Ilustración de portada

De cómo, cuándo, dónde y por qué terminé escribiendo este diccionario

«¿Cómo un cocinero terminó escribiendo un libro que no es de recetas?», se podría haber preguntado más de uno si yo fuera Joël Robuchon, Narda Lepes o Sergio Puglia. Pero como no soy ninguno de los tres y, al contrario de ellos, a mí no me conoce nadie (salvo algún que otro acreedor que todavía me sigue buscando para cobrarme una cuenta), ninguna persona se hizo jamás esa pregunta, ni se la hará. Esto me da pie para contar que, gracias a este oficio, al que llegué por los tropezones de la vida y no por habérmelo propuesto —ni por haber hecho un curso en el Instituto Gastronómico Hotelero para ver cuán servil podía ser con los turistas con plata—, tuve la posibilidad, allá por el 2014, de abrir mi propio bolichito de comidas en la cada vez más bella Colonia del Sacramento, en Uruguay. Así que pude levantarme a las 11 de la mañana para ir a trabajar sin que ningún patrón impertinente me moleste y, también sin que ningún patrón impertinente me moleste, pude intercalar la cocina con, tal vez, la única pasión que tengo cuando me acuerdo que la tengo: escribir. Pico cebolla y morrón, pongo a saltear la carne picada para la bolognesa, me siento a escribir, vuelvo a la cocina, le agrego salsa de tomate, sal, ajo, perejil y una hojita de laurel, me siento a escribir otro poco, hasta que la salsa está pronta y emplato la pasta con ella. Le tiro un poquito de ciboulette picadito por arriba, lo mando a la mesa con mis mejores deseos de buen provecho, y me siento a escribir de nuevo. Pero claro, no podía escribir un libro de recetas porque las que cocino básicamente no son mías; muchas las aprendí gracias a buenos amigos cocineros y cocineras de verdad.

Entonces, la pregunta del principio podría convertirse en una afirmación: ¿quién iba a decir que alguien con el oficio de la escritura sería capaz de hacer un huevo frito!

No sé en qué momento, volviendo al boliche luego de hacer los mandados, fue que surgió la idea de introducir los viejos y queridos boniatos fritos en el menú, como entrada o para picar con una cervecita artesanal, o como guarnición de la bondiola a la cerveza o de una hamburguesa vegetariana hecha con una base de lentejas. No suele haber boniatos fritos en bares y restoranes, al menos en lo que se llama casco histórico de Colonia. La propuesta resultó llamativa y «¿qué es boniato, maestro?» se volvió entonces la pregunta recurrente de todos los turistas argentinos que se sentaban a comer. «Lo que ustedes conocen como batata», era nuestra didáctica explicación, a lo que los argentinos, invariablemente, respondían con un gesto de entre sorpresa y diversión que casi siempre terminaba con un «¡a mí traeme unas batatiiiitaaas, maestro!». A veces pienso que la popularidad de los boniatos fritos se debió, más que por la boniatitud en sí misma de la propuesta, a la curiosidad de los turistas argentinos por comer batatas con un nombre para ellos exótico.

Algo similar sucedió con nuestros entrecot al tannat y entrecot a la pimienta: «¿Qué es entrecot, maestro?».

Colonia del Sacramento, debo decir, es un punto privilegiado para observar y divertirse con las diferencias entre el lenguaje de los argentinos de Capital Federal y de la provincia de Buenos Aires con el nuestro. Para ambos, es algo que siempre llama la atención, y un tema que ocupa algunas que otras conversaciones, de esas que generan cierta empatía típica entre hermanos que se quieren pero se pelean. Se da tanto entre colonienses y porteños que están turisteando como entre aquellos que se han venido a vivir a estos pagos.

En su calidad de ciudad fronteriza, Colonia se ha ido convirtiendo, con el transcurso de los años y sin pausa, en el nuevo hogar de muchos argentinos y argentinas que vienen a buscar una tierra más tranqui para vivir; algunos de ellos se vinieron flechados por Cupido, y también están los que han llegado huyendo del macrismo, como antes de otros -ismos y algunas que otras -duras.

También por ser una ciudad de frontera, antes de que existiera la televisión para abonados, solo se agarraban los canales atc, el 9, el 11 y el 13, además del canal 3 de acá, por lo que muchos nos criamos sin saber absolutamente nada de los canales uruguayos 4, 5, 10 y 12. Por eso conocíamos como Brigada A a la serie aquella con Mario Baracus que los montevideanos y otros llamaban Los Magníficos.

