Requiem por mi mano ausente

 

 

 

 

 

 

 

Requiem

por mi mano ausente

 

 

Felicitas Rebaque

 

Forma

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Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Felicitas Rebaque 2022

© Entre Libros Editorial 2022

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: abril 2022

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-66-0

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde mueren las palabras nace la música.

 

William Shakespeare

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A veces no te das cuenta de tus propias fortalezas

hasta que te encaras con tu mayor debilidad.

 

Susan Gale

 

Índice

Música que encontrarás en esta historia

Capítulo 1

Desperté en martes…

Capítulo 2

La gira por Europa…

Capítulo 3

París nunca duerme…

Capítulo 4

La claridad de un día luminoso…

Capítulo 5

El tamborileo tenaz de la lluvia…

Capítulo 6

Aniol Leszek Kaminsky era polaco…

Capítulo 7

Llevaba un tiempo…

Capítulo 8

El timbre de la puerta…

Capítulo 9

La majestuosa fachada del Palacio Garnier…

Capítulo 10

Estómago hambriento no tiene oídos

Capítulo 11

No encontré descanso en el sueño…

Capítulo 12

La gendarmería del distrito xviii…

Capítulo 13

La noche esbozaba sus primeras sombras…

Capítulo 14

La enfermera entró sigilosamente…

Capítulo 15

El día se me estaba haciendo interminable…

Capítulo 16

Aquella noche…

Capítulo 17

Celui qui es pèredés espérer…

Capítulo 18

El sonido del teléfono…

Capítulo 19

Lizza, en un primer momento…

Capítulo 20

El apartamento se encontraba…

Capítulo 21

Las jornadas posteriores transcurrieron sin sobresaltos…

Capítulo 22

Entró en mi apartamento como un ciclón…

Capítulo 23

A una semana de Acción de Gracias…

Capítulo 24

Mi padre, para nuestro encuentro…

Capítulo 25

Winchester no había cambiado…

Capítulo 26

Claire cumplió su amenaza…

Capítulo 27

Una vez solos…

Capítulo 28

Llegué a Winchester…

Capítulo 29

El público y los críticos coincidieron…

No más que un pianista

Didier Dubois

Déjenme que les cuente...

Agradecimientos

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

 

Música que encontrarás en esta historia

 

 

 

 

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No había vuelto al palacio Garnier desde aquella noche. No podía imaginar que, años más tarde, regresaría, a no ser como espectador. En aquel tiempo yo era un fantasma tan atormentado como el famoso personaje de Gastón Leroux.

He venido con antelación suficiente para pasearla sin testigos, aún vacía de público, apreciando este maravilloso templo de la música, cada día más hermoso, como si los años, en lugar de envejecerlo, le aportaran resplandor. He subido por la imponente escalera de mármol blanco que por entonces ascendí junto a un emocionado Kaminsky. He entrado en sus salas, sus galerías, admirando las pinturas y esculturas que brillan bajo la luz de las espectaculares lámparas de araña. Mi recorrido termina en el escenario. Y aquí estoy, seis años después, para dar mi último concierto. No podía haber sido en ningún otro lugar. De esta manera, cierro con broche de oro aquel triste pasaje de mi vida y honro al mejor amigo que he tenido. Se lo debo a él, me lo debo a mí.

No estoy nervioso, más bien conmovido. Los recuerdos se agolpan en mi mente y pujan por salir. Por qué no dejar que fluyan. Ya no me hacen daño. Me remontan al doce de marzo de 2002. Era martes, como hoy.

 

Capítulo 1

 

 

Desperté en martes…

 

… y no en miércoles. El orgasmo me sacó del sueño antes de lo que había previsto. Mi sexo, aún erecto, intentaba liberarse a través del pantalón del pijama. Noté la humedad entre mis muslos. Lo que me faltaba: poluciones nocturnas a mi edad. «Tendré que intensificar mis relaciones sexuales», pensé con ironía. Hice un esfuerzo para recordar la quimera que me había conducido a tal estado, pero no pude. Mi mente parecía haberse vaciado al mismo tiempo que mis gónadas.

Abrí los ojos con dificultad. La luz blanquecina, que entraba por la persiana guillotinada, huérfana de sol, me estalló en las pupilas. Consulté el reloj: las doce y veinte minutos del martes doce de marzo.

Cuando me percaté de que tan solo habían pasado doce horas desde que me acosté y no veinticuatro, como había calculado, maldije entre dientes. La proporción de somníferos y bourbon no había sido la correcta; tampoco tuve en cuenta las intempestivas ensoñaciones.

Era martes, como entonces. Otro martes maldito. Habría deseado arrancar ese día del calendario y que Crono concentrara esas veinticuatro horas en un segundo para amanecer en miércoles. Al fin y al cabo, ¿qué es un día en el cómputo final de una vida? Nada. Una gota minúscula en el océano, un hecho aislado e inapreciable en el todo. Pero ese desfase me habría salvado y no hubiera tenido que mantener una lucha agotadora contra el deseo de volver a verla. No habría existido la posibilidad de caer en la tentación de aceptar su invitación. Sería miércoles y ella ya no estaría.

Intenté seguir durmiendo, pero fue inútil. La vigilia y el sueño se disputaban mi voluntad. El hormigueo constante de la mano izquierda se había intensificado y el espasmo sexual se había saldado con un tremendo dolor de cabeza. Introduje la mano al calor de las mantas y la froté contra el cuerpo. Las sienes me latían, el dolor se incrustaba como un casco desde la nuca hasta la frente y la ansiedad de días anteriores regresó machacona, produciéndome un desagradable desasosiego. La angustia y la náusea me echaron de la cama.

En el desorden de la habitación, busqué un cigarrillo. Era un fumador ocasional, pero, en esos momentos, necesitaba una dosis de nicotina para calmar la inquietud. Sin embargo, el estómago y la cabeza giraban al unísono. Con toda probabilidad, el humo me haría vomitar. Lo pensé mejor y decidí dejar el tabaco para más tarde.

