La luz olvidada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo del autor

 

© Dani Padilla 2020

© Editorial LxL 2020

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: marzo 2020

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17763-49-7

 

 

 

 

 

La luz

olvidada

Dani Padilla

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A los vivos les debemos respeto,

pero a los muertos le debemos la verdad.

 

Voltaire

 

 

 

 

 

 

 

Para Elena.

Por ser mi luz.

 

Agradecimientos

 

 

Quiero agradecer a todas las personas que han formado parte de mi día a día durante el maravilloso proceso de escritura de esta historia.

Especial mención a mis padres, por ser ejemplo de honestidad, respeto y amor. Y por ese viaje a París.

A mis hermanos, por ser el reflejo en el que intento mirarme a cada paso.

A mi familia política; sois maravillosos.

A la Editorial LxL y en concreto a Angy Skay y a Noelia Medina por la sencillez, el entendimiento y la facilidad de la propuesta.

Y en especial a quienes me inspiran a diario para continuar contando este tipo de historias: Elena, Unax, Ada y Leia. Sois mi todo.

 

Prólogo

 

Mar Mediterráneo

 

Esto es histórico, Luis.

El geólogo al mando de la operación no compartía en absoluto el entusiasmo de su compañero.

Tengo mis dudas al respecto.

Luis Lomban siempre había considerado que su inteligencia no respondía al prototipo habitual; toda su vida había sido distinto, incontrolable, meticuloso y lleno de obsesiones. Solía reconocer que sus momentos de mayor felicidad eran cuando estaba solo en su laboratorio, catalogando muestras y revisando patrones geológicos, todo ello alejado de un ser humano que cada vez le parecía más histriónico e imprevisible.

La generosa brisa marina acariciaba su rostro mientras oteaba cómo el horizonte se perdía en la oscuridad. Apenas habían zarpado hora y media antes y de madrugada, pero, según las cartas de navegación, ya estarían a punto de alcanzar el objetivo. Retrocedió y se acercó al escueto puente de mando en el que se encontraba Piero Agnielli, otro de los científicos miembros de la expedición.

—Estamos cerca. El radar no indica anomalías, pero aminoraré la marcha para aproximarnos con más seguridad. Deberíamos evitar encallar.

Asintió y volvió a dirigir su mirada hacia la fina línea oscura que dividía el cielo estrellado y el mar. A lo lejos estaba formándose una tormenta que probablemente descargaría en unos minutos.

Cierto era que no tenía todas las garantías, pero asumió el poco margen de decisión y el riesgo elevado de la misión. Dos días atrás, Lomban informó de cómo una de las balizas de presión instaladas por todo el mar Mediterráneo enviaba información procesada sobre un movimiento sísmico que estaba teniendo lugar en aquellos momentos a doscientos cuarenta kilómetros de la costa de la península ibérica, en su cuenca catalana. Lejos del protocolario estudio e informe del movimiento, el maremoto no tuvo repercusión alguna; apenas alcanzó el nivel tres en la escala de Richter y la población no fue consciente en absoluto. Se trataba de una zona que carecía de antecedentes importantes, y el mismo científico dejó el tema en estudio, aunque de manera pasiva.

Explicó que, horas después del maremoto provocado por el movimiento de la litosfera mediterránea y tras una implosión de gas metano que disparó hacia la superficie cientos de miles de restos orgánicos y sedimentos, las balizas de localización marítima detectaron una parcela rocosa de cerca de un kilómetro cuadrado que había emergido del mar y flotaba en la superficie del Mediterráneo. Al menos esa era la conclusión a la que habían llegado después de que la comisión de seguridad del IGME, Instituto Geológico y Minero de España, se hubiera reunido para abordar el asunto con una celeridad digna de urgencia. Compartían la teoría de que no se trataba de una anomalía inhabitual, ya que en el último siglo se habían registrado casos parejos de mayor o menor magnitud. Quizá el más sonado había tenido lugar en Pakistán años atrás, cuando una isla de cuatro kilómetros cuadrados emergió a pocos metros de la costa de Gwadar tras un virulento terremoto que provocó más de trescientas víctimas. La isla fue visitada por científicos llegados de Islamabad, quienes concluyeron que se trataba de un volcán de lodo y fango rodeado de gas metano que se volvió a sumergir pocas semanas después de su misteriosa aparición. Pero Lomban sabía que aquello era diferente.

Tras la reunión de urgencia en la sede gubernamental en la que ejercía, los mayores responsables del IGME barajaron varias posibilidades: o bien esperaban un tiempo prudencial para que el terreno se estabilizara y de aquella manera poder estudiarlo con más tranquilidad desde la distancia, o bien enviaban un equipo científico reducido para tomar muestras y evaluar la situación desde el terreno, todo ello bajo el secretismo que merecía la cuestión antes de su posterior análisis. Localizado el incidente en tierras mediterráneas, la exploración le correspondía al Gobierno español; pero aquello no quería decir que decenas de mandatarios extranjeros y empresas del sector privado se lanzaran hacia un hipotético e importante hallazgo.

Claudia Ustariz, miembro del comité de seguridad del IGME e importante enlace directo con el Ministerio de Industria, confió mucho más en la segunda opción. Con lo que, prácticamente, sin tiempo de reacción, Luis Lomban se asignó como responsable de la expedición científica, cuyo destino era la pequeña isla que había emergido en una parcela desconocida al este de la costa mediterránea.

—Hemos llegado. —La voz de uno de sus compañeros lo arrancó de sus pensamientos.

—Encended los faros y lanzad la motora.

Con la embarcación prácticamente levitando sobre las tranquilas aguas mediterráneas y tras accionar la iluminación direccional, una fantasmagórica pared de roca envuelta en una fina niebla apareció frente a ellos. Difícil de catalogar a primera vista, Lomban se acercó a la proa y, con la ayuda de una de sus compañeras científicas, Laura Ramos encontró una caleta en la que parecía viable el atraque del medio acuático.