Asimismo, era más fácil sintonizar una radio porteña que una de Montevideo —y lo sigue siendo—, y hoy día, en los bares, existe una buena probabilidad de que en vez de pasar un Peñarol-Nacional pasen un Boca-River. Muchas personas son hinchas de un cuadro de acá y de otro de allá, y algunos incluso son hinchas solo de un cuadro de allá.

Como bien observó la Rubia, una amiga montevideana, los colonienses, además, hablamos lo que ella dio en llamar canario-porteño (porque los montevideanos le dicen canario a todo lo que sea del interior). Le decimos villa a nuestros propios cantes, y mezclamos ese típico acento de canario del interior con términos porteños (nótese que para los uruguayos todos los argentinos son porteños). No es nada extraño escuchar a los colonienses decir «bo, gurises, está pasado el chabón ese» o «joya, gurises, buenazo, lo dejamos pa septiembre, así lo hacemos tranca» o «anoche, después del cole, tomamos bocha de helado con el botija».

En muchos aspectos de la vida cotidiana, y sin que nos demos cuenta, los colonienses nos vemos atravesados por la argentinidad. Entre otras cosas, sufrimos en carne propia las devaluaciones del peso argentino, que, como a tantos millones de personas en Argentina, también le partió el upite a miles de colonienses que viven del turismo que proviene principalmente (o provenía, bah) de la vecina orilla.

Pero volvamos al tema de nuestros lenguajes. Entonces, veremos que la curiosidad por el asunto ha generado grandes e históricos debates entre hermanos rioplatenses, sobre temas tan relevantes para el desarrollo del pensamiento contemporáneo como el concepto de pancho, ya que mientras para los argentinos (o los porteños, al menos) el pancho solo es pancho cuando está dentro del pan —y si no está dentro del pan, le llaman salchicha—, para los uruguayos, el pancho siempre es pancho, desde que está dentro de un paquete con otros panchos más en una góndola de un supermercado esperando que los compres, hasta que te los comés, así sea al pan o al plato, con puré y un huevo frito arriba, sigue siendo un pancho. Así es que del otro lado del charco, el pancho nace de la metamorfosis que sufre la salchicha cuando entra en contacto con el pan de viena, mientras que de este lado, el pancho es pancho de nacimiento y sigue siendo pancho mientras transita por nuestro aparato digestivo, hasta que se vuelve recuerdo. Y salchichas son únicamente unos perros petisos, odiosos, histéricos y feos que ladran mucho.

Abundan, además, debates no exentos de malos entendidos, como por ejemplo aquel famoso caso en que un uruguayo le prestó un viejo libro medio destartalado a un argentino, a la vez que le pedía que lo tratara con cariño porque estaba medio guasqueado, por lo que el argentino lo quedó mirando, con una mezcla de asco y profunda extrañeza, después de tirar el libro al piso y limpiarse las manos contra la pared.

Tal vez para, entre hermanos, limar las asperezas que pudieran devenir de ese tipo de malos entendidos, una amiga argentina que vive hace ya muchos años en Colonia del Sacramento me vino con la idea de escribir un diccionario uruguayo-argentino. La idea original era hacer algo chiquito, un librillo que dijera qué era un boniato, un champión, una caldera o un lampazo… Pero cuando comencé a indagar en el asunto me entré a apasionar y me di cuenta de que el tema tenía linda tela para cortar. Empecé a juntar palabras y a atomizar a algunos amigos argentinos a cualquier hora con preguntas como «¿ustedes le dicen atomizar, de atomizar, cuándo atomizás a alguien como yo te estoy atomizando ahora?».

Busqué y encontré material en internet, desde páginas de Facebook a blogs, con la misma curiosidad que me embriagó. Y empecé a encontrar libros, diccionarios de uruguayismos, y descubrí para qué sirven los lingüistas y qué importante es lo que hacen. Entonces me propuse el desafío de, en vez de sacar un pequeño librillo con algunas palabras, meterme de lleno en un proyecto ambicioso, a ver si era capaz de terminarlo, y no como todas aquellas grandes ideas que siempre empiezo y termino abandonando. Por no hablar de aquellas grandes ideas que nunca empiezo, que son la mayoría. Porque tener ideas es fácil, sobre todo cuando estás tomando un vino. Y más si te juntás con amigos prolíficos en ideas, como los que tengo yo. Grandes reuniones de las que han surgido miles, millones de ideas con las cuales tantas veces estuvimos a punto de cambiar el mundo, porque ya se sabe que chancho flaco sueña con grandes maizales.

