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Antonio Pigafetta

Primer viaje alrededor
del mundo
Edición de Leoncio Cabrero Fernández

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-877-8.

ISBN ebook: 978-84-9897-592-5.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Relación del primer viaje alrededor del mundo 9

Noticias del mundo nuevo con las figuras de los países que se descubrieron señalados por Antonio Pigafetta Vicentino. Caballero de Rodas 9

I 11

II 37

III 63

IV 89

Libros a la carta 101

Brevísima presentación

La vida

Antonio Pigafetta o de Pigafetta (ca. 1491-ca. 1534). Italia.

Fue un marinero y cronista italiano que acompañó a Fernando de Magallanes en su viaje alrededor de la Tierra.

Esta crónica es la fuente principal de información sobre el viaje, y el primer documento disponible en Europa acerca del idioma filipino. Pigafetta fue uno de los dieciocho hombres, de entre unos 260 en la tripulación inicial, que sobrevivieron al viaje. Pertenecía a una rica familia de Vicenza; y desde su juventud estudió astronomía, geografía y cartografía.

Sirvió además a bordo de las galeras de la orden de Rodas a principios del siglo XVI y hacia 1519 acompañó al nuncio papal, Chieregati, a España, donde conoció al emperador Carlos I.

En Sevilla supo del viaje de Magallanes, y tras financiar su pasaje fue admitido en la expedición. Pese a sus iniciales discrepancias con Magallanes, ganó su confianza y le sirvió como lingüista y cartógrafo. Durante el viaje, Pigafetta compiló numerosos datos sobre la geografía, el clima, la flora, la fauna y los habitantes de los lugares recorridos.

En el combate en que Magallanes perdió la vida, Pigafetta también fue herido. Sin embargo, logró curarse y regresó a España bajo el mando de Juan Sebastián Elcano a bordo de la Victoria.

Llegaron a Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) en septiembre de 1522, tres años después de zarpar. Sus experiencias fueron compiladas en este libro, publicado en Venecia en 1536.

Pigafetta murió en Vicenza en 1534.

Relación del primer viaje alrededor del mundo

Noticias del mundo nuevo con las figuras de los países que se descubrieron señalados por Antonio Pigafetta Vicentino. Caballero de Rodas

ANTONIO PIGAFETTA

Patricio Vicentino y Caballero de Rodas

Al Ilustrísimo y Excelentísimo Señor

FILIPPO VILLERS LISLEADAM

Ínclito gran maestre de Rodas y su observantísimo señor

I

Como son muchos los curiosos, Ilustrísimo y Excelentísimo Señor, que no se contentan solo con saber y entender las grandes y admirables cosas que Dios me ha concedido ver o sufrir en la mi luego escrita, larga y peligrosa navegación, sino que quieren conocer aún los medios y modos y caminos porque conseguí solventarla —no prestando aquella fe absoluta al éxito sin certidumbre muy declarada de su ruta—, por tanto, sabrá Vuestra Señoría Ilustrísima que, topándome en el año de la Natividad de Nuestro Salvador de 1519, en España, en la corte del Serenísimo Rey de Romanos, con el reverendo Monseñor Francesco Chieregato, a la sazón pronotario apostólico y orador de la santa memoria del Papa León X —el cual, aquél, fue elevado más tarde por su virtud al episcopado de Aprutino y principado de Téramo—, y habiéndome sobrado a mí las noticias, a través de muchos libros leídos y diversas personas que con su Señoría solían platicar de las grandes y estupendas cosas del Mar Océano, determiné, con amable licencia de la Majestad cesárea, y del antepuesto mi señor, de experimentar el ir en busca de tales cosas: así pudiesen proporcionarme a mí mismo satisfacción y me alumbraran también renombre en la posteridad.

