1

Aunque no hay ni una sola mujer con la que me casaría a excepción de mi hermana Baby, porque me parecen todas unas gansas, sí hay muchos hombres con los que lo haría. Como Henry Fonda, por ejemplo, o como Lorenzo el Magnífico. A decir verdad, mi tipo de hombre lo imagino un poco como Cristo. El Cristo de Giotto.

Tengo tendencia a adorar a los hombres delgados y espirituales, como mi padre, a quien nunca conocí y al que sólo he visto en fotografías. Además, me siento irresistiblemente atraída por los señores de cierta edad, con el cabello entre gris y blanco, y con aire de sabios. Quizá porque mi tío, mi padre adoptivo, era así, parecido a Albert Einstein.

Ante estos señores, que se parecen a mi tío, siento el deseo de sentarme en sus rodillas y que me abracen. Según mis compañeras de clase sufro complejos varios y amores incestuosos. Ven sexo por todas partes, y son capaces de decir verdaderas idioteces al respecto. Incluso se escandalizaron cuando confesé que Jesús es mi tipo de hombre. Por otra parte, también me gustan mucho los hombres gordos. Ésta es una tercera categoría de hombres entre cuyos brazos quiero estar y dejarme abrazar. Como Buda, para entendernos. Aunque haya recibido una educación cristiana.

Los señores gordos ejercen en mí una fascinación particular, me tranquilizan. Si me casase con un hombre como Jesús necesitaría tener también cerca a uno como Buda. Al primero lo adoraría y el segundo me adoraría. Mis amigas dicen que soy inmoral. Según ellas, seré ninfómana incluso antes de haberme acostado con un hombre. El caso es que tengo una tremenda necesidad de afecto y quisiera que todos, digo todos, me abrazaran y me acariciaran. También soy epiléptica, aunque el médico no encuentra lesiones. Siempre tengo fiebre, pero cuando él llega desaparece. Siempre estoy cansada, casi no veo y no puedo estudiar, pero cuando voy al oculista, dice que veo estupendamente.

Por otra parte, no sé cómo explicar estas contradicciones: ¿cómo conciliar el deseo que tengo de matarlos a todos, uno tras otro, empezando por mi tutor, con ese otro deseo que siento de que me abrace todo el mundo? Soy, efectivamente, muy contradictoria. Un mar de contradicciones. Por ejemplo, ¿cómo explicar que lo que más me gustaría es ser un hombre, pero que jamás me casaría con una mujer? ¿Cómo explicar que amo de la misma forma a San Francisco y a Robespierre?

Es posible que mi enorme necesidad de afecto se deba a que mis padres están muertos.

Personalmente, de los chicos de mi edad no me interesa nada en absoluto.

Siempre obsesionados con sus padres. No entiendo por qué no mantienen a raya a sus padres.

En este punto me contradigo de nuevo porque, en realidad, me ponen celosísima mis compañeros que tienen un padre y una madre, mientras que Baby y yo tenemos únicamente un tutor, un abogado que se ocupa de nuestro patrimonio y nada más.


Las chicas de nuestra edad no van solas al cine. Creo que Baby y yo somos las únicas. Fingimos que vamos a casa de Lalla o Nora a estudiar.

En el cine, Baby y yo nos sentamos muy cerca de la pantalla porque nos gusta ver las escenas en grande. Querría hacer siempre lo que me diera la gana, y tener barba y bigote para poder hacer siempre lo que me diera la gana.

La mujer, por el único hecho de serlo, es una esclava, no puede siquiera ir al cine sola porque, a saber por qué, resulta que eso no está bien. Un día me vestiré de hombre y llevaré a Baby a pasear donde me parezca, sin peligro. Precisamente ayer entré en unos billares porque quería jugar al ping-pong. Me chifla el ping-pong. Pero todos me miraron mal.

—¡Las mujeres no pueden entrar aquí solas! ¡Únicamente acompañadas por sus novios! —exclamó un camarero con delantal verde.

De acuerdo, era un lugar sucio, lleno de chicos malos, pero una partida de ping-pong con Baby la hubiera echado con muchas ganas. Un día me vestiré de hombre, me cortaré el pelo y así, por fin, seré libre.

