Los Embajadores

Elena G. de White

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Los Embajadores

Serie Conflicto

Elena G. de White

Título del original: From Trials to Triumph, Pacific Press Publishing Association, Nampa, ID, E.U.A., 2009.

Dirección: Natalia Jonas

Traducción: Carolina Ramos

Diseño del interior: Carlos Schefer

Diseño de tapa: Marisa Ferreira, Levi Gruber

Ilustración de tapa: Thiago Lobo, Vandir Dorta Jr.

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e – Book

MMXIX

Es propiedad. © Pacific Press Publ. Assn. (2009).

© ACES (2019).

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-061-5

Publicado el 23 de diciembre de 2019 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

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Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

Este libro es una traducción y adaptación del libro Los hechos de los apóstoles.

Esta adaptación, Los Embajadores, da un paso más en este sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White. Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.

Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Versión Internacional. Otras versiones utilizadas son la Reina-Valera, revisión de 1960 (RVR); la Dios Habla Hoy (DHH); y la Nueva Traducción Viviente (NTV).

Muchos de los capítulos están basados en textos bíblicos, explicitados al comienzo. Las citas bíblicas que están dentro de esos textos se detallan solo con números de capítulo y de versículo.

Los Embajadores presenta los eventos descritos en el libro bíblico de Hechos de los Apóstoles, escrito por “el querido médico” Lucas, un gentil converso. En el libro, Dios muestra claramente que en todas las edades la iglesia debe experimentar la presencia del mismo Espíritu que descendió con poder en Pentecostés y avivó el mensaje del evangelio para que se convirtiera en una llama.

La forma abrupta en que termina Hechos sugiere deliberadamente que la emocionante narrativa aún está inconclusa. Los hechos registrados en este maravilloso libro son, en su sentido más puro, los hechos del Espíritu. En Pentecostés, los discípulos, que estaban en oración, fueron llenos del Espíritu y predicaron el evangelio con poder. Cuando la iglesia sufrió intensamente en manos de los perseguidores romanos y judíos, fue el Espíritu quien sustentó a los creyentes y los mantuvo fuera del error.

El futuro será testigo de un derramamiento de poder espiritual que superará al de Pentecostés. La obra del evangelio no culminará con un despliegue del poder del Espíritu Santo menor que el marcado al comienzo.

Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos.

LOS EDITORES.

Capítulo 1

El propósito de Dios para su iglesia

La iglesia es el medio escogido por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es llevar el evangelio al mundo. Por medio de la iglesia se hará manifiesta, aun a las “fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efe. 6:12) el despliegue final y completo del amor de Dios.

Muchas y maravillosas son las promesas en las Escrituras concernientes a la iglesia. “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7). “Te guardaré y haré de ti un pacto para el pueblo, para que restaures el país y repartas las propiedades asoladas; para que digas a los cautivos: ‘¡Salgan!’, y a los que viven en tinieblas: ‘¡Están en libertad!’ ” (Isa. 49:8, 9). “¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isa. 49:15).

La iglesia es la fortaleza de Dios, su ciudad de refugio, que sostiene en el mundo rebelde. Cualquier traición a la iglesia es traición a él mismo, que ha comprado a la humanidad con la sangre de su Hijo unigénito. Desde el principio, la iglesia ha estado formada por personas fieles. En cada época los centinelas de Dios han dado un testimonio fiel a la generación en la cual vivieron. Dios ha enviado sus ángeles a ministrar en su iglesia, y las puertas del infierno no han podido prevalecer contra su pueblo. Ni una fuerza opositora se ha levantado para contrarrestar su obra sin que él lo haya previsto. No ha dejado abandonada a su iglesia, sino que ha señalado lo que ocurriría por medio de declaraciones proféticas. Todos sus propósitos se cumplirán. La verdad está inspirada y protegida por Dios, y triunfará contra cualquier oposición.

Por débil y defectuosa que parezca, la iglesia es el objeto al cual Dios dedica suprema consideración. Es el escenario de su gracia, en el cual se deleita en revelar su poder para transformar corazones.

Los reinos mundanales son regidos por el poder físico, pero todo instrumento de coerción queda desterrado del Reino de Cristo. Este Reino debe elevar y ennoblecer a la humanidad. La iglesia de Dios está llena de diferentes dones y dotada del Espíritu Santo.

Desde el principio Dios ha obrado por medio de su pueblo para traer bendición al mundo. Para la antigua nación egipcia, Dios hizo de José una fuente de vida. Por medio de él fue preservado el pueblo. Dios salvó la vida de todos los sabios de Babilonia por medio de Daniel. Estas liberaciones ilustran las bendiciones espirituales ofrecidas al mundo por medio del Dios a quien José y Daniel adoraban. Todo aquel que muestre el amor de Cristo al mundo es colaborador de Dios para bendecir a la humanidad.

Dios deseaba que Israel fuese como manantiales de salvación en el mundo. Las naciones del mundo habían perdido el conocimiento de Dios. Lo habían conocido antes, pero “no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón” (Rom. 1:21). Aun así, Dios no los borró de la existencia. Se proponía darles la oportunidad de llegar a conocerlo por medio de su pueblo escogido. Mediante el servicio sacrificial Cristo debía ser enaltecido, y todos los que lo miraran vivirían. Todo el sistema de tipos y símbolos constituía una profecía resumida del evangelio.

Pero el pueblo de Israel se olvidó de Dios y fracasó en cumplir su santa misión. Se apropiaron de todas las ventajas para su propia glorificación. Se aislaron del mundo para escapar de la tentación. Privaron a Dios de su servicio y privaron a sus semejantes de un ejemplo santo.

