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Los Rescatados

Serie Conflicto

Elena G. de White

Título del original: From Here to Forever, Pacific Press Publishing Association, Nampa, ID, E.U.A., 2009.

Dirección: Natalia Jonas

Traducción: Claudia Blath

Diseño del interior: Silvia Lifman

Diseño de tapa: Carlos Schefer

Ilustración de tapa: Vandir Jr.

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e – Book

MMXIX

Es propiedad. © Pacific Press Publ. Assn. (2009).

© ACES (2019).

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-062-2

White, Elena G. de

Los Rescatados: Serie Conflicto / Elena G. de White / Dirigido por Natalia Jonas / Ilustrado por Vandir Jr. – 1ª ed. – Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Claudia Blath

ISBN 978-987-798-062-2

1. Escatología. I. Jonas, Natalia., dir. II. Vandir Jr., ilus. III. Blath, Claudia, trad. IV. Título.

CDD 236

Publicado el 23 de diciembre de 2019 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

Este libro es una traducción y adaptación del libro From Here to Forever, la edición condensada del clásico de Elena de White El conflicto de los siglos. El libro condensado incluía todos los relatos y principales aplicaciones contenidas en el libro original, y utilizaba las palabras de Elena de White, pero con un texto reducido.

Esta adaptación, Los Rescatados, da un paso más en este sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto de la edición condensada frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White. Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.

Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Versión Internacional. Otras versiones utilizadas son la Reina-Valera, revisión de 1960 (RVR); la Nueva Traducción Viviente (NTV); la Reina-Valera Contemporánea (RVC); la Reina Valera Antigua (RVA); la Versión Moderna (VM); la Biblia de Jerusalén (BJ); y la Nueva Biblia de las Américas (NBLH).

Los Rescatados brinda respuestas consoladoras a preguntas que nos angustian. ¿Qué futuro tiene nuestro mundo? ¿Terminará con el llanto de un niño que lucha en medio de la agonía de sus últimas inspiraciones en una atmósfera contaminada, o con el estallido formidable de un infierno atómico producido por una bomba de hidrógeno? ¿O es que los seres humanos –que en toda la historia nunca han conseguido dominar su propio egoísmo básico– repentinamente tendrán éxito en desterrar el mal, la guerra, la pobreza y aun la muerte?

La vida tiene significado. ¡No estamos solos en el universo! ¡Hay alguien que nos cuida y está interesado en nosotros! Alguien que, por cierto, está muy interesado en el desarrollo de la historia humana, que se unió con nuestra raza en persona, de manera que él pudiera alcanzarnos, y nosotros llegar a él. Alguien cuya mano todopoderosa ha estado sobre este planeta y lo conducirá de regreso a la paz, muy pronto.

Pero hace muchísimos siglos, un ser cósmico persuasivo se propuso asumir el control de nuestro mundo y desviar el plan de Dios para la felicidad de la familia humana. En lenguaje gráfico –que millares de personas han considerado un lenguaje inspirado– la autora de este libro descorre el velo de lo confuso y desconocido, y en forma valiente expone las estrategias de ese ser poderoso, aunque invisible, cuya mano está extendida para tomar posesión de la soberanía de nuestro mundo. En el escenario humano, gobernantes idólatras y organismos religiosos apóstatas son expuestos como participantes en esta gran conspiración.

Solamente en una época de libertad religiosa podía imprimirse un libro como este, y circular con tanta profusión, puesto que se refiere en forma muy directa a algunas de las instituciones más poderosas de nuestro tiempo. Nos explica la razón por la que se necesitó una Reforma, y por qué esta se detuvo; nos cuenta la triste historia de la iglesia apostólica, las alianzas persecutorias, la gestación de una peligrosa unión entre la Iglesia y el Estado, que jugará un papel importante antes de que finalice la lucha milenaria entre el mal y el bien. Y todo ser humano será participante en este tremendo conflicto.

Aquí la autora escribe acerca de cosas que ni siquiera existían en su época. Y habla con una honradez que perturba y alarma, pero a la vez orienta. Los diferentes aspectos del conflicto son tan grandes, y las posibles consecuencias tan enormes, que alguien tenía que hacerse eco forzosamente de estas palabras de advertencia e iluminación.

Ninguna persona que lea este libro pensará que el motivo que lo llevó a leerlo es obra de la casualidad.

Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos.

LOS EDITORES.

Capítulo 1

Una revelación del destino del mundo

Desde la cumbre del Monte de los Olivos, Jesús contemplaba Jerusalén, donde resaltaban las magníficas construcciones del templo. El sol poniente doraba la nívea blancura de sus muros de mármol y se reflejaba en la parte superior del templo y su torre. ¡Qué miembro del pueblo de Israel podía observar la escena sin sentir gozo y admiración! Pero eran otros los pensamientos que ocupaban la mente de Jesús. “Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella” (Luc. 19:41).

Jesús no derramaba lágrimas por sí mismo, aunque ante él se encontraba el Getsemaní, el escenario de su próxima agonía, que ya no estaba distante, y el Calvario, el lugar de su crucifixión. Pero no eran estas las escenas que ensombrecían esta hora de alegría. Lloraba por los millares de habitantes de Jerusalén sentenciados a la destrucción.

