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Índice

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Créditos

Siglas de las obras de san Juan de la Cruz empleadas en este libro

Introducción

Primera parte. Antecedentes cristianos del símbolo nocturno sanjuanista

1. La noche de las tinieblas divinas

2. La noche del desapego

3. La noche del abandono divino

4. A modo de excursus: Influencia musulmana en la poética de san Juan de la Cruz

Segunda parte. San Juan de la Cruz. Actualidad y persona

5. San Juan de la Cruz y nuestro tiempo

6. Apuntes para una semblanza

7. A modo de excursus: Lo femenino del alma en san Juan de la Cruz

Tercera parte. Atravesando la noche. Sistemática y claves de lectura

8. Los escritos sobre la noche. Visión sinóptica

9. Los preámbulos de la noche. Los principiantes

10. La entrada en la noche. Los aprovechados

11. En el corazón de la noche. Los perfectos

12. A modo de excursus: San Juan de la Cruz en diálogo con Oriente

Epílogo

Bibliografía

Notas

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«Noche» es el gran símbolo arquetípico,

recreado y ya para siempre vinculado

a san Juan de la Cruz.

F. RUIZ SALVADOR, OCD

Siglas de las obras de san Juan de la Cruz

empleadas en este libro

S

Subida del Monte Carmelo = (Subida)

S Pról. = Subida, Prólogo

1S 2,4 = Libro primero de Subida, capítulo 2, número 4

N

Noche oscura = (Noche)
(mismas claves que Subida)

CB

Cántico espiritual. B = Segunda redacción
(mismas claves que Subida)

LB

Llama de Amor viva. B = Segunda redacción
(mismas claves que Subida)

Ep

Epistolario

De noche iremos, de noche,

sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente

solo la sed nos alumbra.

LUIS ROSALES

Introducción

En los relatos épicos de los orígenes del pueblo de Israel se encuentra un episodio iniciático narrado en el libro del Génesis (32,23-32), seguramente influenciado –como tantos otros fundacionales– por otras tradiciones culturales. Se trata de la lucha del patriarca Jacob, durante la noche, con un desconocido sin nombre. Una dura contienda cuerpo a cuerpo en la que Jacob queda herido. Al romper el día, el combate termina con la victoria del patriarca. Entonces, el enigmático personaje bendice a Jacob y le cambia el nombre por el de Israel. Jacob prosigue su camino lesionado pero transformado, con una nueva identidad que le ha sido otorgada como bendición. No queda claro contra quién lucha Jacob, si con Dios, con él mismo o con un ente que, de alguna manera, encarna las dificultades que irrumpen en la vida de los seres humanos (enfermedad, traición, fracaso existencial, muerte...). La oscuridad es constitutiva de la reyerta, pues desaparecen las seguridades que hasta entonces apuntalaban la existencia toda, solo resta afrontar la lucha confiando, y gracias a la confianza amanece un nuevo día. Entonces es cuando la noche cede paso a la aurora, y el hombre caerá en la cuenta de que ha ganado la batalla, pues ha quedado bendecido con un nombre nuevo y definitivo, expresión de la transformación acaecida. Es el paso por una prueba iniciática –diríamos hoy–, transmutación que posibilita un acceso nuevo a toda la realidad. La luz del día tardará poco o mucho en aparecer, quién sabe, pues se desconoce a priori. Cada noche es diferente y única en cada persona. Quizás, en algunos casos, solo despuntará en la mañana de la eternidad.