Llegándome a oídos que estaba aprestada en tal hora una escuadra junto a la ciudad de Sevilla —y de cinco naves— para marchar tras el descubrimiento de las especias en la isla de Maluco, de la que era capitán general Ferando de Magaglianes (sic), gentilhombre portugués, comendador, con muchas y diversas guisas y naves, del Mar Océano, partime con muchas cartas de recomendación desde la ciudad de Barcelona, donde paraba Su Majestad entonces, y llegué embarcado a Málaga. De allí, optando por el camino de tierra, alcanzaba la de Sevilla; y, tras cerca de tres meses de aguardar que dicha flota anduviese en orden de partida, por fin, como bien claro preverá Vuestra Señoría en este punto, iniciamos, con felicísimos auspicios, nuestra navegación. Y, ya que durante mis jornadas en Italia, posteriores, cuando, en busca de la Santidad del Papa Clemente, Vuestra Gracia, en Monteroso, mostrose asaz benigna y humana, hasta advertirme que le sería grato que copiase yo todas aquellas cosas que vi y pasé en navegación —aunque bien poco cómodas me fueron—, no podía por menos, en fin, pese a la debilidad de mis fuerzas, de intentar complacerle.

Y, así, le ofrezco, en este librillo mío, todas mis vigilias, fatigas y peregrinaciones: rogándole, cuando le vague en su solícito gobierno rodiense, que se abaje a recorrerlas. Con lo cual me vanagloriaré de no poco remunerado por su Señoría ilustrísima, a cuya magnanimidad me doy y recomiendo.

Habiendo determinado el capitán general emprender una tan larga navegación por el Mar Océano, que habitan vientos impetuosos y caprichosos azares, y con voluntad de que ignorase el destino toda su gente, para que a nadie aterrara el emprender tan grande y estupenda cosa como luego obtuvo por auxilio de Dios (sus capitanes, tan próximos a él, le aborrecían; ignoro el porqué, salvo porque fuese portugués y ellos españoles); queriendo, en fin, cumplir lo que ofreció bajo juramento al Emperador don Carlos, rey de España, y con el propósito de que ni ninguna eventualidad, ni la noche, consiguiesen desunir a cualquier nave de las otras, dictó esta orden a todos los pilotos y oficiales de su flota. Cuya orden era:

Su nao capitana debía ir, de noche, siempre ante las demás; quienes la seguirían merced a una pequeña antorcha de leña, llamada «farol», pendiente a perpetuidad de la popa de su barco. Esta señal servía para el inmediato.

Obteníase otro fuego con una linterna o con un cabo de cuerda de junco, que la llaman strengue, o de esparto, con muchas horas ya bajo el agua y secado después al Sol o al humo; para el caso, óptimo. Con otro fuego exacto a éste como señal, debían responderle, para que él supiera que seguían todos. Si, aparte el del farol, encendía dos fuegos, era para que virasen o enfilaran otra derrota, pues el viento no resultaba conveniente para seguir, o convenía aminorar la andadura. De encender tres fuegos, entonces había que arriar la bonetta, que es una parte de vela que se iza debajo de la mayor, cuando hay bonanza, para adelantar; teniéndola arriada, es más fácil recoger también la mayor, en caso de borrasca, con pocos minutos. Si eran cuatro fuegos, todo el velamen abajo, indicándole después, con otra llama, su quietud. Más fuegos o bien el disparo de alguna bombarda, eran señal de tierra o de bajíos. Más tarde, cuatro fuegos otra vez, y era reizar el draperío entero, y seguir el rumbo que les marcaba siempre su hachón en la popa. Y tres fuegos ahora equivalían a izar la bonetta; como dos, virazón. Para asegurarse de que todas las carabelas le seguían y en grupo, dejaba el solo fuego que al principio; porque desde todas se le respondiese igual.

Cada noche montábanse tres guardias. Una, al decidirse la oscuridad; la segunda, llamada modora, en medio; la tercera, hasta el amanecer. Toda la dotación se partía las tres guardias: la primera, regida por el capitán o por el contramaestre —turnándose cada noche—; la segunda, por el piloto o por el timonel; la tercera, por el suboficial.