—A babor —dijo, señalando a sus dos en punto, ya embarcados en la lancha motora—. No creo que tengamos problema para desembarcar.

Su smartwatch de muñeca marcaba cerca de las cuatro de la madrugada cuando, acompañado de los científicos del IGME Laura Ramos y Piero Agnielli, tomaron tierra. La superficie era escarpada e inhóspita, pero pronto encontraron lo que parecía un sendero entre los restos de un desfiladero asido por la erosión.

Tuvo una sensación extraña al pisar tierra firme, como si una conjunción de sensaciones se abalanzara sobre él en un alud de sentimientos encontrados. Aquel terreno era estable como lo era su propia existencia, pero parecía inverosímil que hubiera emergido de las profundidades del mar. Los faros que alumbraban desde la embarcación abarcaban un espacio irrisorio en comparación con el terreno que los rodeaba.

—Esto no es más que otra expedición científica cualquiera —dijo él, omitiendo su propia incertidumbre—, así que recojamos todas las muestras que podamos y regresemos al laboratorio cuanto antes. Con esta poca luz y con la tormenta que se nos viene encima, no estamos en condiciones de trabajar.

Aunque entendía que aquella misión se había fraguado en el más absoluto de los secretos, la opinión de Lomban no casaba con la idea de permanecer allí mucho tiempo. El fulgor de los primeros relámpagos se dejó entrever entre el laberinto de nubes que se ceñían ya sobre sus cabezas.

—Este es un buen lugar.

Se descolgó la mochila de la espalda y extrajo de su interior un equipo básico de análisis, compuesto por probetas de cristal, tubos de ensayo, pinzas de diferentes tamaños, un piolet y varios pinceles. Seguidamente, sacó una bolsa larga y la depositó en el suelo. Extrajo seis cilindros de aluminio, un ordenador portátil, dos esferas de metal y una pila de níquel. Ensamblando todos aquellos componentes en una barra de aluminio de tres metros con las esferas a ambos flancos, Lomban tendría una sonda geológica capaz de escanear tanto la superficie como las capas inferiores de aquella roca en la que se encontraban. Tras accionar el dispositivo y programar los parámetros que necesitaba, se puso de pie, visiblemente satisfecho. Jesús Carpio grababa toda la secuencia mientras los demás permanecían en silencio, centrados en analizar el terreno por el que pisaban.

El científico al mando extrajo una serie de documentos de la mochila y los hojeó a pie de escáner, que tardaría aproximadamente una media hora en ofrecer sus primeros resultados. Se trataba de las únicas fotografías que el satélite del IGME había tomado antes de partir. Las imágenes en blanco y negro mostraban una parcela de tierra alargada y amorfa que apenas sobrepasaba el kilómetro de largo por quinientos metros en su parte más ancha; algo de una insignificancia extrema incluso para las tranquilas aguas del mar Mediterráneo. Se acercó a Laura Ramos, que en aquellos momentos permanecía en cuclillas analizando una serie de sedimentos ya introducidos en una probeta. En un momento dado, cogió una piedra del tamaño de un puño y la alzó.

—Nada fuera de lo normal. Da la sensación de que el maremoto provocó una explosión de gas metano… y ahora estamos sobre su más inmediato resultado. —La geóloga contempló la roca y volvió a dejarla en su lugar.

—Esperaremos los resultados del test, recogeremos las cosas y nos marcharemos.

Miró atrás y vio romper las olas contra las rocas de la pequeña caleta en la que habían desembarcado. Si todo iba como esperaban, lo máximo que estarían allí sería una hora. Pero aquel lugar tenía algo magnético, algo que lo atraía demasiado.

Apenas había comenzado a llover cinco minutos antes, cuando uno de los miembros de la expedición, el italiano Piero Agnielli, comenzó a actuar de manera extraña: se había detenido sin más sobre un risco que daba al desfiladero y miraba al oscuro horizonte rocoso. Era el encargado de grabar los avances de la expedición, y de su pechera colgaba una diminuta cámara digital que transmitía las imágenes en directo a la base científica del IGME a través de una frecuencia segura. Lomban percibió su cambio de comportamiento y cómo no dejaba de balbucear la misma frase una y otra vez prácticamente en susurros:

—No debemos estar aquí… No debemos estar aquí.

Ya fuera por la oscuridad que los rodeaba o por la propia magnitud de la expedición, Luis Lomban sintió una punzada de temor que lo sobrecogió.

—¡Piero! —le llamó la atención—, ¿qué demonios haces ahí arriba? Hagamos el trabajo y marchémonos a casa. No tenemos tiempo que perder.

Pero el científico, uno de los hombres más afables e inteligentes que conocía, continuaba sin razonar, perdido en su propia conciencia.

—No, no debemos estar aquí… Cuentan leyendas sobre este lugar. Nunca será nuestro.

—¿Qué?

Entonces, en un movimiento rápido, el italiano se dejó caer de rodillas al terreno rocoso y se llevó las manos a las sienes mientras profería un grito espantoso. A continuación, comenzó a romper todo el material que había traído, muestras de cristal incluidas. Parecía completamente ido. Los otros dos miembros del equipo se vieron sorprendidos, pero, a pesar del estupor, contuvieron el aliento.

Luis Lomban, atónito, conectó la radiofrecuencia para enviar una señal de emergencia, aun sabiendo que de aquella manera podría verse comprometida la clandestinidad de la misión; pensó que la integridad de su compañero prevalecía ante el secretismo que valían sus intereses. Pero justo antes de hacerlo, notó un mareo que casi hizo que perdiera pie y cayera al suelo. Se recompuso lo mejor que pudo. «¿Qué diablos está ocurriendo?». Supuso de inmediato que nunca debería haber aceptado esa misión. Si fallaba, nunca se lo perdonaría. Pero quizá ya era tarde para lamentarse. Debía tomar las riendas de la situación, tal y como se había propuesto.