Arrastré los pies hasta el pequeño balconcillo que se asomaba a los tejados de la ciudad. Lo abrí de par en par con la intención de que el aire frío y húmedo se llevara los últimos vapores de sueño y de alcohol. Contemplé, unos minutos, el mar de pizarras; las chimeneas retaban al cielo inalcanzable y abigarrado de nubes lechosas. El frío reptó por mi piel y me hizo estremecer. Lo aspiré con fuerza y regresé dentro con la intención de prepararme un café caliente y bien cargado que me haría reaccionar.

En mi minúscula cocina reinaba el mismo caos que en el resto de la estancia; los platos sucios de varios días se apilaban en precario equilibrio dentro del fregadero. Localicé el requemado infiernillo en la estantería adosada a la pared entre cazuelas, platos, vasos y latas de conservas. Lo encendí y cargué la cafetera. Mientras esperaba a que el café burbujeara, opté por darme una ducha. El contacto con el agua helada me provocó un respingo, pero me hizo reaccionar. Al terminar, un enérgico secado con la toalla, hasta que la piel enrojeció, hizo que entrara en calor.

El repiqueteo en el tragaluz llamó mi atención. Un pajarillo se afanaba, sin mucho éxito, en recoger con su pico algún insecto pegado al cristal. El trozo de cielo que enmarcaba la ventana estaba cubierto de unas amenazadoras nubes negras.

Nunca he soportado la lluvia. La atmósfera plomiza y gris me agobia, sumergiéndome en un pozo de melancolía del que me cuesta emerger. Soy como el caracol que necesita la luz y la tibieza del sol para poder salir de su concha.

Pero a ese martes, que debería ser miércoles, lo deseaba brumoso, negro, muy negro, cuanto más mejor.

El frío me erizó el vello. Las viejas buhardillas de la zona alta de la ciudad, en aquellos años, solían carecer de calefacción y de agua caliente. La estufa de carbón proporcionaba el calor necesario para hacerla más o menos habitable en los largos meses del invierno. La tranquilidad, el silencio y la baja renta me compensaban de esas incomodidades. La propietaria era una anciana rica, con tantas posesiones como años, a la que yo le ingresaba puntualmente en su cuenta bancaria, el uno de cada mes, el precio establecido. Nos habíamos visto en una sola ocasión: el día que firmamos el contrato de alquiler. Debí caerle bien porque nunca me reclamó un aumento.

Me gustaba mi apartamento: una habitación abuhardillada con baño. No era muy espaciosa, pero bastaba para meter en ella mi mundo: el piano, la cama, el desvencijado armario ropero de luna rota, cuatro sillas y varias repisas atiborradas de libros y partituras. Un antiguo gramófono ocupaba una de las sillas y la colección de discos de vinilo se apilaba en el suelo. A través de algunas fotos salpicadas por las paredes se hacía presente mi pasado. Podría haber prescindido de todo, excepto del piano. Él y tan solo él le daba identidad a la habitación y a mi vida, lo demás era pura comparsa. Las carpetas de cuero negro donde guardaba las partituras correspondientes al repertorio que tocaba cada noche en L`Oiseau Noir, un cafetín de Montmartre, se acumulaban en una mesa camilla. El local estaba regentado por Girad, un catalán que llegó a París tratando de emular a su compatriota Dalí y que dilapidó parte de la hacienda de su padre en pagar clases de arte y de pintura, pero no tenía talento. Tras varios años de hambre y penurias, no deseando regresar a su país arrastrando su fracaso, abrió un cafetín en el famoso barrio parisino que le permitió subsistir con deshago y prolongar la vida bohemia de su juventud.

Salí del baño y me contemplé desnudo en el espejo del armario. Nunca le había prestado demasiada atención a mi aspecto, pero esa mañana me observé con detenimiento. A mis cuarenta y cuatro años aún conservaba una apariencia aceptable gracias a que todos los días corría cuatro kilómetros a través de las callejas del barrio. Salía temprano, al amanecer, a las horas en que las calles tan solo son transitadas por las damas de la noche de regreso a sus casas y en el aire se expanden los olores de los cruasanes y de los bizcochos recién horneados de las panaderías. Esta disciplina me la imponía más que nada para eliminar tensiones, pues mi buen estado físico hacía mucho que había dejado de preocuparme.

En otros tiempos, era consciente de que tenía cierto atractivo para las mujeres. A decir de algunas, el más de metro ochenta y los modales elegantes hacían de mí un hombre interesante. Aún entonces, a pesar del gesto amargo de mi boca que se suavizaba ligeramente al sonreír, hecho que ocurría en raras ocasiones, y de la profunda arruga que me cruzaba la frente, no era infrecuente que en L`Oiseau Noir tuviera que desembarazarme de alguna fémina más osada que trataba de acortar la distancia que interponía el piano. Cuando esto ocurría, era esquivo. Por ese motivo, y por el hecho de que no frecuentaba la compañía femenina, se me consideraba un misógino.

Me fastidiaban las constantes recomendaciones de mis conocidos que me instaban a iniciar relaciones con alguna mujer; ese era un terreno acotado en mi vida en el que no toleraba ninguna injerencia. Solo le permitía a Lizza, de cuando en cuando, calentarme la cama y despertar mi anestesiada virilidad, que no mis sentimientos entumecidos. En aquellos años pensaba que no era más que una putilla de Pigalle que me seguía el rastro como un perrillo faldero. Sabía que estaba enamorada de mí por la forma en que me miraba. Sin imposturas, con transparencia. Dejaba en el rímel de sus pestañas la crudeza y el desparpajo con los que se revestía cuando ejercía su profesión, y me mostraba sus ojos limpios, dos lagos ambarinos a los que se asomaba su alma: un alma de niña soterrada en un cuerpo de mujer que los hombres que habían pasado por ella no habían contaminado.

Todos los días se pasaba por el cafetín antes de comenzar su trabajo con la esperanza de que necesitara de sus servicios. Prudente, se mantenía a distancia, apoyada en la barra con la mirada fija en mí, esperando un gesto, una señal que le indicase la invitación a una cita. Si no se producía, lo que ocurría la mayoría de las ocasiones, se marchaba antes de finalizar mi repertorio con un mohín amargo en sus labios y la decepción en su rostro.

