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Gracias a los lentes de Andrés Calamaro, por ellos partí mirando al sur, buscando el otoño de las historias de sus amigos.

Brutal honestidad
© 2021, Diego Londoño
© 2021, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, noviembre de 2021

Edición
Pilar Bolívar Carreño
María Alejandra Mouthon
Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación
Alexánder Cuéllar Burgos
Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño y concepto de portada
Jon Berrio “Wacho”.

Intermedio Editores S.A.S.
Avenida Calle 26 No. 68B-70
www.eltiempo.com/intermedio
Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:
978-958-504-020-5

Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Agradecimientos

Hemos batido al enemigo

Camino a Calamaro

No era un juego, era fuego

La vorágine de un Fan Fatal

La alfombra de los recuerdos

Buscando un tango perdido

Allí, nadie le daba razón del tango perdido

La vida de un Salmón

Un Calamaro llamado Javier

Un bautizo de fuego y rocanrol

Javier Calamaro, la voz rockera de los tangos y elegancia de frac al cantar

Los Eternos

Un juego con ojos de videotape

El club de sordos

Instantáneas de felicidad

El oso y el salmón

Elmer’s Band, la banda de Calamaro y Cuino

Maratones sin parar de escupir canciones

Nunca me acosté porque me aburro (Show me your shit)

Demoliendo hoteles

Un autor que no quiere escribir más

La sílaba tónica de dos amigos

Nacimos para correr. Out in Buenos Aires

Unas palmeras en el asfalto

Andrés y su mate bajo el brazo

Un robo y una motocicleta secuestrada

Buscando el camino a casa con Pergolini

Su historia es el recuerdo de un fanático juvenil

El Fideo del rocanrol

La soledad Calamaro

El Regreso

Un Calamaro con apellido Rodríguez

El vals de los recuerdos

Me estás atrapando otra vez

El Rancho de Los Rodríguez

Historias capilares y de revolución

Nicolanda: un tatuaje descolorido y rocanrolero

Un decadente punk con sombrero vueltiao

Un auténtico fanático al “Salmón”

Nico, Marley y Andrés jugando al fútbol

Mañana de vidrios rotos en Pacheco de Melo

Hay marcianos entre la gente

La hora Medellín

Una nueva fe: el Gauchito Gil

El ansioso fanático del rock nacional

Cartas sin marcar La historia de un fanático obsesivo

“El Bebe” de la radio y la televisión

Morfi Vinacho, una banda que es leyenda y amistad

La parte de atrás

Me pierdo

Un asado con la banda sonora del sur

Epílogo

Notas al pie

Agradecimientos

Gracias, como siempre, a mi familia, por quienes todo lo hago... Lau, Lena y papá. Gracias a Susana Mejía, el corazón que le dio potencia y valentía a esta historia. Gracias a mis amigos, la familia que me cuida, todos ellos saben quiénes son. Gracias a Andrés Calamaro por darme las llaves de su vida y dejarme sentar en mesas donde nadie más se sienta. Gracias a Olga Castreno, Javier Calamaro, Jorge Larrosa, Nicolanda, Cuino Scornik, Fideo, Bebe Contepomi, Fernando Samalea, Miguel Ríos, Los Palmeras, Ariel Rot, Juanes. Gracias a Wacho, Reni, Dinho, Frank el Flaco, Rafa González, Humprey Inzillo, sin ustedes nada de esto sería. Gracias a Intermedio y al cariño de Alejandra Mouthon y Pilar Bolivar. Para todos mi amor, con brutal honestidad.

ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE ESCRIBIR EL 16 DE ABRIL DE 2020, DÍA EN QUE EL DISCO HONESTIDAD BRUTAL DE ANDRÉS CALAMARO CUMPLIÓ 21 AÑOS.

Hemos batido al enemigo

Hay una constante en mi vida desde que soy ser humano. Cada periodista, escritor, fanático, melómano o lo que sea, cuando quiere saber algo de Andrés Calamaro, me llama o escribe para que opine y cuente. Y mi respuesta siempre es “mi vida con Andrés es mi vida y la de él, no fue hecha ni vivida para hacerla pública”. Pero entre tantos, apareció un tal Diego Londoño, que tiene la enorme ventaja de vivir en Medellín, ciudad que amo. Diego me insistía que habláramos sobre las mil vidas de Andrés Calamaro. Fueron meses de charlas y mensajes. Yo seguía con mi filosofía de no compartir nada de lo vivido con Calamaro. Pero este tal Londoño insistió y volvió a insistir hasta que logramos cierta amistad entre Medellín y Buenos Aires. Diego Londoño resultó ser distinto. Por eso aquí me encuentro, hablando y contando lo que me acuerdo de mi vida con Andrés Calamaro.