En un atisbo de lucidez, Agnielli, totalmente envuelto en un extraño estado de conciencia, sacó el piolet de su mochila y se lo colocó frente al pecho. La afilada herramienta en forma de T que utilizaban para diferentes menesteres científicos brillaba ante la luz de las linternas y bajo la fina capa de agua que envolvía la cala. Todos lo contemplaron, a sabiendas de que lo que iba a hacer a continuación marcaría sus propios destinos. Nunca deberían haber pisado aquel lugar prohibido.

Fue en aquel entonces, a solas y rodeado de la oscuridad que envolvía la isla, cuando Luis Lomban tuvo un muy mal presentimiento.

 

1

 

 

 

 

 

Sant Climent de Taüll, Pirineos catalanes

 

Dos días después

 

Cuando estacionó el coche cerca de la iglesia, se dio cuenta de la inmensidad que lo rodeaba. Carraspeó, quitó el contacto, abrió la puerta y salió al frío matutino que dibujaba curiosas formas en las laderas de las altas montañas. Sus picos permanecían nevados, como recónditos espacios por descubrir. El inspector Nicolás Ugalde respiró hondo, queriendo sentir toda la quietud que lo envolvía. Acto seguido, cerró el vehículo y se dirigió al templo de piedra que tenía frente a él.

Situada en lo alto de un cerro que dominaba el pueblo de Taüll, en plenos Pirineos catalanes, aquella edificación romana de planta basilical y de esplendoroso campanario era la perfecta demostración de lo que, allá por el siglo xii, la ingeniería de la época era capaz de construir. Era lógico pensar que toda construcción dedicada a una deidad requería de su santo esfuerzo, pero más aún si se construía a esa intimidatoria altura y con piedras transportadas de una cantera a más de cuarenta kilómetros de distancia. El característico campanario de Sant Climent de Taüll se erigía —sumando los mismos metros de altura que el perímetro del recinto, como era costumbre en la época— coronando buena parte de la Vall de Boí, un reducto de ensueño enclavado en las altas montañas.

Poco acostumbrado a trabajar en aquel tipo de lugares, el inspector cruzó el pequeño camposanto situado en la parte de atrás del edificio y giró en dirección al pórtico principal. Vagamente, pensó que el conjunto románico impresionaba. Cruzó el umbral y se topó con un puesto de recepción colindante a una vidriera en la que se exponían recuerdos de la zona. Reclamo turístico desde hacía años, aquella iglesia consagrada por el pueblo fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en el año dos mil. Un policía local —de más que dudoso aspecto físico— lo recibió y lo acompañó hasta el interior del edificio, compuesto de tres naves separadas por dos columnas cada una y un ábside de piedra tosca sin tallar. En el interior no había ventanas, solo unos huecos abiertos en la cabecera del mismo ábside.

—No hemos tocado nada —le explicó el agente—. Está tal y como lo encontró el conservador esta madrugada.

Horas atrás, una llamada del comisario lo había sacado de su cautiva rutina para investigar un caso de suicidio en aquel recóndito pueblo. «Te vendrá bien», le sugirió, dadas las últimas circunstancias que rodeaban a su vida profesional.

Caminaron hasta la parte baja del presbiterio, donde había un espacio precintado por cinta policial. Cerca de un escueto altar había tres personas uniformadas contemplando el cuerpo de una mujer que yacía bocarriba en el suelo. Uno de los agentes, que se presentó como el sargento de policía del vecino pueblo de Barruera, se acercó y le tendió la mano bajo la cálida luz que bañaba el sagrado espacio de piedra. Frente a él, en el ábside, se encontraban los restos del Pantocrátor, retablo mundialmente conocido y símbolo artístico del románico catalán, cuya obra original —gracias a una innovadora técnica de extracción— se conservaba en el Museu Nacional d’Art de Cataluña, en Barcelona. La icónica y colorida imagen del Cristo simbolizando el inicio y el fin de todas las cosas impresionaba a simple vista aunque no fueras aficionado al arte.

El inspector Ugalde saludó al hombre, que sobrepasaba los cincuenta y lucía un corte de pelo militar.

—Buenos días, inspector —le devolvió el saludo el sargento. Desvió la mirada hacia la joven que reposaba en el suelo—. Sonia Jalabert, vecina del pueblo, treinta años recién cumplidos —dijo con voz monótona.

Tras un escueto saludo a los demás presentes, Ugalde se acuclilló y realizó un examen preliminar de la víctima mientras se colocaba los guantes de látex. El inspector lucía una tupida barba oscura que ya comenzaba a clarear por diversas zonas y que solía cuidar hasta el extremo. Su olor a loción camufló el hedor que empezaba a apoderarse del ambiente. Suspiró, y le supo mal no sentir ningún tipo de aflicción; había llegado un momento en el que su percepción de la muerte era totalmente ajena al dolor.

La joven permanecía con el rostro de lado, en un ángulo de noventa grados y con un orificio de proyectil de entrada del que había emanado sangre con vehemencia. Uno de los expositores, el cual contenía un tapiz tan antiguo como valioso, se había llevado la peor parte. La mujer tenía en la mano derecha el arma con la que presumiblemente se había disparado y provocado su propia muerte. Le giró la cabeza con cuidado, realizó un par de comprobaciones rutinarias y volvió a ponerse de pie.

El sargento al mando tomó la palabra:

—El conservador de la iglesia la encontró nada más abrir. Creemos que pudo haberse suicidado a primera hora de la noche, justo al echar el cierre. Las marcas de sangre y su sequedad así lo evidencian. Aunque los forenses tardarán horas en llegar. —Dudaba de su hipótesis, el hombre mostraba buena compostura y un rigor exquisito.

