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Prefacio a la edición castellana

Prefacio a la primera edición

Introducción

Parte I. El pasado: las crisis de la democracia

1. Patrones generales

2. Algunas historias

3. Lecciones de la historia: qué buscar

Parte II. El presente: ¿qué está sucediendo?

4. Las señales

5. Causas potenciales

6. ¿Dónde deben buscarse explicaciones?

7. ¿Qué puede carecer de precedentes?

Parte III. ¿El futuro?

8. El funcionamiento de la democracia

9. La subversión sigilosa

10. ¿Qué puede suceder y qué es imposible que ocurra?

Referencias

Adam Przeworski

LAS CRISIS DE LA DEMOCRACIA

¿Adónde pueden llevarnos el desgaste institucional y la polarización?

Traducción de
Elena Odriozola

Przeworski, Adam

© 2019, Adam Przeworski

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Prefacio a la edición castellana

Escribir este prefacio es un ejercicio de humildad. En este libro, por ejemplo, nunca se menciona la Argentina como un país donde la democracia podría estar en crisis. Tampoco contempla las trayectorias de Brasil, Chile o México durante las últimas décadas. El motivo es que cuando escribía el borrador de la versión en inglés del presente volumen creía firmemente en la solidez de las instituciones democráticas en esos países. Tanto en la Argentina como en Brasil, incluso las crisis políticas más agudas se procesaron de conformidad con las normas constitucionales. En la Argentina, ante las crisis de 1989 y 2001 no dejó de seguirse escrupulosamente lo dispuesto por su Constitución. Lo mismo sucedió con la primera crisis sufrida por la democracia del Brasil posdictadura militar: el impeachment al presidente Fernando Collor de Mello, en 1992. El traspaso del poder del presidente Fernando Henrique Cardoso al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, en 2003, fue, para mí, prueba de que las instituciones brasileñas pueden soportar en forma pacífica una crisis política de una magnitud que habría resultado impensable en muchas democracias como, desde luego, en la de los Estados Unidos. A la vez, interpreté el alejamiento pacífico del cargo de Mauricio Macri como una prueba de que la derecha argentina ya no es golpista. Por último, en Chile y México, a pesar de estallidos ocasionales de protestas populares, el control del gobierno se alternó pacíficamente entre la centroizquierda y la centroderecha.

Lo que no anticipé fue que en varios países latinoamericanos se intensificarían tan velozmente la polarización política, la erosión de los partidos de centro y la irrupción de los extremos. Se trata de los mismos patrones que observé en los países analizados en el presente volumen. Y son peligrosos para la democracia. El sistema democrático funciona correctamente cuando los conflictos que surgen en una sociedad, sean cuales fueren, se procesan de manera pacífica dentro del marco institucional, fundamentalmente mediante el mecanismo de las elecciones. Este mecanismo, sin embargo, solo obra de forma adecuada cuando lo que está en juego en las elecciones no es demasiado pequeño, esto es, cuando los resultados de las elecciones tienen incidencia en las políticas que procuran implementar los gobiernos y en el bienestar de los diferentes grupos, ni demasiado grande, lo que equivale a decir: cuando una derrota electoral no resulta intolerable para los perdedores. La polarización política, que tiene raíces profundas en las divisiones económicas, sociales y culturales, vuelve las derrotas electorales difíciles de aceptar e induce a los perdedores a orientar sus acciones fuera del marco de las instituciones representativas.

No es mucho más lo que puedo decir hoy en día, ni siquiera en retrospectiva. Como el libro expone, intentar dar con las causas de la erosión de las instituciones y las normas democráticas nos deja con más preguntas que respuestas. No debemos creer en los diagnósticos que pretenden saber y conocerlo todo. Es más: aunque los efectos sean similares, las causas pueden no ser las mismas en diferentes países. Pero no caben dudas de que las instituciones representativas tradicionales están pasando por una crisis en muchos países del mundo. En algunos de ellos, ocupan el poder líderes antiestatistas, prejuiciosos, xenófobos, nacionalistas y autoritarios; en muchos otros, los partidos de esa calaña siguen logrando avances electorales en un momento en que gran cantidad de ciudadanos situados en el centro político ha perdido confianza en los políticos, los partidos y las instituciones. Las denuncias dirigidas a las instituciones representativas suelen desestimarse por considerárselas una manifestación de “populismo”. No obstante, la validez de las críticas a las instituciones tradicionales es evidente.

