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Labruna

El Personaje

Diego Borinsky

Labruna

El Personaje

Fuente inagotable de anécdotas,

perfil de un ejemplar único

ÚLTIMA ESTACIÓN

Llegamos al final. Última estación: Angelito Labruna, el personaje. O la persona, en realidad.

Como expliqué en la introducción del primer libro de esta trilogía, mi idea original fue escribir la biografía de Ángel Amadeo Labruna. En condiciones normales, se sabe, la ecuación es simple: una biografía = un libro. Sin embargo, a medida que fui charlando con los más de 135 entrevistados que me dejaron su testimonio para recrear la historia de este ser tan singular, y evaluando que tanto su carrera de futbolista como la de entrenador fueron realmente grandiosas, comprendí que cada una de esas etapas merecía un libro individual. Luego, el material de anécdotas y curiosidades que fui acopiando en las entrevistas resultó tan abundante y rico que debí agregar un tomo más a este proyecto. No quería escatimar contenido. Me propuse que se tratara realmente de un estudio exhaustivo, casi antropológico, del personaje. Si lo diseccionamos, lo diseccionamos de verdad. Y aquí estamos, entonces, con el eslabón final de la trilogía.

Llega, por lo tanto, el momento de abordar a la persona.

Aunque en los libros anteriores ya hemos ido contando características de su forma de ser, de sus vínculos con compañeros, adversarios y dirigidos, aunque fuimos describiendo herramientas que utilizaba para conducir desde el banco, aquí nos volcamos de lleno a sus hábitos y costumbres: a su afición por los burros, a la perdición que significaban para él los dulces, a su fobia al cigarrillo, el alcohol y los aviones. Los protagonistas relatan detalles de las partidas de cartas y dados que compartían con Angelito en las concentraciones y cómo se divertían apostando hasta por el número en que terminaba la patente de los autos que venían de frente por la ruta. También hay un muestrario detallado de las cábalas, un compañero infaltable en la vida de nuestro protagonista.

En este libro se cuenta cómo era Anita, porque si, como reza el dicho, detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer, en este caso mucho más todavía, porque había que aguantar a ese individuo que vivía obsesivamente por y para el fútbol. También hay un capítulo especial para el proyecto de crack que fue su hijo Daniel, a quien una leucemia se lo arrebató a los 20 años y provocó una herida que nunca terminó de cicatrizar. No puede faltar la historia de vida de Rodolfo Talamonti, su ayudante de campo y compinche de hipódromos, y también está la mirada humana que nos brinda su familia: aportan su recuerdo dos sobrinos, su excuñada y también dos de sus nietos. Y hasta un bisnieto.

Por supuesto hay un espacio considerable para sus peleas con la prensa: veinte periodistas reviven sus idas y vueltas con Angelito, un repaso de anécdotas que nos exhiben a un tipo calentón, peleador y mal hablado, pero al mismo tiempo nada rencoroso. También hay lugar para tratar de entender cuál era su escuela, su método para conseguir los éxitos que alcanzó como entrenador: su rol paternal con los futbolistas, el espíritu ganador que lograba transmitirles, el ojo clínico, en qué consistían sus entrenamientos, qué vinculo tenía con otros entrenadores renombrados de la época como Juan Carlos Lorenzo y César Luis Menotti.

En esta parte de la trilogía reconstruiremos las últimas horas de Angelito antes de su muerte inesperada por una operación sencilla. La necrológica de Julio César Pasquato (Juvenal) en El Gráfico es imposible de leer sin que a uno se le humedezcan los ojos.

Y, por supuesto, no pueden faltar en esta obra unas páginas dedicadas a Marcelo Gallardo. Mucho más después de su aparición inesperada con la corbata mítica de Angelito en el último superclásico de 2021 en el Monumental. Hay una teoría muy particular al respecto de un hincha de River que intentamos desmenuzar.

No adelantamos más.

Espero disfruten de esta última estación del recorrido.

Ahora sí se acabó.

Angelito merecía más que un libro.

AGRADECIMIENTOS

Como escribí en los dos tomos anteriores de esta trilogía, el primer agradecimiento, y el más importante, es para Omar Labruna, por confiar en mí para escribir la historia de alguien tan querido como su padre.