Escribir, hablar o pensar sobre Andrés Calamaro siempre me resultó muy difícil. Es tan, pero tan fácil, que termina siendo muy difícil. A Andrés lo conocí cuando yo tenía catorce, quince o tal vez dieciséis años —el orden de los factores no altera el producto—. Mi vida pintaba obvia y tranquila. Había tenido una infancia sin problemas de ningún tipo y encaraba la adolescencia con todo a mi favor. Si no me auto complicaba la vida, no tenía ningún riesgo y nada podía salir mal. Iba a estudiar la secundaria en un colegio privado, iba a jugar al rugby hasta que el cuerpo me diera, iría a una universidad (también privada) a estudiar medicina o abogacía y después me casaría y tendría muchos hijos en una preciosa casa con jardín. Mis días estaban destinados a ser vividos bajo el mandato social estipulado: despertarme, ir a la oficina (o donde sea) de nueve a seis, volver a casa, cenar en familia e ir a dormir. Y así todos los días de lunes a viernes. Sábados y domingos (y feriados), días de familia y descanso. Nada podía fallar. La tenía fácil... pero, por suerte, me la autocompliqué.

A Andrés Calamaro lo descubrí escuchando, por casualidad, el primer disco de Los Abuelos de la Nada. La segunda canción del disco era “Sin gamulán”. Ahí empezó la debacle y la vida feliz. Primero, fue descubrir esa melodía y esa voz, tan distintas y tan inocentes para esos tiempos ochentosos en San Isidro (lugar donde yo vivía con mi familia, una zona de clase alta de Buenos Aires). Después, siguió “Vasos y Besos” e “Himno de mi corazón”, los siguientes discos de Los Abuelos, donde Andrés seguía cantando sus canciones tan únicas que no tenían nada que envidiarles a las melodías y letras de Miguel Abuelo, Cachorro López, Gustavo Bazterrica y Daniel Melingo.

Mi vida empezó a cambiar con tan solo escuchar esas canciones, pero yo quería que cambiara aún más, que cambiara del todo y para siempre; y por eso me propuse conocer personalmente a esa voz y autor de esas canciones: un tal Andrés Calamaro.

Lo primero que hice fue escribir cartas manuscritas (época preinternet) a la DG, la discográfica de Los Abuelos de la Nada. Ante la falta de respuesta, me propuse conseguir su dirección. Así empecé a mandarle cartas a Serrano 1919, en el barrio porteño de Palermo. Un día, Andrés empezó a responderme las cartas y ahí empezó todo. Mi vida no volvería nunca a ser la misma, mi vida había encontrado su rumbo: un camino más difícil y sinuoso, pero el que a la larga me haría feliz.

Llegó el día de conocer a Andrés personalmente. Desde ese día se forjó una amistad y hermandad que hoy lleva casi 35 años ininterrumpidos.

Andrés Calamaro es tan importante en mi vida que fue la persona que hizo que a mis días los llamara vida. Él ni lo sabe, nunca se dio cuenta, pero gracias a Andrés descubrí el rock, escuché a Bob Dylan, entendí la libertad, supe lo que era la honestidad brutal, conocí una profesión llamada periodismo...y todo lo demás también.

Puede parecer exagerado, pero para un chico como yo, que nació con la vida solucionada, conocer a alguien que admiras hasta los huesos y que te brinda su amistad y sus consejos y que te hace descubrir un mundo nuevo que es tu mundo; eso es destino.

Gracias a Andrés conocí Página|12, a Rodrigo Fresan, a Juan Forn, a Batato Barea, a Les Luthiers, al Parakultural y a Luca Prodan. Y a todo lo que, años después, me hizo feliz.

Con Andrés tengo el mejor matrimonio posible: con la ropa puesta. De las vidas de Andrés Calamaro, creo haber vivido la mayoría de ellas: Serrano 1919, Morfi Vinacho y el estudio Bikini, los hermanos Arizona, el Hotel Plaza Francia, Charly Garcia, Calle del Pez 14 en el barrio madrileño de Malasaña, gira con Bob Dylan por España, esa clínica de rehabilitación al norte de Italia en la frontera con Austria, Bruce Waldack, Independiente de Avellaneda, el Palomo Usuriaga, Charo, testigo de su casamiento, mi casamiento, Los Rodríguez, Los Pumas, Jorge Larrosa, los piratas del asfalto (my mafia), Guille Martin, las drogas, las novias, las esposas y de nuevo las novias, más drogas, Joe Blaney, Honestidad Brutal, Olguita, El Regreso, La Bersuit, Deepcamboya, Pacheco de Melo y Junín en el barrio porteño de Recoleta, El Salmón, Joaquin Sabina, Benavidez.

Andrés Calamaro debe ser uno de los músicos más completos y talentosos del mundo. Hay algo de Andrés que siempre me gusta destacar: tiene una inteligencia suprema. Siempre entiende todo lo que está pasando a su alrededor. Ve todo, aunque parezca que está mirando a otro lado. Las mejores visiones y consejos siempre me los dio Andrés. Y no necesita tantas palabras para decírtelos, inclusive menos que una canción. Su lucidez nunca estuvo en discusión. Ni en las malas ni en las buenas. Ve el mundo y nuestro mundo como nadie. Si me preguntan por la mayor virtud de Andres, no lo dudo: su inteligencia.

Eso sí, Andrés Calamaro tiene una sensibilidad compleja: escapa al dolor y lo digiere antes de aceptarlo. Cuando le contás a Andrés algo doloroso, cambia de tema. Pero no porque no le interese, sino porque necesita entender ese dolor. No encara el dolor como algo trivial, y eso a veces lo hace parecer desinteresado por el dolor ajeno. Pero con los años entendí que Andrés procesa el dolor, no lo toma a la ligera, tarda en responder al dolor propio y ajeno. Pero cuando responde, es porque ya tiene la cura, aunque lleve años.

