al mil veces explicado de Gaietà; y el caminar pisando ascuas rojizas si la charla trataba del parto, ya no obedecían al hecho de invadir un terreno vedado a los niños. Su nombre, insólito en la familia como una avispa entre abejas, y las contradicciones frecuentes; mostraban algún suceso por demás extraño.

De haber dominado Mina las circunstancias, de haberse plegado los sucesos a las pretensiones, habrían respetado los padres adoptivos el derecho de la hija a conocer su identidad completa, esa voluntad de escarbar en la tierra buscando las raíces que alimentan la personalidad y mantienen erguidas las convicciones. Se presentó la oportunista mujer, y haciendo uso de una definición injusta de la maternidad, se atribuyó el mérito de ser la verdadera madre. Explicó el encuentro como el fin de muchos pasos, y no todos rectos; intervalos hubo de inactividad, carentes de recursos, pobres de iniciativa. Durante las últimas semanas observó su ir y venir sin atreverse a abordarla.

Cumplía condena la recién aparecida cuando Mina nació de su vientre; y lo dijo así, sin aviso previo, sin signo alguno de admiración. Puede interpretarse por la forma de las letras y el modo de redactar, que el estado de ánimo de la confidente, muchacha hablando al diario como a un amigo, vuelve a ser sereno. Salió de lo suyo quien dice ser la única madre, de sus pendencias con la ley; y buscó a la hijita sin que nadie le diera señas acertadas. La quiere a su lado, del todo y para siempre; y esa pretensión espanta a Mina. Tiene a sus padres, a Gaietà, a los animales de la masía, a los compañeros de clase, a Laia y Guillem, que son hermanos y siempre van con ella; y no quiere perder lo que tiene. Desea dar fundamento y arraigo a su vida, pero conservando el tallo y las ramas. No tiene familia directa la mujer; su nombre es Florencia, y la Herminia de quien procede el nombre de Mina, es una vecina buena que la cuidó a temporadas. Períodos de desvarío empleados por la abuela que la nueva madre descubre -servidora de sus veinte ardorosos años y de un proceder impulsivo- en ir tras su hombre dejando sola a la niña Florencia, quien pasando el tiempo pariría con dolor y habitaría una celda de la cárcel: consecuencia, causa o anécdota simple.

Cristóbal y Mercedes leyeron por entregas la historia contada en el diario, fueron con el cuento a Gaietà, y de resultas la hermana lo supo.

-¡Traïció!, ¡deslleialtat!: exclamaba con voz penetrante por pasillos y habitaciones mientras buscaba un lugar seguro para enterrar el diario: ¡Perfídia!

En aquel tiempo, rico en emociones, ignoraron Mercedes y Cristóbal que la desdichada entraba presa; y lo que, pasado el tiempo, adquiría importancia suma: ese deseo arraigado en el interior más íntimo de recuperar a su pequeña. No averiguaron en un primer intento circunstancias tan intranquilizadoras, y después no quisieron hacerlo. De interesarse por ella hubieran conocido que el dinero entregado pagó su defensa, y que por buena conducta acortó la estancia en prisión. Estaba dispuesta a ir a los tribunales de no aparecer otra compostura más simple, le dijo a Mina asustándola. En un debate abierto la opinión pública se pondría de su parte, y lo mismo miles de ciudadanos, millones acaso, contrarios a los abusos del dinero que todo lo corrompe. Puede que los jueces, aquellos que tuvieron siempre listas palabras de condena, en tal tesitura le dieran la razón. De llevar a los tribunales la demanda, cabía la posibilidad cierta de que quitasen la muchacha a los padres adoptivos y, con ese temor punzante, Mercedes y Cristóbal no vivían. De acogimiento lo calificaba Florencia, que se había asesorado. Nunca hubo adopción, porque su propósito acababa en rescate; así había de ser cuando la madre fuera liberada de sus errores por el tiempo y la buena conducta sostenida.

Pensó Mercedes el asunto con rigor propio de empresaria, ideando un arreglo que había de convencer al marido. Mina, Gaietà y el propio Cristóbal –adquiría la ocasión importancia familiar- apoyaron su propuesta en cuanto terminó de explicarla. Pedirían a Florencia que viviera en la masía del antiguo viñedo, ocupándose en el abastecimiento y limpieza. Podría sustituir con ventaja a la vecina del pueblo cuyo marido labraba los canteros de hortalizas, ambos añosos y dominados por los achaques. La vivienda y el terreno de huerta lindante con el río no entraron en el trato cuando Cristóbal vendió viñas y bodega; de modo que Florencia, recibiendo de ellos ocupación y salario, iba a disfrutar de una tranquilidad desconocida. A mayores, en los días festivos y en las vacaciones, madre e hija, juntas, iniciarían un futuro en nada diferente al pasado perdido.