En nuestros encuentros nunca me dejó pagarle, a pesar de mi insistencia. «Hay clientes y hay clientes». Con el tiempo se convirtió en una entrañable amiga, no porque yo fuera proclive en compartir confidencias, sino porque, sin necesidad de decir nada, me reconfortaba su compañía.

Volví a sentir un estremecimiento. Saqué del armario un jersey de lana negro, me embutí en mis viejos vaqueros y me enfrenté de nuevo al espejo. Escondí la mano izquierda tras la espalda. Había llegado a odiarla. Con la derecha despejé el pelo que me caía desordenado por la frente. Después, extendí ambas manos y las observé como si las viera por primera vez, como si los dos apéndices acabaran de salir de mi cuerpo. La mano diestra, blanca, suave, de finos y largos dedos, daba réplica a la izquierda de dedos engarfiados, de aspecto casi simiesco. Esa mano ausente, a pesar de dar continuidad a la muñeca, me recordaba mi fracaso. La rabia y la impotencia se concentraron en mi puño. Descargué un fuerte golpe sobre el armario que recibió el castigo sin protestar, apenas un leve quejido de su vieja estructura.

Con la mano dolorida regresé a la cocina, me serví una taza de café y me senté al piano. Lo acaricié suavemente como quien despierta a un niño dormido. Había sido mi compañero íntimo y fiel, la isla desierta en la que se refugia el náufrago que ya no espera ser salvado. Sobre él había vertido todas mis tormentas interiores, los momentos de furia y de desesperación que se alternaban con otros de profunda melancolía que me sumergían en un abismo de inercia del que era muy difícil salir. Había trenzado con música un cabo para sujetarme a la vida cuando no tuve valor de ponerle fin, cuando decidí quedarme en París, en la misma ciudad en la que el destino detuvo el camino del gran pianista Lawrence Patterson.

Ocho años después de aquel fatídico día, los recuerdos aún resurgían con demasiada frecuencia, como los rescoldos de un brasero que se resisten a extinguirse por completo. El dolor fue un buen instigador, y la mente, morbosa y cruel, cual asesina que no puede evitar volver al lugar del crimen, recuperó los hechos acontecidos y me los puso delante.

En esa ocasión no opuse resistencia, los dejé fluir mientras interpretaba el Adagio, de Albinoni. Sabía que de nada serviría cerrar los ojos como cuando no deseas ver una escena desagradable de una película. La proyección se emitía por dentro.

 

 

 

 

Capítulo 2

 

 

La gira por Europa…

 

… había sido un éxito, y París el broche de oro con el que finalizamos la temporada.

Al llegar a la Ciudad de la Luz, la primavera despuntaba jubilosa. Los bulevares de Montparnasse y de Saint-Germain bullían de paseantes felices, y las terrazas de los cafés concurridas por quienes se apostaban al sol disfrutando de esos primeros días primaverales. La música de los artistas callejeros y el intenso aroma floral procedente de los jardines impregnaban el aire, creando una atmósfera única y deliciosa.

Si Katrina hubiera estado allí, nada habría sucedido. Una inesperada enfermedad de su madre la hizo regresar con urgencia a su país antes de que terminara la gira. Nunca se sabe cuándo el destino va a ponerte una zancadilla.

No fue buena idea sustituirla por Francesca, y así se lo comenté a Andrei, el director de nuestra pequeña orquesta. Pero él ya lo tenía decidido: había tocado varias veces con nosotros y se conocía el programa de memoria. Además, era la única violinista disponible y su cuarteto no tenía en esos días comprometida ninguna actuación.

Sabía que Francesca me acarrearía problemas. Años atrás, habíamos mantenido un ardiente romance cuando ambos realizábamos un curso de postgrado en el Conservatorio del Liceo de Barcelona. Exploramos sexo, Gaudí y música al mismo tiempo. Nuestra relación terminó poco después de conocer y enamorarme de Katrina, la dulce y enigmática muchacha rusa de ojos azul transparente.

Francesca se lo tomó muy mal. Lo que para mí no había sido más que una aventura intrascendente, para ella supuso algo mucho más serio y profundo. El que la dejara por otra mujer fue un golpe directo a su orgullo. Nunca me lo perdonó, y a pesar del tiempo transcurrido y de que nuestros caminos divergieron, las veces que el trabajo nos hizo coincidir, no desaprovechó la oportunidad para desplegar sus encantos y coquetear conmigo con el solo propósito de inquietar a Katrina.

Cuando Katrina conoció el nombre de su sustituta se llevó un enorme disgusto y los celos se alzaron pujantes. Le había asegurado una y mil veces que nunca estuve enamorado de Francesca, que entre nosotros solo existió ilusión y sexo, pero ella no podía evitar que las dudas la desbordaran. La despedí en el aeropuerto angustiada por la salud de su madre y llorosa por dejarme al alcance de «esa frívola italiana sin escrúpulos».

Durante los primeros días todo fue bien. Francesca se comportaba con normalidad, amigable, pero sin intentar ningún acercamiento personal, centrada en las actuaciones y en los ensayos. Respiré tranquilo ante su cambio de actitud. Parecía que por fin había superado lo ocurrido entre nosotros. Se la veía feliz y guapa. Sí, estaba guapa y más madura. Hablaba despacio, había modulado su voz, en otros tiempos algo estridente, y ya no se vestía con esos colores llamativos que antaño tanto le gustaban; ahora lo hacía con elegancia y discreción, como si quisiera disimular las líneas exuberantes de su físico mediterráneo sin llegar a conseguirlo del todo.

Era una buena violinista, sin embargo, no llegaba al virtuosismo ni a la sensibilidad exquisita de Katrina. La primera, siendo más pasional, transmitía vehemencia y dejaba su impronta en la música que interpretaba; en cambio, Katrina era etérea y delicada. Dotaba al violín de alma. Cuando en los conciertos se acoplaban, amantes violín y piano, nuestros sentimientos se transmitían a través de los instrumentos protagonizando una conjunción musical perfecta, como si nosotros mismos hiciéramos el amor flotando en el escenario, creando una atmósfera que subyugaba a cuantos nos escuchaban.

El día de nuestra última actuación era un lunes con cara de domingo luminoso y festivo. Nada hacía presagiar lo que sucedió después.