No me canso de escuchar sus canciones. Nunca me canso de Andrés Calamaro porque no es invasivo. Andrés te dice las cosas como quien no quiere la cosa. Él nunca quiso ser referente ni gurú de nadie y eso lo hace más referente y más gurú aún.

Bebe Contepomi

Camino a Calamaro

Un fanático compulsivo, salmonalista y rocanrolero, viaja desde el trópico colombiano al Río de la Plata para descifrar, como investigador policiaco y fan enfermizo, las historias ocultas, secretas y nunca antes escuchadas de uno de los músicos más importantes del rock iberoamericano. Para ello, recorrerá callejones, visitará bares, antros, familias, estudios de grabación, parques y estadios. Se sentará en mesas con desconocidos y amigos, y conocerá a los cómplices de aventuras musicales que ayudaron a construir, no solo la figura mística del “Salmón” del rock latinoamericano, sino su humanidad como hermano, habitante del mundo y, sobre todo, amigo, más allá de su fama, sus éxitos y la leyenda que guarda bajo sus lentes. Este será el camino a las vidas de Calamaro. Bienvenidos a esta Brutal honestidad.

ESTE LIBRO NO PRETENDE SER UNA BIOGRAFÍA OFICIAL, ES UNA OBRA LITERARIA BASADA EN UN TRABAJO PERIODÍSTICO QUE RECREA LA HISTORIA DE ANDRÉS CALAMARO A TRAVÉS DE LA VOZ, LAS ANÉCDOTAS Y LA VIDA DE SUS PERSONAS MÁS CERCANAS.

No era un juego, era fuego

Los autos no se detienen, los gigantes de hojas no paran de moverse, las calles son amplias y la arquitectura e historia están ahí, en los lentes de unas gafas. Podría ser París o Madrid, pero es el sur en polvo y llamas, es el tango clandestino con olor a arrabal, es el mate, la yerba y la bombilla. Solo está una plaza con el nombre Francia y un cementerio de turistas que no deja descansar a los que necesitan dormir. Los pasos agitados no entienden de la hora, solo avanzan entre calles y semáforos, bigotes y melenas, zapatos y pájaros. De repente, sale humo a bocanadas de grandes ventanales en pleno edificio, al lado de la calle en el barrio Recoleta en Buenos Aires, en las esquinas con nombres José Andrés Pacheco de Melo y Junín. Pasos acelerados toman el ascensor, empujan la puerta que se abre con la polvareda asfixiante, con la música a todo volumen en el Deep Camboya.

Las paredes son color vino, lacadas y oscuras, como un corazón cansado. Los grandes ventanales dejan ver la luz, el cielo porteño y el humo espeso que se escapa sin permiso. De frente, un sillón de cuero zaino manchado, y a la izquierda, de color rojo encendido, un clásico piano, cómplice, herido, verdugo y asesino. Un piano testigo de la resaca y la fiesta, del desamor y el compromiso, de la incontinencia creativa, de la eterna juventud, de canciones sin calendario. No hay ni un florero en casa.

La mesa sin sillas está desordenada, cubierta por colillas de cigarrillo y quince latas de Coca light destrozadas. Una botella de vino sin probar, un sake y un whisky con cinco tragos menos. En la esquina, de rodillas, un chico habla solo y se toma con las manos la cabeza, y atrás, un grupo de amigos y amigas están aún de fiesta. Toman, fuman, bailan y se besan en medio del olor a madero quemado.

Al fondo, escondido bajo su melena y sus gafas, con el mate hirviendo y su cabeza como un tren que pasa, está Andrés Calamaro, sentado en un sillón dorado, con un jean ya desgastado, camiseta negra, chaqueta de denim y zapatillas elegantes, escribiendo y componiendo la banda sonora de ese cataclismo en llamas del que nadie se percata. Un loco del arte, con varios días encima sin dormir, flaco, con gigantes patillas y el cabello desaliñado, personificando la vida mítica y accidentada, la morfogenética de Bob Dylan, el trovador ambulante, musicalizando su propia fiesta, su intimidad clandestina, su futuro incierto y la vida que quiso vivir. No para de escupir canciones, escribe, toca el piano, amplifica las ideas y da un sorbo al amargo para sentirse vivo. De lejos lo miran y no se atreven a molestar. En la cocina, la estufa está en llamas azules, amarillas, anaranjadas. Todo arde y nadie se acerca. La luz está prendida, el plástico se derrite, huele mal, y el humo se esparce por todo el lugar, parece un juego pero es fuego.

No es un sueño, es una realidad apocalíptica de un humano con estrella, con el piano de cabeza y la voz de corazón. Es la historia real de un pirómano musical, un mago del fuego y el canto, de un alquimista ardiendo en escena, de un bohemio con una vida tan extrema que si alguien decidiera vivirla saldría huyendo a toda velocidad, espantado por el frenetismo. Es un incendio que nadie va a apagar, una canción como rito, un libro sin abrirse y una historia que hasta ahora empieza.