Jesús observaba la historia de más de mil años en que el favor especial y el cuidado protector de Dios se habían manifestado hacia el pueblo elegido. Jerusalén había sido honrada por Dios más que cualquier otro lugar de la Tierra. El Señor “ha escogido a Jerusalén; ha querido que sea su hogar” (Sal. 132:13, NTV). Durante siglos, los santos profetas habían anunciado mensajes de advertencia. A diario, la sangre de los corderos había sido ofrecida para representar la del Cordero de Dios.

Si Israel se hubiera mantenido leal al Cielo, Jerusalén habría permanecido para siempre como la elegida de Dios. Pero la historia de este pueblo favorecido registra apostasía y rebelión. Con un amor mayor que el de un padre que se compadece, Dios había tenido “amor a su pueblo y al lugar donde habita” (2 Crón. 36:15). Dado que las amonestaciones y reprensiones habían fallado, él envió el mayor don del cielo, el Hijo de Dios mismo, para exhortar a la ciudad obstinada.

Durante tres años, el Señor de luz y gloria había caminado entre su pueblo “haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo”, poniendo en libertad a los cautivos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo que el cojo caminara y el sordo oyera, limpiando a los leprosos, resucitando a los muertos y predicando el evangelio a los pobres (ver Hech. 10:38; Luc. 4:18; Mat. 11:5).

Como un peregrino sin hogar, vivió para suplir las necesidades y aligerar las penas de los hombres, y para rogarles que aceptaran el don de la vida. Las olas de misericordia, rechazadas por esos corazones obstinados, regresaban en una oleada más fuerte de amor compasivo e inexpresable. Pero Israel había rechazado a su mejor Amigo y a su único Ayudador. Los ruegos de su amor habían sido despreciados.

La hora de esperanza y perdón se estaba esfumando rápidamente. La tormenta que se había estado formando durante siglos de apostasía y rebelión estaba por estallar sobre un pueblo culpable. El único que podía salvarlos de su destino inminente había sido despreciado, maltratado y rechazado, y pronto iba a ser crucificado.

Cuando Cristo contempló Jerusalén, lo angustiaba la condenación de toda una ciudad, de toda una nación. Contempló al ángel destructor con la espada levantada contra la ciudad que durante tanto tiempo había sido la morada de Dios. Desde el mismo lugar que más tarde fue ocupado por Tito y su ejército, contempló, más allá del valle, los atrios y pórticos sagrados. Con ojos inundados por las lágrimas, vio las murallas rodeadas de tropas enemigas. Oyó la marcha de los ejércitos que avanzaban en son de guerra, la voz de las madres y los niños que clamaban por pan en la ciudad sitiada. Vio su santo templo, sus palacios y sus torres, entregados a las llamas, y reducidos a un montón de ruinas humeantes.

Observando la marcha de los siglos, vio al pueblo del pacto esparcido por todos los países, “como náufragos en una playa desierta”. La piedad divina y el sublime amor de Cristo se volcaron en las amorosas palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Mat. 23:37).

Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la incredulidad y la rebelión, que está pronto a recibir los juicios retributivos de Dios. Su corazón fue conmovido de piedad por los que en la Tierra estaban afligidos y sufrían. Anhelaba aliviarlos, y estaba dispuesto a derramar su alma hasta la muerte para poner la salvación a su alcance.

¡La Majestad del cielo envuelta en lágrimas! Esa escena muestra cuán dura es la tarea de salvar al culpable de las consecuencias de la transgresión de la ley de Dios. Jesús vio al mundo envuelto en el engaño, un engaño similar al que causó la destrucción de Jerusalén. El gran pecado de los judíos fue su rechazo de Cristo; el gran pecado del mundo sería su rechazo de la ley de Dios, el fundamento de su gobierno en el cielo y en la Tierra. Millones de personas esclavizadas por el pecado, en peligro de sufrir la muerte eterna, rehusarían escuchar las palabras de verdad el día que se las dijeran.

El magnífico templo condenado

Dos días antes de la Pascua, Jesús fue de nuevo con sus discípulos al Monte de los Olivos que dominaba la ciudad. Una vez más, observó el templo con su deslumbrante esplendor, una joya de hermosura. Salomón, el más sabio de los reyes de Israel, había completado el primer templo, el edificio más magnífico que el mundo haya visto. Después de su destrucción por parte de Nabucodonosor, fue reedificado quinientos años antes del nacimiento de Cristo.

Pero el segundo templo no había igualado al primero en esplendor. No hubo una nube de gloria, no descendió fuego del cielo sobre su altar. El arca, el propiciatorio y las tablas del testimonio no se encontraban allí. No se había escuchado una voz procedente del cielo, manifestando al sacerdote la voluntad de Dios. El segundo templo no fue honrado por la nube de la gloria de Dios, pero sí con la presencia viva de aquel que era Dios mismo manifestado en carne. El “Deseado de todas las gentes” había venido a su templo cuando el Hombre de Nazaret enseñaba y sanaba en los atrios sagrados. Pero Israel había rechazado el Don ofrecido por el cielo. Junto con el humilde Maestro que ese día había salido por sus doradas puertas, la gloria se había apartado para siempre del templo. Ya se estaban cumpliendo las palabras del Salvador: “La casa de ustedes va a quedar abandonada” (Mat. 23:38).