A Rodrigo Daskal, Patricio Nogueira, Nicolás Mirelman y la gente del Museo River, por ponerme a disposición el material del archivo. También a Yael Rodríguez, Nicolás Loza y Juan Manuel Cuenca Martínez, por sus aportes.

Y a todos los protagonistas (jugadores, entrenadores, dirigentes y afines) que me brindaron su testimonio para esta tercera parte de la biografía: Beto Alonso, Pato Fillol, José Pekerman, Pepe Castro, Antonio Faná, Hugo Santilli, Miguel Ángel Lemme, Emilio Commisso, Leopoldo Luque (q.e.p.d.), Daniel Onega, Carlos Aimar, Adrián Domenech, Carlos Morete, Mostaza Merlo, Mario Killer, Pedro González, Ángel Landucci, Rubén Bruno, Milonguita Heredia, Roberto Saporiti, Daniel Crespo, Jorge Ghiso, Héctor Jairala, Carlos Bulla, Gustavo Coleoni, Aurelio Pascuttini, Carlos Pandolfi, Jorge Fernández, Aldo Poy, Héctor López, Daniel Willington, Oscar Masciotra, Héctor Masciotra, Julio Santella, Miguel Ángel Rodríguez, Juan Carlos Spada, Humberto Maschio, Héctor Bargas, Victorio Ocaño, Andrés Fassi, Chamaco Rodríguez, Juan Carlos Marenda, Luis Galván, Ernesto Camino, Héctor Ártico, Jorge Brandoni, Rubén Galletti, Eduardo Saporiti, Miguel Ángel López, Antonio Coleoni, José Omar Reinaldi, Cesar Laraigneé, Ricardo Troncone, Héctor Baley, Mario Videla, Mario Griguol, Humberto Bravo, José Luis Lodico, Javier Bava, Oscar Ghezzi, Néstor Subiat, Daniel Carnevali, Carlos De La Fuente, Francisco Rivadero, Antonio La Regina, Omar Verzellini, Antonio Fauro, Antonio D’Accorso, Albino Valentini, Alberto Pérez y Osvaldo Riganti.

A los periodistas José Luis Barrio, Beto Etchezuri, Horacio del Prado, Miguel Bertolotto, Ernesto Cherquis Bialo, José Luis Ponsico, Héctor Cardozo, Guillermo Blanco, Juan José Panno, Carlos Ares, Alejandro Apo, Horacio Pagani, Jorge Barraza, Daniel Lagares, Horacio Monzo, Carlos Fechembach, Carlos Ferraro (q.e.p.d.), Juan Fazzini, Alfredo Di Salvo, Ramón Gómez, José María Otero, Nelson Castro y al reportero gráfico Alberto Haliasz, más conocido como Palito.

A la familia y amigos de Angelito: Nora Labruna, Eduardo Labruna, Daniel Labruna, Natalia Labruna, Luca Savio Labruna, Elena Beretta, Roberto Borserini y Eduardo Cachamani.

Un agradecimiento especial a Pancho de Antueno por la sugerencia clave y a Patricio Carballés, por la química instantánea y la confianza. A mi editor, Tomás Razzetto, y a quienes trabajan en Editorial Galerna, por supuesto.

Nos reencontramos en el próximo libro.

LA MUERTE

Primero, los datos fríos.

Ángel Amadeo Labruna murió el lunes 19 de septiembre de 1983 a las 18.15, como consecuencia de un paro cardíaco, una semana antes de cumplir 65 años. Había sido operado de la próstata e iba a recibir el alta ese mismo día. Los restos de Angelito llegaron al estadio Monumental a las 22.15 de ese lunes; el velatorio se realizó en la cancha de básquet durante toda la madrugada y en la mañana siguiente, y el sepelio fue el martes 20 a las 16 en el cementerio de la Chacarita.

En el diario Clarín del martes 20 se puede leer: “La capilla ardiente, instalada en la planta baja del Monumental, iba a estar ubicada en la ex sala de reuniones de la Comisión Directiva del club y actualmente oficina de Relaciones Públicas y de contralor del estadio. En esas mismas instalaciones habían sido velados Antonio Liberti y José Manuel Moreno. Posteriormente, y debido a la considerable cantidad de personas que se acercaron al lugar, se decidió trasladar la capilla a la cancha de básquet del club. Las primeras coronas de flores colocadas en dicho recinto fueron las enviadas por el Club Deportivo Italiano, por el actual directivo Herms y por el Club Atlético Boca Juniors”.