Porque lo que se dice libertad, en esta ciudad, sólo la tienen los hombres. Ser mujer significa ser esclava. Me resisto a convertirme en una mujer como todas las demás, es decir, en una esclava.

Quiero huir de este pueblo, de esta ciudad, de esta provincia, de este país y de esta patria. Estoy segura de que en otros países las chicas son libres y los chicos más interesantes. De entrada, normalmente siempre digo sí cuando nos preguntan «¿podemos acompañarlas, señoritas?». Porque no me parece educado ni cívico responder con una grosería. Pero luego su conversación siempre es aburridísima y suele desarrollarse más o menos de este modo: «¿Sois hermanas? ¿Ah, sí? ¡Claro, ya se ve! ¿Estáis solas? ¿Cómo es que vais solas? ¿Podemos acompañaros? ¿Puedo cogerte la mano?». Entonces reparo en que tiene la mano sudada y me fastidia. No es que tenga prejuicios, es sólo que detesto dar la mano a cualquiera que la tenga sudada. Pero no tengo el valor de decirle que no. Después nos acompañan hasta cruzar el Arno, y cuando ven el gran portón de entrada, y al conserje con sus botones dorados, se esfuman como si hubieran visto al diablo. Por suerte, no subirían a casa ni aun insistiéndoles.

Normalmente, Baby y yo nos arrimamos a cualquier señor anciano. Una vez vi a uno y se me ocurrió que si nos sentábamos cerca de él los chicos no nos molestarían, lo tomarían por nuestro padre, un padre solemne. Quizá no como el tío Robert, con sus cabellos blancos y su aire de sabio, pero sí un padre con el pelo entrecano, un poco largo por detrás y calvo en la frente, con una chalina. Para hacer creer que era mi padre, me pegué rápidamente a él en la cola de las entradas y lo seguí, junto a Baby, con ese aire manso típico de las hijas que obedecen a sus padres.

Después ocurrió una cosa muy extraña: me pareció que aquel señor me producía escalofríos. Empecé a encontrarme muy mal, y estaba segura de que era el señor sentado a mi lado el que me hacía sentir tan mal. Le pregunté a Baby si también se sentía mal, pero ni me respondió de lo absorta que estaba viendo la película. Baby es así, siempre me preocupo por ella, pero ella nunca lo hace por mí. Lo único que hizo fue seguir lamiendo su helado.

A su izquierda había un sitio vacío y le pedí que se moviera hacia allí, pues no veía bien la pantalla. Al no haber una butaca vacía entre aquel señor y yo, me parecía que venían de él aquellas ondas que se apoderaban de mi cuerpo.

Entonces le dije a Baby que nos cambiásemos de sitio, y ella resopló. Deambulamos por la sala de cine buscando un lugar mientras Baby, que no perdía ojo de la película, iba pisando a todo el mundo.

Divisé desde lejos dos sitios libres cerca de una distinguida señora de cierta edad y nos metimos allí. Casi podía ser mi madre.

Estaba todavía muy alterada a causa del señor y me revolvía en la butaca. Incluso me disculpé con la señora por haberle empujado el brazo y después la pierna, y me encontré con una mirada llena de comprensión, de unos ojos azules muy maquillados. La miré fijamente a los ojos y ella me sonrió llena de comprensión.

Después me absorbió la película. Hacía tanto calor que los actores, perdidos en la jungla, sudaban a mares y también yo sentía aquel calor, y cuando ellos bebían de la cantimplora la última gota de aguardiente me entró mucha sed. Entonces me di cuenta, de repente, de que algo se movía bajo mi vestido muy despacio, y me subía poco a poco por los muslos y no era un ratón o algo así, sino nada menos que la mano de la señora de al lado. Continué mirando atentamente la película, sin tragar saliva siquiera de la sorpresa, preguntándome si la señora buscaba su bolso. Pero dejó la mano allí. Cómo puede ser la realidad algo tan extraño, imprevisible e incomprensible, y que nadie nos explique nada.