Así que en eso me pasé los últimos dos o tres años, como un obsesivo afiebrado, anotando palabras en una libretita, escuchando hablar a los argentinos, a los montevideanos y a los canarios-porteños, y descubriendo muchas curiosidades de nuestras distintas formas de hablar. Hasta la forma de pronunciar, que es lo que nos distingue a los unos de los otros. Por ejemplo, muchos uruguayos no pronunciamos claramente algunas eses cuando están seguidas de ciertas consonantes. Pronunciamos algo parecido a una jota. «Ta lleno de mojca’»; «Qué ajco». Es que si pronunciáramos palabras como moscas marcando las eses como eses, claramente estaríamos hablando como los porteños, como fácilmente lo está corroborando en este momento todo aquel yorugua que mientras lee esto está pronunciando estas palabras varias veces, solo y en voz alta, para verificar si efectivamente la pronuncia así.

Esta aventura del diccionario fue un hermoso viaje en el que participaron activamente como fuentes amigos y amigas de allá, de acá, de acá que viven allá y de allá que viven acá, y hasta de algunos que son de allá pero viven acá con alguien de acá, o son de allá pero vivieron allá con alguien de acá. Todas esas personas, con dedicación y paciencia, fueron sacándome varias dudas y llenándome de otras. Aprendí a observar cómo el habla va cambiando con las generaciones, dependiendo de donde vengamos o de qué vínculos sociales tengamos.

Me di cuenta de que necesitaría una vida (o un financiamiento del Ministerio de Educación y Cultura…, ¡¡se escuchan ofertas!!) para hacer un trabajo más completo, ya que los uruguayismos a los que me refiero en este diccionario son básicamente colonienses y montevideanos, y aprovecho la ocasión para aclarar que bajo ningún concepto este trabajo pretende abarcar el uruguayismo, puesto que no hay uno sino varios, tantos como pueblitos, pueblos, puebluchos o departamentos, y en todos los puntos cardinales, muchos de los cuales lindan con Brasil o Argentina, con sus consiguientes influencias.

Seguramente encontrarán inexactitudes, cosas que faltan, expresiones colonienses que no usan los montevideanos, montevideanismos desconocidos para los de Colonia y uruguayismos de los cuales ningún argentino escuchó hablar en su vida, pero que otros sí, y los usan con la misma acepción.* Y de todo ese entrevero lingüístico rioplatense, más incontables lecturas, mucha investigación y dos o tres millones de verificaciones, redacté este libro. Con sus defectos y sus virtudes, y con perdón de los lingüistas, que espero no se enojen por el atrevimiento.

A medida que me fui compenetrando y entusiasmando con el trabajo, empecé a dimensionar la importancia de lo que estaba haciendo, ya que, de haber existido un diccionario de este cariz, quién sabe si, por ejemplo, cuando las relaciones bilaterales entre nuestros países se tensaron al máximo en 2006 a raíz de la instalación de una planta de celulosa en Fray Bentos, podría haber ayudado a entenderse mejor a las partes. Y Tabaré Vázquez, quien era en ese momento nuestro presidente, no hubiera tenido que dar luego aquel lastimoso espectáculo al admitir que le pidió ayuda a Bush ante un eventual conflicto bélico con Argentina.

Pero bueno, no se puede estar en todo. En último caso, seguramente este diccionario servirá para que ningún porteño que venga de visita a Colonia, Montevideo o Valizas termine perdido, sin rumbo y boyando por ahí, desesperado, sin poder entenderse con un uruguayo nativo por cosas de la barrera idiomática. Si logra ese aporte a la comunicación, el esfuerzo estará más que justificado y no cabrán otras palabras que no sean de júbilo y algarabía.

*  Estaría buenazo que todas aquellas personas que tengan algo con lo que colaborar al respecto, tanto para discutir, compartir información y proponer palabras, significados o incertidumbres lo hagan a quesboniato@gmail.com.