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LOS ARMARIOS VACÍOS

ANNIE ERNAUX

LOS ARMARIOS VACÍOS

TRADUCCIÓN
LYDIA VÁZQUEZ JIMÉNEZ

CABARET VOLTAIRE
2022

 

PRIMERA EDICIÓN mayo 2022

TÍTULO ORIGINAL Les armoires vides

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

info@cabaretvoltaire.es

www.cabaretvoltaire.es

©1974 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2022 Lydia Vázquez Jiménez

©de esta edición, 2022 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-13-7

Producción del epub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

«Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de Ayuda a la Publicación García Lorca del Institut français de España»

 

Cubierta: Christiane and Kerstin, 1968 ©Gerhard Richter Guarda: Annie Ernaux, 1974 ©Éditions Gallimard

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

 

 

 

 

 

Guardé falsos tesoros en armarios vacíos Un inútil navío une mi infancia a mi fastidio Mis juegos a la fatiga

La rosa pública

PAUL ÉLUARD

 

 

 

 

 

Cada hora hago tijera, bicicleta o el ejercicio de pies en pared. Para acelerar la cosa. Inmediatamente se despliega un calor extraño en alguna parte de mi bajo vientre, como una flor. Violácea, podrida. Sin dolerme. El dolor viene justo después en forma de avalancha invadiéndolo todo y en particular las caderas hasta extinguirse en la parte superior de los muslos. Casi un placer.

«Esto le quemará un momento, justo al introducirlo.» Una pequeña sonda roja, toda enrollada, recién salida del agua hirviendo. «Entrará bien, no se preocupe.» Yo estaba sobre la mesa, entre mis piernas solo veía sus cabellos grises y, empuñada, la serpiente roja en el extremo de unas pinzas. Desapareció. Atroz. Reñí a la vieja, que tapaba aquello con algodón para que no se saliera. No te toques la hucha, la estropearías… déjame que te dé un beso en el caramelito, ahí, entre los labios… Forzada con un gancho, echada a perder, obstruida, me pregunto si podrá volver a servir. Después ella me dio un café en vaso para reanimarnos. No paraba de hablar. «Sí, tiene que andar mucho, vaya a clase, salvo si pierde aguas.» Al principio no me resultó fácil caminar con toda esa guata y ese alambre desgarrándome el vientre. Bajar las escaleras, un pie tras otro. Una vez en la calle, me sentí aturdida por la gente, el sol, los coches. No notaba nada, volví a la ciudad universitaria.

«Tendrá contracciones.» Llevo esperando desde ayer, acurrucada, al acecho de una señal. Qué sucede exactamente. Lo único que sé es que va muriéndose poco a poco, que se apaga, se ahoga en el saco lleno de sangre, de humores secretados… Y que luego sale. Nada más. Con la cabeza pegada al olor de la manta, con el sol abrasándome de las rodillas a la cintura, sintiendo una marea tibia en mi interior, ni la menor crispación en la superficie, todo transcurre en los pliegues y repliegues, a kilómetros de distancia. Nada que ver con las láminas de anatomía. Me quedaría así hasta la noche, todo el tiempo, en esta vaga postura de yoga. El sol me atravesaría la piel, descompondría carnes y cartílagos, y ese puré se deslizaría despacio por el tubo… No tengo esa esperanza. No se irá así como así. No acelerar la cosa. Retirar las piernas de la pared.