Los discípulos se habían llenado de asombro ante el anuncio profético de Cristo de que el templo sería destruido, y anhelaban entender el significado de sus palabras. Herodes el Grande había contribuido tanto con tesoros romanos como con recursos judíos para darle mayor hermosura. Enormes bloques de mármol blanco, traídos desde Roma, formaban parte de su estructura. A estos los discípulos habían llamado la atención de su Maestro, diciendo: “¡Mira, Maestro! ¡Qué piedras! ¡Qué edificios!” (Mar. 13:1).

Pero Jesús respondió con estas solemnes y terribles palabras: “¿Ven todo esto? Les aseguro que no quedará piedra sobre piedra, pues todo será derribado” (Mat. 24:2). El Señor había dicho a los discípulos que él vendría por segunda vez. Por lo tanto, ante la mención de los juicios que caerían sobre Jerusalén, sus mentes se concentraron en su venida, y preguntaron: “¿Cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?” (Mat. 24:3).

Cristo presentó delante de ellos un delineamiento de los principales acontecimientos que ocurrirían antes del fin del tiempo. La profecía que pronunció tenía un doble significado. En tanto que anunciaba la destrucción de Jerusalén, predecía a la vez los terrores de los días finales del mundo.

Los juicios de Dios caerían sobre Israel por haber rechazado al Mesías y crucificado al Salvador. “Así que cuando vean en el lugar santo “el horrible sacrilegio”, del que habló el profeta Daniel (el que lee, que lo entienda), los que estén en Judea huyan a las montañas” (Mat. 24:15, 16; ver también Luc. 21:20, 21). Cuando los estandartes idolátricos de los romanos se establecieran en los terrenos sagrados fuera de los muros de la ciudad, los seguidores de Cristo debían huir para salvarse. Los que escaparan, debían hacerlo sin demora. Debido a los pecados de Jerusalén, la ira caería sobre la ciudad. Su persistente incredulidad hizo que su destrucción fuera segura (ver Miq. 3:9-12).

Los habitantes de Jerusalén acusaron a Cristo de ser la causa de todos los problemas que les habían sobrevenido como consecuencia de sus pecados. Aunque sabían que él era sin pecado, declararon que su muerte era necesaria para la seguridad de la nación. Aceptaron la sentencia del sumo pontífice, que les dijo que sería mejor que muriera un hombre y no que toda la nación se perdiera (ver Juan 11:47-53).

Aunque mataron a su Salvador porque él censuró sus pecados, se consideraban a sí mismos como el pueblo favorecido de Dios y esperaban que el Señor los libertara de sus enemigos.

La paciencia de Dios

Durante casi 40 años, el Señor retrasó sus juicios. Había todavía muchos judíos que ignoraban el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían disfrutado del conocimiento que sus padres habían despreciado. Mediante la predicación de los apóstoles, Dios hizo que la luz brillara sobre ellos. Veían cómo la profecía se había cumplido no solamente con el nacimiento y la vida de Cristo, sino también con su muerte y su resurrección. Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando ellos rechazaron el conocimiento adicional que les fue concedido, se hicieron partícipes de los pecados de sus mayores y colmaron la medida de su iniquidad.

Los judíos, en su obstinada rebeldía, rechazaron la última oferta de misericordia. Entonces Dios retiró su protección de ellos. La nación fue abandonada al control del dirigente que había escogido. Satanás despertó las pasiones más feroces y degradadas del alma. Los hombres eran irrazonables, y estaban dominados por el impulso y el odio ciego, y actuaban con crueldad satánica. Amigos y parientes se traicionaban unos a otros. Los padres mataban a los hijos, y los hijos a los padres. Los gobernantes no tenían poder para gobernarse a sí mismos. La pasión los convirtió en tiranos. Los judíos habían aceptado el falso testimonio para condenar al inocente Hijo de Dios. Ahora, falsas acusaciones habían hecho insegura su vida. El temor de Dios ya no los preocupaba. Satanás estaba a la cabeza de la nación.

Los líderes de partidos opositores combatían entre sí y se mataban sin misericordia. Incluso la santidad del templo no detenía su horrible ferocidad. El Santuario fue deshonrado por los cuerpos de los asesinados. Sin embargo, los promotores de esta obra infernal declararon que no tenían temor de que Jerusalén fuese destruida. Era la ciudad de Dios. Aunque las legiones romanas estuvieron rodeando el templo, las multitudes se aferraron a su creencia de que el Altísimo se interpondría para derrotar a los adversarios. Pero Israel había despreciado la protección divina, y ahora no tenía defensa.

Un desastre portentoso

Todas las predicciones dadas por Cristo acerca de la destrucción de Jerusalén se cumplieron al pie de la letra. Aparecieron señales y milagros. Durante siete años, un hombre estuvo recorriendo las calles de Jerusalén, declarando las desgracias que vendrían. Este extraño personaje fue apresado y azotado, pero ante el insulto y los maltratos, solamente contestaba: “¡Ay de Jerusalén!” Finalmente, fue asesinado durante el sitio de la ciudad que él predijo.1

Ni un solo cristiano pereció en la destrucción de Jerusalén. Después que los romanos habían rodeado la ciudad bajo el mando de Cestio, inesperadamente abandonaron el sitio cuando todo parecía favorable para el ataque. El general romano retiró sus fuerzas sin la menor razón aparente. La señal prometida había sido dada a los cristianos que esperaban (Luc. 21:20, 21).

