Elena G. de White
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
El Libertador
Serie Conflicto
Elena G. de White
Título del original: Humble Hero, Pacific Press Publishing Association, Nampa, ID, E.U.A., 2009.
Dirección: Natalia Jonas
Traducción: Eduardo Kahl Fichtenberg, Carolina Ramos, Walter E. Steger
Diseño del interior: Nelson Espinoza
Diseño de tapa: CPB
Ilustración de tapa: CPB
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Printed in Argentina
Primera edición, e – Book
MMXIX
Es propiedad. © Pacific Press Publ. Assn. (2009).
© ACES (2019).
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-048-6
Publicado el 29 de noviembre de 2019 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)
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White, Elena G. de El Libertador / Elena G. de White / Dirigido por Natalia Jonas. – 1ª ed. – Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2019. Libro digital, EPUB Archivo Digital: online Traducción de: Eduardo Kahl Fichtenberg ; Carolina Ramos ; Walter Steger. ISBN 978-987-798-048-6 1. Biografía. I. Jonas, Natalia, dir. II. Kahl Fichtenberg, Eduardo, trad. III. Ramos, Carolina , trad. IV. Steger, Walter, trad. V. Título. CDD 920 |
Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.
Este libro es una traducción y adaptación del libro Él es la salida, la edición condensada del clásico de Elena de White El Deseado de todas las gentes. El libro condensado incluía todos los capítulos del original, y utilizaba las palabras de Elena de White, pero con un texto reducido.
Esta adaptación, El Libertador, da un paso más en ese sentido, y utiliza algunas palabras, expresiones y estructuras más familiares para los lectores del siglo XXI. El libro, sin embargo, no es una paráfrasis. Sigue el texto de la edición condensada frase por frase, y mantiene la fuerza de la composición literaria de Elena de White. Esperamos que los lectores que se acercan por primera vez a los escritos de Elena de White disfruten de esta adaptación y desarrollen el deseo de leer otros libros de su autoría.
Salvo que se indique lo contrario, los textos bíblicos fueron extraídos de la Nueva Traducción Viviente. Otras versiones utilizadas son la Nueva Versión Internacional (NVI); la Dios Habla Hoy (DHH); La Biblia de las Américas (LBLA); La Palabra, (versión hispanoamericana) (BLPH); Reina Valera Contemporánea (RVC); Reina-Valera 1960 (RVR); Reina-Valera 1977 (RVR 1977); Reina Valera Antigua (RVA); Traducción en Lenguaje Actual (TLA); y Versión Moderna (VM).
Muchos de los capítulos están basados en textos bíblicos, explicitados al comienzo. Las citas bíblicas que están dentro de esos textos se detallan solo con número de capítulo y de versículo.
El Libertador es la historia de un rescate heroico. Nos cuenta cómo una persona altruista –Jesucristo– lo arriesgó todo para venir a la Tierra y reconquistar este planeta en rebelión. Él no podría haberlo hecho permaneciendo en la seguridad y las comodidades del cielo, donde, por ser Dios, recibía adoración. Tuvo que dejar todo atrás, y nacer en este mundo como un bebé, en una familia que tenía que esforzarse para ganarse el pan de cada día. Durante casi toda su vida, el mundo no lo recibió; ni siquiera lo comprendió. Las personas se le oponían, tramaban matarlo, y al final lo golpearon, le escupieron y lo crucificaron. Pero no pudieron apartarlo o desviarlo de su propósito. Murió como un vencedor, y resucitó para completar su rescate para todos los que acudan a Dios por medio de él. No hay trama más importante en toda la historia del mundo, o aun del universo.
Este libro presenta la inspiradora y transformadora historia de Jesucristo, el único que puede satisfacer los anhelos más profundos de todo corazón. No obstante, este libro no tiene como propósito presentar una armonía de los Evangelios o disponer los acontecimientos importantes y las maravillosas lecciones de la vida de Cristo en un orden estrictamente cronológico. Más bien, el propósito de este libro es presentar el amor de Dios tal como se revela en su Hijo; mostrar la divina belleza de la vida de Cristo.
