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cip instituto mora. biblioteca ernesto de la torre villar

nombres: | Fuente Adrian, David, autor

título: La disputa de «la ruptura» con el muralismo (1950-1970) : lucha de clases en la rearticulación del campo artístico mexicano / David Fuente Adrian

descripción: Primera edición | Ciudad de México : Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2018 | Serie: Colección Contemporánea. Sociología

palabras clave: Sociología | Bourdieu, Pierre. | Sociología del arte | Pintura | Pintores | Ruptura | Galerías de arte | Historia | Siglo XX | Marxismo | México | Arte | Mercado del arte

clasificación: DEWEY 759.72 FUE.d | LC ND49 F8

Imagen de portada: ilustración de Natalia Owen, con base en México en la Cultura, suplemento de Novedades, 9 de febrero de 1958, p. 11.

Primera edición, 2018
Primera edición electrónica, 2019

D. R. © Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan Mixcoac,
03730, Ciudad de México.
Conozca nuestro catálogo en <www.mora.edu.mx>

ISBN: 978-607-8611-22-5
ISBN de ePub: 978-607-8611-35-5

Impreso en México
Printed in Mexico

Índice

Lista de abreviaturas y siglas

Prolegómenos: inquietudes de partida y hoja de ruta

Capítulo 1. Conflicto estético a mediados del siglo xx

Directo al problema: las confrontaciones pictóricas

Los bandos en pugna

Un clima internacional en tensión: apuntes sobre la guerra fría cultural

Capítulo 2. Proyecto artístico y clases sociales

Fuentes para el estudio del perfil social y selección de los artistas

Perfiles sociológicos de los artistas de «la ruptura»

Capítulo 3. El caso de la galería Proteo (1954-1963)

Breve historia de la galería Proteo: exposiciones, contactos y funcionamiento

La galería Proteo en los suplementos culturales de la época

Algunos posicionamientos sobre la abstracción durante la etapa de la Proteo y consideraciones sobre Osaka 70

Capítulo 4. Las otras principales galerías: historizar lo concreto para abstraer el proceso

Las galerías en el momento de la fundación de la Prisse (1952-1953)

La galería de Los Contemporáneos: Antonio Souza (1956-1968)

Juan Martín al frente de su galería (1961-1973)

Las ventas de los artistas de la Galería Juan Martín

Capítulo 5. El mercado del arte en el desarrollo de «la ruptura» y de la hegemonía burguesa

«La Zona Rosa» como espacio hegemónico de clase: la concentración de las galerías

El crecimiento del mercado del arte: alcance de las luchas de clases en el ámbito cultural

Capítulo 6. El concepto de «ruptura»: la historia de cómo se ha nombrado una historia

Entre Paz y Cardoza y Aragón (desde Baudelaire): «ruptura-continuidad»

El cierre de la conceptualización: la ruptura que sí rompió (o no)

Conclusiones

Anexos

Anexo i. Apuntes sobre la galería Tussó

Anexo ii. Exposiciones en la galería Prisse

Anexo iii. Exposiciones en la galería Proteo

Anexo iv. Información social de los 26 agentes

Lista de referencias

Índice de cuadros, gráficas e imágenes

Índice analítico

Lista de abreviaturas y siglas

ac Arnaldo Coen
ag Alberto Gironella
cia Agencia Central de Inteligencia
fgp Fernando García Ponce
fnap Frente Nacional de Artes Plásticas
gam Galería de Arte Moderno
inba Instituto Nacional de Bellas Artes
jm Juan Martín
lear Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios
mam Museo de Arte Moderno
mf Manuel Felguérez
moma Museum of Modern Art
mpba Museo del Palacio de Bellas Artes
muac Museo Universitario de Arte Contemporáneo
lc Lilia Carrillo
oea Organización de Estados Americanos
p Proteo
rvg Roger von Gunten
s Souza
sep Secretaría de Educación Pública
si Salón Independiente
vr Vicente Rojo

La alta cultura no es una conspiración de la clase dirigente; a veces cumple esa función cognoscitiva, pero a veces también puede alterarla. Sin embargo, las obras de arte que parecen más inocentes y ajenas al poder, las obras que mejor describen la vida emocional, precisamente por ello, también pueden servir al poder.