Los hechos se desarrollaron de tal manera que ni los judíos ni los romanos impidieran la huida de los cristianos. Ante la retirada de Cestio, los judíos lo persiguieron, y mientras ambas fuerzas estaban así completamente ocupadas en batalla, los cristianos de todo el país pudieron escapar sin problemas a un lugar seguro: la ciudad de Pella.

Las fuerzas judías, al perseguir a Cestio y a su ejército, cayeron sobre la retaguardia. Con gran dificultad, los romanos tuvieron éxito en su retirada. Los judíos con sus despojos regresaron en triunfo a Jerusalén. Sin embargo, este aparente éxito les trajo solo el mal. Inspiró ese espíritu de tenaz resistencia a los romanos que trajo indescriptibles sufrimientos a la ciudad condenada.

Terribles fueron las calamidades que cayeron sobre Jerusalén cuando Tito reinició el sitio. La ciudad fue rodeada en ocasión de la Pascua, cuando millones de judíos se reunían dentro de sus muros. Anteriormente, muchos depósitos de provisiones habían sido destruidos debido a las luchas de los partidos contendientes. Ahora empezaron a experimentarse todos los horrores del hambre. Los hombres comían el cuero de sus zapatos y sandalias y las cubiertas de sus escudos. Gran cantidad salía de noche para juntar plantas silvestres que crecían fuera de los muros de la ciudad, aunque entonces muchos de ellos eran torturados cruelmente hasta la muerte. A menudo, a los que regresaban salvos se les robaba todo lo que habían recogido. Los esposos despojaban a sus esposas, y las esposas a sus maridos. Los hijos arrebataban el alimento de las bocas de sus padres ancianos.

Los dirigentes romanos trataron de aterrorizar a los judíos y así obligarlos a rendirse. Los prisioneros eran azotados, torturados y crucificados ante los muros de la ciudad. A lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se levantaron cruces en tal cantidad que apenas había lugar para moverse entre ellas. De esta manera, fue castigada aquella imprecación terrible pronunciada ante Pilato: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mat. 27:25).

Tito se llenó de horror al ver los cuerpos amontonados en los valles. Como si estuviera en trance, observó el magnífico templo y ordenó que no se tocara ninguna piedra de su estructura. Dirigió un ferviente llamamiento a los líderes judíos a que no lo obligaran a contaminar con sangre el lugar sagrado. ¡Si lucharan en cualquier otro lugar, ningún romano violaría la santidad del templo! Josefo mismo les rogó que se rindieran para salvarse, y para salvar también la ciudad y el lugar de culto; pero fue rechazado con amargas maldiciones. Arrojaron flechas contra él, su último mediador humano. Los esfuerzos de Tito para salvar el templo fueron en vano. Uno mayor que él había declarado que no sería dejada piedra sobre piedra.

Finalmente, Tito, determinado a salvar el templo de la destrucción, si era posible, decidió tomarlo por asalto. Pero sus órdenes fueron desobedecidas. Un soldado, aprovechándose de una abertura en el pórtico, arrojó un leño encendido, e inmediatamente las habitaciones forradas de cedro que rodeaban la casa santa estuvieron envueltas en llamas. Tito se precipitó al lugar y ordenó a los soldados que apagaran las llamas, pero sus palabras fueron obedecidas. En su furia, los soldados arrojaron antorchas encendidas a las habitaciones adjuntas del templo, destruyendo así a los que habían hallado refugio en ellas. La sangre corría como agua por las escaleras del templo.

Después de la destrucción del templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Los dirigentes judíos abandonaron sus torres impenetrables. Tito declaró que Dios los había entregado en sus manos, pues ninguna maquinaria, por poderosa que fuera, podría haber prevalecido contra esas estupendas fortalezas. Tanto la ciudad como el templo fueron arrasados hasta sus fundamentos, y el terreno en el que estaba edificada la casa santa fue “arada como un campo” (ver Jer. 26:18). Más de un millón de personas perecieron; los que sobrevivieron, fueron conducidos como cautivos, vendidos como esclavos, arrastrados a Roma, arrojados a las bestias salvajes en los anfiteatros o esparcidos como errantes peregrinos por la Tierra.

Los judíos habían colmado la copa de la venganza. En todas las desgracias que siguieron a su dispersión, estaban recogiendo la cosecha que sus propias manos habían sembrado. “Voy a destruirte, Israel, porque estás contra quien te ayuda. […] ¡Tu perversidad te ha hecho caer!” (Ose. 13:9; 14:1). A menudo, los sufrimientos son considerados como un castigo ordenado directamente por Dios. De este modo, el gran engañador trata de disfrazar su propia obra. A causa de un rechazo caprichoso del amor y la misericordia divinos, los judíos habían hecho que se les retirara la protección de Dios.

No podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la protección que disfrutamos. El poder restrictivo de Dios impide que la humanidad caiga enteramente bajo el dominio de Satanás. Aun el desobediente y desagradecido tiene muchas razones para agradecer a Dios por su misericordia. Pero cuando los hombres traspasan los límites de la tolerancia divina, la protección desaparece. Dios no actúa nunca como el verdugo de la sentencia contra la transgresión. Él deja que los que rechazan su misericordia cosechen aquello que han sembrado. Cada rayo de luz rechazado es una semilla sembrada que produce su infalible cosecha. El Espíritu de Dios, persistentemente resistido, al fin se retira. Entonces no queda ningún poder para controlar las malas pasiones del alma, ninguna protección contra la malicia y la enemistad de Satanás.

