Cubierta

Una clara y gélida mañana de enero a principios del siglo XXI, poco después de que despuntase el alba, un lobo solitario vadeó el río que marca la frontera entre Alemania y Polonia, que estaba totalmente congelado.

El lobo venía del Este. Caminó sobre el Óder helado, llegó a la otra orilla y prosiguió hacia el Oeste. Detrás del río, el sol seguía hundido en el horizonte.

El lobo caminó por vastos campos cubiertos de nieve bajo el cielo sin nubes hasta que llegó a la linde de un bosque y por allí desapareció.

Al día siguiente, un cazador se encontró en un bosque los restos sangrientos de un corzo, a treinta kilómetros al oeste del río congelado. En la nieve, junto al cadáver del corzo, distinguió las huellas de un lobo.

Aquello fue por Vierlinden de Seelow. El último lobo visto por allí había aparecido hacía ciento sesenta años, en 1843.

El lobo se quedó por la zona hasta mediados de febrero. Nadie lo vio en carne y hueso, sólo encontraban sus huellas y las presas ensangrentadas en la nieve.

Fue un invierno muy frío y muy largo. Hacia finales de la segunda semana de febrero, llegaron varios días de nevadas ininterrumpidas.

La noche del 16 de febrero, un camión cisterna patinó en la autovía completamente nevada que conecta Polonia y Berlín.

El camión cisterna se atravesó y volcó a un lado. Dos camiones más se estrellaron contra el primero, que empezó a arder. El camión cisterna explotó. Ninguno de los conductores sobrevivió.

Sesenta coches patinaron por aquella carretera, resbaladiza por la nieve, a causa del accidente, y acabaron chocando y formando un largo acordeón. La gente no salía de los coches aplastados, y el fuego empezó a propagarse.

Ocurrió a la altura de la reserva de Glieningmoors. Al poco, se formó un atasco de más de cuarenta kilómetros hasta la frontera polaca. Cortaron la autovía en ambos sentidos.

Se hizo de noche. Los conductores que estaban en el atasco apagaron el motor y las luces. La nieve cayó en la oscuridad sobre la autopista y sobre los vehículos detenidos.

Por el arcén pasaban los camiones de bomberos y los de emergencias junto a la interminable hilera de coches. No paraba de nevar. Todo era quietud.

El joven polaco, de un pequeño pueblo cerca de Varsovia, se dirigía a Berlín y llevaba once horas en danza por el mundo. Hacía tres que estaba parado en la autovía bajo la nevada. A lo lejos veía el resplandor de las llamas de los vehículos que seguían ardiendo.

El camión cisterna y la extensión de coches accidentados estaban a unos tres kilómetros de donde se encontraba él.

El motor del viejo Toyota estaba apagado. El joven se estaba congelando. No le quedaba suficiente gasolina como para dejar el motor en marcha. A veces giraba la llave sin llegar a arrancar el coche para poner un momento los limpiaparabrisas. Tenía miedo por la batería. No encendió la luz interior del coche, no se puso a escuchar la radio. Se quedó sentado en la oscuridad dentro del Toyota.

«¡Tenemos para veinte horas por lo menos!», le había oído gritar a un camionero polaco por la carretera. «¡Tenemos para veinte horas por lo menos!», volvió a exclamar el hombre.

El joven polaco se bajó del Toyota y sacó el móvil para hacer fotos del fulgor de las llamas que se veía a lo lejos en medio de la noche. Luego volvió a meterse en el coche. En las fotos no se apreciaba nada.

Llamó a su novia, Agnieszka, que lo estaba esperando en Berlín.

–No, esto va para largo.

–¿Y qué vas a hacer? –le preguntó ella–. ¿Tienes alguna manta?

–Llevo el saco de dormir en el maletero.

–Deja ahí el coche y vete andando hasta el siguiente pueblo que encuentres.

–Estamos en medio de la nada. No hay nada, no se ve nada.

–Algún pueblo habrá, Tomasz, tira andando hasta al próximo pueblo, que te vas a congelar.

–No hay ningún pueblo. Y cómo voy a dejar el coche aquí.

Tras esperar una hora más en el atasco, Tomasz se bajó del coche y se acercó al lugar donde había ocurrido el accidente. Antes de salir, buscó un punto de referencia para no desorientarse: sabía que, de lo contrario, sería imposible volver a encontrar el Toyota, ya cubierto de nieve.