La vorágine de un Fan Fatal

Andrés Calamaro

Que te reciba muy bien Buenos Aires, querido Diego. Te llevas contactos muy especiales, llaves para todas las puertas de mi vida, buena suerte. 4:15 p. m.

Empaqué mi maleta, solo lo necesario para unos días otoñales y agitados en Buenos Aires, la ciudad de Goyeneche y D’Arienzo, de las empanadas, los asados como ritual, el tango y los amigos, las avenidas inmensas, el vos, el ché, Maradona, el subte, las cenas, el maravilloso mate, la cumbia como festejo eterno y el rock como tradición de familia. Una maleta en mis piernas, un pasaporte con algunos sellos turísticos, y en la cabeza, conectado al corazón, un sentimiento más fuerte que el amor de un padre por un hijo, o de un hijo por sus padres. Una vorágine mi vida, sensaciones de reto, de miedo, de soledad alentadora y de la valentía de un detective privado, una especie de Sherlock Holmes criollo, con una libreta, una grabadora, algunos dólares y la ilusión de encontrar una vida que no me pertenece, pero que, a la vez, está tatuada en con agradecimiento y distorsión.

Crucé migración, me senté en la sala de espera y recibí un último mensaje que reafirmaba la misión:

Andrés Calamaro

Que te reciba muy bien Buenos Aires, querido Diego. Te llevas contactos muy especiales, llaves para todas las puertas de mi vida, buena suerte. 4:15 p. m.

El vuelo 9302 con destino a Lima empezaba el abordaje.

Un colombiano nacido entre montañas, violencia, café, sonidos de tiple, carranga, tango, punk visceral y metal oscuro; un paisa viajando al vaivén del Río de la Plata, el que mancha de sonidos e historias orilla y orilla, el que ha sido cuna de escritores y poetas, de bohemios y pescadores, y como en el Misisipi con el nacimiento del blues, el Río de la Plata nos enjuaga de candombe, tango, cumbia y rock. Y como el fluir del río, estaba yo en un avión pensando en la Costanera, en el choripán, en la Nueve de Julio y en una cabellera abundante que siempre vi a lo lejos, en los discos de vinilo que son santuario eterno, en los librillos con olor a juventud y repasados por años, en los discos robados y extraviados, en una pantalla de un televisor, en un escenario o en fotografías regadas por un cuarto juvenil, maloliente y rocanrolero. Estaba en el avión, curiosamente, entre dos monjas argentinas que me preguntaron sobre mi procedencia y mi destino. Les conté y les pregunté por esa cabellera, por esos lentes Ray-Ban, y supieron de quién hablaba; no solo eso, conocían sus canciones. Fue ahí donde empezó el trasegar de preguntón, de investigador privado, de detective policíaco colombiano, metiéndome en una vida que no me pertenecía pero que me había cambiado la existencia. ¿Alguna vez vieron una monja a cada lado de su asiento, hablando porteño, dentro de un avión? Yo hasta ese momento, no.

La alfombra de los recuerdos

Este viaje rocanrolero tuvo su primer guitarrazo el miércoles 15 de octubre de 2008. Ese día, muy temprano en la mañana, busqué algunos fanáticos por internet y acordé un encuentro para estampar unas camisetas con el rostro de Andrés Calamaro en el frente, y un salmón al costado. Luego, en la tarde, tomé la guitarra y con otro salmonalista, el Miguel Abuelo de mi vida, Lucho Flórez, un veterano cancionista y profesor, desembarcamos a las afueras de la Plaza de Toros La Macarena, en Medellín, Colombia. Allí cantamos hasta el amanecer, dormimos en carpas y esperamos la mañana para la eterna fila, cientos de personas ansiosas verían por fin a quien había estado ausente durante años. Curiosamente, su primera visita sería en una plaza de toros, y eso tendría un significado especial para él, por la arena repleta de fanáticos y por salir al ruedo, con la pierna de salida, a cargar la suerte con canciones, a retar la vida con el honor de un piano, una voz y una guitarra. Y nosotros, todos, éramos un mar de rocanrol y felicidad.

Yo estaba sobre la baranda que separaba los que pagaron mucho y los que pagaron poco, en el lugar preciso para estar feliz, con mi camiseta del Salmón y los ojos encharcados de felicidad.

Un par de horas antes pude verlo. Yo estaba sentado en una silla plástica, nervioso, con la cámara fotográfica sin pantalla de visualización apretada con fuerza y lista para obturar. Él, con su cabello en frizz monumental y sus lentes oscuros desvanecidos, entró. Yo volteé, vi sus zapatillas, eran doradas, parecidas a unas botas futboleras. Tenía smoking y un pañuelo rojo en el bolsillo izquierdo. Caminó lento, saludando con la mano a los periodistas y fanáticos. Al lado izquierdo, Diego García y “Candy Caramelo”, los músicos que acompañaron aquella Lengua popular. Lo vi de frente en una sala de prensa. Escucharlo hablar y contar historias era para mí un sueño con los ojos abiertos. Al final, le pedí un abrazo y pude apretar su mano, no supe ni lo que dije, pero le señalé la cámara para una foto y sin prisa tomé mi aparato prehistórico y lo volteé con el lente hacia nosotros, lleno de nervios y emoción. Una selfie en tiempos carentes de redes sociales e influencers.