La destrucción de Jerusalén es una solemne advertencia dirigida a todos los que rechazan el clamor de la misericordia divina. La profecía del Salvador con relación a los juicios sobre Jerusalén todavía tendrá otro cumplimiento. En el destino de la ciudad escogida podemos ver la condenación de un mundo que ha rechazado la misericordia de Dios y pisoteado su ley. Oscuros son los registros de la miseria humana que el mundo ha presenciado. Terribles han sido los resultados de rechazar la autoridad del cielo. Pero una escena aún más tenebrosa es lo que se presenta en las revelaciones del futuro. Cuando el Espíritu restrictivo de Dios se haya retirado totalmente, para no contener más el estallido de la pasión humana y de la ira satánica, el mundo contemplará, como nunca antes, los resultados del gobierno de Satanás.

En ese día, como en la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado (ver Isa. 4:3). Cristo vendrá por segunda vez para reunir a sus fieles consigo. “La señal del Hijo del hombre aparecerá en el cielo, y se angustiarán todas las razas de la tierra. Verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. Y al sonido de la gran trompeta mandará a sus ángeles, y reunirán de los cuatro vientos a los elegidos, de un extremo al otro del cielo” (Mat. 24:30, 31).

Absténgase los hombres de descuidar las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de ella, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas. En la tierra, las naciones estarán angustiadas y perplejas por el bramido y la agitación del mar” (Luc. 21:25; ver también Mat. 24:29; Mar. 13:24-26; Apoc. 6:12-17). “Por lo tanto, manténganse despiertos” (Mar. 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.

El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo de lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Sin importar cuándo venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén embelesados en el placer, en los negocios, en la persecución del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén admirando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados e impíos, y “de ninguna manera podrán escapar” (1 Tes. 5:2-5).


1 Milman, History of the Jews [Historia de los judíos], lib. 13.

Capítulo 2

La lealtad y la fe de los mártires

Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo, desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo discernió las violentas tempestades que caerían sobre sus seguidores en los años futuros de persecución (ver Mat. 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que transitó su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.

El paganismo se dio cuenta de que, si triunfaba el evangelio, sus templos y sus altares serían arrasados; por lo tanto, se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrancaba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.

Comenzaron bajo Nerón, pero las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos (bajo soborno) a traicionar a los inocentes, y acusarlos de rebeldes y plagas para la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, grandes multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.

Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares aislados. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Allí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro de que, cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver Mat. 5:11, 12).

Canciones de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y aprobando su firmeza. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10).

Satanás se esforzó en vano por destruir a la iglesia de Cristo por medio de la violencia. Los obreros de Dios eran sacrificados, pero el evangelio continuaba esparciéndose y sus adherentes aumentaban. Dijo un cristiano: “Cuanto más a menudo seamos muertos por ustedes, más creceremos en cantidad; la sangre de los cristianos es semilla”.2

Frente a ello, Satanás formuló sus planes para tener mayor éxito en su lucha contra Dios, poniendo su bandera dentro de la iglesia cristiana para obtener por engaño lo que no podía conseguir por la fuerza. La persecución cesó, y fue reemplazada por los atractivos de la prosperidad temporal y el honor. Los idólatras fueron inducidos a recibir una parte de la fe cristiana, mientras rechazaban verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús, pero no tenían convicción del pecado y no sentían ninguna necesidad de arrepentimiento o de cambio de corazón. Hicieron algunas concesiones de su parte, y propusieron que los cristianos hicieran también las suyas, para que todos pudieran unirse sobre la plataforma de “la fe en Cristo”.

Ahora, la iglesia se encontraba ante un terrible peligro. ¡El encarcelamiento, la tortura, el fuego y la espada eran bendiciones en comparación con esto! Algunos cristianos se mantuvieron firmes. Otros estaban a favor de modificar su fe y, bajo el manto de un cristianismo fingido, Satanás se insinuó a sí mismo en la iglesia para corromper su fe.

Finalmente, la mayoría de los cristianos rebajó las normas. Se formó una unión entre el cristianismo y el paganismo. Aunque los adoradores de ídolos profesaban unirse con la iglesia, continuaban aferrándose a su idolatría, cambiando únicamente los objetos de su culto por imágenes de Jesús, y aun de María y de los santos. Doctrinas incorrectas, ritos supersticiosos y ceremonias idólatras se incorporaron a la fe y al culto de la iglesia. La religión cristiana llegó a corromperse, y la iglesia perdió su pureza y su poder. Sin embargo, algunos no fueron engañados. Continuaron manteniendo su fidelidad al Autor de la verdad.

Dos clases en la iglesia

Siempre ha habido dos clases entre los que profesan seguir a Cristo. Mientras que una clase estudia la vida del Salvador y trata con todo fervor de corregir sus defectos y conformar su vida con el gran Modelo, la otra clase de personas evita las verdades sencillas y prácticas que exponen sus errores. Aun en su mejor estado, la iglesia nunca estuvo totalmente compuesta de personas veraces y sinceras. Judas se contó con los discípulos, para que por la instrucción y el ejemplo de Cristo pudiera ser inducido a ver sus errores. Pero a causa de su indulgencia con el pecado, atrajo las tentaciones de Satanás. Se enojó cuando sus faltas fueron reprobadas, y lo llevó a traicionar a su Maestro (ver Mar. 14:10, 11).

