LA CIENCIA DE LA EXTINCIÓN

Cuando comprendió que pronto estaría perdido tomó una pequeña tarjeta amarilla, apuntó cuatro palabras y la colocó en el quicio de la ventana por la que todos los días se asomaba al despertar.

No recordaba más el nombre de la gente con la que había vivido. Una esposa, una hija, un hijo, alguien más. Acurrucamientos, regaños, traguitos, puertas, saludos. Luego pedazos de saludos, de puertas, de traguitos, de regaños, de acurrucamientos. Tajadas cada vez más magras. Al principio había intentado tonificar su concentración contando varias veces al día del cien al cero, pero últimamente la cuenta se le extraviaba alrededor del setenta y todos los números comenzaban a parecer caprichosas versiones del cero.

Ya no recordaba su fecha de nacimiento. Ni la ciudad donde había nacido. Ni a sus padres. ¿Había tenido padres? Tampoco había ya nadie para hacérselo notar.

Sabía que le pasaban cosas en el cuerpo, que necesitaba remedios, pero sólo los encontraba accidentalmente, al entrar a la cocina y reparar en una bolsa de arroz o al recostarse y descubrir las pastillas junto a su cama. Porque ya tampoco recordaba cómo decir ese frío en el estómago ni esa derrota de sus huesos.

Hubo momentos de una euforia inarticulada en los que se sorprendía sin miedo ante un ruido o un objeto que ya no sabía nombrar. Y decidió –y pudo recordar esa decisión aunque no recordara las palabras exactas con que la había tomado–, que ya no iba a lamentarse. Quizá no fue una decisión, sino una estrategia de supervivencia o una facultad nueva.

A veces veía algo, un objeto de superficie plana y cuatro patas, y lo llamaba vaso. Y veía que eso era bueno. A veces percibía algo que se rizaba con el viento y no se le ocurría llamarlo de un modo duradero, pero veía que también eso era bueno.

El mundo cada vez más despoblado que se asilvestraba al otro lado de la ventana estaba lleno de otras cosas a las que no recordaba haber puesto atención. Horizontes, polvos, ángulos. Y los silencios.

Los demasiados silencios.

Si no se extravió fue por los silencios. A veces tenía ganas de caminar y caminar sin rumbo, pero los silencios sucediéndose uno tras otro y tan distintos, la jungla impenetrable de silencios lo abrumaba y lo sembraba en la banqueta, y luego se devolvía para dentro.

Un día se le plantó enfrente una perturbación: una ondulación de velocidades, de colores y de sonidos giratorios. Se quedó absorto frente a ella durante mucho tiempo (quizá fue un segundo).

Entonces se decidió a hablarle. En un balbuceo de sílabas sueltas que en su cabeza eran una frase clarísima, dijo:

–Encontré un mensaje que alguien nos dejó en una tarjeta, dice: «Todos se están yendo».

Esperó una pequeña eternidad por la respuesta, luego el pequeño remolino giró un poco más y se desvaneció.

ENTERA

La coliforme vespertina existió complejamente durante el verano de 1999 en el área de Norfolk, Inglaterra; particularmente en el poblado de Sheringham; para ser más específicos, en el intestino delgado de un Roger Wolfeston, exfabricante de documentos falsos que había conocido bonanza. Este desatino natural resultó de la evolución subitísima de una bacteria del orden de los enterobacteriales –un citrobacter, ya que hemos empezado a andar el espejismo de la precisión–, al contacto con un ácido lisérgico que se alojó por semanas en una lesión en las microvellosidades del intestino grueso de Wolfeston. La improbable reacción química originada por la prolongada exposición de la flora saprófita al ácido –que el señor Wolfeston había obtenido en su último viaje a Londres y que no tuvo el fin previsto– provocó que dicha bacteria experimentara cambios insospechados en la adolescencia de su existencia, pero ninguno que la volviera letal o que disminuyera sus cualidades fermentadoras. Sólo es que la bacteria, prodigiosamente, cobró conciencia.

Del vivaqueo eterno, la coliforme vespertina saltó a la percepción de lo inabarcable: un resplandor sin palabras. El vértigo de los fluidos, el rastro de otros hervores, los ángulos y las superficies de las demás bacterias, todo le indicaba su lugar como centro del universo, ella era la encrucijada por la que cobraba sentido lo que nosotros aproximamos a llamar temperatura, luz, tiempo.

La distinción del universo la llevó a nombrarlo por gradaciones de conciencia: la mayor intensidad con que reparara en una cresta o en el vacío de ciertas horas, eso era el nombre de la cosa. Aprendió a esperar, luego añoró y finalmente imaginó. Y con la comprensión de que lo que había no era sólo lo que había, sino lo que podía haber, comenzó a erigirse un lugar en el mundo. La comprensión que siguió a ese momento es lo que se ha dado en llamar la plácida tarde de la coliforme: el lapso en que construyó planes desaforados de arrancarse de su ámbito de motilidad, atravesar zonas ignotas del intestino y dejar en cada punto la huella de su flagelo.

Llegó la coliforme vespertina a sofisticar sus emociones tanto que, antes del Apocalipsis, alcanzó a conocer la angustia existencial. Se entregó a la sensación de perder algo que nunca había tenido, cuando descubrió que aquel jardín que la albergaba comenzaba a decaer inexorablemente. ¿Por qué? ¿Por qué se terminaba todo? ¿Para qué había comenzado todo? De nada le habría servido que alguien le informara que había un anfitrión primordial, y que éste, el traficante de documentos Roger Wolfeston, agonizaba de abstinencia en un centro de rehabilitación al que había sido condenado por la justicia; de nada habría servido aun cuando aquello fuera comunicable, pues la escala de esos eventos era tan inconcebible (¡que existiera un organismo enorme y laberíntico como para albergar a millones como ella!) que la única manera de relacionarla con su realidad fue por medio de la ficción. Por un momento intuyó esa respuesta, la religión, pero para entonces también le había llegado el hastío y la soledad.

Era, la coliforme vespertina, una luz de conciencia entre billones de semejantes, la población más vasta sobre una tierra que no llegó a concebir, pero la sensación de vaciedad la abrumó al punto de que, cuando entreveía la solución divina, la descartó instantáneamente convencida de que, si podía formular algo así de inmenso, si podía haber un instrumento para enunciarlo –palabras–, entonces aquella cosa no era posible; no, que lo grandioso y definitivo pudiera ser definido por lo breve y simple y elemental. Y mucho antes de que Roger Wolfeston se aliviara de aguja, volviera a recaer y muriera, la coliforme vespertina enfermó de tristeza y casi sin darse cuenta se extinguió para siempre.