Anunciado y argumentado el proyecto por Mina, la madre recién descubierta aceptó el ofrecimiento de la familia adoptante y, regalando a la vecina sus pobres enseres, se acomodó en la masía de La Bisbal, nuevo mundo que iba a poblar de júbilo y sentimientos desconocidos.

Hablaron Mercedes y Cristóbal con una mujer avejentada. Abundaban las canas en su cabellera, y las facciones afiladas restaban belleza a un rostro no exento de armonía. Dejándolas solas, madre e hija sin historia ni práctica de trato; durante el puente de San José viajaron por Levante los esposos llevando a Gaietà. Buscaban el motor de las fallas, de la pólvora y el fuego; y pasearon al caprichoso y cambiante dictado de la multitud que los encarrilaba. Admirando los efímeros conjuntos artísticos de las plazas nutridas y los ninots indultats del museo; visitando las barracas de las huertas o probando los arroces en los lugares más y mejor recomendados, tuvieron en todo momento a Mina en la boca.

Al regreso, emocionada aún, la hija relató el beneficioso aprendizaje del encuentro con un pasado de imposible retorno. Descubrió en su progenitora a una mujer atormentada por el destino áspero y sañudo; que exteriorizaba un desmedido recelo ante lo inquieto y lo inmóvil, frente a lo ruidoso y a lo que guardaba silencio. La sintió asirse a ella como el naufrago a la traca o al cintón flotantes, igual que el despeñado al matojo que crece en la vertical del acantilado. Experimentó Mina, si no un amor, al menos una ternura similar a la sentida ante los corderos recién nacidos o los tambaleantes potros. Con tales premisas, llegados al pueblo el inmediato viernes, y situados en el umbral de la vivienda, les sorprendió una Florencia rejuvenecida. La peluquera produjo el milagro: un teñido de pelo y el corte distinto, adecuado a sus características, abrían un ángulo nuevo a la mirada brillante. Incluso se suavizaban los pómulos con la abundante alimentación y el descanso obtenido. La palmaria realidad de sus años jóvenes, cuatro o cinco menos que Mercedes, se manifestó recuperando la belleza velada por el descuido. Ignoraba Cristóbal si lo motivaban las prendas regalo de la esposa que vestía la otra, pero descubrió un inconcreto parecido entre ambas, el posible entre dos criaturas distintas, doméstica una y la otra salvaje: sedosas mejillas, labios finos y piel entre rosa y canela. Viendo a las tres juntas -Mina en el centro- supo de dónde sacó sus rasgos la niña; de una o de otra eran todos, y los del padre, que la gente veía indudables, se diluyeron en líneas borradas y perfiles extraviados.

Poco a poco fue alejándose Mina del diario como de un amigo con el que, sin quererlo, se pierden coincidencias; ya sean las semejanzas del gusto por las cosas o los proyectos comunes. Dejó de registrar sus cuitas y se volcó en Mercedes; agradecía la madre la mudanza y apreciaba en la hija un crecimiento impensado. Daba gusto, ya se podía hablar con ella de todo, y no vacilaba al acercarse a las personas mayores. Se fue de la madre hecha un potrillo imprudente y regresaba mansa, confiándole sus secretos más íntimos, inclusive el desasosiego amoroso avivado por un chico que le sobrepasaba en cuatro años la edad y quería pasar a mayores.

La mujer aparecida de pronto ante la célula familiar de Mercedes, llevaba la clara intención de modificarla. La llamada Florencia, de uno u otro modo iba explicándose, definiéndose, haciéndose un hueco. Bisabuela, abuela y madre trenzaron con ella un vínculo que unió a cuatro generaciones. Utilizaban el nombre como nexo de unión, ya que el apellido, intrasmisible, lo impedía. Fueron enlazando la cadena con afán de progreso, y de manera inconsciente Florencia la quebró en Herminia. Acaso renunciaba la madre a través del gesto a entregar la herencia, esas imperfecciones congénitas del cuerpo y del alma; puede que pretendiera poner a la hija a la cabeza de una nueva estirpe menos lastrada. Florencia, para desvelar los motivos de la ruptura onomástica, quiso referir su infortunio. Tenía diecisiete años cuando se entregó por completo a un muchachote fiero y manejable, falto de un oficio provechoso y sobrado de malas compañías. Con la firme pretensión de encauzarlo hacia el buen camino, acabó en los terrenos frecuentados por él, donde la ley no ejerce ni la mitad del imperio que la corresponde.