Entre los testimonios recogidos por Clarín, se destacan los de César Luis Menotti, y de los presidentes de la AFA y de Argentinos Juniors, Julio Grondona y Domingo Tessone respectivamente. “Con Ángel se va una parte irremplazable del fútbol argentino —se lamentaba Menotti—. Siempre lo admiré como jugador, y lo respeté como técnico porque vivía para el fútbol. El más claro ejemplo era su familia, estaba tan ligada al fútbol como estaba él. Como técnico fue un adelantado: les dio respaldo a los jugadores y pregonó siempre el fútbol argentino. Tuvo aciertos y errores, fue odiado y respetado al mismo tiempo, pero Ángel respiraba fútbol y muy pocas personas tienen semejante virtud en este medio. Debe ser uno de los días más tristes de nuestro fútbol”.

Continuaba Grondona: “No solo como presidente de la AFA sino como hombre del fútbol siento esta pérdida como propia. Mi amistad con Ángel venía de lejos y diría que se fortaleció cuando él dirigía a Defensores de Belgrano y yo era presidente de Arsenal. Así aprendí a conocerlo y a apreciarlo y digo que su calidad como jugador, técnico y persona era tan grande, que entonces se le podía disculpar su exceso de temperamento. La AFA lo va a homenajear como corresponde, incluso entornando las puertas del edificio”.

Cerraba el titular de Argentinos Juniors, equipo que dirigía en ese momento Labruna: “No es un descubrimiento que Ángel se hacía querer mucho y para confirmar eso hay que fijarse lo que le ocurrió en nuestro club, en tan poco tiempo que estuvo se ganó el aprecio de toda la gente. Es una pérdida irreparable para el fútbol y nosotros lo sentimos como si toda la vida hubiera dirigido a Argentinos”.

Después de los datos y las voces obtenidas en ese momento, nos introducimos en los recuerdos recogidos para este libro de las personas que estuvieron cerca de Angelito en esos días finales para tratar de entender por qué se produjo este desenlace inesperado tras una intervención sin mayores complejidades.

“Fue una operación de próstata —arranca Omar Labruna, dejando en claro el motivo, ya que en muchos medios se informó que la operación había sido de vesícula—. El Viejo no se quería operar, siempre fue cagón en ese aspecto. Una sola vez en su vida se puso un yeso, a los cuarenta y largos, cuando fue a jugar con los veteranos de River a la localidad de 25 de Mayo y se quebró, y puteaba como loco. No se quería operar, pero cuando manejaba tenía que parar en estaciones de servicio para ir al baño y entonces los médicos lo convencieron. La operación salió perfecta, el viernes le habían dado el alta, pero como estaba con la bolsita, mi vieja le dijo: ‘¿Para qué vamos a ir a casa? Quedémonos acá el fin de semana, que nos van a venir a visitar y nos vamos el lunes’. Ese lunes fui a visitarlo un rato a la tarde, las enfermeras pasaron a limpiar la habitación y un coágulo se le fue por una arteria. Por lo que supe después, pasa una vez en un millón. Los electros que le hicieron habían dado bien, estaba por cumplir 65 años, pero tenía un corazón de una persona de 40. Me fui, y cuando llegué a casa me llamaron del sanatorio para avisarme que el Viejo se había descompuesto, pegué la vuelta y al entrar otra vez al sanatorio ya había fallecido. Estaban mi mamá y también el Pato (Fillol), que lo había ido a visitar”.

Ubaldo Matildo Fillol había sido dirigido por Labruna en Racing y en River, y en 1983 pasó a Argentinos por insistencia de Ángel, después de haberse ido de River en malos términos. Llevaba un par de partidos en el Bicho y seguía defendiendo el arco de la Selección: de hecho, el miércoles 7 de septiembre atajó en el Monumental en el 2-2 frente a Ecuador y el miércoles 14 lo hizo en el 0-0 ante Brasil en Río de Janeiro, ambos partidos correspondientes a la Copa América, que en aquel momento no tenía sede fija. El domingo 18 se puso el buzo con el escudo de Argentinos en el 1-1 frente a Estudiantes y el día siguiente fue a visitar a Angelito al sanatorio, ya que no lo había podido hacer antes por el viaje de la selección.