En el arcén, a su derecha, había un cartel: faltaban ochenta kilómetros para Berlín.

«Soy un explorador –pensó–, soy un puto explorador.»

Enfiló hacia el lugar del accidente. La nieve no daba tregua. Las luces azules de los vehículos de emergencia brillaban en la oscuridad. A medida que se fue acercando, vio las llamas azuladas del soplete con el que los bomberos intentaban sacar a la gente de los coches hechos un acordeón. Oyó gritos y lloros. En medio de la fuerte ventisca, vio a un hombre de unos sesenta años en el arcén; un hombre robusto, en camiseta interior, sangrando, probablemente un camionero.

–¿Necesita ayuda? –le gritó Tomasz en polaco. Le pareció que lo conocía de Varsovia. El hombre, sin embargo, exclamó:

–Tú métete en tus mierdas.

Al otro lado de la autovía aterrizó un helicóptero. Habían instalado unos focos. Los sanitarios de emergencias llevaban a alguien en unas angarillas hacia la ambulancia. Avanzaban todo lo rápido que podían. Una mujer corría a su lado. No paraba de gritar algo, una palabra, quizá un nombre, y entonces resbaló y cayó en la nieve. Los sanitarios siguieron corriendo.

Dio media vuelta. Caminó entre los coches parados de regreso a la oscuridad.

Se cruzó con vehículos de emergencias con luces azules que avanzaban por el arcén. A través de la ventisca intentaba localizar su punto de referencia, el cartel con las distancias. Encontró el Toyota cubierto de nieve y lo rodeó para coger el saco de dormir del maletero.


Tomasz llevaba tres años viviendo con Agnieszka en Berlín. Trabajaba para un polaco, Marek. Marek y su cuadrilla se dedicaban a desmantelar casas o a reformarlas. Hacían de todo.

En Polonia siempre había trabajado solo. A veces, cuando le había tocado hacer algún trabajillo fuera de Varsovia, pasaba la noche con el saco de dormir en la obra o en el mismo coche, solo; pero en Alemania las cosas no iban así.

Desde que vivía en Alemania, no soportaba trabajar solo. Desde que estaba en Alemania, no soportaba estar solo.


La cerradura del maletero del Toyota estaba congelada. A la derecha, en el arcén, estaba el cartel: ochenta kilómetros hasta Berlín.

Entonces vio al lobo. El lobo estaba frente al cartel, al pie de la vía nevada, a siete metros de él, no más.

Un lobo, pensó Tomasz, eso parece un lobo, quizá sea un perro grande, ¿quién deja suelto por aquí un perro? ¿O será un lobo?

Le hizo una foto delante del cartel en medio de la ventisca. El flash en la oscuridad.

En un abrir y cerrar de ojos, el lobo desapareció.

Tenía un moratón debajo del ojo derecho y el labio hinchado.

La muchacha estaba sentada bajo la marquesina de la única parada de autobús del pueblo. Aquel lugar se llamaba Sauen, estaba cerca de Beeskow, en la región de Óder-Spree.

Era primera hora de la mañana, las seis y media. Estaba esperando el autobús escolar. Tenía dieciséis años. La noche anterior, su madre le había dado dos puñetazos en la cara.

Se veía la nieve caer en el haz de luz de la farola. El pueblo no era más que un par de casitas junto a la carretera.

A su lado, sentado en el banquito bajo la marquesina de la parada de autobús, estaba su amigo.

–¿Por qué no nos largamos de aquí? –le dijo a su amigo.

Ambos llevaban pesadas cazadoras de cuero, botas tipo militar, cadenas, pendientes, aunque tenían rostros tiernos, cuerpos ligeros.

–¿Y adónde quieres ir? –le preguntó él.

–A Berlín.

Cuando llegó el bus, ya se habían marchado. No echaron a andar por la carretera nacional, ya que, antes o después, alguien los habría parado. Dos niños a esas horas intempestivas caminando por la nieve. Tomaron las pistas forestales.

La chica se llamaba Elisabeth; él, Micha.

Cuando llegaron al bosque, por primera vez en cuatro días dejó de nevar.

–Joder, joder, joder –dijo Charly y empezó a reírse mientras abría los ojos como platos–. Mira esto, mira, mira.

Jacky le siguió la mirada y echó un vistazo a la calle a través del escaparate, pero no había nada, o al menos nada reseñable. Coches, transeúntes. Había dejado de nevar.