Es poco sincero quejarse de esas reacciones y lamentarse, al mismo tiempo, de la persistente desigualdad. Del siglo XVII en adelante, las personas situadas en ambos extremos del espectro político –aquellos para quienes constituía una promesa y aquellos que la consideraban una amenaza– creyeron que la democracia, específicamente el sufragio universal, generaría igualdad en las esferas económica y social. Esa creencia todavía se encuentra consagrada en el caballito de batalla de la economía política contemporánea: el modelo del votante medio. La persistencia de la desigualdad constituye evidencia prima facie de que las instituciones representativas no funcionan como deben, al menos no como casi todo el mundo creyó que lo harían. Por lo tanto, no debe sorprendernos el ascenso del “populismo”: el descontento con las instituciones políticas que reproducen la desigualdad y no ofrecen alternativas.

La coexistencia del capitalismo y la democracia siempre fue problemática y endeble. Esa tensión encuentra su mejor caracterización en el comentario de Marx acerca de la “Constitución burguesa” (de Francia, en 1848):

[Esta Constitución] mediante el sufragio universal, otorga la posición del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra la dominación política de la burguesía en unas condiciones democráticas que en todo momento […] ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política (Marx, 1952 [1851]: 62).

No obstante, en algunos países –específicamente, 13– la democracia y el capitalismo coexistieron sin interrupciones durante al menos un siglo, y en muchos otros países durante períodos más breves, aunque de todos modos extensos, la mayoría de los cuales continúan en la actualidad. Los partidos de la clase trabajadora que habían albergado la esperanza de abolir la propiedad privada de los medios de producción comprendieron que su objetivo era inviable, aprendieron a valorar la democracia y a administrar economías capitalistas cuando les era posible acceder al poder mediante elecciones. Los sindicatos, también considerados en un inicio una amenaza de muerte para el capitalismo, aprendieron a moderar sus demandas. Los burgueses aprendieron a convivir con esas demandas moderadas. El resultado fue un “compromiso de clase democrático”: los partidos de los trabajadores y los sindicatos consintieron el capitalismo, mientras que los partidos políticos burgueses y las organizaciones empresariales aceptaron cierto nivel de redistribución del ingreso. Los gobiernos aprendieron a organizar ese compromiso: regularon las condiciones laborales, desarrollaron programas de seguro social e igualaron oportunidades, al tiempo que promovieron la inversión y contrarrestaron los ciclos económicos.

Si bien los socialistas aprendieron a vivir con el capitalismo y, en algunos países, tuvieron un éxito razonable en lo que respecta a mitigar la desigualdad del ingreso y generar crecimiento, el proyecto político de recaudar impuestos, asegurar los ingresos y brindar servicios sociales llegó a su límite en la década de 1970. En Suecia, donde se originó ese proyecto y donde alcanzó su mayor avance, los socialdemócratas intentaron extenderlo en esa década otorgando voz a los trabajadores en la organización de la producción (codeterminación) e introduciendo cierto grado de propiedad pública de las empresas (fondos de los asalariados), pero ninguna de las reformas llegó lejos. La ley newtoniana del capitalismo es que la desigualdad aumenta en forma sostenida a menos que su crecimiento sea contrarrestado por acciones del gobierno enérgicas y recurrentes. El proyecto de la Socialdemocracia consistía en alimentar las causas de la desigualdad y contrarrestar sus efectos, pero perdió ímpetu. Confrontados con la ofensiva neoliberal de los años ochenta, los partidos de centroizquierda incorporaron el lenguaje de los llamados trade-off entre igualdad y eficiencia, redistribución y crecimiento. A medida que la derecha se movió ideológicamente más hacia la derecha, la izquierda la siguió. Las políticas de gobiernos de diferentes filiaciones partidarias se volvieron casi imposibles de distinguir: responsabilidad fiscal, flexibilidad del mercado laboral, libre flujo de capitales, debilitamiento de los sindicatos, reducción de los impuestos a los ingresos elevados. Como resultado, la desigualdad persistió donde ya era alta y se incrementó en forma marcada en muchos países en los que no era tan profunda. Los subsidios dirigidos a los más pobres mitigaron la desigualdad en algunos países, Brasil en particular, pero los mercados liberados y sin restricciones reprodujeron de manera incesante la desigualdad de los ingresos percibidos.