Andrés salió por fin al escenario, miró la arena, sacó sus lentes, hizo una venia y alzó la vista. El público no paraba de aplaudir. Ahí estaba, el ídolo que me había cantado al oído desde que era solo un rebelde puberto, el amigo que no me conocía pero que con sus canciones narraba mi vida como si la supiera, ¿O será que me conocía y había vivido mis desgracias y las penas de amor que me pusieron a llorar? No creo, pero todo era mágico. Por eso, verlo ahí me emocionó; era como ver a un santo al que la abuela le reza, pero con guitarra en mano y moviendo sus brazos ante una plaza de toros que cantaba emocionada al unísono.

Esto escribió Andrés sobre su viaje tardío y musical a la Medellín que siempre lo esperó:

La alfombra de los recuerdos

Los paisas fueron un público extraordinario, ofrecido, exigente y radiante. Lo que vimos, lo que escuchamos y lo que vivimos tocando hoy... vamos a guardarlo en la memoria hasta que el olvido lo haya enterrado bajo la alfombra de los recuerdos. Estaremos esperando volver a Medellín con las dos manos en el corazón. Tierra bendita, morada eterna de Carlos Gardel. Quizás estuvo escuchando el ruido que formamos entre todos anoche. Gloria pura-pura vida. De nuevo, la banda fue un killer Stradivarius. Supimos ganarnos la euforia desatada.1

16 de octubre de 2008

Andrés Calamaro estuvo ahí, en la arena, en los verdes de todos los colores de la primavera de una ciudad encerrada entre montañas; ahora sí era un sueño hecho realidad para mí, aunque muchos hablaran de otras visitas clandestinas del Salmón a Medellín.

Buscando un tango perdido

El mito ya tenía años, Andrés ya conocía tierras paisas, tierra de flores, aguardiente, café y un pasado violento y lleno de cicatrices. Muchos dicen que es mentira, él simplemente guarda silencio y deja que el mito crezca hasta que se demuestre lo contrario. Cuentan que estuvo tras los pasos de un tango perdido en Medellín, un tango hermoso que pocos pudieron interpretar y pocos lo habían podido escuchar completo. Un tango que pasó por las manos de Larroca, El Polaco, Sofía Bozán y el propio Gardel. Un tango que estuvo guardado bajo llave esperando la valentía de unos oídos atentos y precisos, de un alma melancólica y bohemia que lo resistiera, un tango que era la vida para cualquier bandoneón. Andrés se encontró un pedazo de este tango en las calles del barrio Manrique, entre jíbaros, ruido, motocicletas a toda velocidad, olor a aceite quemado, ladrones, amas de casa, artesanos, bulteadores y letreros de Gardel en cada esquina. “Peluquería Gardel”, rezaba en letras luminosas azules al final de la calle.

Lo vieron caminar por la tradicional carrera 45, la arteria tanguera del barrio Manrique en Medellín. Sentado en una acera, al lado de la estatua de Gardel, fumando y esperando la respuesta que lo llevaría a escuchar completo el tesoro escondido, el tango disminuido con el toque de Dios. Allí, en el brazo del bronce del morocho, encontró otro trozo de sonido.

Un aguardiente en una heladería con dos billares, rocola tanguera, y la muerte rondando en forma de bolsa de droga, arma rezada, camándula bendita y maldita, y el ambiente de una ciudad que había sido la más violenta del mundo. Todos lo vieron pero nadie lo confirmó, nadie se atrevió a hablar.

Yo no lo vi, pero cuentan que a lo lejos lo observaron con un sombrero negro de ala alta, caminando despacio, saludando a todos, sin excepción: al verdulero, al jíbaro, al billarista y a los rockeros que bajaban de las periferias de la ciudad, con grabadora en mano, escuchando anarcopunk a todo volumen.

Cuando anocheció, Andrés se resguardó en el lunfardo que habita en Medellín, en el olor a marihuana y a orines, en las luces de los autos de frente, en los bares que guardan los tesoros, las historias, el dolor, la desesperanza refugiada en una canción. Llegó solo, sin indicaciones y con la valentía gaucha a los bares Homero Manzi, Salón Málaga, Adiós Muchachos, Adiós, y se tomó lo necesario, el tiempo, las conversaciones, los cigarrillos, las canciones, el amor, la noche, la noche paisa clandestina en el cielo.

Allí, nadie le daba razón del tango perdido

Llegó a Antioquia, pero al barrio, a las calles con ese nombre y ese apellido: Barrio Antioquia, dónde se fraguaron hazañas de bandoleros de renombre, donde se distribuye la merca de Colombia para Colombia, donde además conviven la salsa, el punk, el rap, y el tango en un mismo rincón, maloliente y frentero, donde hay luces de colores en las ventanas, comida callejera, cotejos de fútbol en estrechas callejuelas y niños corriendo, jugando a las escondidas. Y ahí cerca, muy cerca de donde murió Gardel, lo recibió el “Gordo” Aníbal, el dueño de la historia secreta del tango en la capital antioqueña.

Un mate y pastelitos en la mesa, el “Gordo” atendió a un Salmón con ansiedad y deseo.