Preparar un autor del programa, ¿por qué no?, Victor Hugo o Péguy. Qué asco. No hay nada en esas páginas que tenga que ver con lo mío, ni un solo párrafo que describa lo que estoy sintiendo ahora, que me ayude a superar este espantoso trago. Puesto que hay rezos para todas las ocasiones, los nacimientos, las bodas, la agonía, también deberían encontrarse plegarias para todo, para una chica de veinte años que ha ido a ver a una abortera, que sale de ahí, lo que piensa después, mientras camina, cuando se tumba en la cama. Las leería y releería. Pero los libros no abordan estas cuestiones. Una bella descripción de una sonda, una transfiguración de la sonda… El diccionario médico que he pedido prestado a mi compañera de cuarto está repleto de detalles atroces, de sobreentendidos siniestros. Les encanta meter miedo, uno no puede morirse por una corriente de aire. Sin embargo, las ranas sí, cuando las explotamos con una pajita… Más bien revientan. Dejar de sumirse en la náusea, en los olores sosos, intensos, de comer alimentos bruscamente inmundos, de ver kilómetros de charcutería en sueños, colores comestibles en los escaparates. Convertida en dos meses en una perra husmeadora dispuesta a vomitar la comida en el plato… verde veneno de las espinacas, rojo mercromina de los tomates, costras sospechosas del filete a la plancha. Un gusto continuo a Viandox rancio, como si creciera en el estómago igual que una úlcera. Los libros me dan arcadas. Juego a la estudiante, tomo notas, intento escuchar, estoy ausente, y decir que quería ser agregada, crítica o periodista. No creo que apruebe en junio, puede que ni en septiembre. Seguro que se tuerce la cosa… No sirve de nada estudiar. «¿Quién se anima a preparar la presentación sobre Gide?»

Bornin barre las gradas del aula con la mirada. Yo no podría escribir tres líneas seguidas, no tengo nada que decir sobre Gide ni sobre nadie, soy un fraude, como las botellas grabadas del escaparate de la tienda de mis padres, un fraude también ese Bornin con sus palabras relamidas, su sexo reseco, informe, sus manos me pasan por delante, seguro que sospecha algo, con esa cara de huevo grasienta y viciosa, me repite el gusto a Viandox, aprieto los dientes, si salgo de clase todo el mundo se dará cuenta de que estoy embarazada. La decadencia es esto. Que no me lo noten. Antes reventar.

Una punzada, la primera, zigzaguea antes de estallar en distintos puntos blandos. Un gran fuego artificial en el interior, con un montón de colores suntuosos, sin duda. Siento algo más de calor, poca cosa, como en el summum del placer. Puede que nunca vuelva a correrme si todo se va al traste aquí adentro. Un castigo. Si me vieran… «Acabarás mal.» ¿Cuándo pronunciaron por primera vez esa antigua predicción, mis viejos? Hace un mes, casi les suelto a la cara que estaba preñada, para presenciar la catástrofe, para ver cómo se quedaban blancos, se retorcían, esas viejas máscaras de tragedia permanente, cómo se ponían a chillar histéricos, y yo gritando de alegría, de rabia, que les estaba bien empleado, que lo había hecho por ellos, para fastidiarlos, por feos, por miserables y catetos. No he podido abrir la boca. Para empezar, no me habrían dejado arreglármelas sola. Además, esas cosas, nunca me atreveré a decírselas. Jamás se lo imaginarían… Lo han hecho todo por mí. Almuerzan, como dicen ellos, sobre el hule de las margaritas, pollo y guisantes extrafinos, los mejores, ella dice que podrían ir a ver qué está edificándose en Les Cèdres, la construcción de unos grandes almacenes, las tiendas cercanas, son la competencia, él replica que no le apetece un carajo, discuten. Me parece estar viéndolos. No quiero pensar en ellos, en su negocio. No consigo relacionarlos con estas paredes nuevas, limpias, con el cuarto de baño impecable, las estanterías para los libros. Aquí no soy la hija de los Lesur. Soy una universitaria. El parque del campus se llena de hojas, caen sin parar, es esplendoroso, en las avenidas, sobre los coches aparcados junto a las verjas. Parece casi un cuadro de Monticelli. Todavía me queda algo de cultura, sobre pintura. Hasta la reválida, no tenía la menor idea, apenas unos grabados recortados de la revista Lectures pour tous. No poder echarme a correr, pisotear las hojas húmedas y salpicar a gusto, con los rayos de sol atravesando los árboles, estriando el paso, y el aire rasposo entre los dientes para que se vaya el gusto a rancio. Solo tumbarme boca arriba, boca abajo, separar las rodillas, levantarme de golpe, sentarme en posición de loto y ponerme a hacer la gimnasia preaborto. Cómo se reiría él, el muy cabrón, el burgués nenaza… Palparme, imaginarme el momento en que se desencadene la cosa, un obús, un globo de feria, un géiser en acción, cualquier cosa.