“Yo había ido a jugar a Brasil con la selección —rememora el Pato— y Carlés, un dirigente de Argentinos que viajó con la delegación, me contó que lo habían operado a Angelito. A la vuelta de ese viaje, y después del partido contra Estudiantes, fui a visitarlo. Al llegar al sanatorio me dijeron que fuera por el pasillo, y cuando estaba a diez metros de la habitación empecé a escuchar gritos y la vi salir a Anita llorando con dos médicos que la sostenían. ‘Se murió, se murió’, gritaba Anita, desesperada. La metieron en la habitación de al lado y yo seguí hasta la de Angelito y lo estaban tratando de reanimar, le daban con electroshock en el piso, pegaba unos saltos tremendos, pero no lo pudieron sacar. Me quedé duro, al rato llegó el hermano de Ángel, después Omar, llamamos a Argentinos, también a River y no me acuerdo mucho más porque estaba shockeado”. El Pato conmueve con su relato, y él mismo parece revivir lo que sintió en ese momento y los días posteriores: “Me golpeó tanto lo de Ángel que entré en una especie de pozo depresivo y estuve una semana sin ir al club. Fue tremendo, por eso hay cosas que no me acuerdo bien. Lo que todavía no me perdono es que no llegué a agradecerle a Angelito todo lo que hizo por mí. Ese fue el dolor más grande que me quedó: haberlo perdido sin decirle ‘gracias’ al hombre que fue mi padre futbolístico. No quiero seguir hablando, me hace mal”. Aunque no se lo haya dicho con palabras, el Pato seguramente se lo expresó con gestos en el día a día.

La nota color, entre tanta tristeza, la protagonizó el propio Angelito con sus costumbres. Como no podía estar presente en el partido con Estudiantes, porque aún se encontraba internado, quien se sentó en el banco fue su ayudante y amigo Rodolfo Talamonti. Pero de la charla técnica no se iba a privar.

“Nos dio la charla el sábado en el sanatorio, era en Belgrano R, a una cuadra de la iglesia San Patricio —asegura Adrián Domenech, lateral izquierdo de ese equipo y símbolo del Bicho—. Fuimos con 4 o 5 compañeros. Estaban el Chivo Pavoni, Landucci y algunos muchachos más. En la habitación lo acompañaba Anita y desde la cama, acostado, Ángel nos dio un par de indicaciones. Ángel era terriblemente motivador, y ese sábado no vimos a un tipo agobiado, desahuciado ni mucho menos; estaba sentado en la cama, jovial como era él siempre, nos trasmitía algo así como ‘qué hinchapelotas que no puedo estar con ustedes mañana’. Seguramente se habrá despedido con un ‘a mover la conchita’, como nos decía siempre al terminar sus charlas, no lo recuerdo con precisión, pero seguro que la cerró así. De ahí nos fuimos a concentrar al hotel, ya era la tardecita del sábado. Al día siguiente empatamos con Estudiantes y el lunes se murió. Para mí fue totalmente sorpresivo, porque lo habíamos visto bien, normal, no había signos para sospechar que pudiera ocurrir algo así. Al día siguiente no estaba más, no lo podíamos creer. Te lo cuento, y aunque hayan pasado tantos años, estoy totalmente erizado”.

José Antonio Castro había conocido a Labruna hacía nueve meses, cuando lo visitó en su casa junto al Puma Morete para incorporarse al Bicho. El corto período de convivencia le bastó para tomarle un enorme afecto. “El Viejo no quería operarse de nada. Yo era muy amigo de Roberto Avanzi, el médico de Argentinos, porque habíamos sido compañeros en Vélez durante mucho tiempo. Tenía un tema de próstata y Avanzi me decía: ‘No se quiere operar’. Lo cierto es que ese lunes prendí la tele, puse el noticiero y de golpe anunciaron: ‘Murió don Ángel Labruna’. Metí la cabeza entre las piernas y lloré mucho, no lo podía creer, no sabía qué hacer, a dónde ir, para dónde salir corriendo. Al final agarré el auto, y rumbeé para la clínica, que era cerca de mi casa, en Belgrano R. Y después fui al velatorio en el gimnasio del Monumental y me quedé al lado del cajón. Al día siguiente fue horrible, retornar los entrenamientos sin el Viejo fue espantoso”, se sincera Pepe, que, insistimos, solo había convivido con Labruna nueve meses.