Un atraco más y volveré al redil, a los caminos trillados: aseguró el vividor. El último robo será el comienzo de una vida honrada; prometió el truhán. No es posible, advirtió ella; si así fuera, la honradez definiría los entreactos y en ellos no existiría diferencia entre el ladrón y el robado, entre las malas personas y las buenas. Pero el hombre había adquirido compromiso y resultó responsable y cumplidor; en adelante sería otro cantar. Los acontecimientos vinieron mal encarados sin razón visible, alejados de los supuestos que sustentaban el punto de partida; y el novio resultó, a más de herido, colaborador necesario de un crimen. Enamorada de veras, Florencia lo ocultó en su alcoba; incluso pagó una pequeña fortuna a un curandero para que, a escondidas, cosiera los agujeros por donde escapaban arroyos de sangre. Murió en sus brazos el amante, y la fuerza de las circunstancias encendió la luz a la policía sobre su amorosa complicidad. Una semana separó el parto del ingreso en la cárcel por aquel delito.

Madre ya, decidió que la celda no era un sitio conveniente para el aprendizaje de su hija. Acumulaba experiencia sobre la importancia del ambiente en la evolución de los infantes, y encargó a la monja que dejara a la niña al cuidado de una familia decente; ella la recobraría junto con la libertad cuando fuera. A favor de Florencia hablaba su biografía, un itinerario calcado del mapa que la madre y la abuela le entregaron; relato de la lucha cruel librada en el subsuelo, el piso, la enramada y la copa de los árboles en la jungla enigmática. En apoyo de Florencia hablaba el esfuerzo realizado al cruzar el páramo infecundo, con la mirada puesta en la estrella polar o en el musgo asido a la cara norte de las piedras. Cuando adquirió conciencia exacta de lo que ocurría, ya estaba tras las rejas analizando la situación y definiendo una línea de conducta acorde con la realidad. Sometiéndose día y noche al reglamento y a quien lo interpretaba a su gusto, doce años de condena podían reducirse de manera considerable; y se redujeron.

Había transcurrido una eternidad desde que Mercedes y Cristóbal descubrieron la magnitud de su semejanza, la similitud de intereses, y seguía el marido hipnotizado por aquellos ojos seductores de la esposa: mirada perdida en infinitas cumbres, en precipicios insondables, en llanuras sin orillas; prisionero de la boca frutal voluptuosa: aliento de manzana y hierbabuena, arrullo de paloma. Continuaba magnetizado por la epidermis de pétalos y el coraje a duras penas contenido. Tenerla un solo segundo, pensaba antes de saberse amado, sería entrar en el fragante jardín de las religiones, el edén resultante de su crecida suma: Cielo, Paraíso, Walhalla, Olimpo, Nirvana; y todos los demás. Manifestaba ella una sensualidad a medida de la pasión masculina, y la iniciativa del macho añadía leña seca al fuego, maraña vegetal que ardía y ardía sin consumirse. El paisaje de Mercedes fue durante años el exclusivo panorama contemplado por el seducido, y en ese lapso extenso sumaba los placeres de la entrega a los de la recepción: tacto leve de pluma caudal sobre las suaves dunas, roce húmedo de los labios perfilando acantilados y marismas, fosas, incandescencias volcánicas. La presencia inseparable de Mercedes, anulaba en el macho deseoso que era Cristóbal, cualquier nostalgia de las hembras apreciadas como tales a lo largo del tiempo. Antes que ninguna otra la hospitalaria prima Candela, con quien mantuvo cientos de charlas sensuales previas a la cristalización del mutuo erotismo. Sucedió que la madre interesada quiso y supo apartarlo de los desvaríos mundanos, de las mujeres cálidas; y cuando pudo volver a ellas se hallaba ya ante Mercedes.

Le entregó la mujer todos sus néctares, y el agradecido Cristóbal prometió no recibirlos de ninguna otra, pues ahogando en el vaso de la esposa la sed renovada, saciaba con creces el deseo nacido a diario. Una tríada de virtudes incrementaba el atractivo de Mercedes, situándola a un palmo de la perfección. Había en la mujer completa, en su rostro bello, en su cuerpo magnífico, una belleza inasible que, surgida del interior, en vano trataba Cristóbal de dominar. Escapaba, arena o agua, por las junturas de los dedos hechos cuenco. Su conocimiento de las cosas venía tan ajustado a las necesidades, que el enamorado no hallaba lagunas ni fallas. No es que fuera erudita; era más que nada inteligente, y sabía amoldarse a las circunstancias o lograba someterlas. Su comportamiento resultaba consecuente con las convicciones, pero la forma de actuar sorprendía; eran tantos los modos ofrecidos por su mente, que Cristóbal no podía predecir de antemano el que daría cumplimiento a la intención.