En el bello y variado repertorio simbólico de la literatura bíblica, el tema de la noche arquetípica como misterio de transformación ocupa un lugar destacado; la noche de Abraham o del Éxodo, por ejemplo, son emblemáticas. Ya en el Nuevo Testamento, resultan familiares los episodios de las travesías de los discípulos de Jesús durante la noche por el mar de Galilea, «bregando y remando mar adentro» (Lc 5,4), o impulsados a «alcanzar la otra orilla» (Mt 14,23-32; 6,45-50; Jn 6,16-21), tal y como nos relatan los evangelios. La vida nos empuja en ocasiones a pasar de una orilla conocida, pero quizás agotada en sus posibilidades y –por tanto– paralizante, a otra desconocida pero que el alma anhela. Es precisamente ese anhelo, muchas veces inconsciente, el detonante que despierta el valor necesario para navegar en el mar de la noche, donde ya no se hace pie ni se puede volver atrás. Los paralelismos metafóricos del bregar de los discípulos de Jesús con los de la lucha de Jacob resultan significativos. En ambos casos aparece la inseguridad ante la irrupción de la oscura experiencia. La embestida une también los dos relatos1. En el caso de Jacob, está representada por el personaje enigmático; en el de los discípulos, por el oleaje embravecido por el viento. Se termina con la transformación de los protagonistas, clausurada en el texto veterotestamentario por el amanecer y, en el evangélico, por la llegada a la otra orilla.

Pero la simbólica bíblica de la oscuridad no se agota en los combates nocturnos, se intensifica con fiereza hasta penetrar en los rincones más íntimos e inconscientes del ser, cuando la persona se siente empujada a experimentar un proceso iniciático de muerte y renacimiento. La imagen del profeta Jonás, engullido por la bestia marina y albergado en su vientre para, posteriormente, ser devuelto a una vida renacida (Jon 2,1-11), ejemplifica de forma muy plástica la radical transformación a la que estamos aludiendo. Potente imagen simbólica que tiene su correlato con el oscuro sepulcro en el que yace el cuerpo muerto de Jesús durante el silencio del Sábado Santo, como un vientre o útero donde se gesta la vida resucitada que le aguarda. Es el misterio del descendimiento a los infiernos, que asalta con radicalidad a tantos seres humanos, simbolizando con ello la muerte de lo viejo y el paso a lo nuevo y definitivo. Hasta la propia naturaleza obedece a este principio de transformación universal de la vida. En el reino vegetal, el grano de trigo cae en tierra y muere para dar mucho fruto (Jn 12,24). En el animal, la oruga que se arrastra y devora, muere en la crisálida y de ella renace a mariposa, como bien señaló santa Teresa en El Castillo interior o Las Moradas (cf 5M 2,2-8).

Todas las tradiciones espirituales reconocen que los procesos de transformación, inherentes al viaje espiritual, comportan situaciones de desprendimientos e inseguridades antes de llegar al estado de unión con lo Inefable. También el cristianismo ha ido forjando durante siglos un valioso legado de experiencias que nos ha sido transmitido en una variedad de términos que encierran una extraña paradoja (rayo de tiniebla, tinieblas divinas, docta ignorancia...). De entre todas las expresiones que intentan aludir al desconcierto y oscuridad en el viaje espiritual, la expresión noche oscura de san Juan de la Cruz es la más conocida, hasta el punto de traspasar hoy las barreras del lenguaje religioso-espiritual y ser utilizada como gran símbolo de múltiples experiencias humanas referidas a crisis existenciales2. Cabría entonces plantear si cualquier crisis del hombre contemporáneo –no siempre de índole religiosa o espiritual– puede ser considerada, sin más, una noche oscura. No parece que todo dolor psíquico deba corresponderse siempre con el significado del símbolo sanjuanista, sobre todo si dicha situación no alumbra un estado de mayor plenitud humana. El carmelita F. Javier Sancho coincide en este requisito de la noche, y lo expresa de la siguiente manera:

La noche sanjuanista no es la noche que se encierra en el dolor y el sufrimiento, ni siquiera la noche del sinsentido o de la crisis. La noche de Juan abarca esas experiencias, pero como fases psicológicas y espirituales de un camino que se abre, en el dinamismo de la fe, a la luz plena y plenificante3.