“Yo lo fui a ver a la clínica el mismo lunes, el día que se murió —repasa Antonio Faná, el amigo italiano de Angelito—. Anita me dijo ‘en un rato nos dan el alta’, me fui y quedamos en hablar después. Sé que Ángel se levantó de la cama para higienizarse en el baño y ahí se quedó seco. Para mí fue un error garrafal de los médicos que no le cerraron bien la herida, la sangre se le fue al corazón y se murió. Cuando llegué a mi casa me llamó Alberto Fernández, periodista de Clarín y amigo, y me dijo que había muerto Labruna. Le contesté: ‘Boludo, vine recién de la clínica y le estaban por dar el alta’. Parecía un chiste de mal gusto, pero era la verdad. Fue una operación de próstata, una intervención común, hacía rato le venían diciendo que se tenía que operar, y él no quería. Por algo no quería, Angelito la tenía clara”.

Otro que visitó a Labruna el mismo lunes y reaccionó del mismo modo que Faná al enterarse fue Hugo Santilli, quien tres meses después sería elegido presidente de River. “El día del fallecimiento lo fui a visitar al sanatorio —cuenta Santilli—. Charlamos un rato, hablamos de fútbol, estaba bien Ángel, son esas fatalidades que se producen. Cuando me iba, entraba Omar, el hijo, yo tenía reunión de Comisión Directiva en el club y al llegar me informaron que había muerto Labruna. ‘No digan pelotudeces, vengo de verlo y está fenómeno’, les contesté. Mi última imagen es la de Ángel parado en la habitación, yendo al baño para afeitarse. Una tristeza enorme por ese desenlace, porque ya estaba todo arreglado para que volviera otra vez a River como entrenador cuando ganara las elecciones”.

Se ve que las visitas de ese lunes 19, después del partido del domingo, fueron unas cuantas, que Ángel era un tipo querido, de esos que te llenan el sanatorio de amigos. “Estábamos un grupo con él en la clínica, lo tengo grabado, yo andaba mucho con Checho (Batista), Pasculli y el Negrito Espíndola, y cuando vino el segundo grupo de muchachos nosotros nos fuimos —reconstruye Miguel Lemme, jugador incorporado a Argentinos ese año por pedido de Labruna—. Al salir, me fui a ver a mi vieja a San Martín y al rato me llamó un amigo para avisarme que había muerto Labruna. ‘¿Cómo se va a morir si venimos de ahí?’, contesté. Fue una puñalada al corazón para todos, el grupo lo amaba a Ángel. Lo quería el titular, lo quería el suplente y el tercer suplente, al final hacía jugar a todos y todos estaban contentos. Esa noche el plantel y los dirigentes estuvimos en el velatorio en River. Fue un golpe terrible, un golpe al corazón”. Para el cierre, Lemme nos confirma, con un hecho que lo tuvo como protagonista, la teoría que ya fue postulada y corroborada por los protagonistas en el libro anterior: que el Argentinos campeón local y de América entre 1984 y 1985 fue diseñado por Labruna: “Lo increíble es que todo lo que dijo Ángel se cumplió tal cual: que nos íbamos a salvar del descenso ese año y después saldríamos campeones. Me acuerdo incluso de que, a los pocos meses, cuando fui a firmar un nuevo contrato, estaban los hermanos Tessone, Cacho y Mingo, que manejaban el club. Se rumoreaba que iban a venir Jota Jota López y Commisso. Les pregunté si era cierto. Entonces abrieron un cajón, sacaron un papel y me mostraron una lista. ‘Ángel nos dejó este pedido y vamos a cumplirlo’, me dijeron. Era un viejo sabio ese Labruna”.