Ananías y Safira fingieron hacer un sacrificio completo en favor de Dios, pero retuvieron en forma codiciosa una porción para sí mismos. El Espíritu de verdad reveló a los apóstoles el verdadero carácter de estos simuladores, y los juicios de Dios libraron a la iglesia de aquella inmunda mancha que mancillaba su pureza (ver Hech. 5:1-11). Cuando la persecución sobrevino a los seguidores de Cristo, solamente los que estaban dispuestos a abandonarlo todo por la verdad deseaban llegar a ser sus discípulos. Pero cuando cesó la persecución, se añadieron conversos que eran menos sinceros, y el camino quedó abierto para la infiltración de Satanás.

Cuando los cristianos nominales se unieron con los que eran semiconvertidos del paganismo, Satanás se regocijó, y entonces los inspiró a perseguir a los que se mantenían fieles a Dios. Estos cristianos apóstatas, al unirse con compañeros semipaganos, dirigieron su guerra contra los rasgos más esenciales de las doctrinas de Cristo. Se necesitaba una lucha desesperada para mantenerse firme contra los engaños y las abominaciones introducidas en la iglesia. La Biblia no era aceptada como norma de fe. La doctrina de la libertad religiosa fue calificada como herejía, y los que la sostenían fueron perseguidos.

Los primeros cristianos eran, por cierto, un pueblo peculiar. Pocos en número, sin riquezas, sin jerarquía ni títulos honoríficos, eran odiados por los impíos, como Abel fue odiado por Caín (ver Gén. 4:1-10). Desde los días de Cristo hasta los nuestros, los fieles discípulos de Jesús han suscitado el odio y la oposición de los que aman el pecado.

Entonces ¿cómo es que el evangelio puede considerarse un mensaje de paz? Los ángeles cantaron en las llanuras de Belén: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Luc. 2:14). Existe aparente contradicción entre estas declaraciones proféticas y las palabras de Cristo: “No vine a traer paz, sino espada” (Mat. 10:34). Sin embargo, si ambas declaraciones se entienden correctamente, existe entre ellas perfecta armonía. El evangelio es un mensaje de paz. La religión de Cristo, recibida y obedecida, extendería paz y felicidad por el mundo entero. Era la misión de Jesús reconciliar a los hombres con Dios, y así reconciliarlos mutuamente. Pero el mundo en general está bajo el control de Satanás, el enemigo de Cristo más encarnizado. El evangelio presenta principios de vida que están en total desacuerdo con los hábitos y los deseos de los pecadores, y estos se oponen a aquellos principios. Odian la pureza que condena el pecado, y persiguen a los que los animan a adherirse a sus santas demandas. Es en este sentido que el evangelio se convierte en una espada.

Muchos que son débiles en la fe desechan su confianza en Dios, porque él permite que los hombres malos prosperen, en tanto que los mejores y más puros sean atormentados por el cruel poderío de los malvados. ¿Cómo puede alguien que es justo y misericordioso, y que tiene poder infinito, tolerar tal injusticia? Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor. No debemos dudar de su bondad porque no podamos entender su providencia. Dijo el Salvador: “Recuerden lo que les dije: ‘Ningún siervo es más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Juan 15:20). Los que son llamados a soportar la tortura y el martirio están solamente siguiendo los pasos del amado Hijo de Dios.

Los justos son colocados en el horno de la aflicción para ser purificados, para que su ejemplo convenza a otros acerca de la realidad de la fe y la bondad, y para que su conducta consecuente condene a los impíos e incrédulos. Dios permite que los malvados prosperen y revelen su enemistad contra él con el fin de que todos vean la justicia del Señor y su misericordia en la total destrucción que sufrirán los malos. Todo acto de crueldad hacia los fieles de Dios será castigado como si hubiera sido realizado contra Cristo mismo.

Pablo declara que “serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:12). ¿Por qué, entonces, la persecución parece actualmente adormecida? La única razón es que la iglesia se ha conformado con las normas del mundo y, por lo tanto no despierta ninguna oposición. La religión de nuestros tiempos no es la religión pura y santa de Cristo y sus apóstoles. Puesto que las verdades de la Palabra de Dios son tratadas con indiferencia, puesto que existe tan poca compasión vital en la iglesia, el cristianismo resulta popular en el mundo. Si se produjera un reavivamiento de la fe como en la iglesia primitiva, los fuegos de la persecución volverían a encenderse.


2 Tertuliano, Apología, párr. 50.

Capítulo 3

Una era de tinieblas espirituales

El apóstol Pablo declaró que el día de Cristo no vendría “sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, […] el cual se opone y se enfrenta a todo lo que se llama Dios o es objeto de culto. Llega al grado de sentarse en el templo de Dios y de ocupar su lugar, haciéndose pasar por Dios”. Además, declaró que “el misterio de la iniquidad ya está en acción” (2 Tes. 2:3, 4, 7, RVC). Aun en esas primeras décadas, el apóstol vio que algunos errores ya se estaban introduciendo en la iglesia, los cuales prepararían el camino para el papado.