El lunes 10 de agosto, día de San Lorenzo, del año antedicho, encontrándose la escuadra abastecida de todo lo necesario para el mar, demás de sus tripulaciones (éramos doscientos treinta y siete), nos aprestamos de buena mañana a salir del puerto de Sevilla, y con disparo de muchas salvas dimos el trinquete al viento. Y fuimos descendiendo por el río Betis, modernamente llamado Gadalcavir (sic), cruzando ante un lugar que nombran Gioan Dalfarax (sic), que era ya gran población bajo los moros, y cuyas dos riberas unía un puente —cortando ese camino del río hacia Sevilla—: del cual llegaron hasta hoy, cubiertas por el agua, dos pilastras. Y son menester hombres que conozcan bien su sitio y ayuden al paso de las naves, para que no topen con aquellas; e importa también aviar cuando llega hasta allá la marea alta; y aun la busca de vericuetos, pues no tiene el río tanto fondo que admita embarcaciones muy cargadas o profundas. Después apareció otro lugar, que se llama Coria, dejando muchos otros al borde del río, hasta el alcance de un castillo del duque de Medina Sidonia, el cual se llama Sanlúcar, y es por donde se penetra en el Mar Océano —levante-poniente, con el cabo de San Vicente, que está a 37 grados de latitud y a unas 10 leguas—. De Sevilla, por el río, distaríamos ya como 17 ó 20. A los pocos días, apareció el capitán general, con los otros capitanes, navegando río abajo en las lanchas de las carabelas; y permanecimos allá muchos días aún, para terminar de armar muchas cosas que faltaban; y, en todos, bajábamos a tierra, para oír misa en un lugar que dicen Nuestra Señora de Barrameda, cerca de Sanlúcar. Y, antes de la partida, el capitán general quiso que todos confesasen, y no consintió que ninguna mujer viniese en la armada, para mayor respeto.

El martes 20 de septiembre del mismo año partimos de ese lugar llamado Sanlúcar, enfilando al Sudoeste, y, antes de terminar el mes, el 26, arribamos a una isla de la Gran Canaria (sic) que se llama Tenerife, a 28 grados de latitud, para repostar carne, agua y leña.

Anclamos allí tres días y medio, como provisión de la escuadra en dichas cosas; después, nos acercamos a otro puerto de la misma isla, Monte Rosso (sic) por nombre, tardando dos días. Sabrá Vuestra Ilustrísima Señoría que en aquellas islas de la Gran Canaria, que vienen una tras otra, no se encuentra ni una mala gota de agua que brote; sino que, al mediodía, se ve abajarse una nube del cielo, y circunda un enorme árbol que en aquella isla hay; destilando entonces sus hojas y ramas agua a placer. Y al pie de dicho árbol se dispuso como una cavidad a modo de fuente, donde el agua se alberga; con lo cual, los hombres que allá habitan y los animales —así domésticos como selváticos—, todos los días, de esta agua, y no de otra, abundantísimamente se saturan.

El lunes 3 de octubre, a medianoche, largamos velas en la dirección austral, engolfándose en el Mar Océano, pasando —en los 14 grados y medio— Cabo Verde y sus islas; y así navegamos muchas jornadas frente a la costa de la Guinea o Etiopía (en la que existe una montaña, que dicen Sierra Leona, por los 8 grados de latitud): con vientos contrarios, calmas y lluvias sin viento, hasta la línea equinoccial. Lloviendo sesenta días sin pausa, contra la opinión de los antiguos. Antes de alcanzar la línea, a 14 grados, muchos golpetazos de viento y corrientes de agua pusieron en peligro nuestra ruta. No pudiendo mantenerla sin que las naves peligraran —caladas las velas por completo—, capeábamos en tajamar una y otra vez, hasta que pasaba el turbión, que venía con furia. Cuando la lluvia, ni un soplo de viento; cuando Sol, bonanza. Seguían el rastro de nuestras carabelas ciertos peces grandes, que se llaman tiburones, que tienen dientes terribles, y, si encuentran a un hombre en el mar, lo devoran. A arponazos cazábamos muchos, aunque no son buenos para comer, salvo los pequeños; y tampoco demasiado.

En cuyos avatares aparecía en más de una ocasión el Cuerpo Santo, esto es, Santo Elmo, como otra luz entre las nuestras sobre la noche oscurísima; y de tal esplendor cual antorcha ardiendo en la punta de la gabia; y permanecía dos horas, y aún más, con nosotros, para consuelo de los que nos quejábamos. Cuando esa bendita luz determinaba irse, permanecíamos medio cuarto de hora todos ciegos, implorando misericordia y realmente creyéndonos muertos ya. El mar amainó, de súbito.