Emilio Nicolás Commisso, que había sido llevado de Racing de Córdoba a River por Labruna en 1976, dejaría Núñez a fin de año para mudarse a La Paternal y transformarse en una pieza clave del Argentinos campeón con Saporiti y Yudica. “Fue un dolor muy fuerte en todos los sentidos —se sincera el Nene—; en lo personal, por el respeto y el afecto que sentía por él, y en lo futbolístico también, porque Ángel fue el hombre que me guio con sus consejos en mis momentos importantes. Si bien yo siempre agradezco a otras personas que me formaron en inferiores, como René Gorreta y Semino, en la parte de establecerse y confiar en uno como jugador tuve el lujo y la alegría enorme de contar con Labruna. El impacto por su muerte fue enorme, por ese afecto y respeto que le tenía todo el mundo, además falleció de golpe, sin que nadie lo esperara. Yo estaba jugando en River cuando se murió, y recuerdo la cola larguísima de personas para entrar a la cancha de básquet, donde lo velaron, demostrando que para River era el N° 1, sin dudas”.

José Luis Barrio, periodista a quien citamos en numerosas ocasiones en los tomos anteriores y que a partir de las numerosas entrevistas que le efectuó había forjado una amistad con Ángel que incluía jornadas compartidas en el hipódromo, rebobina la cinta de sus últimos encuentros con Labruna y cree saber cuál fue la causa que determinó el final trágico e impensado. “Ángel había estado con nosotros en el hipódromo no ese fin de semana sino el anterior —recupera Barrio—, y me había comentado que se iba a sacar una boludez que tenía encima, algo que no era nada grave. La operación salió bien, la mala praxis no fue por la cirugía sino por el hecho de que a un hombre grande le dejaran la sangre tanto tiempo estacionada, sin moverlo, sin sacarlo un poco de la cama. Es común que se produzcan coágulos y cuando no se trata de una operación gravísima, te mueven para descartar ese riesgo. Esa fue la mala praxis, según los dos o tres médicos a los que les pregunté después. No llegué a visitarlo en la clínica, se suponía que era una estadía breve y no quería joderlo, tenía pensado verlo cuando volviera a la casa, dando por hecho que la operación era una boludez”. A Barrio le quedó esa espina: “Me enteré de su muerte mirando la televisión y lloré dos horas seguidas. Fue un tipo que me quedó grabado. Hubo varios personajes del fútbol con los que generé un vínculo, pero con Ángel fue algo muy especial. Lo lloré como amigo, como alguien que había ido marcando mi propia carrera profesional. Fue uno de los primeros tipos verdaderamente importantes dentro del mundo del deporte al que sentí que le había llegado al alma, al punto de generarle confianza y mucha libertad para expresarse conmigo en un café”.

Continuando con la línea argumental de Barrio, Antonio La Regina, el exdueño de la Cantina de David, que es médico, aunque ejerció muy poco la profesión, apunta en la misma dirección. “Ángel hizo un trombo, que es un coágulo que se desprende y te tapa la circulación en alguna parte del cuerpo. La operación de próstata generaba trombos, y por otra parte si la persona no se mueve se favorece la formación de estos. Hoy te dan anticoagulante para evitarlos”.

Beto Etchezuri fue el periodista más cercano a Ángel en sus últimos diez años de vida. “Fuimos el sábado a la clínica con el Beto (Alonso), estuvimos toda la mañana charlando; ya había arreglado todo con Hugo (Santilli) para volver al club —asegura Etchezuri—. El Beto le decía: ‘vas a volver a River’, Ángel estaba un fenómeno la última vez que lo vi. Por lo que supe, se levantó ese lunes a afeitarse, se ve que no le habían dado anticoagulante, y el coágulo le llegó al corazón. Todos los lunes, yo iba a comer con el Beto Alonso y con Eve, su mujer. Estábamos cenando y nos enteramos de la muerte de Ángel. Fue tremendo. El Beto tenía que viajar a Rosario porque Vélez jugaba con Newell’s, así que le hablé al Toto Lorenzo, que había ido al velatorio, para que lo dejara quedarse un día más y pudiera ir al entierro, le dije que yo me encargaba. Se lo permitió. Ángel y el Toto se tiraban chicanas, pero el Toto lo respetaba, le tenía cariño”.