La pierna de la señora estaba tan pegada a la mía que ambas parecían una única pierna, su mano caliente bajo mi vestido estaba ahora inmóvil y su perfume de violetas me inundaba la nariz.

Volví la cara para mirarla, me daba miedo moverme y molestarla.

Me sonrió. Una sonrisa llena de comprensión. Pero yo tenía miedo. Siempre tengo miedo, miedo de todo, miedo de aquello que ignoro.

Salimos fuera, voy detrás de Baby, rabiosa y sin saber qué decir.

—¡Hala! —protestó Baby—, ¡qué pesada eres, me has hecho salir en lo mejor!

—¡Date prisa, ya casi es de noche!

La melancolía y la angustia me sobrevienen con el crepúsculo, cuando las luces se encienden a lo largo del Arno y aún no es de noche y tras la cúpula de la iglesia del Carmine el cielo está rojo con un sol como un melón. Dicen que sólo en Florencia el sol es tan rojo.

Mientras camino me parece escuchar que alguien me llama: «¡Señorita, señorita!».

Me vuelvo, me quedo paralizada. Detrás de mí está el señor de los cabellos grises y largos, con la chalina. Saca del bolsillo una tarjeta de visita y hace ademán de dármela. Baby y yo apretamos el paso y él nos sigue, insiste, se presenta: «Profesor Taviani», dice. Es cojo, lleva bastón, asegura que es ocultista y que se ha dado cuenta rápidamente de que soy una persona extraordinaria, un ser superior, una criatura con una sensibilidad ultraterrenal, que no soy consciente, pero que debo cultivar esa facultad, que él es un iniciado y que también yo lo soy, sólo que no lo sé. Que hay muy pocos iniciados en la Tierra y que es una cualidad ésta que nos distingue del resto de seres humanos y nos concede el don de la clarividencia. Que incluso podría llegar a dominar el don de la levitación, es decir, de elevarme por encima del suelo, pero que es necesario estar muy concentrado porque es peligroso; aparecen las visiones y entonces puede uno dar con la cabeza en el techo, y que sólo algunos seres sobrenaturales tienen esa capacidad y yo soy una de tales personas. Él se ha dado cuenta enseguida porque cada persona posee un aura, un diámetro a su alrededor en el que ejerce sus poderes paranormales, y las otras personas, básicas y vulgares, no tienen ese aura, pero yo sí lo tengo, intenso como los iniciados. Dice que soy una mujer sobrenatural y que si quiero me podría presentar a un viejo sabio, un iniciado, al gran Maestro…

Al escucharlo referirse a mí como mujer y después decir que soy un ser superior, capaz de alcanzar, yo y sólo yo, la clarividencia, las visiones, la facilidad de elevarme de la tierra… me siento emocionada. Entonces, ¿aquel malestar…? ¿No sería el principio de una levitación?

Él continuaba hablando y tuvimos que empezar a caminar más despacio porque no es muy gentil andar deprisa junto a un anciano con bastón, y estoy en contra de los prejuicios, pero no soy una maleducada, y además también el tío Robert caminaba con bastón, y eso lo convertía a mis ojos en una divinidad con tres piernas, que lo diferenciaba de nosotros, los humanos.

También aquel señor se movía con ese ritmo de vals lento con el que caminan todos los que usan bastón. Me parece mucho más digno caminar con un bastón que sólo con dos piernas. Incluso las personas que tienen una pierna de madera tienen ese no sé qué que las hace fascinantes, precisamente por ser distintas de lo normal. Odio la normalidad y justo por eso, asegura también este señor, soy un ser superior, casi un iniciado, más allá de los demás seres banales y vulgares.

—¿Usted cómo se llama?

—Todos me llaman Penny.

—¿Y su hermana cómo se llama?

—La llamamos Baby.

Nos repite su nombre.