El desbordamiento de la oscuridad que alcanza a tantas dimensiones humanas llega también –de forma legítima– a ser objeto de estudio de la psicología, interesada por descifrar desde la psique los fenómenos espirituales y místicos. Las corrientes terapéuticas basadas sobre todo en los postulados de Carl G. Jung consideran la noche oscura como parte constitutiva de toda crisis de transformación que involucra la totalidad del ser. Se trata de situaciones desestabilizadoras que pueden desencadenarse como consecuencia de circunstancias difíciles, sin descartar la predisposición personal a iniciar un proceso de cambio psico-espiritual. Aparece miedo, inseguridad, soledad, impotencia, perplejidad..., al aflorar en la conciencia el material reprimido que había permanecido hasta entonces oculto en el inconsciente. Jung reconoció, además, la existencia del «inconsciente colectivo» en el que se conservan patrones simbólicos primordiales y universales a los que llamó «arquetipos»4. De acuerdo con el psicoanalista suizo, las experiencias profundas que conectan con las dimensiones arquetípicas son sanadoras a nivel psico-espiritual y permiten el acceso a la trascendencia5. La dimensión arquetípica de la noche oscura es un rasgo que le es constitutivo, y gracias a él, la experiencia de la noche puede llegar a ser una oportunidad universal para devenir más conscientes, sabios y compasivos. Juan Martín Velasco expresa esto mismo con las siguientes palabras:

El hecho de que la simbólica de la noche y la oscuridad atraviese toda la historia humana y aparezca prácticamente en todas las religiones y culturas está mostrando que la experiencia de la que surge y se alimenta es una experiencia humana universal que explica la universalidad y diafanía de su lenguaje6.

Noche es, por tanto, una palabra polisémica, con numerosos registros arquetípicos y significados poético-simbólicos, una metáfora que encierra multitud de experiencias existenciales tan plurales que no pueden contenerse a menudo en la limitación gramatical del singular. Es necesario hablar más bien de noches, que abarcan un abanico indecible: las desmesuras del misterio que acontece en el corazón humano; pues, aunque todas ellas comparten el común denominador de la desposesión que desconcierta, cada una es distinta, única e irrepetible, como los seres humanos. Noches de dolor físico y moral hasta el límite de hacer tambalear la esperanza; noches de carencia y abandono por amores imposibles no correspondidos, que hacen gritar al poeta: «Déjame vivir en mi serena / noche del alma para siempre oscura»7.

También las noches son colectivas. Este libro ha sido gestado durante la noche de la pandemia que está padeciendo ahora la humanidad, y que, contemplada desde una mirada profunda –más allá de lo que ven los sentidos–, nos permite entrever un mensaje urgente que los humanos deberíamos descifrar y acoger con humildad. También la historia del pasado siglo XX está traspasada por las noches «horrendas y espantables» de las dos Guerras Mundiales; atrocidades en las que el silencio divino ante la barbarie humana adquiere la expresión más patética de su ausencia total, pues pareciera tener razón Nietzsche cuando pregona «la muerte de Dios» en el mundo contemporáneo. En esta situación, surge el serio interrogante de cómo hablar de Dios después de Auschwitz, pues la pregunta que lanzan las naciones al salmista: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 79,10) no tiene una fácil respuesta ante tanta ocultación de la divinidad8. Martin Buber lo expresaba en estos términos: «oscurecimiento de la luz del cielo, eclipse de Dios, eso es de hecho lo característico de la hora del mundo en que vivimos»9. Ya lo dijo san Juan de la Cruz en el siglo XVI con rotunda asertividad: «Dios es... noche oscura para el alma en esta vida» (1S 2,1). Quizás el silencio divino tenga algo que ver, desde la perspectiva cristiana, con la naturaleza de un Dios que en su pasión amorosa por la humanidad no ha querido esquivar para Sí la tiniebla nocturna del hombre, dejándose atravesar solidariamente por ella. En su abajamiento kenótico (Flp 2,6-11) manifestado en Jesús, Dios nos está mostrando que en su total ausencia hay escondida una presencia, misteriosa y paradójica, pero real, que es posible descubrir. Entonces, la noche oscura acaba transformada en noche dichosa.