Omar Verzellini, quien como gerente de Relaciones Públicas de Talleres convivió con Labruna en su paso por Córdoba, coincide con el diagnóstico del resto: “A Ángel le dolía una uña y ya lo decía, por eso me llamó la atención que quisiera operarse. ¡Qué cagada lo que pasó, lo sentí tanto! Tengo el mejor de los recuerdos de Ángel y también de Ana, gente muy sencilla. Yo tenía a Ángel como una gran figura y cuando fue a Córdoba demostró ser uno más, era muy humilde. El día del velorio el plantel de Talleres fue en su totalidad a despedirlo, estaba en Buenos Aires para jugar un partido y tenía muy fresco el recuerdo. Nadie lo podía creer. Era joven, tenía mucho para dar todavía”.

Antonio D’Accorso conoció a Labruna cuando integraba las inferiores de River y después coincidieron como entrenadores: “Iba a verlo todos los días al sanatorio con un kinesiólogo de apellido Santini. El día anterior lo vimos perfecto. Era miedoso, no se quería operar, para mí fue una muerte que se pudo haber evitado teniendo más cuidado, aunque también soy de los que piensan que todos tenemos marcado un destino”.

Antes de ser el organizador de los campeonatos de verano a partir de la década del 90 con la empresa Torneos y Competencias, Albino Valentini era un centrodelantero de reconocida eficacia en el ascenso, que llegó a ser dirigido por Labruna en Excursionistas. “Yo fui director técnico de la Selección de Primera B en el Mundial de Malasia, salimos campeones en el 83 haciendo dupla técnica con el Chamaco Rodríguez, le ganamos la semifinal a Brasil y la final a Argelia —recuerda Valentini—, y después de ser campeones me llamó Víctor Hugo Morales para hacernos una nota. Me felicitó y unos minutos después me dijo: ‘Me espera Albino un segundo al aire, que hay una noticia de último momento’. Me quedé esperando y ahí anunciaron que había muerto Labruna. ¡Qué tristeza, lo primero que atiné a decir es que había muerto un amigo!”.

José Pekerman se había consolidado en la Primera de Argentinos Juniors durante el primer ciclo de Labruna en La Paternal, en 1971, y era coordinador de inferiores en 1983, en la segunda etapa, y mantenía diálogo cotidiano con Ángel en los entrenamientos. “La muerte fue un impacto, yo estaba con los pibes de Argentinos y se sintió de ese modo. Nadie imaginaba un desenlace así. Fue un golpe durísimo. Era un momento de juntarse mucho, con Talamonti hablé y me puse a disposición”, resume el entrenador tricampeón mundial sub-20 con nuestro representativo.

En Barcelona, el periodista Guillermo Blanco trabajaba como jefe de prensa de Maradona y como redactor en Don Balón, prestigiosa revista española. El título de su necrológica lo recuerda al instante: “Le daban el alta y se fue al cielo”. Destaca que le dedicaron una doble página en la revista. “Fijate vos lo que era Labruna para España y para el mundo del fútbol”, concluye.

Alberto Pérez, secretario de Argentinos en 1983, aporta el recuerdo de un incidente vinculado al velatorio: “A Domingo Tessone le agarró un ataque para que lo velaran en Argentinos. Lo tuve que poner contra la pared y decirle, con la confianza que teníamos: ‘Mingo, vos sos pelotudo, Labruna es River, no tenemos nada que ver en esta’”. Claro, no había chance de que Angelito no fuera velado en otro lugar que no fuera su casa, el Monumental.

“Fui con Aguilar y con Ramiro Castro y me arrojé llorando sobre el féretro —recuerda Osvaldo Riganti, dirigente y delegado de inferiores de River—. Entre tanta bronca y dolor por la muerte, empecé a gritar: ‘Hijos de puta, lo hicieron morir y ahora lo cuidan’, recordando cómo lo había traicionado Aragón Cabrera. Hubo algún cantito contra Aragón en un momento, pero después mucho llanto y congoja. El cortejo hasta Chacarita fue gigante, impactante”.

En el final de este capítulo, hacemos un ‘copy paste’ de la crónica de José Luis Barrio en El Gráfico del 27 de septiembre (la revista cerraba los domingos y salía el lunes a la noche), que pinta el dolor que se adueñó del ambiente futbolero en esos días y describe cómo se vivieron los instantes posteriores a la muerte de Angelito. Y viene muy cargado de sentimiento genuino por la doble condición del autor: ser hincha de River y haber forjado un vínculo de amistad con el protagonista. Es un retrato nacido de las entrañas, escrito con el corazón en la mano (o en el teclado). Y de una calidad literaria notable.