—Aquí está mi tarjeta de presentación. Porque, de verdad, no quisiera que usted pensase… es cierto, un desconocido, es cierto, me para por la calle… es cierto, quién sabe quién es, muy cierto, aquí está mi dirección para que usted pueda telefonearme y así yo le presento al Maestro que la iniciará. También están las conferencias del Maestro a las que usted puede asistir… conferencias sobre ocultismo

No me parecía mala idea conocer al Maestro, pero él continuaba hablando y explicando que aun así era todo un asunto muy peligroso; si uno no estaba preparado podía resultar un shock semejante experiencia sobrenatural y podía sufrir las visiones, y luego estaban también los iniciados malignos que hacían de este poder sobrenatural una fuerza para someter al prójimo. Había que estar atento, eso ya se suponía, porque también había algunos seres tan potentes que tenían la capacidad de apoderarse de mí y someterme mentalmente a su voluntad, dada mi especial sensibilidad. Que él, justo por eso, llevaba un alambre de hierro atado a la cintura y que eso bastaba contra los iniciados malignos, pues los dejaba sin poder. Y nos enseñó bajo su camisa y su camiseta el alambrillo de hierro sobre la carne alrededor de la cintura.

Le prometimos asistir a la conferencia. Estábamos las dos muy emocionadas. Baby incluso le hizo una reverencia, un poco porque él era iniciado y un poco por aquella maldita costumbre que el tío Robert nos inculcó de ser tremendamente educadas.

Para ser sincera, la otra noche me pareció talmente levitar como el señor ocultista dijo. En plena madrugada, me descubrí con la nariz pegada al techo. Lo juro. Y después caí otra vez en mi cama. Baby sostiene que era la pared del lado izquierdo de la cama y no el techo; no insisto porque sé perfectamente que era el techo y que he levitado por encima de mi cama, tal y como hacen los iniciados, pero no quiero insistir a Baby, no quiero que sienta complejo de inferioridad.

2

Cuando Baby se pone el vestido color turquesa, me pide que me ponga el blanco, que a mí me parece de Primera Comunión, pero Baby insiste tanto… Me pongo también los zapatos de tacón, con los que apenas puedo andar. Baby, en cambio, parece haber nacido sobre unos tacones, y cuando se pone descarada y zalamera se parece mucho a Minnie, la mujer de Mickey Mouse, con esa expresión suya que parece decir «si-no-me-das-un-beso-me-mato». Entonces hay que perdonárselo todo, incluso que cuando ya hemos salido, una vez más, se haya dejado el bolso en casa con el perfume y el chal. Me pone de los nervios. Lo que más le gusta es eso del rímel, que le hace los ojos radiantes y grandes. ¡Y en las mejillas, que ya tiene rojas como manzanas, va y se pone colorete!

Finalmente, perfumada de polvos de tocador, de lápiz de labios, de laca y de agua de colonia, está lista. Baby quiere maquillarme también a mí, me pone carmín, y negro en las pestañas, casi me deja ciega.

—¡Negro en los ojos no! —le grito.

Llegamos a un acuerdo. Es necesario salir pronto si queremos volver a casa para la hora de la cena. Lo que más me desespera de Baby es que pierde muchísimo el tiempo y que para ella todo es tremendamente importante; como, por ejemplo, el collarcito que se rompe en el último momento y que puede hacerla estallar en llanto.

Va toda cargada de bisutería y basta un pequeño brillante de cristal para que entre en éxtasis. El vestido debe estar perfectamente planchado, casi almidonado, igual que la cinta que lleva en el pelo.

Cada elección es un problema. ¿Cinta roja, amarilla o verde? ¿Vestido celeste, rosa pálido o el verde claro de lunarcitos?

Soy mucho más alta que Baby, y me visto en cinco minutos. Mi gran martirio son los obligatorios ligueros que me aprietan en la cintura, además del sujetador, que me aprieta a los lados y que hay que llevar bien ajustado para hacer más evidentes los senos, o de lo contrario no se es mujer.

Mis compañeras de clase se meten relleno dentro del sujetador y parece que en vez de pechos tienen cañones. Pero la moda es así y si no, no se es mujer, así que también yo meto un poco de relleno en el sujetador, y me esfuerzo por parecer natural con estas dos colinas sobre el pecho. Pero en realidad me avergüenzo como una loca.

Tengo la sensación de vivir en una sociedad bárbara donde ser mujer significa, simplemente, tener un montón de problemas con los ligueros. Teniendo en cuenta el frío que se pasa en invierno, no puedo entender por qué las mujeres han de llevar siempre falda. Los hombres van bien calentitos con sus pantalones y nosotras, las chicas, a morirnos de frío.