En las próximas páginas, la autora descubre ante el lector grandes tesoros de la vida de Jesús. Enfoques y puntos de vista nuevos iluminan muchos pasajes bíblicos conocidos. Este libro presenta a Jesucristo como la plenitud de Dios, el Salvador de infinita misericordia, el Sustituto del pecador, el Sol de Justicia, el Sumo Sacerdote fiel, el persuasivo Ejemplo para la humanidad, el Sanador de toda enfermedad y dolencia humana, el Amigo tierno y compasivo, el Príncipe de Paz, el Rey que viene, el foco de atención, y el cumplimiento de los deseos y las esperanzas de todas las gentes en todas las edades.
Es nuestro deseo y oración que muchos más lectores puedan acercarse a Dios por medio de estos libros y su presentación de temas bíblicos.
LOS EDITORES.
Desde los días de la eternidad, el Señor Jesucristo era uno con el Padre; era la imagen de Dios, expresión de su gloria. Jesús vino a este mundo oscurecido con el fin de mostrar esa gloria y revelar la luz del amor de Dios. Isaías profetizó de él: “Lo llamarán Emanuel (que significa ‘Dios está con nosotros’) ” (Mat. 1:23; ver Isa. 7:14).
Jesús era “la Palabra de Dios”: el pensamiento de Dios hecho audible. Dios no dio esta revelación solamente para sus hijos nacidos en la tierra. Nuestro pequeño mundo es el libro de texto del universo. Tanto los redimidos como los seres no caídos hallarán en la cruz de Cristo su ciencia y su canto. Todos verán que la gloria que resplandece en el rostro de Jesús es la gloria del amor abnegado. Verán que la ley del amor que renuncia a sí mismo es la ley de vida para el cielo y la tierra. El amor que “no exige que las cosas se hagan a su manera” emana del corazón de Dios, y se puede ver en Jesús, el humilde y tierno de corazón.
En el principio, Cristo puso los cimientos de la tierra. Fue su mano la que colgó los mundos en el espacio y modeló las flores del campo. Él llenó la tierra con belleza y el aire con cantos (ver Sal. 65:6; 95:5). Sobre todas las cosas escribió el mensaje del amor del Padre.
Ahora el pecado ha estropeado la obra perfecta de Dios; sin embargo, esa escritura permanece. Con la excepción del corazón humano egoísta, no hay nada que viva para sí. Cada árbol, arbusto y hoja emite oxígeno, sin el cual ni el hombre ni los animales podrían vivir; y el hombre y el animal, a su vez, cuidan la vida del árbol, el arbusto y la hoja. El océano recibe los ríos de todo continente, pero recibe para dar. Los vapores que ascienden de él caen en forma de lluvias para regar la tierra, para que esta produzca y florezca. Para los ángeles de gloria, dar es una alegría. Ellos traen a este oscuro mundo luz desde lo alto, y obran sobre el espíritu humano para poner a los perdidos en comunión con Cristo
Pero más allá de todas las representaciones menores, contemplamos a Dios en Jesús. Vemos que la gloria de Dios consiste en dar. “Yo no busco mi propia gloria”, dijo Cristo, “sino al que me envió” (Juan 8:50; 7:18). Cristo recibió todas las cosas de Dios, pero tomó para dar. A través del Hijo, la vida del Padre fluye hacia todos. A través del Hijo, vuelve como una marea de amor a la gran Fuente de todo, en forma de servicio alegre. Así, a través de Cristo, se completa el círculo de bendición.
El pecado se originó con el egoísmo. Lucifer, el querubín cubridor, deseó ser el primero en el cielo. Quiso distanciar a los seres celestiales de su Creador y recibir el homenaje él mismo. Acusó al amante Creador de poseer sus propias características malignas, e hizo que los ángeles dudaran de la palabra de Dios y desconfiaran de su bondad. Satanás los indujo a considerarlo como severo e implacable. Así engañó a los ángeles. Del mismo modo engañó a los seres humanos, y la noche de sufrimiento envolvió este mundo.