Los sacerdotes y los gobernantes se conformaron con una religión legalista. Pensaban que su propia justicia era suficiente. No aceptaron la buena voluntad de Dios para con los hombres como algo independiente de ellos mismos, sino que la relacionaban con sus propios méritos, por causa de sus buenas obras. La fe que obra por amor no podía hallar cabida en la religión de los fariseos.

En cuanto a Israel, Dios declaró: “Pero fui yo el que te planté, escogiendo una vid del más puro origen, lo mejor de lo mejor. ¿Cómo te transformaste en esta vid corrupta y silvestre?” (Jer. 2:21, NTV).

“La viña del Señor Todopoderoso es el pueblo de Israel; los hombres de Judá son su huerto preferido. Él esperaba justicia, pero encontró ríos de sangre; esperaba rectitud, pero encontró gritos de angustia” (Isa. 5:7). “No han cuidado de las débiles; no se han ocupado de las enfermas ni han vendado las heridas; no salieron a buscar a las descarriadas y perdidas. En cambio, las gobernaron con mano dura y con crueldad” (Eze. 34:4, NTV).

El Salvador se alejó de los líderes judíos para conceder a otros los privilegios de los que habían abusado y la obra que habían descuidado. La gloria de Dios debía ser revelada, su Reino debía ser establecido. Los discípulos fueron llamados a hacer la tarea que los líderes judíos no habían hecho.

Capítulo 2

La capacitación de los Doce

A fin de llevar a cabo su tarea Cristo eligió hombres humildes, y no instruidos. Tenía el objetivo de capacitar y educar a estos hombres. A su vez, ellos debían educar a otros y enviarlos con el mensaje del evangelio. Recibirían el poder del Espíritu Santo. El evangelio no sería proclamado por sabiduría humana, sino por el poder de Dios.

Durante tres años y medio los discípulos recibieron la instrucción del Maestro más grande que el mundo haya conocido. Día a día él les enseñaba, a veces en la ladera de la montaña, a veces al lado del mar o mientras iban por el camino. No ordenaba a los discípulos que hiciesen esto o aquello, sino que decía: “Sígueme”. En sus viajes por el campo y las ciudades, los llevaba con él. Compartían su frugal alimento y, como él, a veces pasaban hambre y cansancio. Lo vieron en cada fase de su vida.

La ordenación de los Doce fue el primer paso en la organización de la iglesia. El relato dice: “Luego nombró a doce de ellos y los llamó sus apóstoles. Ellos lo acompañarían, y él los enviaría a predicar” (Mar. 3:14, NTV). Por medio de estos débiles instrumentos, por medio de su palabra y Espíritu, se propuso poner la salvación al alcance de todos. Las palabras habladas por ellos al testificar harían eco de generación en generación, hasta el fin del tiempo.

El ministerio de los discípulos fue el más importante al que los seres humanos hubiesen sido llamados alguna vez, segundo en importancia solo respecto del ministerio de Cristo mismo. Ellos fueron colaboradores con Dios para la salvación de los hombres. Así como los doce patriarcas eran los representantes de Israel, los doce apóstoles son los representantes de la iglesia del evangelio.

Sin “muro” entre judíos y gentiles

Cristo comenzó a derrumbar el “muro de enemistad” (Efe. 2:14) entre judíos y gentiles y a predicar la salvación a toda la humanidad. Se mezclaba con total libertad con los despreciados samaritanos, desechando las costumbres de los judíos. Dormía bajo sus techos, comía en sus mesas y enseñaba en sus calles.

El Salvador anhelaba revelar a sus discípulos la verdad de que “los gentiles son [...] beneficiarios de la misma herencia” con los judíos, y “participantes igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio” (Efe. 3:6). Recompensó la fe del centurión en Capernaum, predicó a los habitantes de Sicar, y en su visita a Fenicia sanó a la hija de la mujer cananea. Entre aquellos a quienes muchos consideraban indignos de salvación, había personas hambrientas por la verdad.

Por esto Cristo buscó enseñar a sus discípulos que en el Reino de Dios no hay fronteras nacionales, ni castas ni aristocracias. Debían llevar a todas las naciones el mensaje del amor del Salvador. Pero solo más tarde se dieron cuenta en plenitud de que Dios “de un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios” (Hech. 17:26).

Estos primeros discípulos representaban diversos tipos de carácter. Como tenían diferentes características naturales, necesitaban unirse. Con este fin, Cristo buscó unirlos a él. Su preocupación por ellos fue expresada en su oración al Padre: “Que todos sean uno. [...] El mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Juan 17:21-23). Él sabía que la verdad triunfaría en la batalla contra el mal, y que la bandera teñida de sangre flamearía triunfantemente sobre sus seguidores.

Como Cristo se daba cuenta de que pronto debería dejar a sus discípulos para que continuaran la obra, buscó prepararlos para el futuro. Sabía que sufrirían persecución, que serían expulsados de las sinagogas y echados en prisión. Algunos sufrirían la muerte. Al hablar de su futuro, fue claro y firme para que al aproximarse las pruebas recordaran sus palabras y fueran fortalecidos para creer en él como Redentor.

“No se angustien”, dijo. “Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Juan 14:1-3). Cuando me vaya seguiré trabajando de todo corazón por ustedes. Voy a mi Padre, y al suyo, para cooperar con él a favor de ustedes.