Ugalde sintió algo de empatía al toparse de nuevo con un caso como aquel, en el que una joven vida se truncaba como tantas otras veces había visto. Hizo una pequeña mueca de aprobación, se giró y realizó una llamada telefónica con la precaución de que nadie escuchara sus palabras. Acto seguido, ante la inicial sorpresa de los presentes, mostró las palmas de sus manos.

¿Alguna otra hipótesis? ¿Alguien que conociera a esta mujer?

Los ojos azules de la víctima aún desprendían esa chispa de juventud olvidada que se había perdido en algún resquicio de sus truncados pensamientos. Su cabello rubio y lacio caía sobre el suelo con delicadeza, mientras que sus amoratadas manos habían buscado algo a lo que agarrarse con dificultad, probablemente antes de morir. Aquella prueba ya era lo suficientemente clara para apuntalar su hipótesis preliminar.

—Yo la conocía —contestó una de las tres personas, un hombre vigoroso y que, pese a los siete grados centígrados del exterior, iba en manga corta. Tenía las manos amoratadas y llenas de rasguños y arañazos. Debía ser el encargado de mantenimiento de las instalaciones—. Era de aquí de toda la vida, trabajadora. Sus padres viven en Vielha, y acostumbraba a bajar allí para ayudarnos de vez en cuando.

—No tenía problemas —aportó el sargento—. Hubo un tiempo en el que sospechábamos que tonteaba con las drogas, como todo adolescente. Pero nunca imaginaba que pudiera acabar así.

En aquel preciso instante, una mujer hizo entrada en la iglesia. Vestía de manera elegante, portaba un maletín de aluminio, y tanto su paso como su semblante se mostraban firmes.

—La juez. —El sargento fue el primero en presentarla.

—Ya me han contado lo sucedido —explicó al llegar a la altura de los presentes. El aroma a caro perfume que desprendía impregnó la estancia, y su porte recto se suavizó al saludarlos—. Tras tres horas conduciendo para llegar aquí, ya han tenido tiempo. ¿Quién eres tú?

La pregunta no cogió por sorpresa al inspector; más bien fueron las formas. Le hizo una pequeña reverencia con la cabeza.

—Nicolás Ugalde, inspector del Departamento de Criminología de la Unidad Central de los Mossos d’Esquadra.

—¿Has venido desde Barcelona? —Arqueó las cejas con acritud.

—Me temo que sí.

—Así estamos, ¿eh? —Esa vez, resopló con algo de condescendencia.

El Cuerpo de la Policía Autonómica de Cataluña no parecía estar pasando por sus mejores momentos, aunque a ella poco le importaban sus operativas. Sacó un ordenador portátil del maletín y lo dejó sobre el altar, bajo la imponente vista del Pantocrátor y carente de todo respeto. Copió los pertinentes datos que le habían facilitado de la víctima y alzó la vista antes de realizar las comprobaciones pertinentes.

—Según tengo entendido, esta mujer, Sonia Jalabert, de treinta años, entró al recinto de madrugada y se disparó a bocajarro a la altura del hueso temporal de la cabeza, produciéndose la muerte a sí misma en el acto. —Exponía la teoría de manera metódica, como si ya estuviera acostumbrada a repetir ese tipo de verborrea una decena de veces al día sin tan siquiera justificar su visita con el estudio de la víctima—. Nos queda por conocer la procedencia del arma, si tenía licencia para utilizarla y si antes de la acción había interactuado con alguien para desestimar la opción de un posible robo, ¿verdad, inspector?

Ugalde, que odiaba ser pisado en sus funciones, asintió sin mucho énfasis.

—Más o menos.

—Determinaré en el informe el suicidio como causa-efecto de la muerte. —Todos los presentes menos Ugalde asintieron—. ¿Alguien tiene alguna otra hipótesis o idea de lo sucedido? ¿Cámaras de seguridad? ¿Algún testigo? ¿Dónde demonios está el conservador que encontró el cuerpo? Estoy segura de que tiene que haber alguien en este pequeño pueblo que sabe lo que ha ocurrido.

—Negativo —contestó el sargento—. Lamentablemente, el circuito cerrado de televisión no llega al interior… Y me temo que las madrugadas de este pueblo son muy tranquilas.

La mujer suspiró y asintió, dando por hecho lo que le planteaban.

—Algo debió pasar para que esta mujer se volara la cabeza en una tranquila noche de domingo. Si no es de ella, hay que averiguar de dónde ha sacado el arma. Inspector, ¿de acuerdo con la hipótesis de los aquí presentes? —le preguntó para salvaguardar el trámite y sentirse algo más respaldada. Si había una cosa que poco le apetecía en aquellos momentos, era toquetear ese cadáver.

—No. Discrepo totalmente.

La respuesta cogió por sorpresa a los demás, que se detuvieron justo antes de plantearse salir. Un olor a incienso que provenía del interior de la sacristía se quedó pululando varios segundos en el ambiente. Cuatro pares de miradas se focalizaron en él.

—¿En qué te basas? —le preguntó el sargento con un tono algo brusco.

—En algo bastante sencillo. —La lógica, generalmente, se anteponía a las adversidades, pero no lograba entender cómo aquellos policías, aunque faltos de formación criminológica, no habían reparado en un detalle bastante revelador. Pensándolo bien, no le extrañaba—. Por supuesto, solo es mi hipótesis.

—¿Alguna evidencia que nosotros hayamos pasado por alto?

—No. Parto de la base de que la reconstrucción de la escena es muy clara, pero hay un detalle que mantiene el conflicto abierto, bajo mi punto de vista. —Mientras hablaba, Ugalde evitaba ser impertinente.

La juez lo miró con semblante férreo antes de recapacitar y posponer zanjar el informe.

—Es tu opinión —le contestó el encargado de mantenimiento—. Yo no encuentro motivo ni justificación alguna para secundar tu hipótesis. Conocíamos a esa chica.