“Fueron estas, sorpresivas y trágicas, las horas quietas del estadio quieto. Herido. Confuso. Al mismo tiempo concurrido y vacío, al mismo tiempo trajinado y solitario. Hueco, lánguido, triste…

Ángel ahí, al cabo de la muerte sin preámbulos ni sufrimientos, al final o al principio de la vida, quién sabe.

Ángel ahí, rodeado por el resumen generoso de todas las multitudes, experto como siempre en convocarlas y mover sus sentimientos hasta el límite del odio y el amor, el golpe y la caricia, el grito frenético, el festejo, la bronca…

Ángel ahí, tercamente inmóvil, debajo del llanto trémulo del Beto Alonso, del silencio de Jota Jota y Mostaza Merlo, de los ojos cansados de Fillol, de la mano paternal y conmovida de don Victorio Spinetto, de la mueca sincera del Toto Lorenzo, del dolor de Loustau y Pipo Rossi, del respeto de todos. No es seguro, Ángel Amadeo Labruna, que usted sepa realmente quién es, que alguna vez lo haya sabido. ¿Y sabe por qué? Porque nunca le dedicó un rato a esa especulación que hubiera sido comprensible. Porque simplemente se ocupó de vivir, como en esos últimos días que se fueron peleando por contratar a Morete o Alonso, organizando el futuro, decidiendo entre River y Argentinos para seguir el camino. Porque cada gol y cada triunfo significaron alicientes, cada derrota y cada error desafíos, etapas, momentos. Apenas eso. Siempre le importó el futuro, por ello la pena de que justo esta vez haya estado dormido en ese inolvidable gimnasio de básquet; justo esta noche del 19 de septiembre, esta mañana y esta tarde del 20, cuando todo el fútbol argentino lo premió con su coincidencia.

No se exagera: todo el fútbol estuvo ahí, caminando medio a la deriva por los pasillos del Monumental, entrando y saliendo, recordando, sonriendo de a ratos con el recuerdo de sus rabietas efímeras, de sus famosas broncas… Tomando café por ansiedad. Descargando anécdotas. Descubriendo a usted en cada charla. El plantel de Argentinos, huérfano. El plantel de Talleres. El plantel de Italiano acompañando el desconsuelo de Omar. Deambrossi, Cocco, Artime, Daniel Onega, Bilardo, Pachamé, Fren, Grondona, Sívori, Gatti, Pinino Más, Noel, Iso, Vairo, Amadeo, Delem, Commisso, Coudannes, Basile, Pacha Yácono, Duchini, Vaghi, Pizzarotti, Valgoni, Dellacha, D’Accorso, Pipo Ferreiro, Saccol, todo el fútbol, todas las épocas…

Y Ángel ahí, extrañamente ahí. Con los ojos cerrados al infortunio de Ana, la mujer nuevamente traicionada por la vida. Y a ese hincha que hizo guardia toda la noche con la bandera apuntando al cielo. Y a esos hombres de su edad que lo vieron jugar, y a esos muchachones que escucharon de él, y a esas mujeres con guardapolvos verdes que trabajan en el club y aprendieron a quererlo. A todos. El profe Fernández, Talamonti, Pedrito González, Tessone, Soria, Dominichi, Cacho Silveira, Laraigneé, Juan Carlos Muñoz… el fútbol.

En esta cancha dirigió su último partido: River 1, Argentinos Juniors 1. Después, la operación, la convalecencia sin sobresaltos, el corazón que explota en mil pedazos en vísperas del regreso a casa, la muerte.

Y Ángel ahí. Ya no tiene el anillo de su hijo Daniel, símbolo de un afecto que lo acompañó hasta el final, como su propio hijo lo va a acompañar ahora. Porque están juntos, mucho más juntos que esos centímetros que separan sus tumbas.

Se fue Labruna, lo siguió un cortejo sincero de amigos, de hinchas, de hombres y mujeres que lo conocieron. ¡Qué lástima!, no pudo verlo. Ojalá pueda saber, quién sabe cómo, que muchos lo querían, que muchos lo admiraban”.