“El que cree en mí las obras que yo hago también él las hará, y aun las hará mayores, porque yo vuelvo al Padre” (v. 12). Cristo no quiso decir que sus discípulos harían esfuerzos mayores que los que él había hecho, sino que su trabajo tendría mayor amplitud. Se refería a todo lo que sucedería bajo la acción del Espíritu Santo.

Los logros del Espíritu Santo

Estas palabras se cumplieron maravillosamente. Después del descenso del Espíritu Santo, los discípulos estaban tan llenos de amor que los corazones se conmovían por las palabras que hablaban y las oraciones que elevaban. Miles se convirtieron bajo la influencia del Espíritu.

Como representantes de Cristo, los apóstoles tenían que dejar una marca definida en el mundo. Sus palabras de ánimo y confianza asegurarían a todos que no era su propio poder el que obraba, sino el poder de Cristo. Declararían que aquel a quien los judíos habían crucificado era el príncipe de la vida y que en su nombre hacían las obras que él había hecho.

La noche anterior a la crucifixión, el Salvador no se refirió al sufrimiento que había soportado y que aún debería soportar. Buscó fortalecer su fe llevándolos a mirar hacia delante, al gozo que les aguardaba a los triunfadores. Haría por sus seguidores más de lo que había prometido; de él fluiría amor y compasión, haciendo hombres semejantes a él en carácter. Su verdad, armada con el poder del Espíritu, avanzaría venciendo y para conquistar.

Cristo no fracasó ni se desalentó, y los discípulos debían mostrar una fe de la misma naturaleza. Debían trabajar como él trabajó. Por su gracia debían avanzar, sin desanimarse por nada y esperándolo todo.

Cristo había finalizado la obra que le había sido encomendada. Había reunido a quienes continuarían su obra. Y dijo: “No te pido solo por estos discípulos, sino también por todos los que creerán en mí por el mensaje de ellos. Te pido que todos sean uno [...] que el mundo sepa que tú me enviaste y que los amas tanto como me amas a mí” (Juan 17:20-23, NTV).

Capítulo 3

Las buenas nuevas a todo el mundo

Después de la muerte de Cristo, los discípulos estuvieron a punto de ser vencidos por el desánimo. El sol de su esperanza se había puesto, y la noche había descendido sobre sus corazones. Solos y con corazones entristecidos, recordaron las palabras de Cristo: “Pues, si estas cosas suceden cuando el árbol está verde, ¿qué pasará cuando esté seco?” (Luc. 23:31, NTV).

Jesús había intentado varias veces develar el futuro a sus discípulos, pero ellos no se habían interesado en pensar en las cosas que él había dicho. Esto los sumió en la desesperación más profunda al momento de su muerte. Su fe no atravesó la sombra que Satanás había lanzado en medio de su horizonte. Si hubiesen creído las palabras del Salvador, que resucitaría en el tercer día, ¡cuánto dolor se hubiesen ahorrado!

Devastados por el desaliento y la desesperación, los discípulos se reunieron en el aposento alto y trabaron las puertas, por miedo a que el destino de su amado Maestro se convirtiese en el suyo también. Fue allí donde el Salvador, luego de su resurrección, se les apareció.

Por cuarenta días Cristo permaneció en la Tierra, preparando a sus discípulos para la obra que tenían por delante. Habló acerca de las profecías relacionadas con su rechazo por parte de los judíos y con su muerte, y les mostró que cada detalle se había cumplido. “Entonces les abrió la mente”, leemos, “para que entendieran las Escrituras”. Él añadió: “Ustedes son testigos de todas estas cosas” (Luc. 24:45, 48).

Mientras oían el mensaje de su Maestro que explicaba las Escrituras a la luz de todo lo que había sucedido, su fe en él se afirmó completamente. Llegaron al punto de poder decir: “Yo sé en quién he puesto mi confianza” (2 Tim. 1:12). Los eventos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, las profecías que señalaban estos eventos, el plan de salvación y el poder de Jesús para perdonar pecados; de todas estas cosas habían sido testigos, y debían darlas a conocer al mundo.

Antes de ascender al cielo, Cristo les dijo a sus discípulos que debían ejecutar el testamento por el cual legaba al mundo los tesoros de la vida eterna. Aunque los sacerdotes y los gobernantes me han rechazado, decía, aún tendrán otra oportunidad de aceptar al Hijo de Dios. A ustedes, mis discípulos, les dejo este mensaje de misericordia, para que sea dado a Israel en primer lugar, y luego a todas las naciones. Todos los que crean deberán estar unidos en una iglesia.

La comisión del evangelio es la magna carta misionera del Reino de Cristo. Los discípulos debían trabajar fervientemente por las personas e ir a ellas con su mensaje. Cada palabra y acción debía dirigir la atención al nombre de Cristo, que posee el poder vital por el cual los pecadores pueden ser salvos. Su nombre debía ser su insignia distintiva, la autoridad para actuar y la fuente de su éxito.

Las armas del éxito en la gran batalla

Cristo presentó a sus discípulos claramente la necesidad de conservar la sencillez. Cuanto menor fuera su ostentación, mayor sería su influencia para el bien. Los discípulos debían hablar con la misma sencillez con que Cristo había hablado.