[…]

La cultura no es algo inherentemente político. Cantar una balada de amor bretona, montar una exposición de arte afroamericano o declararse lesbiana no son cosas ni perpetua ni inherentemente políticas; se vuelven políticas sólo bajo condiciones históricas específicas, normalmente de tipo desagradable. Sí, se vuelven políticas cuando están trabadas en un proceso de dominación y resistencia, o sea, cuando una serie de asuntos, que en otras circunstancias serían inofensivos, se transforman, por una u otra razón, en un terreno de lucha. La meta última de una política de la cultura es devolver a esas cosas su carácter inofensivo, de tal forma que se pueda cantar, pintar o hacer el amor sin que ningún conflicto político fastidie el asunto.

Terry Eagleton (2001).

Soy partidario de que la pintura y la escultura sirvan al proletariado en su lucha revolucionaria de clases; pero considero la teoría del arte puro como suprema finalidad estética. Agrego: una manifestación de tal naturaleza no ha existido hasta la fecha en el mundo, y solamente podrá existir en una sociedad sin lucha de clases, es decir, sin política; esto es: en la sociedad comunista integral.

Lucho por el advenimiento de esa sociedad porque al hacerlo lucho por el arte puro.

David Alfaro Siqueiros (Tibol, 1974).

Prolegómenos:
Inquietudes de partida y hoja de ruta

Nada alcanza a recordarnos que la definición del arte y, mediante el mismo, del arte de vivir, es una apuesta de la lucha entre las clases.

Pierre Bourdieu (2012).

Siempre será un fallo no leer y releer y discutir a Marx.

Jaques Derrida (2003).

El arte no puede explicarse ni entenderse tan sólo desde las cuestiones inmediatamente artísticas. Es un producto social que presupone la existencia de muchos otros fenómenos humanos, aunque estos puedan parecer en principio ajenos a él. Todas las explicaciones grandilocuentes sobre los artistas y su genio obvian que la producción cultural es trabajo en el más amplio sentido de la palabra: actividad humana acumulada –con su contraparte de expropiación y exclusión para ciertos sectores–, tanto en los individuos como en la historia. Por tanto, el modo en que se divide el trabajo en una sociedad es el punto de partida indispensable para el estudio del arte, para la compresión de su producción social; incluida la producción social de sus propios mitos. Esta convicción categórica inauguraba la investigación que aquí se comparte; era su punto de partida. Como veremos, también fue el de llegada, aunque después de un trayecto enriquecedor.

En torno a mediados del siglo xx se produjo en México una transformación artística muy concreta. En ella, el muralismo –un arte social, de premisas al mismo tiempo vanguardistas y populares, y deudor de la revolución mexicana (1910-1920)– perdió la centralidad que había ocupado entre 1920 y 1950. Su importancia fue siendo desplazada en favor de un modelo artístico no politizado y de disfrute privado. Obras que ocupaban espacios públicos, y que enaltecían la importancia histórica de las masas, decayeron en favor de la preocupación por una estética ajena a lo político y pensada sobre todo para ser contemplada en espacios cerrados y asépticos, como los muros de las galerías. Esta transición no fue plácida, sino que se produjo acompañada de fuertes debates entre los representantes de ambas posturas. En el ámbito de la pintura, dicho cambio o rearticulación del campo artístico, produjo –y fue en parte producto de– la llamada «generación de la ruptura», cuyo análisis multifacético conforma esta publicación.