–Antes aquí vivía otra gente, antes esto era muy diferente.

–Charly, tú qué vas a saber quién vivía aquí.

–Pero si se ve, se ve perfectamente.

–Nosotros tampoco vivíamos aquí antes.

–Tampoco es que vivamos aquí ahora.

–Uy, pues claro que sí.

–No vivimos aquí. Aquí.

Berlín, Prenzlauer Berg: antes de 1989, la tienda era una panadería. Tras la Reunificación, una de las antiguas dependientas se quedó con el negocio y, con unos ahorrillos, la convirtió en un quiosco de esos que abren hasta las tantas. En una pequeña jaula que tenía detrás del mostrador, había dos conejillos, tiempo después empezó a tener problemas con las autoridades y tuvo que deshacerse de los animales. Abría hasta muy tarde, vendía periódicos, tabaco, cerveza, licores, patatas y refrescos, y cuando la gente mayor del barrio no podía bajar a comprar, ella cogía el periódico, la cerveza y los cigarrillos y se los subía; sin embargo, todo aquello se acabó. La tienda no daba suficiente, los alquileres del barrio subieron y, al cumplir los sesenta y cinco, bajó la persiana. Fue entonces cuando llegaron Charly y Jackie, gente joven, y se hicieron cargo de la tienda, que era justo lo que andaban buscando y para lo que habían ahorrado. La pintaron entera de negro, dorado y rojo oscuro.

–Tienes una mirada muy rara, Charly. Se te pone una mirada rarísima, como si se te saliesen los ojos de las órbitas, ¿qué te pasa?

–Pues mira, eso te quería decir yo a ti en este mismo momento. ¿Sabes? ¿Sabes, amor? Estás rara, llevas rara todo el día, ¿en qué piensas?

–Pienso en que algo no va bien, pero no sé el qué.

–Ya te digo yo lo que es: que no entra bastante gente. A ver, la tienda va bien; aun así, entra poca gente…

–Eso es por el tiempo que hace, Charly.

–Y luego pones caras raras y me dices que yo pongo caras raras. –Charly vuelve a abrir mucho los ojos.

–¿Tú crees que algún día tendremos hijos?

–Pues claro, claro que sí, pero ¿no crees que es un pelín pronto? Ahora acabamos de abrir la tienda, vamos a estabilizarnos primero, ¿no? Tú tienes veintinueve…

–Voy a cumplir treinta y tú te estás quedando calvo.

–Aún tenemos mucho tiempo por delante.

Sin embargo, ella sabía que no. Sentía que nunca tendrían hijos.

–Vale, bien –dijo Charly–, vale, qué pasaría, qué pasaría si, vamos a pensarlo bien, vamos a pensar las cosas bien, a analizarlas punto por punto –y volvió a abrir los ojos como platos–, punto por punto, joder.

El hombre se había preparado un termo de café y un par de bocadillos. Cogió los prismáticos y la escopeta, la de caza, y se fue sin perro. El perro había muerto antes de Navidad. El hombre, ya entrado en años, no le había dicho a nadie que se iba al bosque antes del amanecer. Se puso ropa de invierno, las botas, el abrigo largo, el gorro y, cuando estaba atravesando el patio interior, silbó a ver si el perro salía, pero el perro no salió y entonces se acordó de que el perro ya no estaba.

Había un grueso manto de nieve, y al hombre le costaba mucho avanzar por el sendero del bosque. Llevaba ya casi una hora de caminata cuando, poco antes de las primeras luces, llegó al puesto elevado de caza. No había ido hasta allí para dispararle a un animal, sino porque le gustaba el sitio, ese puesto elevado, el alba, el campo que se extendía ante sus ojos, la linde del bosque. Tenía por costumbre ir allí, incluso en inverno, a primera hora de la mañana.

Había oído hablar del lobo; decían que estaba por la zona de Seelow, más al norte. Sabía que los lobos migraban. Si bien los lobos viven en manadas, muchos se ven obligados a abandonarlas y migran buscando otra; pueden hacer trayectos muy largos, setenta kilómetros al día o incluso más.

Se sentó en el puesto elevado de caza y contempló el campo de nieve minutos antes de que amaneciera. Apuró el café del termo. A su mujer nunca le había hecho gracia que saliese solo por el bosque; le producía una mezcla de preocupación, egoísmo e inseguridad. Nunca le gustó que se llevase al perro y no a ella.