Esa mañana salí muy pronto del hotel para dar un paseo. Caminé despacio, distraído, observando cómo la luz se filtraba entre las ramas de los árboles y proyectaba sombras vibrantes en el suelo. Disfrutando de la agradable temperatura matutina, llegué hasta los márgenes del Sena, en cuyas aguas, según Zola, se reflejan las alegrías y las penas de todos los parisinos. Notre Dame alzaba majestuosa las agujas de sus cúpulas para alcanzar los rayos del sol, los barcos navegaban llenos de turistas y en los márgenes del río los pintores desplegaban sus caballetes y disponían lienzos y pinceles junto a los puestos ambulantes que ofrecían artículos de lo más variopintos. Un acordeón sonaba a lo lejos. Me detuve para recrearme con esa maravillosa postal.

Al dirigir la vista a las terrazas que salpicaban el paseo, descubrí a Francesca y a Andrei. Se mantenían muy juntos, con las manos entrelazadas y en una actitud cariñosa. A pesar de que nos alojábamos en el mismo hotel y coincidíamos en el restaurante, no me había percatado de que entre ellos hubiera algo más que una relación profesional. Sonreí. Se me hizo evidente el interés de ese viejo zorro por contratarla.

No me vieron, así que me alejé de allí dando un rodeo y regresé a mi habitación. Después de almorzar pasé la tarde descansando; deseaba estar fresco y relajado para la actuación de la noche.

Me preparaba para acudir al concierto cuando el sonido del móvil me detuvo. Michael, mi agente, me comunicaba exultante la gran noticia: la Filarmónica de Nueva York quería contratarme como solista para su próxima temporada. «Estás de broma», le increpé incrédulo. Pero no, no era una broma. Michael me aseguró que acababa de hablar con ellos y deseaban que me incorporase cuanto antes para comenzar los ensayos.

Tras recuperarme de la sorpresa, llamé a Katrina. Celebró conmigo la noticia con tanta alegría como lo había hecho unos minutos antes Michael. Dijo sentirse feliz por esa ocasión única y maravillosa que se me presentaba: el reconocimiento a tantos años de trabajo y dedicación. Mi consagración definitiva como pianista.

—Lástima que no esté allí para poder festejarlo juntos —susurró con voz mimosa.

—¿Cuándo nos veremos? ¿Cómo sigue tu madre?

—Está mucho mejor, pronto saldrá del hospital. La dejaré al cuidado de mi padre y en unos días podré reunirme contigo. Antes de que te vayas a Nueva York, quizá podríamos pasar una semana los dos solos en París.

Acepté encantado. Trataría de retrasar mi viaje lo más posible. Una semana con Katrina en París, con todo el tiempo del mundo para amarnos, cumplía uno de mis más anhelados sueños. Después ya pensaríamos cómo compaginar nuestros compromisos profesionales para vernos y estar juntos.

 

 

Antes de comenzar el concierto, la noticia de mi nuevo contrato ya circulaba entre mis compañeros. Fui recibido con palmadas en la espalda y sinceras muestras de afecto. Quedamos en festejarlo tras la cena con la que celebraríamos el cierre de la temporada; la mayoría dejaba París al día siguiente. Pero antes correría el champán. Había motivo.

Esa noche me concentré como nunca. Mis dedos se desplazaban por el teclado como entes independientes dotados de vida propia. Imbuido en mi interpretación, respiraba y vibraba con cada acorde, con cada nota de la partitura que sentía escrita en mi alma. Al finalizar, un estallido de aplausos me sacó del ensimismamiento. A decir de los críticos, La campanella, de Liszt, provocó una de las mayores ovaciones que se escucharon en los últimos tiempos en Salle Gaveau. Mis propios compañeros se unieron a la ovación.

Le Train Bleu, el famoso restaurante de la Gare de Lyón, resplandecía como en sus mejores tiempos. Las mesas de la Gran Sala Dorada estaban ya ocupadas por numerosos comensales: hombres de negocios, viajeros y turistas que acudían al reclamo de uno de los restaurantes más hermosos y suntuosos de París. Personajes famosos como Salvador Dalí, Colette, Coco Chanel, Jean Gabin, entre otros, fueron clientes habituales.

A nuestro grupo lo habían acomodado en el Salón Tunecino, un pequeño comedor decorado con arabescos al que se accedía cruzando un hermoso arco polilobulado, de aspecto marfileño, enmarcado con una bella trenza de ochos entrelazados. La mayoría ya ocupaba sus asientos en las mesas bellamente adornadas con centros de flores. Andrei vino a mi encuentro para indicarme que me había reservado un lugar en la suya.

Francesca, al verme, me lanzó un beso con la punta de los dedos y siguió conversando con el violonchelista que estaba sentado a su derecha. Incliné la cabeza, como respuesta a su gesto, y esbocé una sonrisa tratando de contener un destello de admiración en mi mirada. Pero a Francesca nunca se le escapaba nada.

Saludé al resto de mis compañeros y ocupé la única silla que quedaba libre, justo frente a ella. Estaba fantástica. Para la ocasión, llevaba un vestido negro de cuello cerrado que marcaba su generoso busto. Por detrás, un escote de vértigo dejaba su espalda al descubierto. La adornaba con un largo collar de perlas que resaltaba aún más su desnudez.

—Estás muy guapa, Francesca.

No pude reprimir el piropo. Ella ladeó la cabeza en un gesto muy sensual y esbozó una pícara sonrisa. No, no solo estaba guapa, brillaba como un diamante que captura toda la luz para irradiarla después en múltiples destellos. A su lado, el resto de las mujeres del comedor quedaban eclipsadas. Mezclaba voluptuosidad con elegancia y el resultado era letal. Los rizos rojizos, que solían caerle en una cascada desordenada sobre los hombros, recogidos en un sencillo moño dejaban la nuca al descubierto: una nuca y un cuello deseables que incitaban a posar los labios sobre ellos. Recordé la suavidad de su piel y lo delicioso y excitante que resultaba acariciar su cuerpo desnudo. Me recreé unos segundos en esa evocación para después sonrojarme, avergonzado por mi pensamiento.