El castigo, el correctivo por persona interpuesta. Tesada por una pequeña sonda roja. Veinte años para llegar a esto. No es culpa de nadie. Solo mía, mía de principio a fin. De quién. Quién soy yo. Antes que nada, la hija del tendero Lesur, luego la primera de la clase, siempre. Y la tonta de los domingos con sus calcetincitos, la universitaria becaria. Y luego quizá nada más, penetrada por la abortera. Yo y las latas de alubias en el escaparate, con el abrigo naranja que he llevado durante tres años, los libros, los libros, ¿tienes este?, la hierba aplastada en la kermés de julio, la mano suave, no debo hacerlo… gente por todas partes, vacilantes, gesticuladores. Se acercan, violáceos, con las manos colgando, salen de todos los rincones, los viejos chochos, los chalados del asilo de al lado, los viciosos siempre con la mano en algún sitio, los que compran cecina y la dejan a deber. Siempre supieron que la hija de los Lesur los despreciaba, esa chica que podría estar vendiendo patatas. Hoy les he puesto la venganza en bandeja. Secretaria, taquimecanógrafa, normal, esas chicas de manos blancas y uñas rojas, con una pizca de orgullo. Estudiante universitaria, es algo demasiado especial, estudiar qué, filosofía y letras, ni idea, se quedan en blanco, parados, perdidos, sin saber qué decir, mejor, porque mis viejos tampoco sabrían explicarles. Arponeada. Un gesto brusco, esto va a terminar con los gorgoteos previstos por el diccionario. Se enterarán, irán a cotorrear a la tienda con la mirada encendida «cómo ha podido pasar», habrá cola delante del mostrador. Medio kilo de manzanas, un pedazo de queso Port-Salut para entrar en materia. Mis padres se pondrán nerviosos, se harán los despistados «¿algo más, señora?». Todos los clientes ahí plantados, en el suelo agrietado, roído por el alcohol de quemar y el vinagre, aglutinados para ver si se enteran de algo. Un quiste en mal sitio, un tumor, una vena reventada en alguna parte del cuerpo. Lavar de toda sospecha. No lo conseguirán con todos esos ojos escrutadores. Los conozco. Han venido tantas veces a comprar el almuerzo, a mendigar que se les fíe ocho días más, a contar sus penas, respeto humano, pudor, decencia, palabras inexistentes en su vocabulario. Desde la infancia hasta la facultad, he estado viéndolos, clavados en medio de la tienda, repantingados en las sillas del bar, viejo decorado descolorido y locuaz, siempre al acecho. Me veían poniéndome la bata, lavándome en el fregadero de la cocina, haciendo los deberes en una esquina de la mesa. Me hacían preguntas, «qué guapa está la Denise… ¿de dónde has sacado ese vestido? ¿Qué vas a hacer cuando seas mayor? ¿Servir en el bar como tu padre? No me saques la lengua ¿o es que quieres un buen azote en el culo?». De haber podido, esos chiflados del bar me habrían hecho añicos antes de engullirme entera, de pequeña. ¿Y si no hubiera sido la hija de los Lesur, del bar-tienda de ultramarinos Lesur, si no hubiera odiado todo a partir de aquel momento, si hubiera sido amable con mis viejos «somos tus padres, ¿sabes?»? Me invaden los remordimientos. Aquello me resultaba insoportable. Reconstruirlo todo, apilarlo, empaquetarlo, una montaña de cosas, unas dentro de otras. Explicar por qué me enclaustro en un cuarto de la ciudad universitaria con miedo a morir, a lo que pueda pasarme. Ver claro, contarlo todo entre dos contracciones. Ver dónde empieza el descontrol. No es cierto, no nací con ese odio, no los detesté siempre, a mis padres, a los clientes, la tienda… a los otros, los cultivados, los profesores, los como dios manda, también los odio ahora. Estoy hasta el vientre de todo. Con unas ganas tremendas de vomitar sobre ellos, sobre el mundo entero, sobre la cultura, sobre todo lo que he aprendido. Jodida por todas partes…