Las ciencias sociales a menudo salen al paso de insatisfacciones. Entre los especialistas imbuidos de ciertas temáticas suele resultar claro qué es lo que falta por analizar y explicar. Por supuesto, esta no es una evidencia derivada de una supuesta e imposible visión total, sino que es fruto de una construcción de sentido en la cual se echan en falta las partes necesarias del relato. Así se fraguó esta investigación. Otras publicaciones temáticamente próximas podían sugerir la demanda de una historia sobre el diseño interior de las galerías del México de la época, en concreto un análisis del uso de las plantas ornamentales en los años setenta en estos espacios (Garza, 2011a, p. 25). Sin embargo, a la hora de comprender la llamada «ruptura», esta investigación encontró algunas carencias en el estudio de sus bases sociales.

¿Qué es lo que hacía que, dentro de una sociedad donde las diversas producciones estéticas ocupaban a varias personas, sólo cierto reducido número de ellas terminara por ser arrastrado al interior del campo artístico en calidad de artista? Y no sólo eso. ¿Por qué, una vez producido el reclutamiento artístico en esos años cincuenta y sesenta, la mayoría de los artistas adoptaba las nociones que se oponían o distanciaban del interés social y político del muralismo, y eran favorables a centrarse en las cuestiones formales de la pintura? ¿Por qué en estos precisos años, cuando todo había sido tan diferente tres décadas antes?

Cabía la sospecha, sustentada en lecturas teóricas y en análisis históricos de los campos artísticos de otros países en otros momentos, de que dos importantes factores explicativos del proceso estaban siendo analizados de forma insuficiente: en primer lugar, el papel activo del creciente número de galerías de la época, y en segundo, la cuestión del origen social de los nuevos productores artísticos, y las disposiciones emanadas y propiciadas por esta procedencia.

El avance de la investigación fue mostrando que esta última ocurrencia era plausible. Cuando se tuvo la oportunidad de compartir algunos aspectos de la investigación con historiadores del arte mexicanos especializados en el siglo xx, se pudo comprobar que la hipótesis de que los artistas de «la ruptura» pudieran tener una procedencia de clase, en general, privilegiada y diferenciada de los muralistas de su edad, no era considerada como estrambótica. Es más, era una cuestión que se sabía en mayor o menor medida, en el sentido de que se conocían varios de los aspectos familiares fundamentales de estos artistas, además de sus costumbres festivas develadoras de cierta posición de clase (Eder, 2014, p. 30). Sin embargo, las publicaciones existentes evidenciaban que no se había considerado pertinente hacer esto explícito ni analizarlo como si se tratara de un aspecto constituyente del devenir y de la disputa artística; algo que la presente investigación muestra que era esencial.

En la historiografía del arte mexicano, la postura teórica que de manera principal pudiera haber puesto uno de sus focos en el aspecto de las clases sociales y sus implicaciones en el arte –esto es, el marxismo– es muy minoritaria. Otra perspectiva que podría haber tratado de analizar cómo las prácticas y nociones específicas de unos artistas guardan relación con el origen y la trayectoria social de estos productores, sería la del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Sin embargo, la ausencia del marxismo tiene también consecuencias en teorías adyacentes y con las que dialoga, como la bourdiana, puesto que en un contexto académico con un escaso análisis de las clases sociales y sus implicaciones, esta misma teoría tiene mayores oportunidades de ser leída y desarrollada en términos culturalistas, por ejemplo, autonomizando del todo la autonomía relativa del campo artístico. En dicha situación, se vuelve más factible hacer una utilización de Bourdieu al margen del énfasis en la desigualdad y los antagonismos sociales que recorren todo su trabajo, y cuyas consecuencias se empeñó en evidenciar en terrenos tan remotos como los del gusto (Bourdieu, 2012).