Nunca le gustó que la dejase sola, nunca le gustó que él prefiriese estar a solas.

El hombre no había salido a cazar, bien podría haberse dejado la escopeta en casa.

Se hizo de día. Aquella mañana no vio ningún animal salvaje; ni un corzo ni un jabalí. Le pareció percibir cierto movimiento en la linde del final del campo, pero no llegó a distinguir nada con los prismáticos.

De repente, empezó a encontrarse mal, se notó el estómago revuelto, le sudaban las manos, tenía taquicardia. Así llega la muerte, pensó, así es.

Pasados unos minutos, se fue encontrando mejor, pero tenía el cuerpo empapado en sudor; aunque sabía que tenía que volver, le daba miedo no lograrlo.

A Tomasz le costó diecisiete horas hacer el trayecto de Varsovia a Berlín. Había salido el 16 de febrero a última hora de la mañana. Por la tarde, en la autovía alemana, cuarenta kilómetros después de cruzar la frontera con Polonia, un camión cisterna había patinado, se había atravesado en la carretera y había volcado, se había prendido fuego y había acabado explotando. Más de sesenta coches frenaron y se formó un acordeón. Pasaron ocho horas hasta que la autovía volvió a estar despejada. Estuvo en el atasco hasta las tres de la madrugada; allá delante, el resplandor del fuego en la oscuridad, más tarde, los focos.

A unos diez metros vio un lobo, un lobo en el arcén.

–¿Cómo? ¿Qué? ¿Has visto un lobo? –le dijo Agnieszka riéndose–. Cariño, estás loco.

Acababa de llegar y estaba sentado delante de ella, en la cocinita de su piso de Neukölln. Eran las cuatro de la mañana o incluso más tarde. Casi no había nada de comer en casa, sólo té y cerveza.

–Te he comprado cerveza.

–¿No hay algo de sopa? Hacía tanto frío en el coche que creo que me voy a poner enfermo.

–Pero no has visto un lobo, ¿verdad?

–He estado ocho horas sentado en el Toyota, que estaba congelado.

–Pero ¿dónde lo has visto?

Vivían en un piso barato de los años sesenta, de una habitación. Era humilde, oscuro y ruidoso. Las paredes eran de papel de fumar. Un fluorescente quemaba sobre la encimera de la pequeña cocina.

–¿Te vas ahora a la obra?

–Sí –respondió él.

–Ah, vaya, pensaba que estabas malo.

–En el arcén. Lo he visto en el arcén.

Ella se echó a reír. Tenía veintidós años. Estaba con Tomasz desde los catorce; él tenía dos años más que ella. Eran del mismo pueblo, no muy lejos de Varsovia. Ahora llevaban ya tres años en Berlín.

Ella se dedicaba a limpiar tiendas, salas de conferencias, oficinas enormes, casas de artistas, cineastas y periodistas de cuyos hijos algunas noches también se hacía cargo. Entró en ese círculo por casualidad y la seguían recomendando. Cuando llegó con Tomasz a Berlín, ninguno de los dos hablaba alemán. Ahora ella lo hablaba casi a la perfección, y él seguía sin apenas entender nada. En la obra se relacionaba casi exclusivamente con polacos.

–En el arcén, a un lado de la carretera.

Ambos trabajaban mucho, tanto como podían, día y noche. Dormían poco. Cuando él acababa en la obra, se iba con ella y la ayudaba a limpiar, de noche, en oficinas desiertas de la Rosa-Luxemburg-Platz o en las de Schönhauser Allee.

Trabajaban desde las seis o las siete de la mañana hasta bien entrada la madrugada, de lunes a sábado al mediodía. Las noches de los sábados salían a bailar.

–He hecho una foto.

Ella le echó un vistazo.

–Has fotografiado un lobo.

–Eso mismo te he dicho.

–¿Crees que mucha gente le hizo fotos?

–No. Nadie.

–Un lobo en la autovía –dijo ella–, en la nieve.

–En un atasco. Un lobo en un atasco.

Se rio. Se lo había dicho en broma. No era de los que hacían bromas. Casi nunca.


Hacía casi cuatro semanas que no se veían; él había estado trabajando para un familiar cerca de Varsovia. Agnieszka lo observó. Se conocían desde que eran pequeños, llevaban ocho años juntos. Se marcharon juntos a Berlín, sin casarse.