 

 

 

 

 

El bar-tienda Lesur no es un comercio cualquiera, es el único de la Rue Clopart, lejos del centro, casi en el campo. Clientela a porrillo, que llena la casa, que paga a fin de mes. No es una comunidad pero se le parece. No hay un solo lugar donde aislarse en toda la casa, aparte de un dormitorio en el primer piso, inmenso, glacial. En invierno, es mi polo norte, son mis expediciones antárticas cuando me meto en la cama en camisón, abriendo las sábanas húmedas y escurriéndome hasta el ladrillo caliente envuelto en un trapo de cocina. El resto del día lo pasamos abajo, en el bar y en la tienda. Entre ambos, un habitáculo estrecho al que da la escalera, la cocina, que apenas tiene sitio para contener una mesa, tres sillas, una cocina de carbón y un fregadero sin agua. Hay que extraer el agua con una bomba, en el patio. En la cocina nos tropezamos sin parar, solo comemos a toda prisa a eso de la una de la tarde y por la noche, una vez que se han ido los clientes. Mi madre pasa por ahí cientos de veces, con cajas de vino apoyadas en el vientre, litros de aceite o de ron hasta la barbilla, chocolate, azúcar, que transporta del sótano a la tienda empujando la puerta de una patada. Ella vive en la tienda y mi padre en el bar. La casa rebosa de clientes, los hay por todas partes, en fila delante del mostrador donde mi madre pesa las patatas, el queso, hace sus cuentas murmurando, amontonados en torno a las mesas del café, en el patio donde mi padre tiene instalado un urinario, una pequeña barrica y dos tablones perpendiculares en sendas paredes, junto al gallinero.

Llegan a las siete de la mañana. Cuando bajo por la escalera en bata, ya los veo. Equipados con zamarras, con zurrones deformados por las fiambreras. Empuñan el vaso, se aferran a él sin mediar palabra. Van a la maderera, a la obra. A mediodía parlotean más y por la noche ya van achispados. Con ellos se anima el cotarro, se unen a los que llevan ahí toda la tarde, los viejecitos del asilo, charlatanes y viciosos, los que están de baja, con sus enfermedades crónicas o sus accidentes de trabajo de vendajes grisáceos.