Sonó el disco y allí estaban los otros pedazos de este tango perdido y buscado, del deseo oculto y la armonía perfecta, estaba en los escondites profundos de El Patio del Tango, el lugar que, como una fotografía, retrata el bajo fondo porteño y lo musicaliza con honores desde las montañas de Colombia.

Andrés no lo podía creer, abrazó al “Gordo” Aníbal, le dio un beso en la mejilla y aferró su sombrero a su inolvidable cabellera. Lo pudo bailar, saborear y cantar. Lloró de emoción, agradeció a la música, a su país y al Río de la Plata. Agradeció al tango andaluz, a la habanera cubana, al candombe, a la milonga, a la mazurca y a la polka europea. Quiso llevarlo consigo, guardarlo en su bolsillo, pero no lo pudo regresar a su tierra porque la sombra de Gardel en ese valle no dejó. Un poder desconocido atraía, como un poderoso imán, el disco gigante de 78 revoluciones.

A los días, triste, se le vio caminando por el parque de Sabaneta, un pequeño municipio cerca a Medellín, reconocido por su iglesia, el santuario de María Auxiliadora, que años atrás, en los ochenta, fue la casa de los sicarios que iban a rezar sus balas antes de su crimen, y el lugar en el que el mismísimo Pablo, el colombiano, celebraba los triunfos y las caídas con papayera y licor.

Andrés deshacía pasos desconocidos. Muchos lo reconocieron, le pidieron fotos, y otros solo lo observaron a la distancia, marchándose para perderse en la Medellín del tango, desconocida por la mayoría de porteños. Enigmática, mágica y dolorosa, como la muerte del propio Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto, el bonaerense, francés, uruguayo y antioqueño, Carlos Gardel.

Pero para no alimentar más el mito, puedo decir que este viaje para mí empezó ese día, en el 2008, cuando A. C. visitó por primera vez Colombia y me sumergí en su bohemia, en su fuerza para cantarle a muchos fanáticos a las afueras de una plaza de conciertos y de toros. Andrés siempre estuvo en mi vida, siempre: en las fiestas, en el desamor, en los trayectos al colegio, a la universidad y altrabajo, en los bares con amigos, en los cumpleaños y funerales, en la soledad y en la compañía. Ahora yo iba en su búsqueda, en un Airbus A320, a toda velocidad, con un vino sobre mi mesa, su libro de diarios íntimos, una libreta, un lapicero y dos religiosas de lado y lado, engalanadas y con camándula en mano. Aún no lo podía creer, pero era una realidad, estaría en la vida de A.C, cerca, con sus amigos y familia, con su ciudad y sus calles, aunque él estaba a kilómetros del lugar al que yo me dirigía. Andrés empezaba su gira en España y cinco días antes había viajado a Madrid para los ensayos.

Cinco de la mañana. Una voz anunciaba mi llegada al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini (Ezeiza) de la ciudad de Buenos Aires, en Argentina. Era el momento de cerrar los ojos y caminar hacia adelante en la ciudad de la herencia europea, en la ciudad de más teatros en el mundo, en la ciudad de la furia, donde me encubriría entre el follaje otoñal y todos los medios de transporte para recorrer hogares, calles, bares, estadios, fiestas y silencios; para visitar conciertos, amigos, enemigos, vecinos, desconocidos y sentarme a la mesa chica de Andrés Calamaro; para conversar con los suyos, los del lado izquierdo de su pecho; para meterme en su submundo; para conocer las historias que nunca nadie antes contó. Por eso, este no es un libro biográfico. Sería imposible contar su vida solo en páginas, siempre se necesita el sonido. Este es un libro con algunas piezas del rompecabezas que es su vida, con escenas discontinuas por el amor de sus amigos y sus historias con ellos, con el lado “B” de un rocanrolero de verdad. Este es un encuentro con las historias de amistad y de vida, dentro de los lentes de Andrés Calamaro.

La vida de un Salmón

Pero, ¿quién es Andrés Calamaro para que genere un fanatismo tan desbordado como este?

Quizá podría decir que la vida de Andrés es como un tango bestial, un bolero desdichado, un rocanrol del pueblo, una cumbia peligrosa, un vallenato melancólico y un bandoneón sin dueño. Pero, para escribir este texto, el tiempo parece ser un enemigo y los días pasan tan rápido que ni nos percatamos de vivir. Parecemos un vagón de tren un lunes a las seis de la tarde. Puedo decir que su historia es valiosa, muy valiosa, incluso merece ser guardada bajo llave en una urna de cristal o ser enterrada bajo tierra con una nota aclaratoria que indique: “Abrir en miles de años”. Pero esa historia es para todos, para probarla, tocarla, vivirla, para que todos pasemos cada que queramos, la veamos y sigamos nuestro camino con una sonrisa reveladora. Y si hablamos de urnas o entierros, quizá esta historia podría estar custodiada en el Club Glorias Argentinas, en el Salón Pueyrredón, en el Palacio de las Flores, en la Perla del Once o en el hondo bajo fondo, y en estos lugares no porque su gloria sea solo sureña, sino porque allí tendría buenas bandas sonoras.