¿Y qué interés tienen estos dos cuerpos teóricos para las páginas que siguen? Pues uno central, ya que resultan excelentes para responder a la inquietud inicial y constituyen la base de esta investigación. El diálogo entre ambas perspectivas se desarrolla en los puntos de interés de cada capítulo, siempre con la intención de aclarar el proceso histórico, esto es, como recurso analítico y no como embrollo discursivo. Pero aquí conviene dedicar una mera página a algunos puntos generales en los que luego se ahondará, incluso a costa de que su señalamiento ahora pueda resultar algo abstracto para quienes no estén familiarizados con estas perspectivas.

Es indispensable reconocer que hay ciertos saltos importantes entre el marxismo y la teoría de Bourdieu, pero también que estos no son mayores que la distancia existente entre algunos marxistas.1 Quizá sea más contradictorio hablar de marxismo en singular que poner a dialogar ciertos marxismos con Bourdieu. En realidad, esta supuesta incompatibilidad no tiene en cuenta aspectos bourdianos fundamentales que son una clara herencia marxista; sobre todo tres cuestiones: el peso de las clases sociales –y su carácter antagónico (Bourdieu, 2012, pp. 287-288)–, la relativa autonomía del campo artístico, y la perspectiva dialéctica, que en Bourdieu subyace en todas sus nociones fundamentales –campo, habitus y capitales, entre otros aspectos bajo la idea de lo relacional y las dobles dinámicas.

Un ejemplo del diálogo entre estas teorías puede verse en un libro de Néstor García Canclini (2001) que salió a la luz en 1979, titulado La producción simbólica. Teoría y método en la sociología del arte. Esta publicación se situaba en la perspectiva marxista en diálogo crítico con Arnold Hauser, Jean-Paul Sartre y también con Bourdieu. En ella aparecen varios aspectos que encontramos después en Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario de Bourdieu (2011a), tal y como también ocurre con el posterior trabajo de Janet Wolff (1997), La producción social del arte. Por tanto, el diálogo entre estas perspectivas, incluidas sus confrontaciones, no es un capricho arbitrario, sino parte del desarrollo histórico de ambas teorías.2 Resulta paradójico que su puesta en común encuentre en la actualidad oposiciones de partida debido a una supuesta ilegitimidad; que encuentre reticencias el hecho de poner a trabajar las relaciones entre uno de los pilares de la sociología –Marx– y un sociólogo posterior –Bourdieu–, cuando este último es evidente y reconocido deudor de los tres clásicos de su disciplina, a los que no consideró irreconciliables: Marx, Weber y Durkheim (Gutiérrez, 2003, p. 453). Oponerse a ello sería algo así como negar lo que el mismo Bourdieu encarna; y sin embargo, esa oposición está presente en favor de mantener incontaminado a Bourdieu, mientras que varios marxistas discuten con él para apropiarse de lo considerado pertinente.

Para cerrar con esto basta decir que la relación entre el marxismo y la teoría bourdiana podrá juzgarse en el presente texto, no sólo de forma abstracta, sino en la observación del hecho empírico, que es otro ámbito en el que hay que disputar su complementariedad o contradicción. Y este señalamiento antiescolástico está tanto en el Marx de las Tesis sobre Feuerbach como en el Bourdieu no “muy aficionado a la ‘gran teoría’” (Bourdieu, 2011a, pp. 265-266).

Lejos de lo que pudiera ahora mismo parecer, el cuerpo del texto no está dominado por grandes discusiones conceptuales, sino por un diálogo entre el análisis de ciertos datos y la pertinencia teórica que hizo centrarse precisamente en unas y no en otras cuestiones empíricas. Toda explicación de la realidad es por necesidad reduccionista3 y, como ya sabemos, los datos no hablan por sí mismos (Gutiérrez, 2003, p. 456). Hacer referencia a un hecho histórico desde unos u otros datos acarrea una abstracción, una teorización sobre qué es lo fundamental en la sociedad, la historia y el proceso particular. Y esta teorización puede ser explícita, objetivada y reflexiva, o implícita e ingenua, e incluso deliberadamente críptica. En este caso, ya desde este preámbulo, se ha elegido la primera opción.