La tierra quedó a oscuras por causa de una falsa interpretación de Dios. Con el fin de que el mundo pudiera ser traído de nuevo a Dios, debía romperse el poder engañoso de Satanás. Dios no podía hacerlo por la fuerza. Él desea solo el servicio de amor, y el amor no puede ganarse por la fuerza o la autoridad. Solo el amor puede generar más amor. Conocer a Dios es amarlo. Debemos ver su carácter en contraste con el carácter de Satanás. Había un solo Ser que podía realizar esta obra. Únicamente aquel que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios podía darlo a conocer.
El plan de nuestra redención no fue un plan formulado después de la caída de Adán. Fue “su misterio durante largos siglos” (Rom. 16:25). Fue una manifestación de los principios que desde la eternidad habían sido el fundamento del Trono de Dios. Dios previó que el pecado podría existir, e hizo provisión para enfrentar esta terrible emergencia. Se comprometió a dar a su Hijo unigénito “para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Lucifer había dicho: “¡Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios! [...] Seré semejante al Altísimo”. Pero Cristo, “aunque era Dios, [...] renunció a sus privilegios divinos, adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano” (Isa. 14:13, 14; Fil. 2:6, 7).
Jesús podría haberse quedado en la gloria del cielo. Pero prefirió bajar del Trono del universo para traer vida a los que perecían.
Hace más de dos mil años, se oyó en el cielo una voz que decía:
“Me preparaste un cuerpo. [...] ‘Aquí me tienes –como el libro dice de mí–. He venido, oh Dios, a hacer tu voluntad’ ”
Hebreos 10:5-7.
Cristo estaba por visitar nuestro mundo y hacerse de carne y sangre. Si hubiese aparecido con la gloria que tenía antes de que existiese el mundo, no podríamos haber soportado la luz de su presencia. Para que pudiésemos contemplarla y no ser destruidos, él ocultó su gloria y veló su divinidad con humanidad.
Símbolos e ilustraciones habían representado este gran propósito. La zarza ardiente, en la cual Cristo se apareció a Moisés, revelaba a Dios. En esta humilde arbusto, aparentemente sin atractivos, se encontraba el Dios infinito. Él ocultó su gloria para que Moisés pudiese mirarla y vivir. De forma similar, en la columna de nube durante el día y la columna de fuego durante la noche, la gloria de Dios estaba velada, con el fin de que los hombres mortales pudiesen contemplarla. Así Cristo debió venir “como un ser humano”. Era Dios hecho carne, pero su gloria estaba velada, con el fin de que pudiera acercarse a hombres y mujeres afligidos y tentados.
Durante la larga peregrinación de Israel en el desierto, el Santuario estuvo con ellos como símbolo de la presencia de Dios (ver Éxo. 25:8). Del mismo modo, Cristo armó su tienda al lado de nuestras tiendas con la intención de que nos familiaricemos con su vida y carácter divinos. “La Palabra se hizo hombre y vino a vivir entre nosotros. Estaba lleno de amor inagotable y de fidelidad. Y hemos visto su gloria, la gloria del único Hijo del Padre” (Juan 1:14).
Porque Jesús vino a vivir con nosotros, cada hijo e hija de Adán puede comprender que nuestro Creador es el amigo de los pecadores. En toda atracción divina de la vida del Salvador sobre la tierra, vemos a “Dios [que] está con nosotros”.
Satanás pinta a la Ley de amor de Dios como una ley egoísta. Declara que es imposible que obedezcamos sus preceptos. Él acusa al Creador por la caída de Adán y de Eva, nuestros primeros padres, y lleva a la humanidad a considerar que Dios es el autor del pecado, el sufrimiento y la muerte. Jesús debía desenmascarar ese engaño. Siendo uno de nosotros, debía dar un ejemplo de obediencia. Por eso tomó sobre sí nuestra naturaleza y pasó por las experiencias que nosotros pasamos. “Era necesario que en todo sentido él se hiciera semejante a nosotros, sus hermanos” (Heb. 2:17). Si tuviésemos que soportar algo que Jesús no soportó, Satanás tomaría ese detalle y diría que el poder de Dios no nos es suficiente. Por tanto, Jesús “ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros” (Heb. 4:15). Soportó toda prueba que podríamos enfrentar, y no ejerció en su favor poder alguno que no se nos haya ofrecido generosamente. Como todo ser humano, hizo frente a la tentación y venció con la fuerza que Dios le daba. Dejó en claro cuál es el carácter de la Ley de Dios, y su vida es una prueba de que nosotros también podemos obedecer la Ley de Dios.