Fuimos a las atracciones de la plaza de la Independenza. Primero subimos a la montaña rusa, pero Baby sintió tanto miedo, y gritó tan fuerte, que me clavó las uñas en la carne.

A causa de sus gritos se nos han venido detrás dos soldaditos que enseguida nos han dicho: «Buenas tardes, señoritas, ¿podemos acompañarlas?».

«No, gracias», ha contestado Baby con remilgo, y un poco coqueta. «No, gracias», he dicho también yo, pues es necesario decirlo así. Hay que decir «no, gracias» porque no está bien decir lo contrario. En esos momentos me pregunto por qué no es posible intercambiar tres o cuatro palabras con las amables personas que se ofrecen a acompañarnos.

Se vive de prejuicios y se contesta sí o no según mande la costumbre.

¿No sería magnífico poder saludar y sonreír a quien nos apeteciera? ¿Estaremos, entonces, toda la vida obligadas a saludar sólo a las personas que sean presentadas por amigos de amigos? Y si el hombre que me cruzo por la calle es el hombre de mi vida, mi hombre, ¿cómo hago para comprobarlo?

No, no quiero vivir como una autómata en una ciudad marchita, quiero construir por mí misma mi destino.

El chico se llama Carlo y su amigo Gianni.

Nos llevan hasta la caseta de tiro al blanco. «Uh, qué fantástico», grita Baby. Ganamos un pequeño pececillo rojo dentro de una pecera de cristal. Baby dispara bien.

Después vamos a la casa del terror. Yo con Carlo y Baby con Gianni. En plena oscuridad, entre los fantasmas, noto que Carlo me rodea la cintura con su brazo. ¡Todo es súper divertido! Baby se empeña en llevar el pececillo rojo. Tiene que caminar muy despacio para no hacerle daño. Compramos algodón de azúcar y nos llevan a la barraca de la mujer-bala, y después al «tren del amor». Nos sentamos Carlo y yo delante y detrás Baby y Gianni. El tren arranca y se mete en un túnel.

Sería estupendo que Baby y yo tuviésemos dos hermanos. ¡Si nos viera Elsa! No quiero que Carlo ponga su mano en mi rodilla, pero él insiste. Me enfado. Un hermano no haría algo así, tampoco un amigo. Aunque no tengo prejuicios, veo que sus manos están poco limpias. Tiene las uñas negras de roña. De repente, lo odio, no quiero que me toque.

—Qué mala eres —dice.

—Malo tú, me has cogido la mano y ahora no me la devuelves.

Aunque tiro de ella, él la aprieta más fuerte entre sus manos sudadas. Me hace daño. Me entran ganas de llorar.

En ese momento empieza a susurrarme al oído muchas cosas, me pregunta si quiero ser su novia, y después me dice que somos jóvenes y que debemos aprovechar nuestra juventud, que ya no volverá. Esta idea me impresiona mucho, y pienso ¿qué habrá de malo en darle la mano? Dice que me quede tranquila, que lo único que quiere es tener mi mano entre las suyas, ¿qué hay de malo en eso? Porque, me dice, si no quiero dársela, mi mano, él me la devuelve, porque él no es un ladrón, él es un chico serio, y después dice que me ama, y que ¿qué hay de malo en quererse un poco? Somos jóvenes… ¡y la juventud no vuelve! Incluso aunque no nos conozcamos, la simpatía es algo que surge de forma espontánea, sucede o no sucede. Es una cuestión de olor de la piel, y de química, y además yo tengo una mano suave, ¿qué hay de malo en dejarla quieta entre sus manos? ¿Qué hay de malo en eso? ¿Te hago daño, quizá? Cuando tú digas te la devuelvo.

Yo, que estaba muy acalorada y me sentía muy extraña y me ardían las mejillas, efectivamente comprendí que el chico tenía razón, que en el fondo no había ningún mal en darle mi mano, y si tengo que decir la verdad, no me desagradaba del todo. Quiero decir que, aunque él la besuqueaba, mi mano, y la mordisqueaba, no se me ocurrió replicarle, quizá porque no sigo la moral convencional y soy partidaria del libre albedrío.