Cristo no les dijo a sus discípulos que su trabajo sería fácil. Tendrían que luchar “contra gobernadores malignos y autoridades del mundo invisible, contra fuerzas poderosas de este mundo tenebroso y contra espíritus malignos de los lugares celestiales” (Efe. 6:12, NTV). Pero no serían abandonados para luchar solos; él estaría con ellos. Si avanzaban con fe, había uno más poderoso que los ángeles que pelearía en sus filas: el General de los ejércitos del cielo. Asumió la responsabilidad por su éxito. Mientras trabajasen en conexión con él, no fallarían. Vayan a los lugares más apartados del mundo habitado y tengan la certeza de que mi presencia estará con ustedes aun allí, prometió.

El sacrificio de Cristo fue total y completo. La condición de la expiación había sido cumplida. Él le había arrancado el reino a Satanás y se había convertido en heredero de todas las cosas. Estaba yendo al Trono de Dios, para ser honrado por la hueste celestial. Vestido con autoridad infinita, dio a sus discípulos su comisión: “Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos” (Mat. 28:19, 20, NTV).

Justo antes de despedir a sus discípulos, Cristo declaró una vez más que su objetivo no era establecer un reino temporal, para reinar como un monarca terrenal sobre el trono de David. La tarea de ellos era proclamar el mensaje del evangelio.

La presencia visible de Cristo estaba a punto de retirarse, pero se les daría nuevo poder. Se les daría el Espíritu Santo en su plenitud. “Ahora enviaré al Espíritu Santo, tal como prometió mi Padre”, dijo el Salvador. “Pero quédense aquí en la ciudad hasta que el Espíritu Santo venga y los llene con poder del cielo” (Luc. 24:49, NTV). “Pero recibirán poder cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes; y serán mis testigos, y le hablarán a la gente acerca de mí en todas partes; en Jerusalén, por toda Judea, en Samaria y hasta los lugares más lejanos de la tierra” (Hech. 1:8, NTV).

El Salvador sabía que sus discípulos debían recibir este legado celestial. Las fuerzas de las tinieblas eran comandadas por un líder vigilante, decidido, y los seguidores de Cristo podrían batallar por el bien únicamente con la ayuda que Dios les daría por medio de su Espíritu.

Los discípulos de Cristo debían comenzar su obra en Jerusalén, el escenario de su asombroso sacrificio por la raza humana. En Jerusalén había muchas personas que secretamente creían que Jesús de Nazaret era el Mesías, y muchos que habían sido engañados por los sacerdotes y los gobernantes. Estos serían llamados al arrepentimiento. Y mientras Jerusalén estaba conmovida por los eventos emocionantes de las últimas dos semanas, la predicación de los discípulos grabaría la impresión más profunda.

Durante su ministerio, Jesús había recalcado constantemente a los discípulos que debían ser uno con él en la tarea de recuperar al mundo de la esclavitud del pecado. Y la última lección que dio a sus seguidores fue que debían mantener el legado de las buenas nuevas de salvación para todo el mundo.

Cuando llegó la hora de que Cristo ascendiese a su Padre, llevó a los discípulos hasta Betania. Allí se detuvo, y se reunieron alrededor de él. Con sus manos extendidas, como asegurándoles su amoroso cuidado, ascendió lentamente. “Mientras los bendecía, los dejó y fue levantado al cielo” (Luc. 24:51, NTV).

Mientras los discípulos observaban el cielo para captar el último destello de su Señor, él fue recibido en las filas de los ángeles y escoltado hacia los atrios celestiales. Los discípulos todavía estaban mirando hacia el cielo cuando “dos hombres vestidos con túnicas blancas de repente se pusieron en medio de ellos. ‘Hombres de Galilea’, les dijeron, ‘¿por qué están aquí parados, mirando al cielo? Jesús fue tomado de entre ustedes y llevado al cielo, ¡pero un día volverá del cielo de la misma manera en que lo vieron irse!’ ” (Hech. 1:10, 11, NTV).

La esperanza de la iglesia es la Segunda Venida de Cristo

La promesa de la Segunda Venida de Cristo debía mantenerse siempre fresca en las mentes de los discípulos. El mismo Jesús volvería para llevar consigo a quienes se entregaran a su servicio en la Tierra. Su voz les daría la bienvenida a su Reino.

Así como sucedía en el servicio típico, en que el sumo sacerdote dejaba de lado sus vestiduras pontificias y oficiaba con la túnica de lino blanco de un sacerdote común, así también Cristo dejó de lado sus túnicas reales, se vistió de humanidad y ofreció sacrificio, él mismo como sacerdote y él mismo como víctima. Como el sumo sacerdote, que después de realizar su servicio en el Lugar Santísimo salía para dirigirse a la congregación expectante vestido con sus ropas pontificias, así Cristo vendrá por segunda vez, vestido con su propia gloria y la de su Padre, y todas las huestes angélicas lo escoltarán al pasar.

Así será cumplida la promesa de Cristo: “Vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Juan 14:3). Los muertos justos saldrán de sus tumbas, y aquellos que estén vivos serán arrebatados juntamente con ellos, “para encontrarnos con el Señor en el aire” (1 Tes. 4:17). Oirán la voz de Jesús, más dulce que la música, diciendo: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mat. 25:34).

Bien podían los discípulos regocijarse en la esperanza del regreso de su Señor.

Capítulo 4

Pentecostés: los apóstoles comienzan su obra

Este capítulo está basado en Hechos 2:1 al 41.

Mientras los discípulos regresaban del Monte de los Olivos a Jerusalén, la gente esperaba ver en sus rostros confusión y derrota; pero vieron alegría y triunfo. Los discípulos habían visto al Salvador resucitado, y su promesa de despedida aún resonaba en sus oídos.