Por medio de su humanidad, Cristo tocó a la humanidad; por medio de su divinidad se aferró al trono de Dios. Como Hijo del hombre nos dio un ejemplo de obediencia; como Hijo de Dios nos imparte poder para obedecer. Nos dice: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18). “Dios está con nosotros” es la garantía de que seremos salvados del pecado, la seguridad de que tendremos el poder para obedecer la Ley del cielo.
Cristo reveló que su carácter es el extremo opuesto del carácter de Satanás. “Cuando apareció en forma de hombre se humilló a sí mismo en obediencia a Dios y murió en una cruz como morían los criminales” (Fil. 2:7, 8). Cristo tomó la forma de un siervo y ofreció el sacrificio; él mismo fue el sacerdote, él mismo fue la víctima sacrificada. “Él fue [...] aplastado por nuestros pecados; fue golpeado para que nosotros estuviéramos en paz” (Isa. 53:5).
Cristo fue tratado como nosotros merecemos, para que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue condenado por causa de nuestros pecados, en los que no había participado, con el fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por medio de su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte que era nuestra, para que pudiésemos recibir la vida que era suya. “Gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isa. 53:5).
Satanás estaba determinado a lograr una eterna separación entre Dios y los hombres; pero, al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se unió con la humanidad por medio de un vínculo que nunca se romperá. “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Lo dio no solo para morir como nuestro Sacrificio; lo dio para que llegase a ser uno más de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana.
“Pues nos es nacido un niño, un hijo se nos es dado; el gobierno descansará sobre sus hombros”. Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la ha llevado al más alto cielo. El “Hijo del hombre” será llamado “Consejero Maravilloso, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz”. (Isa. 9:6, énfasis añadido). El que es “santo y no tiene culpa ni mancha de pecado”, no se avergüenza de llamarnos hermanos y hermanas (Heb. 7:26; 2:11). El cielo está dentro de un cuerpo humano, y el Amor infinito abraza a toda la humanidad.
La exaltación de los redimidos será un testimonio eterno de la misericordia de Dios. “En los tiempos futuros”, Dios nos pondrá “como ejemplos de la increíble riqueza de la gracia y la bondad que nos tuvo, como se ve en todo lo que ha hecho por nosotros, que estamos unidos a Cristo Jesús”, “para mostrar la amplia variedad de su sabiduría a todos los gobernantes y autoridades invisibles que están en los lugares celestiales” (Efe. 2:7; 3:10).
A través de la obra de Cristo, el gobierno de Dios queda justificado. El Omnipotente se da a conocer como el Dios de amor. Cristo refutó las acusaciones de Satanás y desenmascaró su carácter. El pecado nunca podrá entrar nuevamente en el universo. A través de las edades eternas, todos estarán seguros contra la apostasía. Por medio del amor que se sacrifica a sí mismo, Jesús unió tierra y cielo con el Creador por medio de vínculos irrompibles.
Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. La tierra, el mismo territorio que Satanás reclama como suyo, será honrada por encima de todos los demás mundos en el universo. Aquí, donde el Rey de gloria vivió, sufrió y murió, aquí es donde Dios vivirá con la humanidad, “Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apoc. 21:3). A través de las edades sin fin, los redimidos lo alabarán por este don tan maravilloso que no puede describirse con palabras: Emanuel, “Dios está con nosotros”.
Por más de mil años el pueblo judío había esperado la venida del Salvador. Y sin embargo, cuando vino, no lo conocieron. No vieron en él hermosura que lo hiciera deseable a sus ojos (ver Isa. 53:2). “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron” (Juan 1:11).