Al realizar un gran esfuerzo por ir y venir de lo particular a lo general, se ha pretendido que el texto permita apropiarse de las cuestiones históricas del momento y de las posturas teóricas generales. Se ha tratado de teorizar desde lo concreto, y se han expuesto algunos detalles históricos que podrían resultar banales si no vinieran hilvanados por cierta lógica teórica. A fin de cuentas, para acercarse a la relación entre arte y clases sociales es posible leer a decenas de marxistas o a Bourdieu, pero de pronto un recorte de periódico logra dar una imagen más nítida del momento: “José Luis Cuevas, pintor de veinte años, […] acaba de vender la mayor parte de su obra al doctor Alvar Carrillo Gil, quien en 1948, compró la exposición completa de Alfonso Michel, en la cual se encontraba su obra predilecta, El desnudo, el torito y la paloma. Y a propósito de este último pintor, piensa marcharse en breve a su castillo medieval del sur de Francia.”4

Precisamente era en esta relación entre la teoría y la empiria donde se revelaba la pertinencia del marxismo. Si el número de galerías privadas estaba creciendo en los años cincuenta y los artistas empezaban a hacerse visibles a través de ellas –algo que no había ocurrido en la etapa previa, en la del muralismo, donde estos espacios eran escasos y precarios–, la importancia del mercado en el nuevo arte parecía fundamental, de modo que se volvía necesario comprender su surgimiento. Si sólo se hubiera realizado un análisis social de un punto concreto de la historia, un corte en el que observar la relación congelada entre los diversos agentes que conformaban el campo –productores plásticos, críticos, historiadores, galeristas, etc.– y algunas galerías, entonces tan sólo habríamos encontrado una exclusión de los sectores populares en varios niveles: tanto en la elite que conforma el mercado, como en los productores que mayoritariamente demanda y en los demás agentes culturales implicados en este proceso. En ese caso no hubiera podido exponerse la pertinencia del alérgico concepto que aparece en el título de esta publicación, el de luchas de clases; es decir, hubiera sido complicado evidenciar cómo la desigualdad social genera dinámicas divergentes con consecuencias incluso para los pulcros templos del arte. Dicho corte tan sólo nos habría mostrado un “balance en un momento dado del tiempo de lo que ha sido adquirido en las luchas anteriores” (Bourdieu, 2012, p. 287), sin oportunidad de observar precisamente esas luchas previas que han arrojado ese balance concreto. Sin embargo, al partir de una perspectiva procesual de varias décadas, al analizar los embates sociales que permitieron el surgimiento de la burguesía coleccionista y una clase media urbana apegada a ella –en las cuales se apoyó la nueva organización del campo artístico–, y al observar esto junto con la confrontación que dichos sectores ejercieron contra los aspectos sociales del Estado posrevolucionario, propiciando su transformación sobre todo a partir de 1940, entonces –y aunque ahora sea un acto de confianza considerar plausible lo que a continuación se afirma, que sólo se hará evidente a partir del tercer capítulo– el conflicto artístico, bajo su modo específico, se vuelve expresión de estas luchas de clases y parte activa de las mismas.

Las virtudes de este análisis son muchas. Entre otras cuestiones, nos permitirá entender el grado de beligerancia que adoptó la polémica entre las concepciones artísticas enfrentadas, además de las correspondencias de los artistas de la época entre sus posturas políticas, artísticas y su procedencia social.

Teniendo en cuenta esto, se pone de relieve que la concepción de un contexto histórico del arte es una noción que no evidencia las profundas conexiones entre arte y sociedad; el contexto es mucho más que el contexto. Los procesos económicos, políticos y sociales en general no son una especie de ambiente sobre el cual flota el campo cultural o a través del cual se desarrolla, sino que, a través de complejas interrelaciones, se vuelven ámbitos constitutivos de dicho campo; y es necesario problematizar esta relación teniendo en cuenta que históricamente se altera. Los aspectos políticos –también los económicos y los sociales– dialogan con los culturales e ideológicos, en cuyo proceso histórico se forjan mutuamente. Cada cual tiene su especificidad, pero dota a los otros de ciertas posibilidades, opciones, posiciones, nociones..., bajo unas relaciones concretas que deben ser analizadas empíricamente en cada caso.