Este es el contexto en el cual debemos situar la crisis actual de las instituciones representativas. Las elecciones rara vez ofrecen muchas opciones: la mayor parte del tiempo, quien se desempeña en el cargo de gobierno sigue el mismo paradigma de políticas que el que seguirían sus opositores derrotados, con no más de algunas diferencias menores para los electorados particulares. Pero, una vez más, como consecuencia de la ofensiva neoliberal, la totalidad del espectro de opciones en materia de políticas se desplazó hacia la derecha, mientras que el ingreso de cerca de la mitad de los asalariados siguió estancado en las últimas décadas. Los individuos aprendieron que votan, los gobiernos cambian y sus vidas siguen siendo las mismas.

Cuando hace algunos años estudié las elecciones que condujeron a cambios mayores en los paradigmas de políticas con la llegada al poder de la socialdemocracia a Suecia, en 1932, y del neoliberalismo en el Reino Unido y los Estados Unidos entre 1979 y 1980, creí que una condición necesaria para que los votantes dieran su apoyo a un partido que proponía algo sin precedentes era que ese partido contara en su haber con antecedentes de responsabilidad, de haber ocupado cargos en el pasado y de haber actuado como todos los demás partidos cuando eran gobierno (Przeworski, 2014). Sin embargo, las victorias de Bolsonaro y Trump dejaron en evidencia que, cuando los votantes están desesperados, como los enfermos terminales de cáncer dispuestos a buscar cualquier remedio, se aferran a cualquier soga que les lancen, incluso las ofrecidas por charlatanes que venden soluciones milagrosas. Como le dijo un conductor de taxi de Río de Janeiro a un entrevistador: “Uno ve esta decadencia, esta crisis moral, estos políticos que roban y no hacen nada por nosotros. Busco votar a alguien totalmente nuevo”.[1] Cuando las personas no tienen nada que perder, se aferran a todo tipo de engaños, como curar enfermedades aplicando queso u obtener oro con metales básicos, como sucedió en la Alemania de Weimar. “Traer nuevamente al país los puestos de trabajo” –el eslogan de campaña de Trump– no fue más que eso. También lo fue el “gobierno limpio, trabajos y armas” de Bolsonaro. Y también “expulsar a los inmigrantes”, el grito de guerra de los partidos europeos de extrema derecha. Esto es lo que no anticipé cuando creí que sus victorias eran impensables.

La búsqueda de soluciones mágicas no es la única reacción posible ante el descontento con las instituciones representativas tradicionales. La otra es el llamado a la “democracia directa”. El “populismo” tiene al menos dos variantes: “participativa” y “delegativa”. El populismo participativo es la demanda de autogobierno; el populismo delegativo es la demanda de ser gobernado bien por otros. En tanto fenómeno político, la primera variante es saludable pero inconsecuente, mientras que la segunda es peligrosa para la democracia.

El populismo participativo tiene sus raíces en Rousseau, quien creía que “el pueblo” –en ese singular tan característico del siglo XVIII– debía gobernarse a sí mismo. La agenda del populismo participativo consiste en reformas institucionales que darían más potencia a “la voz del pueblo”. Algunas propuestas retoman las demandas de los antifederalistas estadounidenses, expresadas ya en 1789: mandatos breves, limitación de los períodos en los cargos, revocación de mandatos, reducción de las dietas de los legisladores y limitaciones a la circulación entre los sectores público y privado. La innovación introducida por Brasil que concitó atención mundial fue la elaboración participativa del presupuesto. En los Estados Unidos, las medidas obvias serían elección presidencial directa y delegación del trazado de los distritos electorales, actualmente en manos de las legislaturas de los estados, a organismos independientes. En Europa, las propuestas van desde las más tontas, tales como la “democracia por encuestas” defendida por el partido Cinque Stelle, de Italia, a otras que promueven mayor recurso a los referendos por iniciativa popular, pasando por la convocatoria de “paralegislaturas” seleccionadas al azar (cuerpos formados por ciudadanos elegidos aleatoriamente que analicen determinadas propuestas legislativas sin tener la potestad de aprobar leyes). De especial interés es una propuesta que surgió durante las últimas elecciones celebradas en Francia según la cual los votantes podrían votar por “ninguno de los anteriores” (voto en blanco) y en caso de que esos votos lograran una mayoría relativa, se debería convocar a una nueva elección en la que no podrían participar ninguno de los candidatos que se hubieran presentado en el comicio previo. Cabe preguntarse a qué habría dado lugar tal mecanismo en las elecciones presidenciales de 2016 en los Estados Unidos: con toda probabilidad, ni Trump ni Clinton.