Poco a poco “el misterio de la iniquidad” fue desarrollando su obra engañosa. Se introdujeron costumbres ajenas en la iglesia cristiana, y fueron restringidas solo por un tiempo por las terribles persecuciones que se realizaron bajo el paganismo; pero cuando cesó la persecución, el cristianismo abandonó la humilde sencillez de Cristo, y la reemplazó por la pompa de los sacerdotes y los gobernantes paganos. La conversión nominal de Constantino causó gran regocijo. Ahora la obra de corrupción progresaba rápidamente. El paganismo, que parecía conquistado, se convirtió en el conquistador. Sus doctrinas y sus supersticiones fueron incorporadas en la fe de los profesos seguidores de Cristo.

Esta alianza entre el paganismo y el cristianismo dio como resultado la formación del “hombre de pecado” predicho en la profecía. Esa falsa religión es una obra maestra de Satanás, y del esfuerzo que él realizó para sentarse en el trono con el fin de gobernar la tierra de acuerdo con su voluntad.

Una de las principales doctrinas del romanismo enseña que el Papa se halla investido de suprema autoridad sobre los obispos y pastores de todo el mundo. Más que esto, el Papa ha sido denominado “Señor Dios el Papa” y declarado infalible (ver el Apéndice). Satanás sostiene la misma pretensión que tuvo en el desierto de la tentación, ahora por medio de la Iglesia de Roma, y vastas multitudes le rinden homenaje.

Pero los que reverencian a Dios hacen frente a esta pretensión, como Cristo hizo frente a su astuto enemigo: “Adora al Señor tu Dios y sírvele solamente a él” (Luc. 4:8). Dios nunca ha nombrado a hombre alguno como la cabeza de la iglesia. La supremacía papal es opuesta a las Escrituras. El Papa no puede tener poder sobre la iglesia de Cristo, excepto por usurpación. Los partidarios de Roma presentan ante los protestantes la acusación de haberse separado caprichosamente de la verdadera iglesia. Pero ellos son los que se han apartado de “la fe encomendada una vez por todas a los santos” (Jud. 3).

Satanás sabe bien que fue mediante las Sagradas Escrituras como el Salvador resistió sus ataques. Ante cada asalto, Cristo presentaba el escudo de la verdad eterna, diciendo: “Escrito está”. Para que Satanás pueda ejercer su dominio sobre los hombres y establecer la usurpadora autoridad papal, debe mantenerlos como ignorante de las Escrituras. Las sagradas verdades de la Biblia debían ser ocultadas y suprimidas. Durante centenares de años, la circulación de la Biblia fue prohibida por la Iglesia Romana. Se le vedaba a la gente el derecho a leerlas. Sacerdotes y prelados interpretaban sus enseñanzas para sostener sus pretensiones. Así, el Papa llegó a ser casi universalmente reconocido como el vicario de Dios en la Tierra.

Cómo se “cambió” el sábado

La profecía declaraba que el papado iba a “cambiar los tiempos y la ley” (Dan. 7:25, RVC). Para poder reemplazar el culto a los ídolos, se introdujo gradualmente la adoración de las imágenes y reliquias en el culto cristiano. El decreto de un concilio general (ver el Apéndice) finalmente estableció esta idolatría. Roma se atrevió a borrar de la ley de Dios el segundo mandamiento, que prohíbe el culto de las imágenes, y a dividir el décimo en dos, con el fin de conservar el número total.

Dirigentes inconversos de la iglesia atentaron también contra el cuarto mandamiento de la ley, para eliminar el descanso del sábado histórico, el día que Dios había bendecido y santificado (Gén. 2:2, 3), y exaltar en su lugar el día festivo observado por los paganos como “el venerable día del sol”. En los primeros siglos, el verdadero sábado había sido guardado por todos los cristianos, pero Satanás trabajó para alcanzar su objetivo. El domingo fue hecho un día festivo en honor de la resurrección de Cristo. Se realizaban servicios religiosos en él, aunque se lo consideraba como un día de recreación, mientras que el sábado continuaba siendo observado por ser el día santo.

Satanás había inducido a los judíos, antes del advenimiento de Cristo, a recargar la observancia del sábado con exigencias rigurosas, y lo convirtió en una carga. Ahora, aprovechándose de la falsa luz que había arrojado sobre él, hizo que los cristianos lo despreciaran como una institución “judaica”. Mientras que en general continuaban observando el domingo como el día festivo, de gozo, los indujo a considerar el sábado como un día de tristeza y de pesar para manifestar su odio hacia el judaísmo.

El emperador Constantino emitió un decreto en el que convertía al domingo en una festividad pública para todo el Imperio Romano (ver el Apéndice). El día del sol fue entonces reverenciado por sus súbditos paganos y honrado por los cristianos. Constantino fue inducido a hacer esto por parte de los obispos de la iglesia. Inspirados por una sed de poder, percibieron que si el mismo día era observado tanto por cristianos como por paganos, haría progresar el poderío y la gloria de la iglesia. Pero, aunque muchos cristianos que temían a Dios fueron inducidos gradualmente a considerar el domingo como un día que poseía cierto grado de santidad, todavía se mantenían fieles al descanso sabático y observaban ese día en obediencia al cuarto mandamiento.