Elsa sí. Elsa encontraría indecoroso que Baby y yo estuviéramos subidas al «tren del amor» con dos chicos desconocidos, y por mucho que hubieran sido amables con nosotras ella, inmediatamente, los tacharía de canallas.

Para Elsa todos los hombres son unos canallas.

Después nos acompañaron a casa y nos dejaron sus nombres y el nombre del regimiento y de la caserna en la que estaban, para poder mantener correspondencia.


Baby a menudo me pregunta: «¿Tú no querrás casarte nunca, verdad? ¿Crees que yo me casaré? Yo no te abandonaré nunca». «¿Te parece bien?» «Sí.» «¿De verdad no quieres casarte con Carlo, Penny? ¿Prefieres que te deje?»

Una nube negra nubla los ojos de Baby. Baby y yo sentadas en la alfombra. Siempre la misma conversación.

—Ahora te voy a leer un poema que he escrito para ti. ¿Quieres? Se titula: «Baby con ruiseñores en el pelo».

Baby me escucha.

—¡Sería hermoso irnos tú y yo, como Shelley, en un pequeño barco de vela!

—Sí —dice Baby.

—¡Y después morir juntas engullidas por las olas!

A Baby no le gusta nada la idea de morir conmigo bajo las olas de Lerici.

—Entonces no te cases —insiste Baby.

—No, no me casaré nunca. Nunca abandonaré a mi Baby.

Un día, una quiromante me leyó la mano y señaló que mi línea de la vida está quebrada en un determinado lugar. ¡Baby, entonces, se puso a llorar! Todos tenemos la línea de la vida quebrada en un cierto punto, pero Baby lloraba y lloraba. Recuerdo que para consolarla le prometí que cuando muriese siempre estaría cerca de ella.

Baby quiso que se lo pusiera por escrito, como un testamento, y así se lo escribí en una hoja que ella conserva entre sus papeles importantes.

Baby tiene un cajón en el escritorio en el que guarda todos los papeles importantes, entre los cuales hay algunas notitas de amor y este documento mío en el que le prometo que si muero estaré siempre a su lado.

Juntas a bordo de una pequeña barca en las aguas de Lerici, con la poesía de Shelley. ¡Oh!, cuánto lloré cuando murió Shelley, lo encontraron en la orilla del mar con un libro de poemas de Keats en el bolsillo. Cuando yo muera, Baby llevará mi carta en el bolsillo. ¿Por qué está muerto Keats? ¿Por qué están muertos todos mis posibles novios y maridos? ¿Por qué Keats está muerto? Estaba enfermo… muy enfermo, y sabía que iba a morir y le escribía a Fanny cartas angustiosas en las que le decía que si ella no le mandaba respuesta moriría.

—¿De verdad? —pregunta Baby angustiada.

—¡Estaba enfermo, muy enfermo, oh, qué enfermo estaba, pobre Keats! Y Shelley, que sabía que iba a morir, le escribió una carta diciéndole que su poesía era bellísima, y Keats le respondió agradeciéndoselo con sencillez, ¡sin atreverse a mostrar mucha efusión a un Lord!

—¿Shelley era Lord?

—Y cuando Shelley murió en Lerici, murió con los poemas de Keats en el bolsillo. ¡Lo sacaron del mar con la poesía de Keats en el bolsillo! Keats, que estaba enfermo, cada vez más enfermo, esperaba la carta de Fanny, y justo antes de morir llegó la esperada carta de Fanny, pero él, él… nunca llegó a abrirla, le pidió a un amigo de confianza: «Métela en mi tumba».

¿Por qué Keats no leyó la carta de Fanny antes de morir? ¿No le importaba ya nada de aquel amor que lo había abrasado durante toda la vida, hasta la misma muerte? Por qué, por qué no abrió la carta, por qué, por qué… ¡Oh, qué terrible sería si yo muriera y Baby no hubiera leído esta carta mía en la que le digo que estaré siempre cerca de ella como el ángel Gabriel!