Dios había elegido a Israel para preservar los símbolos y las profecías que señalaban al Salvador, para que fuesen como manantiales de salvación para el mundo. El pueblo hebreo entre las naciones debía revelar a Dios a los hombres. Al llamar a Abraham, el Señor le había dicho: “Por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra” (Gén. 12:3). El Señor declaró, por medio de Isaías: “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7).
Pero los israelitas pusieron sus esperanzas en la grandeza mundanal y siguieron las costumbres de los paganos. No cambiaron cuando Dios les mandó advertencias por medio de sus profetas. No cambiaron cuando sufrieron el castigo de la conquista y la opresión pagana. A cada reforma le seguía una apostasía más profunda.
Si Israel hubiese sido fiel a Dios, él los habría elevado “muy por encima de todas las otras naciones que creó”, con “alabanza, honra y fama”. Les aseguró: “Cuando esas naciones se enteren de todos estos decretos, exclamarán: ‘¡Qué sabio y prudente es el pueblo de esa gran nación!’” (Deut. 26:19; 4:6). Pero a causa de su infidelidad, Dios solo pudo realizar sus planes a través de continua adversidad y humillación. Fueron llevados en cautiverio a Babilonia y dispersados por tierras de paganos. Mientras se lamentaban por el santo templo que había quedado desolado, hicieron resplandecer el conocimiento de Dios entre las naciones. Los sistemas paganos de sacrificios eran una distorsión del sistema que Dios había señalado; y muchos aprendieron de los hebreos el significado de los sacrificios como Dios los había planeado, y con fe aceptaron la promesa de un Redentor.
Muchos de los exiliados perdieron la vida por negarse a violar el sábado y observar fiestas paganas. Al levantarse los idólatras para aplastar la verdad, el Señor puso a sus siervos cara a cara con reyes y gobernantes, con el fin de que estos y sus pueblos pudiesen recibir luz. Los más grandes reyes fueron inducidos a proclamar que el Dios a quien adoraban los cautivos hebreos era supremo sobre todos.
Durante los siglos que siguieron a la cautividad en Babilonia, los israelitas fueron curados de la adoración a las imágenes, y se convencieron de que su prosperidad dependía de su obediencia a la ley de Dios. Pero la obediencia de muchos del pueblo era por un motivo egoísta. Servían a Dios como medio para alcanzar la grandeza nacional. No llegaron a ser la luz del mundo, sino que se aislaron con el fin de escapar de la tentación. Dios había restringido que se asociaran con los idólatras para impedir que adoptaran prácticas paganas. Pero malinterpretaron esa instrucción. La usaron para construir un muro de separación entre Israel y las demás naciones. El pueblo de Israel, de hecho, estaba celoso ¡de que el Señor mostrara misericordia a los gentiles!
Después de regresar de Babilonia, por todo el país se erigieron sinagogas, en las cuales los sacerdotes y escribas explicaban la ley. Había escuelas que sostenían que enseñaban los principios de la justicia. Pero durante el cautiverio, muchos del pueblo habían adquirido ideas paganas, y las fueron incorporando a su ceremonial religioso.
Cristo mismo había instituido esos rituales. Todo el servicio ritual era un símbolo de él, y estaba lleno de vitalidad y belleza espiritual. Pero el pueblo israelita perdió la vida espiritual de sus ceremonias y confió en los sacrificios y los ritos en sí mismos, en vez de confiar en aquel a quien estos señalaban. Con el fin de suplir lo que habían perdido, los sacerdotes y los rabinos agregaron muchos requerimientos de su invención. Cuanto más rígidos se volvían, tanto menos del amor de Dios mostraban.
Los que trataban de observar los rigurosos y agobiantes preceptos rabínicos, no podían hallar descanso de una conciencia intranquila. Así Satanás obraba para desanimar al pueblo, para rebajar su concepto del carácter de Dios y para dejar en ridículo la fe de Israel. Esperaba demostrar lo que había sostenido cuando se rebeló en el cielo: nadie puede obedecer los requerimientos de Dios. Él declaraba que incluso Israel no guardaba la Ley.
El pueblo de Israel no tenía un verdadero concepto de la misión del Mesías. No buscaban ser salvados del pecado, sino ser liberados de los romanos. Esperaban que el Mesías exaltara a Israel al dominio universal. Así se fue preparando el camino para que rechazaran al Salvador.
