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José Enrique Rodó

Viajes por Europa

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-918-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-616-3.

Sumario

Créditos 4

Presentación 7

La vida 7

La obra 7

Al concluir el año 9

Ciudades con alma 12

Una impresión de Roma 15

Los gatos en la Columna Trajana 18

Tívoli 21

Nápoles la española 25

Capri 30

Y bien, formas divinas... 33

Recuerdos de Pisa 36

Anécdotas de la guerra... 44

La literatura posterior a la guerra 48

Una entrevista con Bernardino Machado 52

En Barcelona 58

El nacionalismo catalán 65

I 65

II 71

Libros a la carta 81

Presentación

La vida

José Enrique Rodó (1871-1917). Uruguay.

Se dedicó al periodismo, al ensayo y a la enseñanza. Fue miembro de la generación de 1900. Diputado por el Partido Colorado en varias ocasiones, pero crítico con el batllismo oficial, viajó a Europa en 1916 como corresponsal literario de Caras y Caretas.

Fundó la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897), y ejerció la crítica literaria.

Sus ensayos aparecieron en un volumen titulado La vida nueva.

La obra

Antes de morir, Rodó pudo visitar Europa. Estuvo en Portugal y se interesó en las relaciones de ese país con Hispanoamérica, estuvo en España y alabó la laboriosidad catalana. Sin embargo, su destino principal fue Italia pues quería verificar sobre el terreno que los mensajes de sus célebres libros americanistas marcaban la pertenencia a la ciudadanía espiritual de la antigua Roma, clásica y cristiana.

Al concluir el año

Para la mirada europea, toda la América española es una sola entidad, una sola imagen, un solo valor. La distancia desvanece límites políticos, disimilitudes geográficas, grados diversos de organización y de cultura, y deja subsistente un simple contorno, una única idea: la idea de una América que procede históricamente de España y que habla en el idioma español. Esta relativa ilusión de la distancia, que a cada paso induce a falsas generalizaciones, a enormes errores de lugar, a juicios de que no aprovechan, por cierto, las mejores entre nuestras repúblicas, tiene, sin embargo, la virtud de corresponder a un fondo verdadero, a un hecho fundamental y trascendente, que acaso los hispanoamericanos no sentimos todavía en toda su fuerza y toda su eficiencia: el hecho fundamental de que somos esencialmente «unos»; de que lo somos a pesar de las diferencias, más abultadas que profundas, en que es fácil reparar de cerca, y de que lo seremos aún más en el futuro, hasta que nuestra unidad espiritual rebose sobre las fronteras nacionales y prevalezca en realidad política.

Es interesante observar cómo se trasmite esa sugestión de la distancia, a los americanos que viven en Europa. Yo tuve siempre una idea muy clara y muy apasionada de la fuerza natural que nos lleva a participar de un solo y grande patriotismo; pero aun en los americanos originariamente más devotos de las estrecheces del terruño, de las hosquedades del patriotismo «nacional», compruébase a cada instante en Europa que la perspectiva de la ausencia y del contacto con el juicio europeo avivan la noción de la unidad continental, ensanchan el horizonte de la idea de patria y anticipan modos de ver y de sentir que serán, en no lejano tiempo, la forma vulgar del sentimiento americano. Veis aquí cómo el corazón argentino se abre, con solícito afán a los infortunios de México; cómo el criollo de Colombia o de Cuba hablan con orgullo patriótico de la grandeza y prosperidad de Buenos Aires; cómo el montañés de Chile reconoce en los llanos de Venezuela y en las selvas del Paraguay voces que tienen resonancia dentro de su espíritu. Los recuerdos o los problemas vivos y actuales que, entre algunos de nuestros pueblos, pueden ser causa de recelo y desvío, se depuran, en el americano que ha pasado el mar, y manifiestan transparentemente el fondo perdurable de instintiva armonía y de interés solidario.

La comprobación de este sentimiento en los americanos a quienes he tratado en Europa me pare ce el más grato mensaje que pueda enviar, al concluir el año, con mis filiales votos de amor, a mis dulces tierras de Occidente. Si se me preguntara cuál es, en la presente hora, la consigna que nos viene de lo alto; si una voluntad juvenil se me dirigiera para que le indicase la obra en que podría su acción ser más fecunda, su esfuerzo más prometedor de gloria y de bien, contestaría:

—Formar el sentimiento hispanoamericano; propender a arraigar en la conciencia de nuestros pueblos la idea de América nuestra, como fuerza común, como alma indivisible, como patria única. Todo el porvenir está virtualmente en esa obra. Y todo lo que, en la interpretación de nuestro pasado, al descifrar la historia y distinguirla, en las orientaciones del presente, política internacional, espíritu de la educación, tienda de alguna manera a contrariar esa obra, o a retardar su definitivo cumplimiento, será error y germen de males; todo lo que tienda a favorecerla y avivarla, será infalible y eficiente verdad.