En obediencia a la orden de Cristo, esperaron en Jerusalén el derramamiento del Espíritu, “y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios” (Luc. 24:53). Sabían que tenían un Abogado ante el Trono de Dios. Maravillados, se postraban en oración, repitiendo la promesa: “Ese día no necesitarán pedirme nada. Les digo la verdad, le pedirán directamente al Padre, y él les concederá la petición, porque piden en mi nombre” (Juan 16:23, NTV). Extendían la mano de la fe cada vez más alto.

Mientras esperaban, los discípulos humillaron sus corazones en arrepentimiento y confesaron su incredulidad. Las verdades que habían olvidado fueron traídas nuevamente a sus mentes y las repetían unos a otros. Ante ellos pasaba una escena tras otra de la vida del Salvador. Cuando meditaban en su vida sin mancha sentían que ningún esfuerzo sería demasiado duro, ni sacrificio demasiado grande, con tal de que pudiesen dar testimonio del amoroso carácter de Cristo con sus vidas. Si pudieran vivir los últimos tres años otra vez, pensaban, ¡actuarían de forma tan diferente! Pero fueron consolados por el pensamiento de que eran perdonados y decidieron, en la medida de lo posible, expiar su incredulidad por medio de la confesión valiente de Cristo al mundo.

Los discípulos oraron con intenso fervor para ser capacitados para encontrarse con los hombres y predicar palabras que guiaran a los pecadores a Cristo. Dejando de lado todas las diferencias, se unieron. Al acercarse a Dios, se dieron cuenta del privilegio que les había sido dado al asociarse tan cercanamente con Cristo.

Los discípulos no pedían una bendición solo para ellos. Sentían el peso de la responsabilidad por la salvación de las personas. En obediencia a la palabra del Salvador, ofrecieron sus súplicas por el don del Espíritu Santo, y en el cielo Cristo reclamó el don, para que pudiese derramarlo sobre su pueblo.

El derramamiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos” (Hech. 2:1, 2). El Espíritu descendió sobre los discípulos que oraban con una plenitud que alcanzó cada corazón. El cielo se regocijó al poder derramar las riquezas de la gracia del Espíritu. Se mezclaron palabras de arrepentimiento y confesión con melodías de adoración. Estupefactos, los apóstoles se aferraron al regalo impartido.

¿Y qué sucedió a continuación? La espada del Espíritu, afilada con el poder y bañada en rayos celestiales, se abrió paso a través de la incredulidad. Miles se convirtieron en un día.

“Pero cuando venga el Espíritu de la verdad”, dijo Cristo, “él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá solo lo que oiga y les anunciará las cosas por venir” (Juan 16:13).

Cuando Cristo entró por las puertas celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. El Espíritu Santo descendió sobre los discípulos y Cristo fue verdaderamente glorificado. El derramamiento de Pentecostés era la comunicación del cielo de que el Redentor había comenzado su ministerio celestial. El Espíritu Santo fue enviado como una señal de que había recibido, como Sacerdote y como Rey, toda la autoridad en el cielo y en la Tierra y que era el Ungido.

“Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hech. 2:3, 4). El don del Espíritu Santo capacitó a los discípulos para hablar con facilidad en diferentes idiomas que no conocían. La aparición del fuego significaba el poder que acompañaría su obra.

El verdadero don de lenguas

“Estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes de todas las naciones de la tierra” (Hech. 2:5). Esparcidos hasta casi cada rincón de la Tierra, habían aprendido a hablar diferentes idiomas. Muchos de estos estaban en Jerusalén, con motivo de las fiestas religiosas. Estaba representada toda lengua conocida. Esta diversidad de idiomas hubiese sido un tremendo obstáculo para la proclamación del evangelio. Por lo tanto, Dios actuó de forma milagrosa e hizo por los apóstoles lo que ellos no hubiesen logrado por sí mismos en toda su vida. Ahora podían hablar correctamente en los idiomas de aquellos por quienes estaban ministrando; una evidencia marcada de que su comisión llevaba el sello del Cielo. A partir de este momento, el habla de los discípulos fue pura, simple y exacta, tanto en su idioma materno como en idiomas extranjeros.

La multitud estaba desconcertada y maravillada, y decía: “¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su lengua materna?” (2:7, 8).

Los sacerdotes y los gobernantes estaban enfurecidos. Habían dado muerte al Nazareno, pero aquí estaban sus siervos, contando en todos los idiomas que se hablaban en ese momento la historia de su vida y su ministerio. Los sacerdotes declararon que estaban borrachos con el vino nuevo que se había preparado para los festejos. Pero quienes entendían las diferentes lenguas testificaban de la exactitud con la cual estaban siendo utilizadas por los discípulos.

En respuesta a la acusación, Pedro mostró que esto era en cumplimiento de la profecía de Joel. Dijo: “Estos no están borrachos, como suponen ustedes. ¡Apenas son las nueve de la mañana! En realidad, lo que pasa es lo que anunció el profeta Joel: ‘Sucederá que en los últimos días’, dice Dios, ‘derramaré mi Espíritu sobre todo el género humano. Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán, tendrán visiones los jóvenes y sueños los ancianos. En esos días derramaré mi Espíritu aun sobre mis siervos y mis siervas, y profetizarán” (Hech. 2:15-18).

Jesús, el Mesías verdadero

Pedro dio testimonio de la muerte y la resurrección de Cristo con poder. A “Jesús de Nazaret [...] por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en una cruz. Sin embargo, Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque era imposible que la muerte lo mantuviera bajo su dominio” (Hech. 2:22-24).