No todas las noches y sus registros son siempre de espanto y sinsentido. Las hay de duende y embrujo, espacios lunares deseados y buscados con pasión por los amantes para fundirse en lo más íntimo de un abrazo amoroso humano o divino en el que la eternidad irrumpe en el tiempo histórico convirtiéndolo en kairós:

¡Oh noche que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!10.

Las tradiciones espirituales no dejan de insistir en las excelencias divinas de la noche. El judaísmo, por ejemplo, expresa la revelación amorosa del Dios creador y liberador en el «Poema de las Cuatro Noches», Targum de un texto clave del Libro del Éxodo: «Noche de vela fue esta para Yahvé, para sacar los ejércitos de Yahvé de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de vela en honor de Yahvé para todos los israelitas, por todas sus generaciones» (Éx 12,42)11. Y en la noche de la Pascua, el pueblo cristiano exultante canta poéticamente a la noche dichosa de la Resurrección de Jesús12. Por tanto, ante este amplio panorama nocturno, entendemos bien que el carmelita J. A. Marcos adjetive la noche de infinita. Esta cualidad esencial de la noche la hace ser, antes que nada –como todo arquetipo–, un símbolo –un logrado y bello símbolo–, porque al remitir a otra realidad superior, la noche se abre a una ilimitada interpretación de significados. Dice este autor al respecto:

Noche es pascua, proceso, purificación, pérdida, exilio, distancia... Noche es ausencia, negación, desnudez, desasimiento. Es abandono, desierto, invierno, cruz, oscuridad... Noche es también, ahora en positivo, influencia amorosa, contemplación, sabiduría amorosa, «confianza ciega»13.

Si hemos de peregrinar por la noche, nos parece acertado contar con san Juan de la Cruz como compañero de camino, dejándonos interpelar por su singular y rica experiencia. Más de cuatro siglos de distancia histórica no han podido difuminar el acopio de sabiduría humana y divina que el doctor místico nos ha legado en sus escritos. Sirvan de testimonio las palabras del carmelita Federico Ruiz sobre la noche sanjuanista: «La noche oscura es el símbolo predilecto y más logrado de san Juan de la Cruz a todos los niveles: místico, teológico, literario. Es también el preferido por la investigación especializada y por los lectores con preocupación espiritual»14. Y a renglón seguido, sigue diciendo:

Algunos de los símbolos sanjuanistas han sufrido una cierta devaluación debido a los cambios de cultura y al embotamiento de la sensibilidad simbólica. No es ese el caso de la noche oscura. Al contrario, esta ha venido ganando terreno en hondura y amplitud hasta imponerse como valor y expresión en la espiritualidad y en la cultura15.

No obstante, el contenido místico del símbolo nocturno es anterior a san Juan de la Cruz, pues aparece en la tradición cristiana –ya lo hemos señalado– en los primeros siglos bajo diversas denominaciones y discurre a lo largo de la Edad Media. Lo encontramos en la escuela alejandrina, durante el siglo II, en Gregorio de Nisa (siglo IV), en el Pseudo-Dionisio (siglo VI), en el anónimo inglés de la Nube del No-saber (siglo XIV), en la escuela mística alemana (siglos XIII-XIV), entre otros. Sin duda, el legado de estos autores constituye un sólido cimiento para el edificio de la mística carmelitana del siglo XVI español. Por esta razón, dedicaremos la Primera parte de este trabajo a la aportación de algunos de estos místicos anteriores a san Juan de la Cruz, ya que influyeron bastante en él. Toda esa rica tradición, forjada en las experiencias de escritores espirituales que pasan unos a otros el testigo de la nocturnidad contemplativa, traduce el encuentro con Dios esencialmente en categorías de incognoscibilidad de los sentidos y de la razón discursiva. Es la llamada vía negativa o apofática, que se integra en la positiva o catafática, fundamentada esta en la Revelación bíblica y en la Teología natural. Por otra parte, el santo carmelita tomó prestadas no pocas imágenes simbólicas de la literatura mística musulmana. La existencia de este trasvase literario-religioso en la poesía sanjuanista queda hoy fuera de dudas, gracias a los importantes estudios realizados desde el siglo pasado sobre la interculturalidad que se prodigó en el Siglo de Oro español. Dedicaremos un apartado a este interesante tema16.