Mi padre es joven, es alto, domina la situación. Es él quien agarra la botella, mide la cantidad vertida al milímetro, tiene buen ojo. Riñe a mi madre «siempre les echas demasiado, no sabes calcular». Sirviendo igual en todas las mesas, «para que no haya envidias». Resistiendo a todas las súplicas «venga, ya has bebido bastante por hoy, vete a casa, tu mujer está esperándote». Apacigua a los chulos, a los que nunca tienen bastante, a los que van buscando bronca «mira que llamo a la policía, ya verás cómo se te pasa la curda». Con la mirada orgullosa por encima de los clientes, siempre alerta, dispuesto a echar fuera al primero que levante la voz. A veces lo hace. Mueve la silla del tipo en cuestión, lo coge por las solapas, lo levanta y lo conduce despacio hasta la puerta. Magnífico. Así lo veía yo a los cinco años, y hasta los diez. Me sentía feliz, a gusto. Al pasar entre dos mesas, piso adrede un zurrón olvidado, hace ruido, «sal de ahí, Denise, estás molestando a la gente». ¡Ni loca! Me quedo con los señores del bar, me parecen apasionantes. No hay dos iguales. Alexandre, grande como un armario, «y bien, chiquilla, ¿estudias mucho en la escuela?». Sus ojos saltones oscilan sin parar en su cara de todos los colores, un auténtico arcoíris, rosa fresa, violeta, malva en torno a las ojeras. Pega a su mujer. Manda a su hija Monette a buscar el aguardiente a las nueve de la noche. El tío Leroy, blanco como el papel, y sus monólogos políticos «han tirado abajo al gobierno, han subido el precio del filete, cuando ya no tengamos nada que echarnos al gaznate…». Todo se derrumba en su boca ebria. Me dan escalofríos solo con escucharlo. Bouboule es otra cosa, Bouboule, el pequeño pintor de brocha gorda, sentado a horcajadas en una silla, «una cerveza, jefe, ven aquí, tú». Me agarra del pelo. Visto de cerca, carnes oscuras, dientes separados en medio de una risa que borbotea, rodilla casi pegada a mi vientre. El mundo de los chicos y de los hombres a unos centímetros. «No te arrimes a los hombres», dice mi madre. «Suéltame, imbécil, me haces daño. —Dame un beso por lo menos.» Nadie me ve, aproximo los labios metidos hacia adentro, es la primera vez, a algo blando, oloroso, arrugado, la piel de Bouboule.

Permiten que les pise, que les pegue patadas en las piernas, que les dé con la pelota en la cabeza, soy su pasatiempo. Yo me aprovecho, pellizco, araño, les quito tesoros ocultos en los bolsillos, libretas mugrientas, viejas fotos de sus tiempos de soldados, un librillo de papel de liar Job para su picadura. Ellos se ríen. Solo las caras nuevas, los que pasan por casualidad, se libran de mí. Doy vueltas alrededor suyo y mi padre se queda a dos metros de ellos, con la vista clavada en sus copas, como para incitarles a decir quiénes son. Si el interrogatorio sale bien, son todo palabras amables y parloteo. Poco a poco se asimila al desconocido, se le deja al desnudo. La habilidad de mi padre consiste en ir directo al grano, en hacerles preguntas. Mirándoles fijamente a los ojos. Yo participo. «¿Quién es este?» El estremecimiento del misterio me produce cosquillas, contemplo a ese hombre que viene del otro lado de la ciudad, o de la provincia, de allí donde nadie conoce el bar-tienda Lesur.