Pedro, consciente del gran prejuicio de parte de sus oyentes, habló de David, quien era considerado por los judíos como uno de los patriarcas. “David dijo de él: ‘Veía yo al Señor siempre delante de mí, porque él está a mi derecha para que no caiga. [...] No dejarás que mi vida termine en el sepulcro; no permitirás que tu santo sufra corrupción’ ” (2:25, 27).

“Hermanos, permítanme hablarles con franqueza acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y cuyo sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. [...] Afirmó que Dios no dejaría que su vida terminara en el sepulcro, ni que su fin fuera la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos” (2:29, 31, 32).

La gente venía de todos lados, se amontonaba y llenaba el Templo. Los sacerdotes y los gobernantes estaban allí, con corazones aún llenos de odio contra Cristo, con manos manchadas por la sangre derramada cuando crucificaron al Redentor del mundo. Encontraron que los apóstoles habían superado todo temor y que estaban llenos del Espíritu Santo, que proclamaban la divinidad de Jesús de Nazaret y declaraban con valentía que el que recientemente había sido humillado y crucificado por manos crueles, era el Príncipe de vida exaltado a la diestra de Dios.

Algunos de los que escuchaban habían participado en la condenación y la muerte de Cristo y habían clamado por su crucifixión. Cuando Pilato preguntó: “¿A quién quieren que les suelte” (Mat. 27:17), habían gritado: “¡No, no sueltes a ese; suelta a Barrabás!” (Juan 18:40). Cuando Pilato se los entregó, ellos habían contestado: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mat. 27:25).

Ahora oían a los discípulos declarando que el que habían crucificado era el Hijo de Dios. Los sacerdotes y los gobernantes temblaron. La convicción y la angustia se apoderaron del pueblo. Dijeron a Pedro y al resto de los apóstoles: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” (Hech. 2:37). El poder que acompañaba al orador los convenció de que Jesús era realmente el Mesías.

“Arrepiéntanse y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, [...] y recibirán el don del Espíritu Santo” (Hech. 2:38).

La conversión de miles en Jerusalén

Pedro insistió ante el pueblo convencido acerca de la verdad de que habían rechazado a Cristo al haber sido engañados por los sacerdotes y los gobernantes, y que si ellos continuaban siguiendo a estos hombres nunca aceptarían a Cristo. Estos hombres poderosos ambicionaban la gloria terrenal. No estaban dispuestos a ir a Cristo para recibir luz.

Las Escrituras que Cristo había explicado a los discípulos estaban ante ellos con el brillo de la verdad perfecta. El velo había sido descorrido, y comprendieron con perfecta claridad el objetivo de la misión de Cristo y la naturaleza de su Reino. Al revelar a los oyentes el plan de salvación, muchos fueron convencidos y convertidos. Las tradiciones y las supersticiones fueron barridas, y las enseñanzas del Salvador fueron aceptadas.

“Así, pues, los que recibieron su mensaje fueron bautizados, y aquel día se unieron a la iglesia unas tres mil personas” (Hech. 2:41). En Jerusalén, fortaleza del judaísmo, miles declararon abiertamente su fe en Jesús como el Mesías.

Los discípulos estaban atónitos y llenos de gozo. No consideraban que esto fuese resultado de sus propios esfuerzos, sino que se daban cuenta de que estaban tratando con el ministerio de otros hombres. Cristo había sembrado la semilla de la verdad y la había regado con su sangre. Las conversiones del día de Pentecostés eran la cosecha de su obra.

Los argumentos de los apóstoles por sí solos no hubiesen quitado el prejuicio. Pero el Espíritu Santo implantó las palabras de los apóstoles como flechas afiladas del Todopoderoso, y así convenció a los hombres de su terrible culpa al rechazar al Señor de gloria.

Los discípulos ya no eran ignorantes e incultos; ya no eran una colección de unidades independientes y conflictivas. Estaban “juntos” (2:44) y “eran de un solo sentir y pensar” (4:32). En mente y en carácter, se habían hecho como su Maestro, y los hombres reconocieron que “habían estado con Jesús” (Hech. 4:13). Ahora les eran reveladas las verdades que no habían podido comprender cuando Cristo estuvo con ellos. Ya no era un asunto de fe para ellos reconocer a Cristo como el Hijo de Dios. Sabían que verdaderamente él era el Mesías, y contaban su experiencia con una confianza que llevaba consigo la convicción de que Dios estaba con ellos.

Puestos en comunión cercana con Cristo, los discípulos se sentaron con él “en lugares celestiales”. La benevolencia plena, profunda y de gran alcance los impulsaba a ir hasta los fines de la Tierra, llenos de un anhelo intenso de llevar adelante la obra que él había comenzado. El Espíritu los animaba y hablaba por medio de ellos. La paz de Cristo brillaba en sus rostros. Habían consagrado sus vidas a él, y sus facciones daban evidencia de la entrega que habían hecho.

Capítulo 5

El don del Espíritu es para nosotros

Cuando instruyó a sus discípulos en cuanto al don más esencial que otorgaría a sus seguidores, Cristo estaba a la sombra de la cruz, completamente consciente de la carga de culpa que descansaba sobre él como portador del pecado. “Y yo le pediré al Padre, y él les dará otro Consolador para que los acompañe siempre: el Espíritu de verdad [...] porque vive con ustedes y estará en ustedes” (Juan 14:16, 17). La maldad que por siglos se había acumulado sería combatida por el poder divino del Espíritu Santo.