—Entonces —planteó Ugalde—, ¿cómo es posible que si esa joven se ha disparado a bocajarro, con lo que ello supone, pueda tener la pistola aún tan sujeta en su mano? Creo que el propio retroceso de esta habría sido suficiente como para que, al menos, estuviera a unos metros de distancia. Debe pesar unos cincuenta kilos a lo sumo.

—Puede que no estuviera muy segura de lo que quería hacer.

—O puede que alguien sí lo estuviera, para su propia desgracia. Además, a simple vista, puede comprobarse que el modelo del arma, una Glock 17 de nueve milímetros, ha sido manipulada para mejorar su estabilidad y su función de disparo automático. —Se agachó y señaló la culata—. Podría aventurarme a afirmar que estas mejoras se realizan para ejercer mayor acierto a la hora de realizar disparos certeros en movimiento o, lo que es lo mismo, para cazar. Desconozco si la víctima ejercía la caza o si, por el contrario, los números de serie borrados que aparecen en el armazón del arma han sido camuflados por mera coincidencia —ironizó al volver a levantarse—. También me llaman poderosamente la atención las marcas recientes en sus manos. ¿A qué se dedicaba la víctima?

—Ayudaba a sus padres en un negocio familiar. En una copistería. También hacía trabajos en una oficina de alquiler de material deportivo aquí en el pueblo —le respondió el sargento, desganado.

—¿Estás intentando decir que se trata de un homicidio? —le preguntó la juez sin un ápice de rubor en su mirada—. Conozco el tono que usas.

—Supongo que dejo el caso en manos de mis compañeros, señoría. —Abarcó a los presentes—. Antes que nada, por precaución, cerraría el acceso por carretera al pueblo, situaría controles fijos en varios kilómetros a la redonda y les realizaría una serie de interrogatorios aleatorios a los ciudadanos, por si alguien se pone nervioso. —Desvió la mirada hacia la víctima y asintió—. Tiene las manos amoratadas de haber intentado luchar por su vida, pero nos han querido hacer creer que no. Comprueben todas las licencias de armas de la zona, especialmente las de armas cortas. Intuyo que no es un pueblo tan grande como para que todos sus ciudadanos se dediquen a cazar en sus ratos libres.

—¿Estás seguro de…?

—No hay otra alternativa.

—Entonces… —expresó la magistrada bajo la atenta mirada de los alborotados policías—, hay que comenzar a moverse.

Pero para cuando se dio la vuelta para encontrar el beneplácito del inspector Ugalde, este ya había cruzado el pórtico románico que tan bien había soportado la estupidez humana a través de sus largos siglos de historia.

 

 

 

 

2

 

 

 

 

 

Sitges, Barcelona

 

El eco resonaba entre los pasillos del teatro vacío a aquellas horas de la noche. Solo en el escenario y frente a un piano de cola Steinway and Sons, el inspector Nicolás Ugalde ultimaba su preparación para el recital que ofrecería al día siguiente para gran parte de los ciudadanos de su pueblo. Siempre había encontrado demasiada similitud entre la música y su profesión. Al fin y al cabo, todo se reducía a un número de circunstancias que se desviaban de una armonía selectiva; bien de una partitura, bien de la propia vida.

No recordaba con exactitud cuándo había aprendido a tocar, ese momento exacto en el que comenzó a divagar por las notas melódicas que componía en sus pensamientos. Si funcionaba bien, un concierto de piano lograba ser una maravillosa forma de encontrar armonías en uno mismo, como una mácula de brillantez sobre el pensamiento humano. La acústica de aquel teatro era maravillosa: las paredes de madera ayudaban a conservar los ecos graves y las columnas de piedra ejercían de bastión melodioso para guiar al intérprete por la buena senda y al espectador por el divertimento.

Cuando lo creyó oportuno, se puso de pie y caminó hacia la parte trasera del escenario, donde lo esperaba al pie de la escalera su promotora y amiga Amaia Galván. Como tantas otras veces, lo recibió con una sonrisa generosa.

—Sé que es importante para ti —le dijo mientras cruzaban el laberinto de pasillos—. Más después de tanto tiempo sin tocar.

—Mi exquisito gusto por la buena música nunca se ha visto afectado.

Le pasó una carpeta que contenía las partituras que iba a interpretar al día siguiente. No cabía duda de que Nicolás Ugalde podía considerarse un tipo atractivo: de media estatura, rostro sereno y poblado por una espesa barba cuidada al detalle, ojos verdosos y cabello castaño que ya comenzaba a dibujar motas plateadas por las sienes. Vestía una camisa a cuadros y unos pitillos elegantes que le hacían resaltar una trabajada figura. Ambos fueron a morir a la cafetería, su confesionario propio desde hacía años.

—¿Sabes? Te culpas demasiado por todo, y pienso que demostrarías más inteligencia al no hacerlo.

Ugalde sorbió de la taza y, reflexivo, lanzó una pregunta al aire:

—¿Y quién juzga si debemos culparnos o no?

—Ese es el arte del ser humano —le contestó—. Ya hemos pasado los cuarenta, y puede que nos quede menos de la mitad de nuestra existencia. ¿De verdad vale la pena? —Los ojos azules de Amaia eran escrutadores, capaces de sacar una verdad de donde no la había.

—Nadie ha dicho que fuera fácil. Además, me lo dices tú, una respetada mujer casada con un supervisor de bomberos, madre de dos hijos y dueña de una carrera meteórica.

—Las comparaciones son odiosas, amigo.

—Y el no comparar también lo es.

Nicolás Ugalde estaba pasando por un mal momento, y bien sabía Dios que aquellas conversaciones con Amaia lo reconfortaban. Habían compartido vivencias desde el instituto en el mismo Sitges, forjando una amistad duradera que durante algún tiempo había transitado la delgada línea que separa el amor de la cordura; aunque supieron parar a tiempo al ver que sus respectivos egos chocaban a cada intento. Ambos se apreciaban hasta el extremo, contaban el uno con el otro, y Nicolás tenía el honor de ser padrino de una de sus hijas. A su nula percepción de socializar, al criminólogo había que sumarle la tristeza de la pérdida de una compañera de departamento en acto de servicio. Aquello lo estaba traumatizando incluso más de lo que habría imaginado.