Llegados a san Juan de la Cruz y sus noches, nos preguntamos con Fernando Urbina: «¿Es válido para la conciencia moderna el pensamiento de san Juan de la Cruz? ¿Nos puede aportar algo su lectura?»17. Sin duda la respuesta –ya lo hemos apuntado más arribaes afirmativa, aunque debe ser matizada. Abordaremos esta cuestión con mayor detención en su momento. No olvidemos que el marco socio-religioso del siglo XVI, profundamente sacralizado, es muy diferente al secularizado de la actualidad. Por otra parte, la personalidad de san Juan de la Cruz –que además de místico era artista– presenta ricos y variados registros y contrastes. Algunos de ellos aparecen envueltos todavía en un halo de cierto misterio; otros no se ajustan a los moldes antropológicos comunes en la sociedad contemporánea. Intentaremos acercarnos a estos temas en la Parte segunda de esta obra.

El estudio sistemático de los tratados sobre la nocturnidad sanjuanista nos ha parecido una tarea ineludible, ya que es el fundamento de la hermenéutica que venimos persiguiendo. Hemos intentado ordenar y agilizar lo más posible dicha sistemática, pues una detención pormenorizada en detalles –citas textuales, divisiones y subdivisiones– podría acabar resultando tediosa para el lector. San Juan de la Cruz adolece a veces de una cierta complejidad, volviendo varias veces sobre las mismas ideas, por lo cual no siempre nos lo pone fácil. El desarrollo tanto sistemático como actualizado de la noche constituye el contenido de la Parte tercera y última de este libro, a la que hemos dedicado especial interés y extensión, y que iniciamos con una visión sinóptica de los escritos del doctor místico referidos a la noche. Desde la experiencia de haber recorrido todo el camino, nuestro santo se siente urgido a señalar a otros –entre ellos también a nosotros–, los intrincados escollos del viaje hacia la libertad, cuya meta es la unión de amor con Dios. Dicha andadura tiene sus etapas, bien conocidas por él, surcadas por la noche como único remedio para purgar los sentidos y el espíritu de los innumerables autoengaños del yo religioso, que puede ser también posesivo y autorreferencial. Los escritos de la noche contienen una fenomenología del proceso liberador de autoconocimiento, ya que el santo señala con maestría y atino de terapeuta los estorbos que obstaculizan la travesía, los entresijos sombríos de la estructura egoica, desconocidos en la mayoría de los casos para el sujeto, pues se encuentran bien escondidos en el inconsciente. San Juan de la Cruz aborda magistralmente estas cuestiones, especialmente aquellas que tienen que ver con el autoengaño religioso y espiritual, concluyendo que «el conocimiento de sí y de su miseria» es el «primero y principal provecho que causa esta seca y oscura noche de contemplación», pues «la hacen conocer de sí [al alma] la bajeza y miseria que en el tiempo de prosperidad no echaba de ver» (1N 12,2).