—Gracias, eres muy amable —me respondió ella en cuanto pudo desembarazarse del violonchelista—, aunque me resulta extraño recibir un halago tuyo —añadió—. Pero es a ti a quien hay que felicitar. ¿Qué se siente al entrar a formar parte del olimpo de los consagrados?

—No exageres, no es para tanto. Pero sí, la verdad es que estoy muy contento. Apenas puedo creer que haya ocurrido; imagino que aún tengo que hacerme a la idea.

Francesca escuchaba mientras me miraba con una expresión parecida a la de una pantera a punto de saltar sobre su presa cuando sabe que la tiene en su radio de acción y sin posibilidad de escapatoria. Una sonrisa burlona bailaba en su boca. Me inquietó esa mirada felina y desvié la mía hacia la copa de champán que tenía delante. Entonces ella afiló sus garras y lanzó el zarpazo:

—¿Y qué dice nuestra querida rusita? Tendréis que separaros. Qué lástima. Puede que te siga. Quizá hasta esté dispuesta a sacrificar su carrera por amor. Oh, l’amour! En su nombre se hacen tantas locuras…

Su irónico comentario me pilló desprevenido. Francesca seguía siendo la misma: salvaje e imprevisible. Al parecer, tan solo había aprendido a controlar sus impulsos.

Encajé el golpe con el rostro impasible; todo, menos demostrarle que me había molestado. Iba a responderle con el sarcasmo desbordándome los labios, pero en ese momento los camareros comenzaron a servir los entrantes y dejaron en suspenso mi réplica corrosiva. En esa tregua impuesta decidí obviarla y unirme a la charla de los compañeros que tenía a ambos lados, tratando de olvidar el incidente. Cuando Francesca reaccionaba así, resultaba odiosa.

Durante la cena, el champán corrió generoso entre plato y plato. A los postres se hicieron varios y repetidos brindis por el éxito de la gira y en mi propio honor. Para mi sorpresa, el primero lo inició Francesca puesta en pie.

—Hoy perdemos a nuestro pianista. Nos deja para cumplir un sueño que es el de muchos de nosotros. Él lo ha conseguido. —Alzó su copa e invitó al brindis—. Por Lawrence, por su consagración como uno de los grandes. Que coseches muchos éxitos, querido, seguro que serán incontables.

Mientras hablaba y el resto de los compañeros aplaudían, rodeó la mesa y se acercó a mí. «Siento mi comentario de antes», me susurró cuando nuestras copas chocaron. «¿Francesca disculpándose?», me pregunté perplejo. Eso era nuevo en ella. La miré y parecía sincera. Asentí y, con un gesto galante, le besé la mano. Disculpas aceptadas.

Terminada la cena, quienes tenían que viajar a primera hora de la mañana regresaron al hotel, pues no era aconsejable subirse a un avión sin apenas dormir y con resaca. Un pequeño grupo propuso prolongar la velada en un conocido local. Francesca y Andrei, a pesar de que también tenían que madrugar para coger su vuelo, se unieron a ellos y me convencieron para que los acompañase. Acepté. No tenía prisa y deseaba agradecer tantas muestras de afecto invitando a unas copas.

Bebí más de lo que acostumbraba. Todos lo hicieron. El ambiente agradable y distendido invitaba a ello. Francesca se convirtió en la reina de la noche. Incorregible, desplegó sus artes de seducción y no hubo hombre que se resistiera a su atractivo. Coqueteó con unos y con otros; con todos, menos conmigo, que parecía evitarme a propósito. Andrei también se sentía postergado. No podía disimular el malestar que le producía su desdén y que hiciera caso omiso de sus recomendaciones para retirarse a descansar aduciendo que al día siguiente tendrían que levantarse temprano.

Regresamos al hotel cuando eran más de las dos de la madrugada. Nos despedimos en la recepción. Andrei me dio un abrazo afectuoso y volvió a desearme mucha suerte en mi nueva andadura. Francesca se colgó de mi cuello y pegó su cuerpo contra el mío para susurrarme al oído: «Mucha mierda, querido». Al retirarse, me rozó los labios y los detuvo en mi boca unos instantes, suficientes para que Andrei tensara su rostro y yo reconociera su sabor. Su cercanía me excitó, lo que me dejó bastante confuso.

Minutos después, daba vueltas en la cama pensando en lo sucedido. Emociones dispares e intensas se agitaban en mi interior impidiéndome dormir. La tensión, la euforia por el contrato se mezclaban con la preocupación ante la enorme responsabilidad que entrañaba. ¿Estaría a la altura de la oportunidad que me ofrecían? El nuevo giro que daría mi vida me emocionaba, el triunfo estaba al alcance de mi mano, pero también era consciente de que el precio a pagar era muy alto: sacrificar mi vida personal en aras de mi carrera.

Estaba seguro de que el puesto en la filarmónica repercutiría en mi relación con Katrina, porque desde el momento en el que me trasladase a Nueva York, las posibilidades de vernos serían escasas. Pero nos amábamos y los dos haríamos lo que fuera para tratar de estar juntos el mayor tiempo posible, no tenía ninguna duda al respecto. Aunque jamás permitiría que Katrina sacrificara su carrera por mí.

Recordé el malicioso comentario de Francesca durante la cena. Ella también era la causante de mi insomnio. Su cuerpo enervante en ese abrazo apretado me había alterado más de lo que habría deseado reconocer. No llevaba sujetador; pude percibir sus pezones incluso a través de mi camisa. El roce intencionado de sus labios me había recordado el sabor de sus besos apasionados. Noté que mi sexo se erguía pujante. «¿Estoy gilipollas o qué?», me reprobé pensando en Katrina.

 

 

 

 

 

 

Capítulo 3

 

 

París nunca duerme…

 

… y yo esa noche tampoco. Tenía los nervios a flor de piel y en ese estado me era imposible conciliar el sueño. Abandoné la cama con intención de darme una ducha para relajarme cuando sonaron unos golpes en la puerta. Extrañado, consulté el reloj. Eran más de las tres de la mañana. No tenía ninguna intención de abrir. «Alguien se ha equivocado de habitación», pensé. Pero quien llamaba insistía y, al final, intrigado y molesto, decidí ver quién era. Francesca esperaba sonriente ante la puerta con una botella de champán y dos copas en las manos. La inesperada visita me dejó inmóvil durante unos instantes que ella aprovechó para introducirse en mi habitación y cerrar la puerta tras de sí.