En este maravilloso suelo de Italia, donde los ojos leen cómo la unidad de una tradición y de un espíritu, aunque largos siglos parezcan negarle fuerza ejecutiva, concluye por encarnar en realidad inconmovible, me he dicho infinitas veces que, si aún está para nosotros lejana la hora de una afirmación política de nuestra unidad, nada hay que pueda demostrar el boceto ideal de ese cuadro futuro, la aproximación de las inteligencias y la armonía de las voluntades. Y he pensado en la juventud, como siempre que pasa por la mente una idea de esperanza y de gloria, y me he preguntado por qué de sus periódicos congresos de estudiantes no nacería, con la cooperación de los Estados, una fiesta aún más amplia, aún más significativa; las Panateneas de nuestra liga espiritual; un 25 de mayo o un 12 de octubre celebrados de modo que fuesen continentalmente el ágape de la amistad americana, y congregasen a los enviados de las diecisiete repúblicas, en junta cultural donde se delinease poco a poco el hábito de deliberaciones más eficaces y de lazos más firmes.

Otro sentimiento despierta dentro del corazón americano la influencia de Europa, y es la profunda fe en nuestros destinos, el orgullo criollo, la tonificante energía de nuestra conciencia social. Despierta ese sentimiento porque la comparación con la obra de los siglos, si en muchísimas cosas certifica la natural inferioridad de nuestra infancia, da su justo valor al esfuerzo que ha permitido levantar del suelo generoso, entre las convulsiones y las fiebres de nuestra formación política, ciudades como Buenos Aires, como Santiago, como Montevideo. Lo despierta además, porque en esta tierra de Europa la historia habla a cada palmo con palabras de piedra, evocadoras de recuerdos y ejemplos infinitos, y las palabras de la historia son la mejor excusación de nuestras inexperiencias y de nuestros errores; el más palmario testimonio del fondo «humano» de nuestros devaneos; la más reparadora explicación de las turbulencias juveniles que vanas filosofías atribuyeran a incapacidades del medio o de la raza. Y despierta, finalmente, aquel sentimiento, porque los tesoros y prodigios de esta civilización creadora, en arte, en ciencia, en ideas sociales, estimulan y engrandecen el anhelo de nuestro porvenir, su puesto que la fuerza virtual existe con la heredada energía y solo falta el seguro auxilio del tiempo.

Esto pensaba al subir las gradas del Capitolio, cuna y altar de la latina estirpe. El Sol de una suavísima tarde doraba aquellas piedras sagradas y aquellos árboles que dicen la mansedumbre y la gracia de esta naturaleza. La guerrera imagen de Roma presidía, allá en el fondo, con gesto maternal y augusto.

El soberbio Marco Aurelio de bronce evocaba, en una sola imagen, la gloria del pensamiento latino y del latino poder. Sobre las balaustradas de la plaza, los trofeos de Mario. Más allá la estatua de Rienzi, del «último tribuno», diseñando su ademán oratorio sobre los jardines donde juegan en bandadas los niños. Y me acerqué a la jaula de la loba que mantiene, allí donde fue la madriguera de Rómulo, el símbolo de la tradición inmensa en tiempo y en gloria; y la vi revolviéndose impaciente entre los hierros que la estrechan.

Y me parecía como si, en su presagiosa inquietud, la nodriza de la raza mirase a donde el Sol se pone y buscara, de ese lado del mundo, nueva libertad y nuevo espacio.

Roma, diciembre 1916.

Ciudades con alma

Dentro de una unidad nacional tan característica y enérgica, Italia ofrece la más interesante y copiosa variedad de aspectos y maneras que pueblo alguno pueda presentar a la atención del viajero; y esta variedad se manifiesta por la armonía, verdaderamente única, de sus ciudades. No hay en el mundo nación de tantas ciudades como Italia. Grandes naciones existen que no cuentan una sola ciudad; grandes naciones con capitales populosas y desbordantes de animación y de riqueza. Porque una «ciudad» es un valor espiritual, una fisonomía colectiva, un carácter persistente y creador. La ciudad puede ser grande o pequeña, rica o pobre, activa o estática; pero se la reconoce en que tiene un espíritu, en que realiza una idea, y en que esa idea y ese espíritu relacionan armoniosamente cuanto en ella se hace, desde la forma en que se ordenan las piedras hasta el tono con que hablan los hombres.