México nos ofrece dos claros ejemplos de diferentes relaciones entre estas dimensiones de apariencia inconexa. Es evidente, y hasta parece innecesario señalarlo, que las transformaciones sociales producidas por la revolución mexicana (1910-1920) que influyeron en el arte de los años veinte y auparon al muralismo, fueron muy diferentes respecto al tipo de alteraciones sociales generales que permitieron el surgimiento de «la ruptura» tres décadas más tarde. Pero ocurre que no sólo fue diferente la transformación social, sino que el campo artístico también se encontraba en otra situación, y se conectaba de una nueva manera con las nuevas transformaciones. En sentido inverso, la forma en que ambos procesos pictóricos influyeron sobre el resto de los aspectos sociales, también fue diferente: el muralismo implicó, para las dimensiones sociales y políticas de los años veinte y treinta, algo distinto que «la ruptura» para los años cincuenta y sesenta, por más que ambas expresiones artísticas parezcan socialmente simétricas al ser las dominantes en su momento. El presente trabajo tratará de resolver algunas de estas conexiones cambiantes; sobre todo las que conciernen a «la ruptura».

Para ello, la estructura expositiva que se ha seguido es la siguiente:

1) El primer capítulo funciona a modo de esbozo histórico. En él se abordan un par de exposiciones polémicas de los años sesenta para entrar directamente al nudo y comenzar a desatarlo. Partir de este punto concreto permite entender las cuestiones que se estaban debatiendo en aquella época en el campo artístico, y los posicionamientos que se tomaban. A continuación se ubican los dos grupos cuyas posturas se confrontaban: los artistas del Frente Nacional de Artes Plásticas y los de «la ruptura». Este capítulo se cierra con unas apreciaciones sobre la guerra fría cultural, de la cual, de un modo u otro, formaban parte las discusiones referidas. En mayor o menor medida, todos los aspectos esenciales del resto de los capítulos hacen ya aparición en su forma más simple aquí. Se considera que este método de exposición permite realizar una paulatina inmersión en la complejidad, de forma que esta no quede definida como un caos absurdo, sino como un entramado de procesos que la investigación social simplifica en diferentes niveles para hacerlos aprehensibles. Estas simplificaciones de determinados devenires son susceptibles de ser matizadas con el avance de la exposición de los detalles históricos –como en algunos casos sucederá–, pero no por ello son falsadas, puesto que su validez reside en que la dinámica que identifican no niega que en su interior existan otras dinámicas menores y divergentes que, sin embargo, no alteran el curso de la general, que será determinada en la discusión teórico-empírica.

2) El segundo capítulo lleva a fondo la caracterización de los artistas «rupturistas», y lo hace mediante un detallado análisis de las trayectorias y características sociales de 26 pintores fundamentales. Con ello, este sector de productores plásticos queda definido de doble manera: por sus implicaciones respecto al campo artístico en particular y respecto al campo social en su conjunto, observando las relaciones de sus posiciones en ambos campos.

3) En los capítulos tercero y cuarto, se evidencia cómo las cualidades socioartísticas de los pintores analizados eran de gran utilidad para adentrarse en las nuevas instituciones en creciente importancia: las galerías. En dichos capítulos se historizan cuatro de estos espacios que fueron fundamentales para el proceso. Con ello, se analizan las relaciones y dinámicas que activaban y que disuadían al interior del campo. Como se verá, las galerías no eran receptáculos pasivos del arte. El tercer capítulo, centrado en la galería Proteo, incluye algunas cuestiones sobre la crítica de la época para acercarse al juego entre artistas, crítica y galería. También contiene elementos sobre la abstracción en aquellos años, culminando con ciertos aspectos de importancia sobre la exposición encargada por Fernando Gamboa para el pabellón de México de la Expo 70 de Osaka (el primer encargo estatal con varios murales abstractos).