En el tiempo cuando Cristo nació, la nación estaba irritada bajo el gobierno de sus amos extranjeros y atormentada por divisiones internas. Los romanos nombraban o removían al sumo sacerdote, y a menudo personas corruptas llegaban a ese cargo por medio de sobornos y aun homicidios. Así, el sacerdocio se volvió cada vez más corrupto. El pueblo estaba sujeto a exigencias despiadadas, y también a los costosos impuestos de los romanos. El descontento, la codicia, la violencia, la desconfianza y la apatía espiritual estaban socavando el corazón de la nación. El pueblo, en sus tinieblas y opresiones, anhelaban que alguien le devolviera el reino a Israel. Habían estudiado las profecías, pero sin percepción espiritual. Interpretaban las profecías de acuerdo con sus deseos egoístas.
Cuando Adán y Eva oyeron por primera vez la promesa de la venida del Salvador, esperaban que se cumpliese muy pronto. Le dieron la bienvenida a su hijo primogénito, esperando que fuese el Libertador. Pero los que recibieron primero la promesa murieron sin verla cumplida. La promesa fue repetida por medio de los patriarcas y los profetas, manteniendo viva la esperanza de su llegada. Y sin embargo, no vino. La profecía de Daniel revelaba el tiempo de su advenimiento, pero no todos interpretaban correctamente el mensaje. Transcurrió un siglo tras otro. Naciones ocuparon y oprimieron a Israel, y muchos se inclinaban a exclamar: “Su cumple el tiempo, pero no la visión” (Eze. 12:22).
Pero como las estrellas que cruzan los cielos en su órbita señalada, los planes de Dios no tienen prisa ni pausa. En el concilio celestial se había determinado la hora en que Cristo debía venir. Cuando el gran reloj del tiempo marcó esa hora, Jesús nació en Belén.
“Cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo” (Gál. 4:4). El mundo estaba listo para la llegada del Libertador. Las naciones estaban unidas bajo un mismo gobierno. Había una lengua internacional muy difundida. De todos los países, los judíos de la diáspora, dispersos por el mundo, viajaban a Jerusalén para asistir a las fiestas anuales. Al volver a los países en donde vivían, podrían difundir por el mundo la noticia de la llegada del Mesías.
Los sistemas paganos estaban perdiendo su poder sobre la gente. Las personas deseaban con vehemencia una religión que pudiese satisfacer el corazón. Los que buscaban la luz anhelaban conocer al Dios vivo, anhelaban tener alguna seguridad de que había vida más allá de la tumba.
La fe del pueblo de Israel se había empañado, y la esperanza casi había dejado de iluminar el futuro. Para las muchedumbres, la muerte era un temible misterio; mas allá de la tumba, todo era incierto y oscuridad. En “la tierra donde la muerte arroja su sombra”, las personas vivían su lamento sin consuelo. Esperaban con ansias la llegada del Libertador, cuando se aclararía el misterio de lo futuro.
Fuera de la nación judía, hubo personas que buscaban la verdad, y a estas Dios les impartió el Espíritu de Inspiración. Sus palabras proféticas habían encendido esperanzas en el corazón de millares de no judíos, los “gentiles”.
Desde hacía varios siglos las Escrituras estaban traducidas al griego, idioma extensamente difundido por todo el Imperio Romano. Los judíos se hallaban dispersos por todas partes; y, hasta cierto punto, los gentiles también esperaban la venida del Mesías. Entre quienes los judíos llamaban “paganos”, había personas que entendían mejor que los maestros de Israel las profecías bíblicas concernientes a la venida del Mesías.
Algunos de quienes esperaban su venida como libertador del pecado se esforzaban por estudiar el misterio del sistema orgánico hebreo. Pero el pueblo de Israel estaba resuelto a mantenerse separado de las otras naciones, y no estaba dispuestos a compartir el conocimiento que poseían acerca de los servicios simbólicos. El verdadero Intérprete, Aquel a quien todos los símbolos representaban, debía venir y explicar su significado. Dios debía enseñar a la humanidad en su propio lenguaje. Cristo debía venir para pronunciar palabras que pudieran comprender claramente y separar la verdad de la cizaña que había anulado su poder.