El retorno de lo sagrado, al que estamos asistiendo en la actualidad, está incorporando algunas de las tradiciones religiosas provenientes de Oriente –sobre todo del budismo e hinduismo– en nuestra sociedad occidental. Quizás este fenómeno sea una reacción compensatoria a los presupuestos racionalistas de la modernidad y a la hegemonía histórica que el cristianismo ha protagonizado en nuestra cultura. El encuentro de la tradición cristiana con estas «nuevas espiritualidades», en el marco del necesario diálogo interreligioso, encuentra en san Juan de la Cruz a un interlocutor excepcional. Todo este contexto está favoreciendo, afortunadamente, la difícil tarea de purificar las representaciones inmaduras del Dios cristiano que se originan y perduran en tantos creyentes como resultado de proyecciones infantiles, propias de nuestros deseos narcisistas estancados. San Juan de la Cruz ya apunta desde el principio: «Dios mismo es noche oscura para el alma en esta vida» (1S 2,1). O, dicho con otras palabras: el espiritual ha de transitar por «las noches de Dios», aceptando la ausencia divina y permaneciendo en la sola fe que también es oscura. Las imágenes de Dios quedan en este proceso tan purificadas de proyecciones narcisistas del yo que san Juan de la Cruz se nos presenta desde su experiencia nocturna como un «maestro de la sospecha», pues plantea una contundente réplica a las tesis de Feuerbach y de los filósofos del siglo XIX que asentaron las bases del ateísmo moderno18.

Creemos que la travesía por la noche oscura, al hilo de la experiencia vivida y transmitida por san Juan de la Cruz, puede contribuir a alcanzar una mayor plenitud de vida y ayudar a descubrir el carácter sagrado de la existencia toda, además de representar una gran oportunidad para reconocer y sanar las profundas heridas que acarrea la inconsciencia personal y colectiva. Pero, como venimos insistiendo, la experiencia mística no se realiza sin un difícil y complejo viaje interior, lleno de sorpresas para el propio viajero; camino este en el que hay que aprender a morir para vivir. En la lectura actual de los «signos de los tiempos» se necesita discernir con lucidez las señales de descentramiento personal y de apertura a los demás, como criterio imprescindible de todo camino espiritual verdadero. Solo una «mística de la compasión» hará creíble al viajero espiritual, ciudadano de un mundo en el que, por desgracia, siguen existiendo tantas formas inhumanas de vida y de muerte. Creemos que san Juan de la Cruz sigue teniendo, a pesar de la distancia histórica, respuestas para el hombre de hoy.

Dejamos, como final de esta Introducción, que el carmelita Federico Ruiz, uno de los grandes conocedores del alma del doctor místico, nos preste sus palabras para iluminar la actualidad de san Juan de la Cruz:

A san Juan de la Cruz le llama esta humanidad, amiga de lo concreto y de lo vital, por otros motivos que el de la simple «curiosidad mística». Sentimos la terrible afinidad de su vivir con el nuestro. Ofrece a nuestra situación contenido interesante: diagnostica, interpreta, soluciona desde dentro los afanes en que estamos sumergidos. Tuvo fray Juan una vida hecha de luz y sombras, de contrastes, clarividencias y duro bregar. Buscó a Dios con todos los sentidos, a ese Dios incómodo, por el camino largo y oscuro de la noche de la fe. Es el más breve y seguro, por no decir el único19.

Primera parte

Antecedentes cristianos

del símbolo nocturno sanjuanista

Hijo, si te acercas a servir al Señor,

prepárate para la prueba.

Endereza tu corazón, mantente firme

y no te angusties

en tiempo de adversidad.

Pégate a Él y no te separes,

para que al final seas enaltecido.

Todo lo que te sobrevenga, acéptalo,

y sé paciente en la adversidad

y en la humillación.

Eclesiástico 2,1-4

Desde el Medievo se viene hablando en la tradición cristiana occidental de tres saberes del hombre, «tres ojos del conocimiento» con los que es posible acceder a las distintas dimensiones de la realidad1. El «ojo de los sentidos», que permite reconocer e interpretar las realidades sensibles, objeto del saber empírico o inductivo. El «ojo de la razón», apto para el conocimiento filosófico y de las ciencias formales o deductivas. Y, en tercer lugar, el «ojo de la contemplación», a través del cual el hombre percibe la presencia divina que lo habita. Cada uno de ellos tiene su función específica, ya que los tres mantienen su independencia cognitiva, lo que no significa que estén desconectados entre sí, pues el ojo contemplativo o místico está dotado de una luz propia capaz de integrar las otras dos visiones, contribuyendo a la unificación de la persona. De igual modo, el ojo de la razón integra y trasciende la comprensión de la realidad sensible.