—Las cosas suceden porque tienen que suceder. Si no, jamás habría podido dedicarme a lo que me dedico —se abrió ante la mujer—. Pero pude hacer más.

—Nicolás, esa certeza solo la tienes tú. En este caso, no hay que culpar a nadie, ni a ella misma. Arriesgó según la metodología y salió mal.

—Y yo debería haber estado allí para darme cuenta. No puedo negarme que llevaré el resquemor muy encima durante mucho tiempo.

—No te han apartado del departamento, recuerda que has sido tú quien ha necesitado un permiso especial. Además, acabas de llegar de los Pirineos para distraerte con una escena del crimen que según tú estaba montada.

—Todos estos casos no me llenan. Me aburren. Y puede que no haya obrado bien.

Aquella sensación que planeaba por su cabeza cada vez lo atormentaba más.

—Tengo que ir a recoger a las chicas. Es tarde y mi madre ya les habrá dado de cenar —dijo ella mientras se ponía de pie. Dejó un billete de cinco euros sobre la mesa, cogió sus cosas, rodeó el mobiliario y lo besó en la mejilla, a lo que él respondió achuchándole una de las manos.

—Mañana será un gran día. Te los meterás a todos en el bolsillo.

Minutos después y tras dejar prácticamente todo listo para el recital que llevaría a cabo al día siguiente, Nicolás Ugalde abandonó el teatro y encaró la estrecha callejuela trasera del edificio para perderse en el laberinto de calles del casco antiguo de Sitges, un reducto encantador por el que siempre le gustaba evadirse. Odiaba que su pueblo, aquella bonita villa pesquera de orígenes íberos situada al sur de Barcelona, fuera un reclamo turístico más dentro del catálogo inacabable que abarcaba toda Cataluña; aquella simple vitola era insuficiente.

No era un hombre que se prodigara en hablar de su vida privada y que valorara hacer amistades allá por donde fuera; todo lo contrario. En el cuerpo de policía solo se le había conocido una pareja estable, y más de uno dudaba de si aún continuaban juntos. Solo unos pocos conocían la realidad de que era soltero y que no tenía intención de conectar con nadie a no ser que fuera por estricta necesidad. Acostumbraba a madrugar para salir en bicicleta por el macizo del Garraf y, religiosamente, cada viernes por la noche compartía un par de copas y vivencias con antiguos compañeros de la facultad. Pese al puesto que representaba, intentaba llevar una vida lo más rutinaria posible. Sin embargo, había momentos en los que no tenía más remedio que dejarse llevar por sus obligaciones.

Todo lo sucedido un mes atrás le había dejado tocado el ánimo, aunque intentaba sobrellevar el golpe como buenamente podía. Una joven y prometedora agente de su unidad forense había perdido la vida a causa de las heridas sufridas por una explosión en una infiltración en la que él mismo había participado en su fase primaria. No habiéndose asegurado de la viabilidad de la operativa, la mujer se expuso ante una encrucijada en la que salió mal parada. Quiso suponer que aquello formaba parte de su día a día, que todos estaban expuestos, pero entendía que no era el caso. Le reconcomió que, mientras todos lloraban en el funeral, la cúpula superior de los Mossos d’Esquadra tergiversara la verdad, explicando de manera oficial que la explosión había sido provocada por un accidente en un silo de fuegos artificiales abandonado y que la víctima había sido un antiguo trabajador de la planta. Era injusto, totalmente injusto. Y todo para evitar que la opinión pública pudiera hacerse eco de un desastre de tamañas consecuencias. Recompensaron y agasajaron a su familia, pero aquella no era la cuestión.

Notó por primera vez la vibración del teléfono móvil justo al cruzar la verja de su lujosa finca, situada en la convergencia de la playa de l’Estanyol con el puerto de Aiguadolç, una exclusiva zona de Sitges de marco inmejorable y con un valor adquisitivo difícil al que aspirar. Su padre, aún con vida, había sido pescador por vocación, pero tuvo suerte con una serie de cuadros que pintó años atrás durante las largas temporadas que faenaba en el Mediterráneo. Surgió que un galerista alemán se enamoró de la serie y los compró por un precio desorbitado dada su naturaleza, con el fin de manipular su autoría de cara a la opinión de la crítica especializada. Al verdadero autor no le importó en absoluto gracias a la cuantiosa cantidad de dinero que le había ofrecido a cambio de falsificar su nombre. Aquella lujosa vivienda fue construida a conciencia, partiendo de los cimientos de una antigua barraca de pescadores hasta convertirla en un chalé de lo más exclusivo.

«Número desconocido», volvió a leer en la pantalla de su teléfono mientras tecleaba el cuadro numérico de la entrada para desconectar la alarma.

El salón, distribuido según la tendencia minimalista actual, rezumaba paz a aquellas horas. Solo el ligero zumbido de la calefacción parecía enturbiar el silencio que todo lo rodeaba. Sin despojarse siquiera de su cazadora, fue directamente al mueble bar, de donde extrajo una botella de sake, y vertió su exquisito licor en un vaso de tubo de cristal. Aquella bebida destilada del arroz y rescatada de una partida clandestina incautada en el puerto de Yokohama merecía ser degustada con tranquilidad. Atenuó la luz de la estancia y se sentó en el sofá orejero frente a una exclusiva biblioteca de volúmenes sobre criminología que ampliaba a través del tiempo. Quería y necesitaba tranquilizarse; tenía sus motivos. Su paladar viajaba a los parajes japoneses de los que hacía gala aquel elixir: prados verdes húmedos, ajenos a la tecnología y a cualquiera de sus avances, donde la traza humana era lo más importante para subsistir. Para poder ofrecer lo mejor de esa bebida, se debía laminar cada grano de arroz hasta llegar al núcleo para degustar su interior no contaminado, no mitigado por la maquinaria industrial que tanta esencia estaba dejando olvidar.