¿Cuál fue el resultado del derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés? Las buenas nuevas de un Salvador resucitado fueron llevadas a las partes más remotas de la Tierra. Los conversos llegaban a las iglesias de todas direcciones. Algunos de los que habían sido los más amargos opositores del evangelio se convirtieron en sus campeones. Prevalecía un solo interés: revelar la semejanza del carácter de Cristo y trabajar para amplificar su Reino.

“Con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos” (Hech. 4:33). Hombres escogidos consagraban sus vidas a la obra de dar a otros la esperanza que llenaba sus corazones de paz y gozo. No podían ser detenidos ni intimidados. Al ir de un lugar a otro, se predicaba el evangelio a los pobres y se efectuaban milagros de la gracia divina.

Desde el día de Pentecostés al presente, el Consolador ha sido enviado a todos los que se entregan por completo al Señor y a su servicio. El Espíritu Santo ha venido como consejero, santificador, guía y testigo. Los hombres y las mujeres que a través de los siglos de persecución gozaron de la presencia del Espíritu en sus vidas, permanecieron como señales y maravillas en el mundo. Han revelado el poder transformador del amor redentor.

Aquellos que en Pentecostés fueron investidos de poder no quedaron libres de tentaciones futuras. Fueron asaltados repetidamente por el enemigo que buscaba robarles su experiencia cristiana. Estaban obligados a luchar con todas las facultades dadas por Dios para alcanzar la estatura de los hombres y las mujeres de Cristo. Oraban diariamente para poder alcanzar una perfección aún mayor. Incluso los más débiles aprendieron a desarrollar el poder que les había sido conferido y a ser santificados, refinados y ennoblecidos. Al someterse humildemente a la influencia modeladora del Espíritu Santo, fueron formados a la semejanza de lo divino.

Un don no restringido

El paso del tiempo no ha cambiado la promesa de Cristo de enviar al Espíritu Santo. Si no vemos el cumplimiento es porque la promesa no es apreciada como debiera serlo. Donde sea que se piense poco en el Espíritu Santo, habrá sequía espiritual, oscuridad espiritual y muerte espiritual. Cuando los asuntos menores ocupen la atención, el poder divino necesario para el crecimiento y la prosperidad de la iglesia escaseará.

¿Por qué no tenemos hambre y sed del Espíritu? El Señor está más dispuesto a dar su Espíritu que los padres están dispuestos a dar buenos regalos a sus hijos. Cada obrero debiera pedir a Dios el bautismo diario del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu en los obreros de Dios dará a la proclamación de la verdad un poder que la gloria del mundo no podría darle.

Las palabras habladas a los discípulos son habladas a nosotros también. El Consolador es tan suyo como nuestro. El Espíritu proporciona la fuerza que sostiene a las personas que luchan en toda emergencia, en medio del odio del mundo y de la consciencia de sus propios fracasos. Cuando la perspectiva parece oscura y el futuro perplejo, y cuando nos sentimos impotentes y solos, el Espíritu Santo trae consuelo al corazón.

Ser santo es vivir cada palabra que proviene de la boca de Dios. Es confiar en Dios tanto en la oscuridad como en la luz, y caminar no por vista, sino por fe.

La naturaleza del Espíritu Santo es un misterio. Los hombres pueden reunir pasajes de las Escrituras y armar interpretaciones humanas sobre la base de ellos, pero la aceptación de esos conceptos no dará fuerza a la iglesia. En cuanto a los misterios que son demasiado profundos para la comprensión humana, el silencio es oro.

El Espíritu Santo convence de pecado (ver Juan 16:8). Si el pecador responde, será llevado al arrepentimiento y despertado a la importancia de obedecer los requerimientos divinos. Al pecador arrepentido, el Espíritu Santo le revela al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Cristo dijo: “Les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Juan 14:26).

El Espíritu es dado como un agente regenerador, para hacer efectiva la salvación obrada por la muerte de nuestro Redentor. El Espíritu está buscando constantemente llamar nuestra atención a la cruz del Calvario, para revelar el amor de Dios y para abrir al corazón arrepentido las preciosas verdades de las Escrituras. Al traer convicción de pecado, el Espíritu Santo quita el amor a las cosas de esta Tierra y llena el corazón con el deseo de santidad. “Él los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13). El Espíritu tomará las cosas de Dios y las grabará en el corazón.

Desde el principio Dios ha estado obrando por su Espíritu Santo mediante instrumentos humanos. En los días de los apóstoles obró con poder por su iglesia por medio del Espíritu Santo. El mismo poder que sostuvo a los patriarcas, que dio a Caleb y a Josué fe y valentía, y que hizo que la obra de la iglesia apostólica fuese eficiente, ha sostenido a los fieles hijos de Dios en toda época posterior. Por medio del Espíritu Santo, en la época del oscurantismo, los cristianos valdenses ayudaron a preparar el camino para la Reforma. El mismo poder hizo que los esfuerzos de hombres y mujeres nobles tuviesen éxito al abrir el camino para las misiones modernas y en la traducción de la Biblia a los idiomas de todas las naciones.

Y hoy los heraldos de la Cruz están yendo de país en país, preparando el camino para la Segunda Venida de Cristo. La Ley de Dios está siendo exaltada. El Espíritu se está moviendo en los corazones de los hombres, y aquellos que respondan se convertirán en testigos de la verdad divina. Hay hombres y mujeres consagrados que comunican la luz que ha puesto de manifiesto el camino de la salvación por medio de Cristo. Y a medida que dejan que su luz brille, reciben más poder del Espíritu. Así, la Tierra va a ser iluminada con la gloria de Dios.