En la humanidad existe una distorsión a veces profunda de estas visiones. En efecto, los dos primeros «ojos» han perdido claridad en la mirada del hombre caído; pero lamentablemente el tercero, el ojo de la contemplación, ha quedado cegado en una mayoría de casos, especialmente en la sociedad occidental contemporánea. La vida de toda persona debería conducirse con prioridad hacia la recuperación de la visión contemplativa como meta de toda existencia; de lo contrario, el individuo aparece fragmentado y desorientado, carente y confundido. De ahí que todas las tradiciones religiosas se hayan esforzado en intentar devolver la visión espiritual, mediante la cual el hombre puede percibir en el más profundo centro de sí mismo la presencia amorosa del Misterio que lo habita. Esta dimensión es esencial y constitutiva de todo ser humano y no un rasgo singular de unos pocos, pues todos llevamos la impronta divina grabada indeleblemente. La cultura occidental, especialmente desde la Ilustración, ha ido atrofiando la tercera visión, incurriendo en el grave error de negar la dimensión contemplativa al no poder percibirla con la luz de los sentidos ni de la razón; el Occidente moderno se ha limitado a interpretarla a menudo desde postulados empíricos o racionalistas. También el cristianismo occidental, contaminado del pensamiento ilustrado, ha soslayado en los últimos siglos la contemplación, aunque afortunadamente vivimos en la actualidad el kairós de un despertar espiritual.

Lo hasta aquí expuesto podría explicar por qué, en el despertar de la interioridad que está aconteciendo hoy, tantos occidentales se sienten atraídos por los caminos espirituales de Oriente y no por los de la tradición cristiana, cuya riqueza y profundidad parecen ser desconocidas para muchos en nuestra cultura. Thomas Merton, a mediados del siglo pasado, ya anticipó una respuesta a esta cuestión nada baladí, señalando que la búsqueda en religiones orientales no va a aportar tantas novedades espirituales como muchos creen, pero sí hará de despertador para redescubrir los tesoros olvidados del cristianismo. Por tanto, estamos dando hoy una especie de rodeo por las espiritualidades orientales como posibilidad de un acceso renovado a la sabiduría espiritual cristiana, que en gran parte fue olvidada o deformada por una teología decadente2.

Todas las tradiciones espirituales coinciden en señalar que para recuperar la visión más alta –la contemplación– hay que pasar activa y pasivamente por un difícil y asombroso proceso que consiste en cegar los ojos de los sentidos y de la razón, pues constituyen un engañoso obstáculo en la travesía espiritual, debiendo quedar oscurecidos a medida que avanza el proceso hacia la unión divina. La vía contemplativa resulta ser, de esta manera, «ciega» u «oscura» para las dos visiones que vienen siendo consideradas en nuestra cultura las más seguras en la percepción de la realidad toda3. La sobrecogedora perplejidad de este «saber no sabiendo»4 supera toda expresión lingüística, lo que obliga al místico a transmitir su experiencia por medio de un lenguaje simbólico-paradójico desconcertante. De este modo intenta balbucir lo fascinante y tremendo de dicha realidad en expresiones tales como: rayo de tiniebla, tiniebla luminosa, tenebrosa nube, noche oscura del alma... Como si al pronunciar una palabra que intente explicar lo vivido, el contemplativo cayera de inmediato en la cuenta de que no puede excluir la contraria, aunque ni una ni otra, a fin de cuentas, puedan decir jamás la experiencia, ya que esta es indecible por ser inefable y supra racional5.