Pero mientras sus sentidos viajaban por los extensos arrozales de Tohoku, su teléfono volvió a vibrar otra vez en poco espacio de tiempo. No esperaba ninguna llamada importante, con lo cual, le ordenó a su asistente digital del hogar que desconectara todos los dispositivos electrónicos. La IA con voz femenina ejecutó la orden y Ugalde vio cómo en la pantalla de su teléfono móvil aparecía el logotipo de desconexión, para oscurecerse segundos después. Menos atormentado, decidió proseguir con su liturgia mientras el líquido seducía su paladar, justo cuando un sonido atronador le martilleó los sentidos sin que lo esperase.

El agudo tono del teléfono de su vivienda comenzó a resonar por todo el salón. Se trataba de un OPIS de 1921 de madera y con disco de acero cromado conectado a la red analógica de telefonía. Miró el aparato, dando por hecho de que quien lo llamaba era tozudo hasta límites insospechados. Con calma, se puso de pie y caminó por la moqueta hasta descolgar, consciente de que solo tres personas en el mundo tenían ese número en el que localizarlo en caso de total necesidad: su padre, su productora y confidente y el comisario de la Unidad de Criminología de los Mossos d’Esquadra, que fue quien contestó al otro lado de la línea:

—Tienes que disculparme, Nicolás.

El inspector recapacitó en silencio y arrugó la nariz. Conocía a ese hombre desde hacía los suficientes años como para saber que no solía molestarlo por banalidades. De pocas palabras, no le gustaba malgastar el tiempo sin que fuera estrictamente necesario.

—Buena manera de saludar.

—Nicolás, Nicolás —dijo atosigado—. Fui yo mismo quien te dijo que te tomaras un tiempo para poder desconectar, pero no quiero andarme por las ramas. —Silencio—. Necesito hablar contigo cuanto antes. Son órdenes de arriba. Algo extraño está ocurriendo.

Por lo general, el comisario Ernesto Saavedra solía llamarlo desde su despacho de la jefatura, situada en la Vía Layetana de Barcelona, pero aquel sonido de estática indicaba que lo hacía desde algún punto del exterior.

Ugalde pensó rápido, aunque sin acertar.

—Imagino que debe ser por algo importante.

—Sabes que, si no, no te habría llamado. Estoy con el agua al cuello.

Le sorprendió que el comisario, un tipo castellano y de exquisitos modales, utilizase esa burda expresión.

—¿Qué ocurre?

—Algo anómalo. Tenemos que hablarlo en persona, cara a cara.

—¿A estas horas? —Ugalde miró el reloj de madera de cedro que colgaba en la pared. Había sido un regalo de su padre, y siempre que escuchaba sonar las horas, sus pensamientos iban mar adentro—. Son las once de la noche. Me va a llevar un rato desplazarme hasta allí. He cruzado media Cataluña en el día de hoy. Al menos, dame un par de horas, Ernesto.

Por el silencio que el comisario le dedicó desde el otro lado de la línea telefónica, el inspector Nicolás Ugalde imaginó que la celeridad que requería el asunto era totalmente inevitable.

—No tenemos esas dos horas, Nicolás. Estoy aparcado frente a la misma puerta de tu finca.

 

3

 

 

 

 

Sitges, Barcelona

 

El comisario de la Unidad de Criminología Forense de los Mossos d’Esquadra, Ernesto Saavedra, miraba pensativo a través de la luna del vehículo, un sedán negro que recién acababa de estrenar. Habían accedido a la N-360 en dirección a Barcelona, traspasando a toda velocidad el caro peaje del Garraf. «Paga el presindent», pensaba siempre que la barrera ascendía para autorizar el paso.

Sentado en el asiento del copiloto, Ugalde lo vio suficientemente angustiado como para atosigarlo a preguntas, así que esperó a que él mismo apaciguara sus ánimos. Saavedra, al contrario de lo que siempre parecía, estaba alterado y sus carrillos estaban encendidos debido a los constantes cambios de temperatura que sufrían en invierno. Con una alopecia que cada vez ganaba más terreno, el comisario no era el típico burócrata preparado para la vida en un despacho; más bien todo lo contrario. Hacía unos minutos que había parado la música que los acompañaba y se había incorporado al carril de la izquierda para ganarle tiempo al cronómetro.

—¿Vas a decirme dónde vamos antes de que nos estrellemos?

—Estoy muy cabreado. Necesito algo más de tiempo para canalizar mis emociones —ironizó.

Ugalde no se cortó en mirarlo directamente al rostro mientras conducía.

—¿Tengo algo yo que ver con tu enojo?

—Nada, nada… —Hizo un gesto de disculpa por enésima vez—. Pero debes comprender lo que voy a explicarte.

—Debe ser muy urgente como para que vengas a buscarme a mi propia casa. —Lo miró por encima del hombro—. No suelo invitar así a la gente.

Se podía entender a la perfección que Saavedra había ejercido de mentor de Ugalde desde que este último abandonó la facultad e ingresó en la Academia de la Policía Autonómica catalana. Siguió sus primeros pasos en el cuerpo como el agente veterano que era y más tarde compartió con él experiencias que no había compartido con nadie. Casado desde hacía veinticinco años y padre de dos maravillosos hijos, se consideraba un tipo honesto y justo con los demás, aunque a veces solía reconocer el error de no haber diversificado mejor el tiempo entre su vocación y su familia.