—Disculpa que te invada. No me apetecía beber sola.

La contemplé atónito. Llevaba puesto un albornoz blanco y tenía el pelo mojado.

—¿Qué haces aquí a estas horas?

—Creo que es evidente —me respondió, elevando la botella sobre su cabeza—. Invitarte a tomar una copa de champán para brindar por tu futura vida.

—Perdona, Francesca, son más de las tres de la mañana y esta noche ya hemos bebido y brindado demasiado. Es mejor que vuelvas a tu habitación. Lo dejaremos para otra ocasión.

—¿Otra ocasión? ¿Cuándo? No habrá otra ocasión, ya no. —Su voz adquirió un tinte melodramático al añadir—: ¡A saber cuándo volveremos a vernos! Pueden pasar meses, años o, tal vez, no lo hagamos jamás.

Solté una carcajada por su ficticia vehemencia.

—Sigues siendo igual de exagerada, Francesca. Jamás suena muy fuerte. Lo más probable es que nos encontremos en cualquier ciudad del mundo. Así y todo, no creo que debas estar aquí.

—Quién sabe… —continúo ella haciendo caso omiso de mi advertencia—. Por si eso no sucede, este Veuve de Clicquot está abierto y sería una lástima desperdiciarlo. ¡Anda, por favor! —Viendo que a pesar de sus argumentos yo continuaba de pie junto a la puerta en una clara invitación a que se marchara, frunció los labios en un mohín e insistió mimosa—: Vamos, no seas malo. Solo es una inocente copa de champán. Si te preocupa la rusita, no va a enterarse si no se lo dices. Brindemos por tu nueva etapa y por los viejos tiempos.

Mientras argumentaba, se había acomodado en un silloncito y no parecía que tuviera intención de moverse de allí.

—Está bien —accedí, más que nada por terminar cuanto antes con esa situación—. Una copa y te vas.

Francesca cruzó las piernas de forma provocativa dejando al descubierto la mayor parte de sus muslos. En su rostro mostraba la satisfacción de haberse salido con la suya.

—Eres incorregible —afirmé—. No tengo nada que ocultarle a Katrina. Si tus intenciones son tan inocentes, sobra el comentario.

—Vale, disculpa. Lo decía porque me parece que es bastante celosa. Aunque la entiendo… Yo también lo era cuando estábamos juntos.

Obvié la alusión a nuestra antigua relación y contrataqué:

—¿Y a Andrei le parece bien que su pareja esté a estas horas en la habitación de otro hombre?

—Andrei no es mi pareja.

Elevé las cejas, incrédulo.

—Ah, ¿no? Pues os vi muy amartelados, y actúa como si lo fuera.

—Eso es lo que me enerva de él, que se cree que soy de su propiedad, como su batuta.

—Nadie pertenece a nadie. Nos debemos a nosotros mismos. Sin embargo, cuando se sale con alguien hay un compromiso implícito.

Francesca me fulminó con la mirada. «¿Dónde estaba el tuyo cuándo me dejaste?». No hizo falta que lo verbalizara, el reproche cortó el aire a cuchillo y tensó la atmósfera. Al momento me percaté de que mi comentario sobre su relación con Andrei no había sido muy oportuno. Tomé la botella de champán, volví a llenar las copas y me preparé para recibir el estallido de Francesca. Pero ella dulcificó el rostro, bebió un sorbo y respondió con suavidad:

—Bueno, eso es muy discutible, pero yo no me siento ligada a Andrei. A veces estamos algún tiempo juntos, lo pasamos bien, somos amigos con derecho a roce, es un buen amante… De eso a ser mi pareja hay mucho trecho —me aclaró—. Esta noche ha estado especialmente insoportable. Al parecer esperaba dedicación exclusiva y se ha ofendido porque, según él, he estado hablando demasiado con los demás. Yo no soy coto privado de nadie.

—Es que no le has hecho ni caso en toda la velada. Él y yo éramos los dos únicos hombres fuera de tu radio de acción. A mí no me afecta —me apresuré a aclarar—, pero puedo entender su malestar. Lo que sigo sin comprender muy bien es qué haces ahora en mi habitación.

—Pensé que estabas enfadado por lo que he dicho sobre Katrina en la cena y quería disculparme. Después de lo nuestro, estuve bastante tiempo despechada y confieso que en más de una ocasión no me porté bien. Odié a Katrina. Me ponía mala cada vez que os veía juntos. Esa es la razón por la que cuando coincidíamos en alguna ciudad coqueteaba contigo a propósito, para ponerte en apuros y provocar sus celos. Era mi pequeña venganza. Pero aquello pasó. Me di cuenta de que, si no hubiera sido Katrina, habría sido cualquier otra. Los dos éramos demasiado jóvenes. —Francesca se quedó unos momentos pensativa, observando el interior de la copa de champán como si en el fondo viera reflejado los buenos momentos vividos. Después se la llevó a los labios y apuró la nostalgia. Levantó la mirada y con una sonrisa continúo diciendo—: Pero lo pasamos bien y fue hermoso mientras duró. Siento mucho si por mi culpa has tenido problemas con tu novia, de verdad que lo lamento. Por eso estoy aquí, para excusarme y despedirnos como buenos y viejos amigos.

La escuchaba suspicaz. No podía creer que fuera tan sincera ni que tuviese esa necesidad de pedir excusas. No, no me fiaba de que sus intenciones fueran tan inocentes a pesar de que su cara había adquirido una expresión angelical. No obstante, di por buenas sus palabras y, a continuación, la invité a volver a su habitación alegando que debería dormir un poco.