Andrés es el hombre del Apocalipsis Now, del movimiento cadencioso de manos, de la media verónica y del valiente jinete que carga la suerte, el hombre de sombreros vaqueros y camisas llamativas, pero más que sombreros, es el hombre del afro, del cabello desordenado desde tiempos inmemorables. Andrés, el de los lentes oscuros y tatuaje de calamar, el amante de la Coca ligth y los asados, el de Flaca, el Salmón y el Azteca. El hijo de Don Eduardo Calamaro y Esther Masel, y hermano de Hebe, Horacio y Javier. Andrés, el del piano preciso y la palabra afilada, la poesía en la piel, el fútbol en la cabeza y el Club Atlético Independiente en los pies.

Andrés es un loco, un ángel maldito que poco duerme, un pez contra la corriente que ama cocinar y disfruta ver los toros en el ruedo. Un extranjero, un viajero, un ermitaño que dice que no se puede vivir del amor, que a su vez es muy sensible a la belleza. Un hombre que, casi llegando a los 60, visita a su madre todos los miércoles para almorzar con ella y contar historias por más de dos horas al lado de su hermano, Javier.

Un gran amigo, un verdadero gran amigo que cuida a los suyos, los valora, escucha y acompaña. Sus amigos son su vida, más que las canciones, pues ellos mismos son las canciones, las historias y la compañía. Andrés, el amigo de Javier, de Cerati, de Fito y Spinetta; el amigo de Gieco, Ariel e Infante, Muguruza, Larrosa, Oswaldo y Fideo; el de Miguel Ángel Peralta, el “Cuino”, Nicolanda, el “Bebe” y Clota; el de Gardel, Pugliese, el Diego, Sabina, Serrat, Bunbury, Juanes, Pérez-Reverte y el “Polaco”; el amigo de sus amigos, de músicos y bandoleros, futbolistas y toreros, Andrés, el que se sienta en la misma mesa a esperar por ellos.

Un trovador de una tierra hermosa de América del Sur, en mezcla de gaucho e indio con español. Andrés es padre de “Charo”, hermano de sus hermanos e inspiración para los que lo tenemos cerca del corazón.

Andrés es un tango oxidado y arrabalero, un tango para bailar o escuchar lento con la copa en alto. Es la vida que muchos quieren vivir y que no todos soportarían. Es la pasión del rocanrol, del folclore, del fútbol, de la voz como poesía del cuerpo; es un tango que dice que veinte años no es nada y que una vida no podría contarse en un libro, pues primero hay que vivirla.

Al salir del aeropuerto, me esperaba un día de niebla y lluvia sutil, un día típico de película francesa con invierno y banda sonora lenta y romántica incluida, que en mi caso fue un tango con el corazón de Piazzolla.

Era una realidad, ya estaba en Argentina listo para rastrear una sombra rocanrolera y bohemia, una vida que marcó generaciones y aún, luego de los años, sigue construyendo historias y canciones que se vuelven tatuaje azul gastado, vívido tatuaje indeleble de vidas acá y allá.

Mi estancia por esos días sería en la casa de unos amigos que sin interés me abrieron las puertas de su nuevo hogar en Villa Urquiza, barrio que pertenece a la Comuna Doce de Buenos Aires, y que fue fundado por Francisco Seeber, excapitán de la Guerra del Paraguay. Un barrio tranquilo, silencioso, con amplias calles y, actualmente, uno de los barrios elegidos por los jóvenes para vivir. Además, con el ingrediente histórico de ser el barrio de Spinetta, el héroe que recibe honores de músicos, poetas, escritores, y de todos los argentinos. Compartiría sofá con un gato de nombre Dinho, inspirado en Ronaldinho, en Machain 3167, muy cerca de Malopea Discos, la discográfica de Litto Nebbia, y a las casas de Cerati y del Flaco Luis Alberto.

Y allí empecé mi labor de Marco Didio Falco, camuflándome como príncipe y mendigo, como torero y bandido, con máscara de perro bravo y mirada de gatito tierno, pero siempre yo, con el sueño y deseo de llegar hasta la raíz del calamar, del poeta que no duerme, del escritor de décimas que toma mate para recibir el nuevo sol.

Días antes recibí de A. C., como un tesoro, algunos contactos que eran las llaves de las puertas de su vida, puertas a los submundos, a lo oscuro y más entrañable, a los peligros, a las drogas y a las historias sinceras. Un sendero hacia su familia y sus amigos; los cercanos y alejados de la fama. Un sello que me otorgaba la posibilidad de entrar a los linderos de su historia real que siempre va acompañada de la música que le ha espinado el corazón.

Llamadas, correos, caminar la ciudad para encontrar direcciones; así empezó todo, con un respeto sin medidas por una historia ajena, y con un agradecimiento inefable por abrir un camino que soñé, pero no imaginé transitar.