El archiengañador no había completado su tarea, y estaba resuelto a ejercer su poder por medio de su enviado, el orgulloso pontífice que pretendía representar a Cristo. Se realizaron grandes concilios en los que se reunieron dignatarios de todo el mundo. Prácticamente en cada concilio, el sábado resultaba un poco más empequeñecido, en tanto que el domingo era exaltado. Así, la festividad pagana llegó finalmente a ser honrada como la institución divina, mientras que el sábado de la Biblia fue proclamado como una reliquia del judaísmo y su observancia fue prohibida bajo pena de excomunión.

El apóstata había tenido éxito en exaltarse a sí mismo sobre “todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de adoración” (2 Tes. 2:4). Se había atrevido a cambiar el único precepto de la ley divina que señala al Dios vivo y verdadero. En el cuarto mandamiento, Dios se revela como el Creador. Al ser el monumento recordativo de la obra de la creación, el séptimo día fue santificado como el día de descanso para el hombre, designado para mantener siempre al Dios vivo en la mente de los hombres como objeto de adoración. Satanás lucha para desviar a los seres humanos de la obediencia a la ley de Dios; por lo tanto, dirige sus esfuerzos especialmente contra el mandamiento que señala a Dios como el Creador.

Los protestantes ahora alegan que la resurrección de Cristo en el día domingo lo convirtió en el sábado cristiano. Pero ni Cristo ni sus apóstoles le otorgaron tal honor a ese día. La observancia del domingo tuvo su origen en el “misterio de la iniquidad” (2 Tes. 2:7) que, ya en los días de Pablo, había comenzado su obra. ¿Qué razón puede ofrecerse para efectuar un cambio que las Escrituras no sancionan?

En el siglo VI el obispo de Roma fue declarado cabeza de toda la iglesia. El paganismo había dado lugar al papado. El dragón había dado a la bestia “su poder, su trono y gran autoridad” (Apoc. 13:2).

Ahora habían empezado los 1.260 años de opresión papal, predichos en las profecías de Daniel y Apocalipsis (Dan. 7:25; Apoc. 13:5-7; ver el Apéndice). Los cristianos eran obligados a elegir entre abandonar su integridad y aceptar las ceremonias y el culto papal, por una parte, o pasar la vida en calabozos y sufrir la muerte, por la otra. Ahora se cumplían las palabras de Jesús: “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos, y a algunos de ustedes se les dará muerte. Todo el mundo los odiará por causa de mi nombre” (Luc. 21:16, 17).

El mundo llegó a ser un extenso campo de batalla. Durante centenares de años, la iglesia de Cristo encontró refugio en la reclusión y la oscuridad. “Y la mujer [la iglesia verdadera] huyó al desierto, a un lugar que Dios le había preparado para que allí la sustentaran durante mil doscientos sesenta días” (Apoc. 12:6).

El advenimiento de la Iglesia Romana al poder señaló el comienzo de la Edad Media, la edad oscura. La fe fue transferida de Cristo al Papa de Roma. En lugar de confiar en el Hijo de Dios para el perdón de los pecados y la salvación eterna, el pueblo miraba al Papa y a los sacerdotes a quienes él había investido de autoridad. El Papa era el mediador terrenal. Ocupaba para ellos el lugar de Dios. Una desviación de los requerimientos que él había impuesto era suficiente para que fueran castigados severamente. De esta forma, las mentes del pueblo fueron desviadas de Dios hacia hombres crueles y falibles; más aún, hacia el mismo príncipe de las tinieblas, quien ejercía su poder por medio de ellos. Cuando se suprimen las Escrituras y el hombre empieza a considerarse como supremo, solo aparecen el fraude, el engaño y la vil iniquidad.

Días de peligro para la iglesia

Los fieles que sostenían el estandarte eran pocos. A veces parecía que el error prevalecería por completo, y que la verdadera religión sería desterrada de la Tierra. Se perdía de vista el evangelio, y el pueblo era recargado con rigurosos impuestos ilegales. Se enseñaba a la gente a confiar en las obras propias para conseguir el perdón de sus pecados. Largas peregrinaciones, actos de penitencia, el culto a las reliquias, la construcción de iglesias, santuarios y altares, el pago de grandes sumas a la iglesia: estas eran las cosas impuestas para aplacar la ira de Dios o para asegurar su favor.

3

En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios, Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Sin ser visto por ellos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “La gran Babilonia” “se había emborrachado con la sangre de los santos” (ver Apoc. 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.

El papado había llegado a ser el tirano del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años, la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces, nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.

Pero “el mediodía del papado era la medianoche del mundo”.4 Las Escrituras eran casi desconocidas. Los dirigentes papales odiaban la luz que revelaba sus pecados. Habiéndose eliminado la ley de Dios, la norma de justicia, ellos practicaban el vicio sin restricción. Los palacios de los papas y los prelados eran escenarios de vil libertinaje. Algunos de los pontífices eran culpables de crímenes tan horrorosos que los gobernantes seculares intentaron destronarlos por ser monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos, Europa se estancó en materia de saber, arte y civilización. Una parálisis moral e intelectual había dominado a la cristiandad.

¡Estos fueron los resultados de desterrar la Palabra de Dios!


3 Conferencias del cardenal Wiseman sobre “The Real Presence” [La presencia real], conf. 8, sec. 3, párr. 26.

4 J. A. Wylie, The History of Protestantism [La historia del protestantismo], lib. 1, cap. 4.