Era consciente de que estaba siendo brusco, pero me violentaba estar a solas con ella. Mis alarmas internas llevaban tiempo emitiendo señales. Me costaba demasiado dejar de mirar los torneados muslos que había dejado a la vista. La sensación de peligro y mi compromiso con Katrina se mezclaban con la atracción que sentía esa noche por Francesca. En unos segundos hice una comparación de las dos mujeres. Una era dulce, rubia, de piel blanca, modales pausados y elegantes: el cisne. Y la otra, vehemente, apasionada, un cuerpo incitante de piel morena, con movimientos felinos y sensuales: la pantera. Percibí el acoso del depredador y el riesgo me aceleró el pulso. Era apasionante, demasiado. Por eso mismo, cuanto antes se fuera, mejor.

—¡Eh, no seas grosero! —protestó—. Siéntate un momento. Queda champán y es una pena no terminarlo. —Al observar las sábanas revueltas añadió—: Al parecer, tú tampoco tienes sueño.

—La última —accedí de mala gana.

—No estés de pie, por favor, me siento incómoda.

Me senté en el borde de la cama y apuré la copa casi de un trago. Ella bebió despacio, sorbo a sorbo, observándome a través de las burbujas del champán. Sus pícaros ojos reían. Sin dejar de mirarme se estiró en el asiento, descruzó sus piernas lentamente y volvió a cruzarlas de nuevo con un estudiado movimiento que dejaba a la vista mucho más de lo que yo habría deseado ver. No llevaba ropa interior. Haciendo un esfuerzo aparté la mirada al notar que una oleada de excitación me recorrió la espalda.

Intenté oponerme al deseo que me sacudía, ya que el exceso de alcohol hacía su efecto y temía perder el control. Era evidente que Francesca disfrutaba tejiendo una red a mi alrededor, sin embargo, yo luchaba para no caer en ella. Dudaba de poder resistir su acoso si seguía en mi habitación un minuto más. Estaba demasiado cautivadora. Sin su sofisticado maquillaje, al natural, tenía un algo salvaje y provocativo. Sus ojos verdes brillaban felinos y la piel que dejaba al descubierto la abertura del albornoz incitaba a deslizar la mano por su escote hasta alcanzar los pechos que se adivinaban insinuantes.

—Debes irte —afirmé.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho: es tarde.

—¡Cuánto has cambiado, Lawrence! —se lamentó ella—. Antes eras mucho más divertido. Hace años pasábamos las noches jugando y a ti te encantaba. No puedo creerme que lo hayas olvidado.

Percibiendo que volvía a pisar arenas movedizas, me levanté, le quité la copa de la mano y la invité de nuevo a marcharse.

—¡Eh, espera un poco! Al menos deja que termine mi champán. ¿No me tendrás miedo? —me instigó.

Ignoré la provocación aparentando una frialdad que no sentía.

—No, qué tontería. Es muy tarde y deberías dormir. Creo que mañana tienes que coger un avión a primera hora.

Francesca se puso de pie. Respiré aliviado creyendo que por fin se marchaba. Bajé la guardia, y ese fue el motivo por el que su ataque final me pilló desprevenido. En lugar de dirigirse a la puerta, dio unos pasos hacia mí. Sin dejar de mirarme a los ojos, deslizó el albornoz sobre sus hombros y lo dejó caer al suelo. Su cuerpo desnudo incrementó la temperatura de la habitación al instante. Después, se acercó aún más y, sonriendo, pidió insinuante:

—¡Démonos un gusto, anda! No seas rancio. —Y buscó mis labios, ansiosa.

Ladeé la cabeza para evitar el beso. Sabía que si la tocaba ya no podría detenerme. Respiré hondo y apreté los puños tratando de apaciguar el imperioso deseo de abrazar ese cuerpo que se me ofrecía sin recato. Los años la habían hecho aún más deseable de lo que podía recordar. Los pechos turgentes se habían llenado, las caderas marcaban unas curvas incitantes, la piel morena, suave y sedosa incitaba a la caricia.

Consciente del efecto que surtía sobre mí, Francesca permanecía a pocos milímetros de mi cara. Retadora. La atracción era irresistible. Aun así, sujetándola por los hombros, la aparté. Sabía que si cedía lo lamentaría para siempre.

—No, Francesca, esto no está bien. No sé lo que tienes con Andrei, pero Katrina es mi pareja, la amo y no puedo hacerle esto.

El rechazo la enardeció aún más. Me pasó las manos por la cintura y afirmó:

—Sí, a ella la amas, pero a mí me deseas, y esto no va a deshacer vuestro gran amor. Bien poco pido, solo unas horas. Ella te tendrá para siempre. Me lo debes.

¡La deseaba!, era imposible no hacerlo. Los pezones emergían tentadores, la curva de su vientre descendía en un suave declive hasta llegar a un frondoso pubis que resguardaba su sexo. Un sexo palpitante y húmedo que yo conocía muy bien.

Francesca buscó de nuevo mis labios y metió las manos debajo de mi ropa. Me estremecí y de nuevo traté de evitar lo que ya parecía inexorable.

—Por favor, no me lo pongas difícil. ¡Para ya! —le pedí con la voz entrecortada.

—Al revés, cariño, estoy poniéndotelo muy fácil. Abandona tus trasnochados prejuicios. Me deseas tanto como yo a ti. Si no te liberas, vas a estallar —me dijo dirigiendo la mirada a mi entrepierna, en la que se evidenciaba mi creciente excitación.

Francesca me había llevado hasta al límite. A pesar de ello, traté de apuntalar mis maltrechas defensas.

—Sí, te deseo —le reconocí con voz ronca—, y reacciono como cualquier hombre cuando una mujer hermosa lo provoca. Pero vete, por favor. Nos arrepentiremos de lo que pase. Es mejor dejarlo aquí.

Francesca se pegó aún más a mí, elevó sus brazos y me rodeó el cuello.

—Tu cuerpo no corrobora tus palabras. No te resistas. Goza y siente —me susurró mientras me mordisqueaba el cuello.

No pude más. Depuse mis armas cuando su pubis me rozó y sentí la caricia de su pelo en la cara. Mi orgullo subyugado por el deseo me llenó de rabia y de una avidez malsana. Francesca había ganado la batalla, pero no la guerra. Esa se libraría cuerpo a cuerpo.