El símbolo de la oscuridad, utilizado para balbucir la experiencia mística del Dios incomprensible, aparece ya en la Biblia y muy pronto en la historia de la espiritualidad cristiana, en la que ocupa un lugar relevante6. Se corresponde con la llamada mística negativa o apofática que se integra con la experiencia luminosa del conocimiento divino, también llamada positiva o catafática. Unas corrientes espirituales acentuarán más las afirmaciones de lo divino y otras las negaciones, lo luminoso o lo oscuro, según los casos. Pero lo cierto es que no existe una mística de la oscuridad o de la noche sin otra de la luz o del día, ya que ambas polaridades se complementan e interactúan como las dos caras de una misma moneda.

No obstante, todos los grandes maestros espirituales cristianos muestran un trasfondo apofático en lo que al conocimiento de Dios se refiere, pues coinciden en que la mente humana no puede llegar a alcanzarlo. Si Dios fuera aprehensible por el entendimiento, quedaría reducido a una idea o a un objeto, pues son ideas, conceptos u objetos lo que la mente comprende. Son, pues, las negaciones, entendidas como ausencia o vacío de pensamiento, las que permiten ascender a lo divino, descartando todo lo conocido mentalmente a medida que nos adentramos en las «tinieblas luminosas» donde se esconde el Absoluto. Sin embargo, en el cristianismo coexiste un apofatismo moderado y otro más radical en el que la imposibilidad de conocer y expresar la naturaleza divina llega a ser dominante7.

Por otra parte, lo incognoscible e indecible de Dios no agota todo el tema de la oscuridad del hombre, por mucha importancia que haya alcanzado este asunto en la historia de la mística cristiana, pues la falta de luz también incluye el proceso doloroso que padece el hombre en su camino de ascenso espiritual. Bernard McGinn señala, en este sentido, otros dos tipos de oscuridades existenciales del espiritual: el de la negación de la voluntad propia y del deseo y el que se origina como consecuencia del alejamiento o abandono por parte de Dios8. Estos dos últimos tipos de oscuridad aparecen claramente vivenciados en la persona de Jesús y en su mensaje. El primero de ellos se muestra en las tentaciones del desierto y en todo el proceso de autoconciencia progresiva que se despliega en la misión y destino del Nazareno. La llamada por los teólogos «crisis galilea» y la aceptación de su pasión y muerte representan, entre otras, la expresión manifiesta de la noche de la voluntad propia y del deseo en Jesús que señala B. McGinn. Esta noche personal se prolonga en el mensaje de anuncio del Reino de Dios y en las exigencias que comporta el seguimiento de Jesús, referidas a estar dispuestos a «llevar la cruz» y «perder la vida» del yo falso o ego, para «ganar la vida» del yo verdadero o espiritual (Mt 16,24-26; Lc 9,23-25). La tercera dimensión de la noche señalada por B. McGinn, la del «abandono divino», también la padeció Jesús en Getsemaní y en la cruz, ante la oscura experiencia de la abisal distancia que existe entre el hombre finito y Dios infinito, cuya voluntad desconcierta, debiendo dejar el hombre a Dios ser Dios (Mt 26,37-39; 27,46 y paralelos). Todo ello forma parte de una noche oscura general del Hijo de Dios o kénosis (Flp 2,5-11) que consistió en vaciarse totalmente de sí para que Dios pudiera llenarlo en plenitud.

Existe, pues, un sólido sustrato primigenio donde se enraíza el símbolo noche, todo un corpus de la nocturnidad anterior a san Juan de la Cruz, si bien él es su gran artífice. En este sentido, el santo carmelita es quien nos ofrece la más profunda radicalidad, frescura y difusión del símbolo. Dedicamos estas páginas a los escritos de algunos autores cristianos que han tenido influencia en el doctor místico, abordando de forma independiente las tres nocturnidades señaladas por McGinn. Aunque los tres tipos de oscuridades interactúan entre sí en grados diversos, según los casos, pueden ser analizados por separado, según el papel dominante de cada tipo. Trataremos de reconocer sus características específicas en una selección de textos que mostramos a continuación de modo sumario.