No obstante, por justificada que sea la insatisfacción populista con las instituciones representativas vigentes y por saludable que puedan ser las diferentes formas de democracia directa, ninguna de esas medidas es más que un paliativo. Pueden restaurar cierta confianza en las instituciones democráticas, pero se lanzan contra lo ineludible: el mero hecho de que cada uno de nosotros debe ser gobernado por otra persona y que ser gobernado implica políticas y leyes que a algunas personas no les agradan. Algunas personas estarían disconformes con cualquier decisión, aun si se tomaran con la participación completa, igualitaria y efectiva de los ciudadanos. No existe cosa tal como “gente” o “pueblo” en singular, y la gente, en plural, tiene diferentes intereses, valores y normas. Es más, cabe preguntarse si es verdad que las personas quieren gobernarse. Algunas, sin duda, sí, pues de otro modo, no existirían los políticos, pero ¿ocurre lo mismo con la mayoría o, incluso, con muchos?

La alternativa a gobernarnos es ser gobernados por otros, pero ser bien gobernados. Como es evidente, lo que es bueno para algunos puede no serlo para otros. Ese es el motivo por el cual la democracia procesa los conflictos mediante variaciones en el gobierno de la mayoría. El populismo “delegativo” se comprende mejor dentro del marco de la concepción de democracia ofrecida por Schumpeter (1942). Los gobiernos son seleccionados por una mayoría que delega la toma de decisiones en ese gobierno y permanece pasiva en los períodos entre elecciones.

En las elecciones, las personas y los pueblos –ahora en plural– son omnipotentes; entre elecciones, son impotentes. Y así es como muchos teóricos de la democracia consideraron que debía ser. Si bien O’Donnell (1994) diagnosticó erradamente esta reducción de la política a las elecciones como una patología latinoamericana, “democracia delegativa”, para Madison esa era la manera en la que el gobierno representativo debía funcionar: el pueblo no debe tener rol alguno en lo que respecta a gobernar. Lippman (1956) insistió en que el deber de los ciudadanos “es definir quién ocupa el cargo y no dirigir a quien lo ocupe”. Schumpeter (1942) advirtió a los votantes que “deben comprender que, una vez que eligieron a un individuo, la acción política le compete a él, no a ellos. Esto significa que deben abstenerse de impartirle instrucciones respecto de qué ha de hacer”.

Aquí acecha el peligro del populismo delegativo. Lo que las personas desean más intensamente es ser gobernadas por gobiernos que consideren competentes, en el sentido de que logren lo que alguna mayoría quiera, ya sea crecimiento de los ingresos o algunos valores ideológicos o lo que fuere. Imaginemos ahora que un nuevo gobierno acceda al poder ofreciendo soluciones mágicas y denunciando que la implementación de esas soluciones enfrenta la resistencia de una oposición malintencionada. Para incrementar su discrecionalidad en la elaboración de políticas, el Ejecutivo debe desmantelar controles institucionales que se originan en el sistema de separación de poderes, los cuerpos legislativos y los tribunales (Acemoglu, Robinson y Torbik, 2013). Al mismo tiempo, temeroso de la posibilidad de ser removido del cargo en las siguientes elecciones, el gobierno adopta medidas orientadas a disminuir la probabilidad de que esa posibilidad se concrete. Esas medidas pueden incluir cambios en las fórmulas electorales, rediseño de las circunscripciones electorales, modificación de los requisitos requeridos para votar, hostigamiento de partidos opositores, imposición de restricciones a ONG, reducción de la independencia judicial, recurso a referendos para superar barreras constitucionales, imposición de control partidario sobre los aparatos de estado, control o intimidación de los medios de comunicación.