Vi muchas clases de pájaros, entre los cuales uno que no tenía culo otro que, cuando la hembra quiere poner un huevo, lo pone sobre la espalda del macho, y allí se incuban. No tienen pies, y viven siempre en el mar. Los de otra especie viven del estiércol de los demás pájaros, y les basta: así, vi tantas veces a los tales, a quienes llaman cagassela, correr detrás de los otros pájaros, hasta el momento en que éstos se ven en la precisión de echar fuera su detritus; inmediatamente se apodera de él el perseguidor, y deja de perseguir. Vi, aún, muchos peces que volaban, y muchos otros agrupados juntos, que parecían una isla. Pasado que hubimos la línea equinoccial, hacia el mediodía, se perdió la referencia de la estrella polar; y, así, navegose con rumbo Sur-Suroeste hasta una tierra que se llama la Tierra del Verzin, en los 23 grados y medio del Polo Antártico, que es tierra del Cabo de San Agustín, que está en los 8 grados del mismo Polo; donde hicimos gran acopio de gallinas, patatas, piñas muy dulces —fruto verdaderamente el más gentil que haya—, carne de ánade como vaca, caña de azúcar y otras infinitas cosas, que dejo para no resultar prolijo. Por un anzuelo de pesca o un cuchillo daban cinco o seis gallinas; por un peine, un par de ánsares; por un espejo o unas tijeras, tanto pescado, que para diez hombres bastara; por un cencerro o una correa, un saco de patatas. Cuyas patatas saben, al comerlas, a castañas, y son largas como nabos. Y por un «rey de oros», que es una carta de la baraja, diéronme seis gallinas, con el temor, aún, de haberme engañado. Anclamos en ese puerto el día de Santa Lucía, y en tal fecha sufrimos al Sol en su cenit, y más calor —tanto en aquella como en las siguientes, en el momento mollar del astro— que en cualquier otro sitio bajo la línea equinoccial.

Esta tierra de Verzin es abundantísima, mayor que España, Francia e Italia juntas; pertenece al Rey de Portugal. Sus indígenas no son cristianos, y no adoran cosa alguna. Proceden según los usos naturales, y viven ciento veinticinco años y ciento cuarenta. Andan desnudos, así hombres como mujeres; habitan en ciertas casas amplias llamadas «bohíos», y duermen en redes de algodón que denominan «hamacas», anudadas —en el interior de aquellas viviendas— de un extremo a otro, en troncos gruesos; entre las cuales encienden lumbres. En alguno de estos bohíos se junta hasta un centenar de hombres, con sus mujeres e hijos, armando gran rumor. Poseen barcas de una sola pieza —de un tronco afilado con utensilios de piedra—, llamadas «canoas». Utilizan estos pueblos la piedra como nosotros el hierro, que no conocen . En cada una de esas embarcaciones se meten treinta o cuarenta hombres, bogan con palas como de panadería, y, tan negros y afeitados, parecen los remeros de la Laguna Estigia.

Se desenvuelven los hombres y las mujeres como entre nosotros; comen carne humana, la de sus enemigos, no por considerarla buena, sino por costumbre. Inició ésta —como ley de Talión— una anciana, quien tenía un solo hijo, que fue muerto por los de una tribu rival; pasados algunos días, los de la suya apresaron a uno de los de la que le habían matado al hijo, y lo trajeron a donde se encontraba la vieja. Ella, viéndole y acordándose de su muerto, corrió hasta el muchacho como perra rabiosa, mordiéndole la espalda. Aquél, a poco, pudo huir, y mostró a los suyos la señal, como si lo fuese de que querían devorarlo. Cuando los suyos, más tarde, apresaron a alguno de los otros, se lo comieron; y los parientes de los comidos a los de los que comieran: de lo cual nació la costumbre. No se lo comen de una vez: antes uno corta una rebanada para llevársela a su vivienda y ahumarla allí; y vuelve a los ocho días para llevarse otro pedacito que comer asado entre los demás manjares..., y siempre como memoria de sus enemigos. Esto me contó Ioanne Carvagio, piloto que con nosotros venía, quien anduvo antes cuatro años por estas tierras.