Así entendida la ciudad, madre de toda civilización, foco irradiador de toda patria, digo que no hay pueblo moderno en que las ciudades sean tantas y tan «personales» y sugeridoras, como en este pueblo de Italia. De las heladas cumbres de los Alpes a la incendiada cumbre del Etna; del «amarguísimo» Adriático al Tirreno adormecedor, ¡qué maravilloso coro de ciudades, cada una con tradición y genio inconfundible, con color, relieve y melodía singular, dentro de la suprema consonancia que a todas las vincula, como las cuerdas de una lira! ¡Qué inagotable diversidad de impresiones y recuerdos (nombrando solo los centros que hasta ahora conozco) de la Génova mercantil y democrática, pero llena de pintoresco carácter en su codicioso hervor, a la silenciosa, nobiliaria y taciturna Pisa, y Florencia arroba da en la visión de sus divinos mármoles, y esas peque ñas ciudades de Toscana, como Luca y Pistoja, donde cada piedra es una crónica que os cautiva: y la Bolonia de la prosopopeya doctoral, y Módena, la de las anchas calles inundadas de luz, y Parma la sosegada, y la semifrancesa y grave Turín, y Milán la resonante con el aliento de sus usinas y talleres, y esta gigantesca Roma, ciudad-orbe, ciudad-arquetipo, donde todas las demás de nuestra civilización están potencialmente, como los astros del cielo, en el claustro materno de la primitiva nebulosa! Ignoro hasta qué punto la obra política de la unificación italiana se ha realizado respetando, en lo jurídico, en lo administrativo, en lo oficial, esa fecunda variedad de personalidades sociales; pero ella subsiste y aparece en todo lo que es de la naturaleza, sin que por eso deje de aparecer también el fundamento cultural de la unidad política. Y la tardía realización de esta unidad, el apartamiento deplorado durante siglos, favoreció, sin duda, la plena florescencia de esos caracteres locales, de esas ciudades con alma personal y semblante indeleble, a las que una centralización prematura hubiera restado gran parte de su fuerza y espíritu, si la formación nacional se hubiese consumado, como en Francia y España, por el impulso avasallador de los monarcas del Renacimiento.

Nada más lleno de interés que observar cómo se refleja en la inmensa amplitud del arte italiano esta múltiple originalidad del ambiente, y cómo cada ciudad produce, de su propia substancia, su inconfundible forma artística, al modo que cada casta de pájaros su canto y cada especie de planta su flor. Pasáis de admirar la levedad alada, el desenvolvimiento aéreo de las columnas, en los sobrepuestos arcos de Pisa, a la desnuda y austera majestad de los palacios florentinos, que parecen obra de cíclopes; de las arrogantes fachadas de Génova, a los abiertos pórticos y el ornamentado ladrillo de Bolonia. El alma de Luca inspira el cincel de Civitali, como la de Parma el cincel de Correggio, como la de Milán a los discípulos del divino Leonardo, mientras la de Módena manifiesta su plástica originalidad en sus pintadas terracotas.

El patriotismo de ciudad, energía tan vital y creadora como puede serlo el patriotismo de nación, es un sentimiento que aún no encuentra en nuestra América condiciones que le den el arraigo hondo y pertinaz que requiere para ser fecundo. Tenemos solo esbozos, larvas de ciudades, si se atiende al espíritu, al carácter de la personalidad urbana; aunque sean a veces larvas o esbozos gigantescos, con capacidad material para que se infunda dentro de ellos un espíritu gigante. Los centros que un día desplegaron vigoroso sentimiento local, que actuó como una fuerza histórica, y donde se diseñó una enérgica fisonomía de ciudad, han perdido del todo estas líneas tradicionales o tienden a perderla, por obra de la irrupción cosmopolita que materialmente los ha magnificado. La extinción de aquel celoso amor propio comunal es un hecho que puede haber facilitado graves problemas y reportado claros bienes, pero no sin el precio de grandes desventajas. Formar «ciudades», ciudades con entera conciencia de sí propias, y color de costumbres, y sello de cultura, debe ser uno de los términos de nuestro desenvolvimiento. No hay «civilización» ni «ciudadanía» sin «ciudad». La educación municipal es el seguro fundamento de toda educación política.