Los hay que llegan por grupos, un día, obreros de la construcción, otro, los de mantenimiento de carreteras. Vienen a nuestro establecimiento porque es el mejor. Pueden calentarse la fiambrera, comprar una lata de chucrut, echarse un sueño en el sótano cuando han bebido demasiado. Se vuelven como de la familia, me siento en sus rodillas, nos enseñan fotos, me dan gajos de naranja. Desaparecen una vez terminada la obra. Era la única cosa triste de la vida, yo, mis padres, nos quedamos, los otros se esfuman, sustituidos de inmediato, intercambiables. Como las historias que se cuentan en los cafés. Siempre nuevas, empezadas en otro lugar, que no se terminarán esa noche; escenificadas una y otra vez en contra de unos personajes ausentes e idiotas, el capataz, el jefe, el comerciante del centro de la ciudad. «¡Cómo que mi pieza no está bien hecha, dímelo a las claras, que no sé trabajar, cabrón!, le solté, ni rechistó, a mí no me toques los huevos, ¿me oyes?» Se siente el miedo, el drama, Alexandre habría podido estrangular al capataz, prenderle fuego al taller… «Menuda panda de gilipollas.» No hizo nada, no sabe cómo acabó la cosa, vuelve a sentarse a la mesa. Yo me ponía de su parte, los compadecía, unos cabrones, los jefes, y los admiraba, los veía convivir con nosotros, asombrada. Todos transparentes, y cuanto más beben, más transparentes se vuelven, más magníficos también. Me siento con mis amigas en una mesa para nosotras, nos meamos de risa mirándolos de reojo, en voz baja, los tratamos de todo, por diversión, sobre todo a los viejecitos del asilo. No hay peligro de que nos oigan, hablan todos a la vez, luego se paran de golpe. Sus desgracias están ahí en la mesa, en la copa, se quedan meneando la cabeza, soltando expresiones extraordinarias, que le den por el culo, me cago en sus muertos. Mi madre pasa, «no le da vergüenza, decir semejantes cosas, tío Leroy». Nos reímos por lo bajo. Los viejecitos son unos viciosos, se echan mano al pito, hacen como que van a mear al patio solo para poder enseñarlo de camino. Yo era una experta en sátiros y viejos verdes, es así, no hay que hacer caso pero sí estar lista para salir corriendo por si acaso… Con las amigas creo recordar que nos lo imaginábamos durante horas. Es fofo, es duro, rosa, gris, cortado por arriba, pero nadie querría ir a mirar de cerca. Nos contentamos con mofarnos a distancia. Idénticas precauciones cuando uno de los viejos chochos se pone malo con ganas de vomitar y se echa a correr con la boca desencajada en dirección al retrete del patio. Hay algo más divertido, es cuando se van a eso de las nueve, una vez que han llenado el depósito. Cogen como pueden su ropa, sus zurrones e inician la difícil vuelta a casa. Una vez de pie, los hay que se quedan un minuto muy erguidos antes de precipitarse hacia la puerta con las piernas temblorosas. Otros conservan la postura de la silla, medio doblados, incapaces de mirar otra cosa que el suelo del bar. Los hay valientes, corpulentos, Alexandre, por ejemplo, guasones, seguros de sí mismos, beligerantes, y luego, de repente, se caerán de bruces en cualquier sitio, a la primera de cambio. Uno a uno, franquean el umbral, guardando las distancias, con los brazos abiertos, extraños pingüinos. Me pego a la ventana y los sigo con la mirada. Se detienen para otear, para saber si hay que ir a la derecha o a la izquierda, y avanzan en zigzag hasta desaparecer al final de la Rue Clopart. Entonces, con Monette, mi mejor amiga, nos soplamos con fruición todas las copas, chupitos de colores fuertes o apenas anisados, hacemos mezclas en la jarra vacía de un borrachín que ha apurado hasta la última gota, el muy cerdo. Mi padre recoge vasos y platos, sacude las sillas con un trapo, limpia el vino derramado, y Monette se va. Yo iba saltando con un pie, luego otro, para esquivar los regueros parduzcos y violáceos que se entrecruzaban en el suelo. La atmósfera era cálida, llena de olores, de humo, de gente que había contado su vida, que me habían sentado en sus rodillas, deseosos de estar con niños como siempre cuando han bebido demasiado.

Mi madre ya no tiene clientela en la tienda, entorna los postigos, los cierra con una barra de hierro y viene a sentarse a una silla de la cocina. «Los que lleguen tarde, ya pueden llamar, van listos, suelen ser los peores.» Dice que no puede más, cada noche. Su permanente de tono pelirrojo intenso forma unos mechones en el cuello, el carmín Baiser se le ha corrido. Cruza los brazos por encima de la bata manchada, estirada sobre sus muslos anchos y abiertos. Está rabiosa y agotada. «¡Otro día que no me paga, la muy zorra! Mañana no le vendo nada más. ¡Que se vaya a la ciudad a ver si ahí le fían! ¡Ha llenado la cesta!» Desprende un aroma a caramelos, a pastilla de jabón Cadum, a vino agrio a fuerza de transportar cajas de botellas. Es muy grande, se diría que la silla le queda pequeña. Ochenta kilos en el peso de la farmacia. Yo la encontraba soberbia. Desdeñaba los esqueletos elegantes de los catálogos de ropa, con el pelo liso, el vientre plano y los pechos disimulados. Lo que me parecía hermoso era aquella exuberancia de carnes, nalgas, tetas, brazos y piernas a punto de estallar en vestidos de colores vivos que resaltan, moldean, ciñen y revientan a la altura de las axilas. Sentada, se le ven hasta las bragas, vía misteriosa que asciende hacia las tinieblas. Desviar la vista.