A ojos de sus católicas familias, vivían en pecado. Se fueron a la capital alemana con el Toyota. Encontraron piso en Neukölln gracias a otros amigos.

Se alimentaban de patatas fritas y refrescos de cola y galletas y té y cerveza porque no les gustaba nada más en Alemania y tampoco tenían tiempo para cocinar.

Ella siempre estaba alegre, siempre era capaz de tirar hacia delante, nada puede conmigo, se reía siempre, y ahora, sentada a la mesa de la cocina, se daba cuenta de que él ya no podía más. Veía que se le iban agotando las fuerzas. Que con los meses enmudecía. Había empezado a irse durante semanas a Polonia porque un familiar lejano tenía trabajo para él.

–Tomeczek, ¿y no has pensado en vender la foto?

–¿La foto? ¿Qué foto?

–La foto del lobo.

–¿Y a quién se la vendo? ¿Quién me la va a comprar?

El autobusero había parado y, al no ver a la chica ni al chico, esperó un momento cuando era poco antes de las seis y media de la mañana en la única parada de autobús del pueblo. Se quedó esperando más de lo que le habría correspondido, pero como ya iba retrasado por la nevada, lo mismo daba; además, conocía a los muchachos, se subían al bus cada mañana y también conocía a la madre del chaval: estuvo casado con su hermana, hace mucho, mucho tiempo.

Más tarde, a mediodía, llamó a la madre del crío, a ver si estaba todo bien: así se hacen las cosas en los pueblos.

Agnieszka y Tomasz apenas habían dormido, poco más de una hora. Se habían echado en la cama, sin tocarse, aunque hacía casi cuatro semanas que no se habían visto, y entonces sonó el despertador.

Un par de horas más tarde, ella le enseñó la foto a una mujer a la que le limpiaba la casa. La mujer trabajaba en un periódico. Le compró la foto y al día siguiente estaba por todas partes: un lobo de noche en la nieve, iluminado por el flash y, detrás del animal, un cartel que decía que faltaban ochenta kilómetros hasta Berlín.

A pesar del grueso manto de nieve, el chico y la chica avanzaron rápido, al menos las primeras horas. Habían emprendido la marcha en la oscuridad desde la parada de autobús a las seis y media de la mañana. A las diez ya estaban a veinte kilómetros del pueblo. Se habían adentrado mucho en el bosque. Estaban helados y sudaban, tenían hambre y sobre todo sed. Comieron nieve. Sabían que no llegarían muy lejos, pero siguieron caminando.

El silencio era casi absoluto en el bosque. Era un día gris. El chico y la chica hablaban poco. Avanzaban el uno al lado del otro sin decirse nada, a veces se quedaban parados en la nieve, se liaban un cigarrillo como buenamente podían, con los dedos rígidos del frío, y fumaban. Fumar ayudaba a matar el hambre.

Caminaron bosque a través sin cruzarse con nadie. En una encrucijada vieron una caravana antigua. La puerta estaba abierta. Dentro había mucha basura, cajetillas de tabaco vacías, prospectos, periódicos viejos, botellines de cerveza vacíos, colillas… En algún momento, allí habían quemado cosas. En una esquina vieron un pequeño horno, un horno de leña.

Habían encontrado la caravana a primera hora de la tarde. No se atrevían a hacer fuego en el horno por miedo a que se incendiase.

Recogieron leña e intentaron encender una hoguera delante de la caravana, pero les costó mucho. Cuando por fin prendió, ya se había hecho de noche. Sabían que, con el frío que hacía, no podían dormir a la intemperie, allí en la nieve, ni siquiera junto al fuego. Podían aguantar la noche en la caravana, aunque sólo si conseguían encender la estufa sin que todo se incendiara. La prendieron y esperaron. No tenía pinta de que fuera a incendiarse. Enseguida se caldeó el ambiente en aquella diminuta estancia. A pesar del hambre, con el calor les sobrevino el cansancio después de tantas horas en la nieve. Afuera, delante de la caravana, la hoguera seguía brillando en la oscuridad.

A lo lejos se oía un rumor.

–Igual es la autovía –dijo el muchacho–, o la nacional.

Los dos se ovillaron junto a la estufa en el suelo de la caravana. Se apoyaron espalda con espalda e intentaron no quedarse dormidos, ya que seguían con el miedo a que todo saliera ardiendo, aunque, de vez en cuando, se les cerraban los ojos.