4) El cuarto capítulo, por su parte, abre con un repaso del abanico de galerías que existían a inicios de los años cincuenta, incluida la Prisse, para después centrarse en las galerías de Antonio Souza y Juan Martín. Ya desde el capítulo dos quedará claro por qué centrarse en estos y no en otros espacios. Como parte específica del estudio de las salas privadas, este capítulo se cierra con un análisis de las ventas de algunos artistas de la galería Juan Martín entre 1961 y 1973, lo que aporta datos concretos para repensar de manera más exacta la tan mencionada ausencia de ventas de estos pintores.

5) El quinto capítulo retrocede en la perspectiva de análisis, observando a las galerías mencionadas y al resto como parte de un proceso social amplio. Se evidencia allí que había un fuerte componente de clase en la reestructuración espacial y organizacional del campo artístico de la Ciudad de México de la época.

6) El sexto y último capítulo contiene un estudio del modo en que la noción de ruptura llegó a nombrar a esta etapa artística. Con él, entran en el análisis del proceso los historiadores del arte, que, al igual que las galerías, fueron parte activa del devenir de esta etapa y de su percepción. Como se ha podido intuir en este preámbulo, el concepto de «ruptura» va a aparecer, hasta el capítulo sexto, agarrado por esas pinzas que son las comillas angulares (y también harán presencia así otros términos de la época, o asignados a ella, que son discutibles pero cuyo uso resulta sugerente). En primer lugar, y por respeto al lector, a su tiempo y a su interés, se ha considerado que sería harto tedioso comenzar a narrar un proceso histórico explicando su denominación. Además, la discusión sobre la pertinencia del nombre adoptado sólo puede ser abordada de forma crítica tras todo el trabajo de los capítulos previos.

La estructuración parece tener un desarrollo en creciente amplitud temporal, pues parte de cuestiones más concretas a las que posteriormente se les van amalgamando otros aspectos. Sin embargo, como se podrá ver, las referencias procesuales largas que se exponen al final se han ido conjeturando ya desde el inicio, y al mismo tiempo algunos aspectos particulares vuelven a hacer presencia en las últimas secciones para aterrizar lo general.

Es necesario aclarar que cada capítulo se ocupa de un asunto de manera subordinada al conjunto. Esto hace que en gran medida no sean autosuficientes, y que por ejemplo la importancia de los recursos de los agentes estudiados en el segundo capítulo se haga más evidente en el tercero y el cuarto. Debido a esta interrelación, al inicio –y ya desde este preámbulo– se pueden encontrar algunas afirmaciones un tanto abstractas, teóricas e incluso rimbombantes, junto a la promesa de aterrizarlas más adelante y verlas funcionando en su simpleza histórica. Pues bien, la promesa se cumple, y los capítulos tercero y cuarto son especialmente pródigos en esto.

De las cuatro galerías que de forma más explícita se analizan en este libro, a la Proteo se le ha dedicado un mayor esfuerzo de investigación, mientras que la historia y el funcionamiento de las dos últimas han sido narrados prácticamente a partir de fuentes secundarias. Dedicar un mayor trabajo al análisis de esta galería tenía pertinencia por varias razones:

1) En primer lugar, este espacio, a diferencia de los otros, no tiene dedicado un artículo, una tesis, un capítulo o un libro que haya intentado explicar su funcionamiento.

2) En segundo lugar, la galería Proteo fue el espacio que acogió a buena parte de los pintores de «la ruptura», de modo que era necesario analizarla. Esta investigación no podía avanzar ante semejante vacío historiográfico; era necesario hacerse una idea cuanto menos básica de su funcionamiento.