Mientras ella habla, mi padre pone la mesa, sin darse prisa. Es él quien se encarga de pelar la verdura, de lavar los platos, es más cómodo en el bar, entre dos copas que servir, entre dos partidas de dominó. En la mesa se suceden las historias del café oídas por mi padre, las quejas y las amenazas de mi madre, nunca estamos solos, hasta por la noche estamos con los clientes, que imploran, con el monedero vacío, a la espera de la buena voluntad de mis padres, de una mano que vaya a buscar una lata de guisantes para la cena, la copita de más, siempre temiendo una negativa categórica. «¡Te imaginas! No he querido darle nada, no sé cuánto le llevo apuntado. ¿Cuándo demonios piensa pagarme?» Los veía poderosos, libres, a mis padres, más inteligentes que los clientes. De hecho, los llaman «jefe, jefa» cuando se dirigen a ellos. Mis padres han encontrado un filón, en el domicilio mismo, todo al alcance de la mano, la pasta, el camembert, la mermelada, de la que cada noche me zampo varias cucharadas bien llenas antes de coger un puñado de pastillas de goma en la tienda ya a oscuras y subir a acostarme. Como todos, reciben a gente en casa, hacen fiestas, se divierten, salvo que ellos cobran la entrada y llenan la caja de monedas y billetes. Ahí está, la caja, encima de la mesa, en medio de los platos de sopa, de las rebanadas de pan. Palpan los billetes, humedecidos por mi padre, y mi madre se preocupa. «¿Cuánto hemos hecho hoy?» Quince mil, veinte mil, fabuloso para mí. «El dinero, hay que ganarlo.» Mi padre se guarda los billetes en el bolsillo del mono, ya podemos entretenernos los dos. Peleas, sesión de peluquería, canciones, cosquillas, ávida, excitada, yo siempre quería ser la más fuerte. Le trituro las orejas, los mofletes, le retuerzo la boca para esbozar muecas horribles que me asustan. «No siento nada, ¡dale!» Me arqueo por encima de los barrotes de su silla para aplastarle el dedo meñique, que tiene todo colorado y terminado en una uña agrietada y negra. «¡Es de trabajar!» Se frota la mano riéndose con tantas ganas como yo. «¡Papá, vamos a jugar al concurso de talentos de la radio!» Berreo una canción, la de Reina por un día de Jean Nohain, y él me tapa la boca con el delantal. «¡Eliminada!» Mi madre no escucha, con las piernas estiradas, apoyadas en la silla de la que acabo de levantarme, está medio dormida o lee la revista Confidences mientras chupa un terrón de azúcar. «¡Dejaos de tonterías!», grita de vez en cuando. Yo era la más acalorada. Me había pasado la tarde viendo cómo jugaban en el bar, me había divertido con los clientes, y, después de cenar, quería acabar bien la fiesta, solos los tres, en medio de los gritos, de los abrazos, de las cabezas pegadas, las cosquillas, y reír a carcajadas hasta que nos dolieran los carrillos. Los clientes me caían bien, no podía imaginarme la vida sin ellos, pero era con mi padre, el jefe del bar, el hombre que ganaba dinero con un pequeño gesto, con quien realmente gozaba.

Cuando estés en las últimas, vuelve a mí