Me despojé de la ropa bruscamente y, agarrándola con fuerza por el pelo, empujé su cabeza hacia atrás para lanzarme contra su boca en un beso salvaje y largo. Mordí sus labios con ira, sin contemplaciones ni dulzuras. Ella, en lugar de sorprenderse por el rudo ataque, enroscó su lengua en la que exploraba la suya: dos serpientes entregadas a una feroz embestida para terminar unidas en un agónico abrazo. Me situé a su espalda y la encaré a un espejo silente que reflejó nuestros cuerpos desnudos. A Francesca le excitaban esos juegos. Sin dejar de contemplarse, movía sus caderas rozándome con sus glúteos. Me tomó las manos y las llevó a sus pechos. Los presioné con fuerza. Entre mis dedos los pezones se endurecieron aún más y los pellizqué hasta que comenzó a jadear.

—Más despacio, por favor, déjame disfrutar —me pidió.

No, no estaba dispuesto a darle tregua. ¿No quería un polvo?, pues es lo que iba a tener. Nada de suaves y prolongadas caricias para deleitarse en el placer. Eso quedaba para Katrina. Francesca solo obtendría de mí sexo puro y duro, nada más. No buscaba su satisfacción, sino la mía.

A pesar de mi brusquedad parecía estar disfrutando; le brillaban los ojos y su mirada era intensa. Su boca entreabierta emitía pequeños gemidos a la par que sus pechos se elevaban en cada inspiración. La danza de su vientre era vertiginosa. Con los ojos cerrados se concentraba en recibir mis asaltos.

—Abre los ojos —le ordené—. Quiero que veas cómo recorro tu cuerpo, cómo mi mano baja por tu vientre buscando tu sexo. Esto es lo que te gusta, ¿verdad, pequeña zorra?

Por respuesta intensificó sus jadeos y abrió las piernas para facilitarme el acceso a su volcánica intimidad, agazapada al acecho en su frondoso pubis. Comencé a estimularla tan frenéticamente como me fue posible, rozando la violencia, hasta que ella acompasó su pelvis al ritmo que le marcaba, buscando el punto álgido del placer. Intuyendo que estaba a punto de alcanzar el orgasmo, me detuve de manera súbita. La giré y, arrojándola sobre la cama, sin darle tregua, me abalancé sobre ella para penetrarla sin más preámbulos y con toda mi fuerza. Gritó.

Con el rostro contraído elevó sus caderas para facilitar un contacto más profundo. El orgasmo abortado le había provocado un furor salvaje que necesitaba aplacar con urgencia. Intentó ponerse sobre mí para dominar mis embates y marcar su propio ritmo, pero la bloqueé aplastándola bajo mi cuerpo, aprisionando sus muñecas para impedirle cualquier movimiento. Toda mi masculinidad celebraba su fiesta en ese espacio cálido y húmedo que la acogía complaciente, y endurecí mis acometidas. Mi orgasmo se manifestó en un rugido; la onda expansiva me traspasó de arriba abajo hasta dejarme exhausto. Me dejé caer sobre ella. Una nebulosa me cubrió y me sumió en una dimensión ingrávida y ausente.

 

 

 

 

Capítulo 4

 

 

La claridad de un día luminoso…

 

… entró insolente por la ventana, importunando mi sueño. Entreabrí los ojos con dificultad; un zumbido sordo e insistente me machacaba las sienes. Me cubrí la cara con la almohada que aún conservaba vestigios del perfume de Francesca. La arrojé contra el suelo y eché un vistazo por la habitación: ni rastro de ella. Volví a recostarme. Me dolía la nuca y tenía una ligera sensación de mareo. Permanecí inmóvil con la mirada fija en los cristales de la lámpara del techo. La noche pasada se hizo presente.

Cerré los ojos con fuerza. No deseaba recordar, no me sentía orgulloso de mi comportamiento, pero las imágenes acusadoras, a pesar de la censura que les imponía mi voluntad, se reproducían persistentes. Me senté en la cama y despejé el pelo que me caía, desordenado, por la cara. Una admonición de mi conciencia abrió un boquete en mi pecho y un tremendo desasosiego manó de él, ahogándome en un mar de reproches. ¿Cómo justificar lo ocurrido? ¿Qué iba a decirle a Katrina?

«¡Nada! —me gritó una voz interior—. No le contarás nada, no puede enterarse. Para ti solo ha sido un polvo, pero ella no va a entenderlo así y le harás daño. Su reacción puede ser imprevisible. Lo sucedido debe quedar entre las paredes de esta habitación».

Sí, lo más prudente sería callar y borrar de la memoria lo sucedido; como un mal sueño.

A la mayoría de los mortales una relación ocasional con una antigua pareja no les habría causado ninguna inquietud ni le habrían concedido demasiada importancia o, en el peor de los casos, no les sería tan difícil de disculpar, pero para alguien que se había criado en el seno de una familia mormona, con profundas raíces religiosas, en la que la infidelidad era considerada una falta gravísima, suponía un motivo de inquietud. No visitaba la iglesia ni acudía a las prácticas religiosas desde hacía muchos años, sin embargo, mi niñez había estado marcada por las estrictas normas morales impartidas por mi padre, y me habían dejado poso. El remordimiento es un ácido corrosivo y su resquemor me suscitó un tremendo desasosiego.

—¡Maldita mujer! —exclamé con rabia—. Ojalá no volviera a cruzarse en mi camino nunca más.

Consulté el reloj. A esa hora, su avión debería haber despegado hacía tiempo.

Salté de la cama bruscamente, dispuesto a asearme para salir a la calle y distraer mi mente con los sonidos de la ciudad. Entraba en el baño cuando la vibración del móvil detuvo mis pasos. ¡Un mensaje de Francesca! Lo borré sin abrirlo. Tenía varios de Katrina; a ella la llamaría más tarde. En ese momento lo que necesitaba de manera imperiosa era darme una ducha y salir de esa habitación.

El agua no mitigó el sentimiento de culpa; era un gigante que me tenía atrapado por el cuello con su enorme puño de acero. Sin embargo, alivió la tensión corporal y me hizo sentir limpio. No obstante, me reprochaba mi debilidad, me fustigaba por haber sucumbido a las provocaciones de Francesca y lamentaba no haberla echado a patadas. Lo que más me dolía era no haber podido controlar la excitación que me llevó a una especie de locura.