Ahora bien, si los ciudadanos quieren ser bien gobernados, les debe importar su capacidad futura para remover del cargo a quien lo esté ocupando cuando un contrincante superior aparezca en escena (Luo y Przeworski, en prensa). Pero se enfrentan a la necesidad de decidir entre dos alternativas: pueden o bien mantener en el cargo al actual gobierno competente y perder la capacidad de removerlo en el futuro o bien proteger esa capacidad volviéndose en contra del gobierno actual aunque crean que el gobierno que lo reemplace sería peor. Populismo “delegativo” es la situación en la que los ciudadanos desean que el gobierno gobierne, incluso si desmantela las restricciones a sus posibilidades de ser reelecto y a su discrecionalidad en la formulación de políticas. El resultado, entonces, es una “autocratización democrática” (o “desconsolidación”, “erosión”, “desgaste”, “retroceso”): “Un proceso de decadencia incremental (aunque en última instancia sustancial) en relación con los tres predicados básicos de la democracia: elecciones competitivas, derechos liberales de expresión y asociación, y el imperio de la ley” (Ginsburg y Huq, 2018a: 17). Conforme este proceso avanza, la oposición se va volviendo incapaz de ganar elecciones o de hacerse cargo del gobierno, en caso de ganar, las instituciones establecidas pierden la capacidad de controlar el Ejecutivo y las manifestaciones de protesta popular son reprimidas por la fuerza. El populismo delegativo entraña el peligro de que una mayoría apoya a un gobierno que logra y brinda lo que la mayoría quiere, pero subvierte las instituciones democráticas.

Para comprender la gravedad que reviste este peligro para la democracia, debemos poner las lecciones extraídas de las experiencias recientes de “autocratización democrática” en perspectiva histórica. La mayoría de las democracias, si no todas, a lo largo de la historia se establecieron como una reacción frente a un gobierno “despótico”, “tiránico” o “autocrático”. Sus sistemas institucionales se diseñaron con el fin de impedir que quienes ocuparan los cargos máximos de gobierno se aferraran a ellos con independencia del sentir popular o que esos gobernantes adoptaran medidas que cercenaran las libertades individuales. Los sistemas institucionales resultantes mostraron variaciones, pero la meta general consistió en diseñar un sistema en el cual cada parte del gobierno deseara impedir la usurpación del poder por cualquiera de las otras partes y contara con los medios para hacerlo. El padre del constitucionalismo, Montesquieu (1995 [1748]: 326), insistió en que: “Para que sea imposible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”. O bien, como reza un fragmento de Madison (The Federalist, 51) citado a menudo: “La mayor seguridad contra la concentración gradual de los diversos poderes en un mismo departamento reside en dotar a los que administran cada departamento de los medios constitucionales y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás. […] La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición”. El efecto de la separación de poderes sería un gobierno “limitado” o “moderado” (Hamilton, Madison y Jay, 1977 [1788]).

No todos confiaban en que los controles institucionales bastarían para preservar el equilibrio de poder. Pero si esos controles internos habrían de fallar, si un gobierno cometiera actos flagrantemente anticonstitucionales, el pueblo se alzaría en una revolución destinada a restaurar el statu quo constitucional. Montesquieu (1995 [1748]: 19) creyó que, si algún poder lograra violar las leyes fundamentales, “todo se uniría en su contra”, habría una revolución “que no cambiaría la forma de gobierno ni su Constitución: en efecto, las revoluciones determinadas por la libertad no son sino una confirmación de la libertad”. En la misma tradición, Weingast (1997, 2015) sostuvo que, si un gobierno hubiera de violar la Constitución ostensiblemente, si quebrantara una “regla de oro”, los ciudadanos coordinarían sus acciones contra él y, anticipando tal reacción, el gobierno no cometería tales violaciones. Fearon (2011) consideraba que lo mismo ocurriría si un gobierno no convocara a elecciones o cometiera un fraude flagrante. Por lo tanto, la combinación de controles internos y externos volvería las instituciones democráticas invulnerables frente al “espíritu de poder invasor” (Madison, The Federalist, 48): el deseo de los políticos de perpetuarse en el cargo y de contar con un poder ilimitado.