Por otro lado, algunos están esperando despreocupadamente que algún estímulo aumente su capacidad de iluminar a otros. Permiten que su luz brille débilmente mientras esperan el momento en que, sin ningún esfuerzo de su parte, sean transformados y hechos aptos para el servicio.

La lluvia temprana y la lluvia tardía

Es verdad que cuando la obra de Dios en la Tierra esté llegando a su fin, los esfuerzos sinceros de los creyentes consagrados serán acompañados por muestras especiales del favor divino. Bajo la figura de las lluvias temprana y tardía que caen en tierras orientales en la época de la cosecha, los profetas anunciaron el derramamiento del Espíritu. El derramamiento en los días de los apóstoles fue la lluvia temprana o primera, y el resultado fue glorioso.

Pero cerca del fin de la cosecha en la Tierra habrá un derramamiento especial, prometido para preparar a la iglesia para la venida del Hijo del hombre. Este derramamiento es la lluvia tardía, y es por este poder añadido que los cristianos envían sus peticiones al Señor de la cosecha “en tiempo de la lluvia tardía”. En respuesta, “les enviará la lluvia” (Joel 2:23). Pero solo quienes reciban constantemente las nuevas provisiones de la gracia tendrán la capacidad de usar ese poder. Ellos están mejorando diariamente las oportunidades de servicio a su alcance, testificando donde sea que estén, en el hogar o en el campo público de utilidad.

Aun Cristo, durante su vida en la Tierra, buscaba a su Padre diariamente para recibir las provisiones de la gracia. ¡El Hijo de Dios se postraba en oración ante su Padre! Fortalecía su fe por medio de la oración y reunía poder para resistir el mal y servir a los hombres.

El Hermano Mayor de nuestra raza conoce las necesidades de aquellos que viven en un mundo de pecado y tentación. Los mensajeros que considera aptos para enviar son débiles y están llenos de errores, pero promete ayuda divina a todos los que se entreguen a su servicio. Su propio ejemplo es una garantía de que la fe y la consagración sin reservas a su obra traerán la ayuda del Espíritu Santo en la batalla contra el pecado.

Mañana tras mañana, cuando los heraldos del evangelio renueven sus votos de consagración al Señor, él les concederá su Espíritu, junto a su poder revitalizador y santificador. Al avanzar en los deberes diarios, los agentes invisibles del Espíritu Santo los capacitarán para ser “colaboradores junto con Dios”.

Capítulo 6

Se prohíbe a Pedro y a Juan hacer la obra de Cristo

Este capítulo está basado en Hechos 3 y 4:1 al 31.

Poco después del descenso del Espíritu Santo, Pedro y Juan iban de camino al Templo, y en la puerta llamada Hermosa vieron un paralítico de cuarenta años de edad, cuya vida había estado llena de dolor desde su nacimiento. Este desdichado hombre había deseado por mucho tiempo ser sanado, pero estaba alejado del escenario donde Jesús obraba. Sus ruegos lograron que finalmente algunos amigos lo llevaran hasta la puerta del Templo, pero se dio cuenta de que habían matado a aquel en quien estaban puestas sus esperanzas.

Los que sabían cuánto había anhelado ser sanado por Jesús lo llevaban al Templo diariamente, para que los transeúntes pudieran darle alguna limosna que aliviara sus necesidades. Al pasar Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro dijo: “Míranos”. El hombre fijó en ellos la mirada, esperando recibir algo. Luego Pedro dijo: “No tengo plata ni oro”. El rostro del paralítico se entristeció. Pero el apóstol continuó: “Pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!”

“Y tomándolo por la mano derecha, lo levantó. Al instante los pies y los tobillos del hombre cobraron fuerza. De un salto se puso en pie y comenzó a caminar. Luego entró con ellos en el templo con sus propios pies, saltando y alabando a Dios. Cuando todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, lo reconocieron como el mismo hombre que acostumbraba pedir limosna sentado junto a la puerta llamada Hermosa”.

Y “toda la gente, que no salía de su asombro, corrió hacia ellos al lugar conocido como Pórtico de Salomón”. Aquí estaba este hombre, quien por cuarenta años había sido un paralítico sin esperanza, regocijándose por su restablecimiento y feliz de creer en Jesús.

Pedro aseguró a la gente que la curación había ocurrido por los méritos de Jesús de Nazaret, a quien Dios había levantado de los muertos. “Por la fe en el nombre de Jesús, él ha restablecido a este hombre a quien ustedes ven y conocen. Esta fe que viene por medio de Jesús lo ha sanado por completo, como les consta a ustedes”.

Se revela la verdadera culpa de los judíos

Los apóstoles hablaron con claridad acerca del gran pecado de los judíos al dar muerte al Príncipe de vida, pero fueron cuidadosos de no llevar a sus oyentes al desánimo. “Rechazaron al Santo y Justo”, dijo Pedro, “y pidieron que se indultara a un asesino. Mataron al autor de la vida, pero Dios lo levantó de entre los muertos, y de eso nosotros somos testigos”. “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes y sus dirigentes actuaron así por ignorancia”. Declaró que el Espíritu Santo los estaba llamando al arrepentimiento. Solo por fe en aquel a quien habían crucificado podían recibir perdón de sus pecados.

“Arrepiéntanse y vuélvanse a Dios, a fin de que vengan tiempos de descanso de parte del Señor”. “Cuando Dios resucitó a su siervo, lo envió primero a ustedes para darles la bendición de que cada uno se convierta de sus maldades”.