3) En tercer lugar, para el planteamiento de esta investigación era indispensable –como ya se verá– reconstruir las exposiciones de dicha galería, trabajo que, al ir realizándose, revelaba una interesante y activa historia que permitía contribuir a explicar el funcionamiento del mercado del arte y a cuestionar algunos planteamientos asentados sobre la etapa.

Todas estas razones se conectaron e impusieron la pertinencia de dedicar un capítulo propio a la galería Proteo. Cuando este esfuerzo se acabó provisionalmente, el resultado se vio reforzado por la información recogida en dos entrevistas con Ester Echeverría, quien había trabajado en la galería entre 1957 y 1959. Gracias a este testimonio se resolvieron muchas dudas que la revisión hemerográfica había dejado abiertas.

Antes de entrar propiamente al meollo, conviene señalar un último aspecto. Partiendo de las galerías mencionadas y de los artistas de «la ruptura», la investigación se ha centrado en el campo artístico mexicano, o más bien, en el campo artístico de la Ciudad de México, sin especial énfasis en las cuestiones internacionales. Las razones de esta elección pueden resumirse de una forma sintética: las fuerzas sociales y artísticas que se desenvolvían en la época en el plano internacional y en las cuales estaba inmerso el campo mexicano de interés, no actuaban sobre él sino a costa de entrar en resonancia con determinados sectores, instituciones e ideologías de dicho campo concreto. Este era un espacio parcialmente delimitado a nivel nacional aunque surcado por diferentes dinámicas que atravesaban el resto del globo, las cuales, si bien a lo largo de la historia habían contribuido a definir el campo artístico mexicano, le dejaban reaccionar de diferente manera en función de su estado. De modo que analizar la especificidad de este campo era fundamental, sobre todo si, como veremos, algunas explicaciones habían apelado de forma unilateral a lo externo para dar respuesta a la situación de lo interno.

Esta postura no es más que la adaptación, a un campo específico, de la concepción general de Sergio Bagú sobre el ordenamiento circunstancial de los factores “endógenos” y “exógenos” (Bagú, 2005, pp. 96-100), y que tiene pertinencia no sólo por cuestiones del ámbito artístico, sino también del conjunto de lo social. Como veremos, del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) al de Miguel Alemán (1946-1952) se dieron los reacomodos de fuerzas que estaban detrás de la restructuración del campo artístico nacional y que hicieron posible, no sólo la existencia social de «la ruptura», sino también el debilitamiento del muralismo mexicano. Todo ello ocurrió por alteraciones al interior del país que, si bien fueron aceleradas por la dinámica de la guerra fría, respondían a una tendencia interna ya iniciada desde antes; en realidad desde la misma revolución. Incluso cuando el dominio estadunidense se presentaba de forma más abierta, la permeabilidad mexicana era más bien la complacientemente atracción de las influencias estadunidenses por parte de sectores nacionales interesados en ellas.

notas

1 Véase, por ejemplo, las importantes discrepancias al interior del propio marxismo en torno a esas tres escasas páginas que son las Tesis sobre Feuerbach (Sánchez Vázquez, 1980, pp. 153-154).

2 “Bourdieu y su grupo del Centro de Sociología Europea [desde mediados de los años sesenta, realizaban] contribuciones originales a los problemas sociológicos del arte tratados por el marxismo, asimilando su teoría con tanta despreocupación por su fidelidad como Hauser pero con incomparable rigor” (García Canclini, 2001, pp. 57-58).

3 Jorge Luis Borges, en un relato breve titulado “Del rigor en la ciencia”, ya nos dio una solución a este dilema. En su cuento, unos esmerados cartógrafos, para ser completamente fieles en su representación del imperio, crearon un mapa del tamaño del territorio; mapa sin valor que las generaciones futuras dejaron estropear y desaparecer. Es probable que esto haya sido comentado por Bourdieu en alguna parte.

4 R. Castro, “Genio y figuras”, Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, 27 de junio de 1954, p. 9-C.