Esta es la concepción de la democracia que hemos heredado y esta es la concepción que hoy nos vemos obligados a cuestionar. A esta altura de los acontecimientos, hemos sido testigos de Turquía bajo el gobierno del Adalet ve Kalkınma Partisi (AKP, Partido de la Justicia y el Desarrollo), Venezuela gobernada por Chávez y Maduro, Hungría bajo el segundo mandato de Fidesz, Polonia y el segundo gobierno del Prawo i Sprawiedliwość (Pis, Ley y Justicia), la India gobernada por Narendra Modi, Brasil durante la presidencia de Jair Bolsonaro, así como los Estados Unidos presididos por Donald Trump. La primera lección que extraemos de estas experiencias es que las instituciones democráticas pueden no brindar salvaguardas que las protejan de resultar subvertidas por gobiernos debidamente elegidos que observan normas constitucionales. La desconsolidación de la democracia no requiere, necesariamente, violaciones de la constitucionalidad. Y los gobiernos que siguieron el camino de la autocratización gozaron de apoyo popular sostenido. La visión optimista de que los ciudadanos resultarían una amenaza efectiva para los gobiernos que cometan transgresiones contra la democracia y que de ese modo impedirían que siguieran ese camino carece, lamentablemente, de fundamentos. Tal visión se basa en el supuesto de que cuando un gobierno comete ciertos actos que constituyen una amenaza flagrante para la libertad, que infringen normas constitucionales o debilitan la democracia, el pueblo se unirá en su contra. Sin embargo, la ciudadanía puede no reaccionar frente a tales violaciones aun a pesar de que las observen o pueden no estar en condiciones de evaluar sus consecuencias. Y si los ciudadanos no impiden que el gobierno adopte ciertas series de pasos legales, puede ser demasiado tarde para impedir que haga lo que desee.

Como los datos que se presentan en las siguientes páginas muestran, este espectro de las crisis de la democracia está plagado de incertidumbres y contingencias. La pregunta respecto de si el peligro que se le presenta a la democracia es debido a las transformaciones económicas de los últimos cuarenta años o a otros factores, mayormente culturales, es en extremo difícil de responder dado el estado actual de la investigación. Y sin duda, los lectores latinoamericanos se preguntarán cuánto del análisis que se desarrolla a continuación se aplica a sus propios países. Considero que es válido para esa región, aunque con todas las variaciones y matices necesarios. Pero queda librado al lector decidirlo.

Para concluir, si bien es prematuro calcular las consecuencias que la invasión a Ucrania decidida por Putin pueda tener sobre las democracias, los primeros indicios sugieren que debilitará a las fuerzas de la derecha radicalizada que sostienen su liderazgo y simultáneamente se apoyan en él. También es posible que se reduzcan las campañas de desinformación que realiza Rusia en Europa y en los Estados Unidos. Sin embargo, lo más importante que cabe esperar es que el ejemplo pavoroso de una dictadura sin límite sirva como advertencia contra cualquier manipulación de la democracia.

[1] Véase <www.americasquarterly.org/fulltextarticle/system-failure-behind-risejair-bolsonaro>.