Escuchar a Andrés Calamaro no era una situación ajena para mi vida; él estaba desde la época escolar. Mi padre y yo compartimos ese mismo gusto por cantar al Salmón, de inicio a fin. Sus historias musicales estaban impregnadas en el disco duro de la glotis y el corazón. Desde “Hotel Calamaro” de 1984 le seguí la pista para enamorarme de sus historias desgarradoras y para hacerlas mías. Pasé por los ignorados y maravillosos “Vida cruel”, “Por mirarte” y “Nadie sale vivo de aquí”, hasta llegar a entender a Argentina, la despiadada, hermosa y olvidada, con su metáfora evidente del éxito y el fracaso con el brillante disco dedicado a la “Alta suciedad”. Luego, vivir el desenfreno, la locura, el rocanrol, la soledad y enfermedad con “Honestidad brutal”, para llegar al clímax, al éxtasis creativo de “El salmón”. Es hermoso que aprendiera de tango en la ciudad en que murió Gardel, gracias al “Tinta roja” y “El cantante”, y acercarme además a España por su viaje sonoro e inolvidable con Los Rodríguez. Luego, la vitalidad, la cumbia, el baile, el rock olvidado y vivo, la bohemia, la madurez y el hoy, con “El palacio de las flores”, “La lengua popular”, “On the rock”, “Bohemio”, “Vol 11” y “Cargar la suerte”.

Mis discos firmados, mis libros arrugados, tres camisetas con la mirada de un salmón y decenas de armonías, melodías y riffs en la cabeza grabados por instinto. La banda sonora del viaje investigativo estaba clara, no había duda, unos audífonos y a deambular. Calamaro acompañaría el azar hecho destino en las calles de una ciudad con furia de rock and roll.

Un Calamaro llamado Javier

“Andrés firmó un pacto con el tiempo que le diera el poder de la palabra, la destreza hilvanando cada verso como el ‘bluesman’ solo en la encrucijada. Andrés, con el vicio del lamento, por la música su vida sacrificaba con tremendo desparramo de talento desde aquellos Abuelos de la Nada”.

Javier Calamaro

“Andrés solo tiene un miedo en su vida: el miedo a no ser escuchado, a que sus canciones no le lleguen a nadie”, me dijo Javier Calamaro, el hermano menor de la familia, mientras subíamos las escaleras del lugar en donde estuve hospedado en Buenos Aires. Guardé silencio mientras caminaba delante de él y lo miraba girando la cabeza hacia atrás cada que sentía la necesidad de verle a los ojos.

Le agradecí por su amabilidad, por haberse movido de su casa para visitarme; él mismo lo había propuesto para que no me molestara tomando un taxi. Yo tenía todo dispuesto para conversar: preparé con tiempo papas fritas, tapitas, aromática, pasteles y refrescos, pero solo aceptó una taza de café, y eso porque era café colombiano.

Javier tenía una barba de varios días, estaba vestido como todo un deportista. Su esposa estaba en México y él llevaba algunas lunas en la bohemia de la composición y producción de canciones. Verlo delante mío fue recordar a Andrés en la época del “Alta suciedad”. Físicamente iguales, pero con distinta energía y motivación.

Actualmente, Javier es un busca vida, pues no tiene la vida resuelta y eso lo emociona. Sus días los pasa en su casa en el campo —en Don Torcuato— entre familia, compartir con su hijo, su hija y esposa, componer, producir música, cocinar pastas o gazpacho, e inventar nuevas aventuras extremas entre las que incluye escalar o bucear. Desde hace años esa es su pasión: vivir entre la mística y la agonística de la montaña y los océanos. Ha logrado escalar los 6.962 metros del Aconcagua en Mendoza, Argentina, y también, no solo bucear con ballenas, sino ofrecerles un concierto completo de 45 minutos en la península Valdés, en la Patagonia argentina. Este fue el primer recital subacuático de la historia del mundo, una proeza digna de una mente ingeniosa y arriesgada como la de Javier.

Su fuerza creativa y social lo ha llevado a construir proyectos de ayuda que suelen ser más extremos que los mismos riesgos y peligros por el agua, la tierra, el oxígeno o las alturas; extremos porque tienen que ver con el dinero y con la falta de sensibilidad de muchos para ayudar a los demás.

Sus discos “Juntos por Chiapas” y “Pampa del indio” reunieron artistas de diversos territorios y sonidos, como El Tri, Paralamas, Café Tacvba, Joaquín Sabina, León Gieco, Mercedes Sosa, Charly García, el mismo Andrés Calamaro, entre muchos otros, todos reunidos para recaudar dinero en solidaridad con las comunidades indígenas de México y Argentina. Estos discos tuvieron difusión comercial en 37 países y la certeza de la ayuda a muchas personas que lo necesitaban. Javier fue el líder de estas iniciativas, por eso, más allá de cantar tango y rock, o de presentar sus discos y tener dentro de su historia una discografía amplia, esto es lo que mueve a este sencillo, talentoso y sensible Calamaro llamado Javier.

Su corazón se mueve a través de su familia, de sus padres y sobre todo de sus tres hermanos. Gracias a ellos es lo que vive, lo que suena, lo que sueña y lo que será.

Él es el menor de todos, con 56 años y bajo su cabello rocanrolero, su hablar pausado y preciso, y su sentimiento gaucho, carga la influencia familiar de la literatura, la poesía, el rock, el pop, los viajes y las fotografías. En eso se resume su familia: arte.

Nos acomodamos en un sofá, listos para hablar mientras J. C. preguntaba por Medellín y su manera de vivir el tango; y yo, nervioso, sacaba una libreta para empezar a conseguir las historias de una familia transformadora en la música latina.