Pero todos esos años en el cuerpo no le habían dejado demasiado margen para aprovechar. Siempre había pensado que la criminología era todo un arte en sí misma. En su raíz forense, el estudio de las víctimas era primordial para esclarecer las causas de los miles de decesos que se producían a diario, siempre mediante técnicas especializadas que pasaban a formar parte de la estadística para, de aquella forma, mejorar en un futuro. Y reconocía a menudo —por mucho que a veces le pesara— que Nicolás Ugalde tenía un don. Su inteligencia y su forma de ver las cosas le había servido para forjar una sólida reputación dentro del cuerpo, aunque siempre huyendo de los clichés que le auguraban un futuro brillante en las instituciones.

Llegado al rango de inspector, Ugalde se sentía realizado con su trabajo, con sus planteamientos y con sus resultados. En alguna ocasión, los medios de comunicación nacionales se habían hecho eco de alguna de sus actuaciones, pero siempre había preferido mantenerse en segundo plano y alejado de la opinión pública. Aún guardaba en el cajón de la mesita de noche las dos medallas al mérito que el ministro de Interior le había colgado en su pechera tiempo atrás, aunque no se vanagloriaba en absoluto. Sin embargo, últimamente notaba una sensación de agotamiento mental que lo perseguía; tras quince años en el cuerpo, los tiempos estaban cambiando. Sospechaba que en todo ese periodo no se hubiera convertido en mejor persona, sino más bien en todo lo contrario.

Un par de desvíos de carretera los introdujeron en la Ronda de Dalt, una de las arterias principales que conectaban con el centro de Barcelona, y fue cuando Saavedra se armó de serenidad para justificar su reclamo:

—No tiene nada que ver con nuestra compañera fallecida, así que relájate. Hemos hablado largo y tendido de la cuestión, pero, por desgracia, todo quedó atrás. No hay nada que me dé más coraje que el hecho de que se nos imponga que la vida debe continuar —expresó—. Eso que se lo expliquen a su familia.

A la altura de la salida del distrito barcelonés de Sarriá, Saavedra continuó recto para coger la carretera de l’Arrabassada, una vía de montaña que conectaba con la zona alta de la ciudad condal.

—¿No vamos a comisaría?

—No tenemos tiempo, ya te lo he dicho.

Al salir de la autovía e introducirse en la carretera convencional, ambos pudieron ver las luces que bañaban la ciudad de Barcelona desde las alturas; una atalaya de majestuosidad bajo el manto estrellado que cubría la urbe en aquella fría noche de otoño.

—¿Tan difícil es explicarme adónde nos dirigimos? —Tras media hora de camino, el criminólogo ya comenzaba a impacientarse. No soportaba la incertidumbre.

—Cada día me fío menos de la tecnología que nos rodea. —Redujo la marcha para potenciar la fuerza del sedán—. No sé si en este vehículo hay instalados micrófonos o no, pero he descubierto que el localizador no puede desconectarse. No diré nada hasta que no lleguemos al destino, no quieran utilizarlo luego en mi contra. Ya sabes cómo están las cosas en la Generalitat.

Pese a residir a cuarenta kilómetros de distancia, Ugalde conocía Barcelona como la palma de su mano, y sabía que, si cogían aquella ruta, los potenciales destinos se limitaban.

El comisario volvió a torcer en un desvío y se introdujo por la carretera que llevaba al Tibidabo, el parque de atracciones de la ciudad que por aquellas fechas permanecía cerrado por trabajos de mantenimiento. Cruzaron bajo la atracción del emblemático planeador rojo que emulaba al mismo que cubrió la primera ruta comercial entre Barcelona y Madrid que tuvo lugar en 1927. Desde esa posición, también podía contemplarse la blanca iglesia del Sagrado Corazón, el templo construido a mayor altitud de la ciudad. Llegó un momento en el que solo los faros halógenos alumbraban el oscuro camino. Ugalde reconoció que, de noche, aquel lugar hipnotizaba. Era como sumirse en una montaña mágica rodeada de experiencias por descubrir, pero su semblante cambió al ver que el vehículo se desviaba de nuevo de la carretera principal para girar hacia un sendero de grava que se perdía en una pendiente pronunciada. Comenzó a pensar que no tenía muy buenas sensaciones al respecto.

En silencio, Saavedra aparcó en una campa vacía y paró el motor. Ugalde abrió la puerta y salió al frío nocturno que los envolvía. Solo al percatarse del edificio que tenía enfrente, el inspector cayó en la cuenta de que aquello se ponía interesante. Además, lo primero que pensó era que estaban de suerte al ver que la noche era tan estrellada.

—Hemos llegado. Nos están esperando.

Situado en una ladera de la montaña de Collserola, el Observatorio Fabra trabajaba los dominios de las ciencias astronómicas, la meteorología y la sismología. Aquel último término iba en concordancia con las personas que lo esperaban en el interior del edificio, anexo al inmenso telescopio Fabra-roa del Montsec, una maravilla tecnológica con la que se estudiaba una parte infinitamente parcial del universo. A simple vista, su enorme cúpula plateada hipnotizaba. Incluso cerrada era majestuosa. Aunque había visto esa postal en infinidad de ocasiones, era difícil no ensimismarse con las vistas que la ciudad ofrecía desde las alturas.

La corrosiva prisa de Saavedra comenzaba a irritar a Ugalde, que había pasado de estar sentado en su sofá degustando una maravillosa copa de sake a caminar en dirección a las instalaciones de un observatorio astronómico en un abrir y cerrar de ojos.

Antes de llegar al edificio, cruzaron un helipuerto en el que en aquellos momentos había estacionado un helicóptero militar HH-65 que le llamó la atención. La cúpula estaba cerrada y, con el pavimento mojado, no se detuvieron a prestarle atención a ningún detalle. Del edificio salió un agente de los Mossos d’Esquadra uniformado que se acercó hasta su posición y que, con algo de prisa y sin delicadeza, los autorizó a pasar tras comprobar sus credenciales. Pese a que aquella hora estaba cerrado al público, se respiraba cierta calma tensa.