Prefacio a la primera edición

Escribir un libro académico acerca de la actualidad constituye un riesgo. El período que transcurre entre el momento en que se redacta el texto y el de su lectura es prolongado, pero mientras tanto la vida política no se detiene. Por eso, buena parte de la información que se presentará a continuación debe leerse con la salvedad de que así sucedió “en tal y tal fecha”. Sin embargo, si un libro tiene algún valor, los argumentos y las conclusiones deberían sobrevivir a los sucesos específicos que pueden haber tenido lugar entretanto. Digo lo que digo sin gran convicción: el suceso que me instó a sumergirme de lleno en este volumen fue algo que jamás anticipé, la victoria de Donald Trump. Sin embargo, en retrospectiva creo haber aprendido algo: que las causas de preocupación respecto del estado actual de la democracia en los Estados Unidos y en algunos países de Europa tienen una profundidad que supera en mucho los sucesos contingentes. Si Trump hubiera sido derrotado, muchas personas (yo incluido, desde luego) que ahora se apuran a escribir libros como este se habrían dedicado a otras tareas. Sin embargo, las condiciones económicas, sociales y culturales que llevaron a Trump a ocupar la función pública habrían sido las mismas. Al escribir este texto aprendí precisamente eso, que las causas del descontento actual son profundas, que ningún suceso accidental podría haberlas aliviado y que debemos preguntarnos qué habría sucedido si Clinton hubiera triunfado, si el Brexit hubiera perdido y qué ocurrirá si cualquiera de los gobiernos que hoy en día conducen democracias desarrolladas no logran mejorar la vida de las personas que votaron por ellos. ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Dónde deberemos buscar soluciones? ¿En las políticas económicas, en las reformas políticas, en estrategias discursivas para combatir la fragmentación social y el racismo? No hay respuestas a tales preguntas que se me presenten como obvias; por ende, no hay mucho de lo cual pueda tratar de persuadir a los lectores. Todo lo que puedo hacer es formular preguntas, estudiar posibilidades e invitarlos a pensar juntos.

Presento aquí un panorama de la situación política actual en el mundo de las democracias establecidas, lo sitúo en el contexto de las desventuras pasadas de los regímenes democráticos y reflexiono acerca de sus perspectivas. Sé que algunos lectores se sentirán decepcionados por la cantidad de ocasiones en que no arribo a conclusiones firmes, pero no debemos creer en la avalancha de escritos que parecen tener todas las respuestas. Entiendo, y comparto, la búsqueda de sentido en medio de lo que ocurre a nuestro alrededor, así como la necesidad de pensar que seguramente las diversas coyunturas que nos sorprenden estarán relacionadas de alguna manera, que todo debe tener una causa. Con todo, establecer qué cosa causa qué otra cosa y qué es más importante suele ser muy difícil y, a veces, resulta imposible. En especial, en estas épocas tan expuestas a riesgos, antes de decidir cómo actuar es fundamental saber qué no sabemos. Por tanto, espero alentar el escepticismo entre quienes lean este libro solo porque les preocupan las alternativas futuras de la democracia. Al mismo tiempo, espero que los estudiantes de posgrado y mis colegas encuentren aquí una agenda para la investigación sobre cuestiones técnicamente difíciles y políticamente importantes.

La temática del presente volumen atañe a los peligros que acechan a la democracia en la actual situación económica, cultural y política. Sin embargo, el peligro más grave que enfrentamos no se relaciona con la democracia sino con la humanidad misma: a menos que hagamos algo drástico de inmediato, nuestros hijos perecerán por las elevadas temperaturas o las inundaciones. Si ese peligro se materializa, todas nuestras preocupaciones respecto de la democracia serán irrelevantes. Trágicamente, este fantasma apenas recibe escasa atención política, carencia que se refleja en las páginas que siguen. Y sin embargo, proyecta una sombra ominosa sobre todo aquello que pueda importarnos.

Algunas personas ya han expresado su visión sobre partes de este texto, de modo que la actual versión es el producto de comentarios de Carlos Acuña, José Antonio Aguilar Rivera, Jess Benhabib, Pierre Birnbaum, Bruce Bueno de Mesquita, Zhiyuan Cui, Daniel Cukierman, Larry Diamond, John Dunn, Joan Esteban, Roberto Gargarella, Stephen Holmes, John Ferejohn, Joanne Fox-Przeworski, Fernando Limongi, Zhaotian Luo, Boris Makarenko, Bernard Manin, José María Maravall, Andrei Melville, Patricio Navia, Gloria Origgi, Pasquale Pasquino, Molly Przeworski, John Roemer, Pacho Sánchez-Cuenca, Aleksander Smolar, Willie Sonnleitner, Milan Svolik, Juan Carlos Torre, Joshua Tucker, Jerzy J. Wiatr, y tres revisores anónimos. Me siento particularmente en deuda con John Ferejohn por instarme a revisar el marco analítico.