Entre los judíos, quedaban creyentes firmes que habían preservado el conocimiento de Dios. Fortalecían su fe recordando la promesa dada por medio de Moisés: “El Señor su Dios hará surgir para ustedes, de entre sus propios hermanos, a un profeta como yo; presten atención a todo lo que les diga” (Hech. 3:22). Leían que el Señor iba a ungir a Uno “para anunciar buenas nuevas a los pobres”, “para sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos” y a declarar “el año del favor del Señor” (Isa. 61:1, 2). Él establecería “justicia en toda la tierra”, y “las tierras lejanas más allá del mar” esperarían sus instrucciones (Isa. 42:4). Las naciones gentiles vendrían a su luz, y reyes poderosos para ver su resplandor (ver Isa. 60:3).
Las palabras del moribundo Jacob los llenaban de esperanza: “El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey” (Gén. 49:10). El poder decreciente de Israel anunciaba que se acercaba la llegada del Mesías. Estaba muy difundida la expectativa de un príncipe poderoso que establecería su reino en Israel y se presentaría ante las naciones como un libertador.
“El tiempo establecido” había llegado. La humanidad, cada vez más degradada por los siglos de pecado, necesitaba la venida del Redentor. Satanás había estado obrando para ahondar y hacer insalvable el abismo entre el cielo y la tierra. Había envalentonado a las personas en el pecado. Se proponía agotar la paciencia de Dios, con el fin de que abandonase al mundo al control de Satanás.
La batalla de Satanás por la supremacía parecía haber tenido un éxito casi completo. Es cierto que en toda generación, aun entre los paganos, hubo personas por medio de quienes Cristo obraba para elevar a la gente de su pecado. Pero estos reformadores fueron odiados. Muchos sufrieron una muerte violenta. La oscura sombra que Satanás había echado sobre el mundo se volvía cada vez más densa.
El mayor triunfo de Satanás fue pervertir la fe de Israel. Los paganos habían perdido el conocimiento de Dios y se habían ido corrompiendo cada vez más. Así también había sucedido con Israel. El principio de que podemos salvarnos por nuestras obras era el fundamento de toda religión pagana, y ahora había llegado a ser el principio de la religión judía.
El pueblo de Israel estaba defraudando al mundo al mostrar una falsificación del evangelio. Se habían negado a entregarse a Dios para la salvación del mundo, y llegaron a ser agentes de Satanás para su destrucción. El pueblo a quien Dios había llamado para ser columna y base de la verdad hacía la obra que Satanás deseaba que hiciese, seguía una conducta que representaba falsamente el carácter de Dios y hacía que el mundo lo considerase un tirano. Los sacerdotes que servían en el Templo habían perdido de vista el significado del servicio que cumplían. Eran como actores de una obra de teatro. Los ritos que Dios mismo había ordenado pasaron a ser lo que les cegaba la mente y endurecía el corazón. Dios ya no podía hacer cosa alguna por la humanidad por medio de ellos.
Habían sido puestos en operación todos los medios para depravar el alma de los hombres. El Hijo de Dios miró al mundo con compasión, y vio cómo los hombres y las mujeres habían llegado a ser víctimas de la crueldad satánica. Aturdidos y engañados, avanzaban en lóbrega procesión hacia la muerte en la cual no hay esperanza de vida, hacia la noche que no ha de tener mañana.
Los cuerpos de los seres humanos habían llegado a ser habitación de demonios. Seres sobrenaturales movían los sentidos, los nervios y los órganos de las personas para complacer las más bajas pasiones. La estampa de los demonios estaba grabada en los rostros humanos. ¡Qué espectáculo contempló el Redentor del mundo!
El pecado había llegado a ser una ciencia, y el vicio una parte de la religión. La rebelión y la hostilidad contra el Cielo eran muy violentas. Los mundos que no habían caído miraban expectantes para ver a Dios acabar con los habitantes de la tierra. Y si Dios hubiese hecho eso, Satanás estaba listo para llevar a cabo su plan de ganarse el apoyo de los seres celestiales. Él había declarado que los principios del gobierno divino hacen imposible el perdón. Si el mundo hubiera sido destruido, habría echado la culpa sobre Dios y extendido su rebelión a los mundos superiores.
Pero en vez de destruir al mundo, Dios envió a su Hijo para salvarlo. Proporcionó un modo de rescatarlo. “Cuando se cumplió el tiempo establecido”, Dios derramó sobre el mundo tal efusión de gracia sanadora, que no se interrumpiría hasta que se cumpliese el plan de salvación. Jesús vino para restaurar en nosotros la imagen de nuestro Hacedor, para expulsar a los demonios que habían dominado la voluntad, para levantarnos del polvo y rehacer el carácter estropeado, para que vuelva a ser a semejanza de su carácter divino.
Este capítulo está basado en Lucas 2:1 al 20.
El Rey de gloria se rebajó a tomar la humanidad. Ocultó su gloria y rehuyó toda ostentación externa. Jesús no quería que ninguna atracción terrenal convocara a las personas a su alrededor. Únicamente la belleza de la verdad celestial debía atraer a quienes lo siguiesen. Él deseaba que lo aceptasen por lo que la Palabra de Dios decía acerca de él.
Los ángeles miraban para ver cómo el pueblo de Dios iba a recibir a su Hijo, revestido con forma humana. Los ángeles fueron a la tierra donde había brillado la luz de la profecía. Fueron sin ser vistos a Jerusalén y se acercaron a los ministros de la casa de Dios.
Un ángel ya había anunciado la proximidad de la venida de Cristo al sacerdote Zacarías, cuando este servía ante el altar. Ya había nacido Juan el Bautista, el precursor de Jesús, y las noticias de su nacimiento y del significado de su misión se habían dispersado por todas partes. Sin embargo, Jerusalén no se estaba preparando para dar la bienvenida a su Redentor. Dios había llamado a la nación judía para comunicar al mundo que Cristo debía nacer del linaje de David; aun así, no sabían que su venida era inminente.
En el Templo, los sacrificios de la mañana y de la tarde señalaban al Cordero de Dios; sin embargo, ni aun allí se hacían los preparativos para recibirlo. Los sacerdotes y los maestros repetían sus rezos sin sentido y ejecutaban los ritos del culto, pero no estaban preparados para la llegada del Mesías. La misma indiferencia se difundió por toda la tierra de Israel. Corazones egoístas y absortos con cosas del mundo eran indiferentes al gozo que conmovía a todo el cielo. Solo unos pocos anhelaban ver al Invisible.
Ángeles acompañaron a José y a María en su viaje de Nazaret a la ciudad de David. El edicto de la Roma Imperial con la orden de censar a los pueblos de sus enorme territorio alcanzó las colinas de Galilea. Augusto César fue usado por Dios para llevar a la madre de Jesús a Belén. Ella era descendiente de David; y el Hijo de David debía nacer en la ciudad de David. Dijo el profeta: “De ti, Belén Efrata [...] saldrá el que gobernará a Israel; sus orígenes se remontan hasta la antigüedad, hasta tiempos inmemoriales” (Miq. 5:2).
Pero José y María no fueron reconocidos ni honrados en la ciudad de este linaje real. Cansados y sin hogar, caminaron por la estrecha calle hasta la otra punta de la ciudad, buscando en vano un lugar donde pasar la noche. Ya no quedaba ningún lugar en la posada. Por fin hallaron refugio en un tosco edificio donde dormían los animales, y allí nació el Redentor del mundo.
La noticia llenó el cielo de alegría. Seres santos del mundo de luz se sintieron atraídos hacia la tierra. Sobre las colinas de Belén se reunieron innumerables ángeles, a la espera de la señal que les indicase declarar la feliz noticia al mundo. Los líderes de Israel podrían haber compartido la alegría de anunciar el nacimiento de Jesús, pero fueron pasados por alto. Los esplendentes rayos del Trono de Dios brillarán para los que busquen la luz y la acepten con alegría (ver Isa. 44:3; Sal. 112:4).