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Índice

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Portada

Copyright

Nota del editor

Dedicatoria

Introducción. Unidad y fragmentación de la cultura iberoamericana

1. Tierra firme para un intelectual. La trayectoria de Daniel Cosío Villegas, como miniatura mexicana

Inicio y fin

La escritura y la revolución o el intelectual como transformación del político

2. Antecedentes, inicios y perfil del Fondo de Cultura Económica

Inicios del FCE y composición de su catálogo

La gestión de Orfila Reynal como director del FCE

3. Misión de la edición para una cultura en crisis. El Fondo de Cultura Económica y el americanismo en Tierra Firme

Cándidas memorias

Alianza al sur

Negociar y entenderse: la edición como una forma de gobierno

Una enciclopedia de nuestra cultura

¿Traducir a Brasil?

4. Química de la edición. Vocación, linaje y alianzas de Orfila

Huella de La Plata y del Colegio Nacional

Líder reformista

Un cónsul de México entre las vanguardias

Los discípulos de Alejandro Korn: entre la universidad y la política

Transmutación del químico en editor: primeros pasos

La sucursal argentina del FCE

Libros son amores

5. Un ejército de quinientos intelectuales funda Siglo XXI

“¡Dimitan al extranjero socialista de la dirección del Fondo!”

Revolucionarios

Los hijos de Sánchez

Los hijos de Kafka

Los hijos de Orfila

6. Historia de un Siglo. Una empresa cultural iberoamericana

Una editorial de ultramar

Catálogo 1967

Catálogo 1971

Siglo XXI de España: aportes y limitaciones en el centro de la tradición

7. La vuelta al libro en ochenta cartas. Cortázar, Orfila y el contrapunto editorial de la composición literaria

Historia del botón

Cartas para editar

Al divino botón

8. Siglo XXI de Argentina. Signos de un pasado presente

Violencia de Estado… una vez más

9. Fragmentos de Siglo

Tiempo y distancias

El peso de la herencia

Desafíos del editor contemporáneo

Conclusión

Referencias bibliográficas

Agradecimientos

Gustavo Sorá

EDITAR DESDE LA IZQUIERDA EN AMÉRICA LATINA

La agitada historia del Fondo de Cultura Económica y de Siglo XXI

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Sorá, Gustavo

© 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Nota del editor

Este libro constituye un aporte a la historia de la edición en Iberoamérica, un campo en expansión desde hace años. Por tratarse de una obra que involucra la historia de nuestra editorial, cabe mencionar que el equipo de Siglo XXI Argentina acompañó y cuidó con profesionalismo las sucesivas etapas de trabajo a partir del manuscrito original, sin interferir de ningún modo con el análisis pormenorizado que despliega el autor y con las conclusiones que plantea.

Como sucede con todos los libros que publica, la editorial no necesariamente comparte todas las afirmaciones del autor ni se hace responsable de ellas, ya que su función es la de dar a conocer trabajos e investigaciones que considera enriquecedores del debate en nuestro medio.

A Marian

Introducción

Unidad y fragmentación de la cultura iberoamericana

Estas páginas de historia social, de sociología teórica, de conclusiones de moral, de práctica política y económica no nos llevan, en el fondo, más que a plantearnos una vez más, bajo nuevas formas, cuestiones antiguas pero siempre renovadas.

Marcel Mauss, Ensayo sobre el don

Entre 1950 y 1980, ser editado por el Fondo de Cultura Económica o por Siglo XXI infundía prestigio intelectual y reconocimiento internacional. Dichas empresas culturales de origen mexicano estimularon creencias sobre el valor trascendente de la integración de los espacios de producción intelectual en lenguas castellana y portuguesa. Guiadas por misiones éticas para establecer un repertorio común de textos e ideas entre lectores de la vasta geografía cultural iberoamericana, asentaron patrones de acción intelectual y empresarial que se tornaron modélicos. Además, los fenómenos de mercado que impulsaron las ediciones del Fondo de Cultura Económica (en lo sucesivo, FCE o Fondo) y Siglo XXI tuvieron su ciclo de auge durante esas décadas. Como busco demostrar en este estudio sociológico y antropológico, tanto sus fundaciones como sus desarrollos fueron –antes que resultado de planes ideados de antemano por editores ejemplares o visionarios– respuestas a toda suerte de obstáculos (políticos, financieros, morales) para los anhelos de autonomía y grandeza cultural ideados en cada país de la región. Obstáculos que se han multiplicado con la globalización: concentración financiera; transformaciones en las tecnologías de comunicación; alteraciones profundas de los contextos ideológicos, políticos y económicos. El doble movimiento de unificación y fragmentación del espacio editorial iberoamericano articula mi estudio.

El FCE se fundó en 1934 como un fideicomiso apoyado por organismos del Estado mexicano y, a partir de 1939, multiplicó la publicación de los libros clave para la formación de las modernas ciencias sociales y humanas. En varias oportunidades eso implicó importantes empresas de traducción: la Paideia de Werner Jaeger, la Introducción a las ciencias del espíritu de Wilhelm Dilthey, El capital de Karl Marx, Economía y sociedad de Max Weber, la versión abreviada de La rama dorada de James Frazer; obras de autores como Karl Mannheim, John Maynard Keynes, Ernst Cassirer, Johan Huizinga, Ralph Linton o Paul Sweezy.[1] Dicho sustrato de referencias universales acercó a los lectores en lengua castellana a las restantes tradiciones intelectuales de Occidente y con los debates en boga en los foros académicos de las grandes metrópolis. También actualizó un sistema de producción de valores, de “medición” y sentidos prácticos, que alteró los asuntos intelectuales y sopesó el estado de la cuestión (cómo pensar y escribir) entre académicos y escritores de la región. El catálogo del FCE objetivó esa matriz simbólica y práctica, universal y particular, especialmente desde mediados de los años cuarenta, cuando fueron lanzadas las colecciones Biblioteca Americana y Tierra Firme. En ellas, autores hispanohablantes publicaron estudios que expresaban lo mejor del género que, por virtud o por defecto, cultivaban: los ensayos de interpretación nacional y americana.

Ya en los años cincuenta, el FCE se tornó una empresa de gran porte y en símbolo de la cultura mexicana. La colección Letras Mexicanas, iniciada en 1952, incorporó al catálogo funciones de estabilización del canon de la moderna literatura nacional (con Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Octavio Paz y Carlos Fuentes como principales nombres de continuidad generacional), y con Breviarios (1948) y Popular (1959) la editorial apuntó a la formación de un público de masas. La diferenciación de las ciencias sociales y las humanidades fue acompañada por la incesante traducción de autores clásicos y de avanzada, así como por la promoción de exponentes iberoamericanos, cada vez más refinados con los métodos y las técnicas de unas ciencias sociales en tren de profesionalización universitaria.

Además de la selección y comunicación de ideas por su significación, belleza o trascendencia, los contenidos de un catálogo decantan los acuerdos y desacuerdos entre múltiples agentes situados dentro y fuera de una editorial. En aquellos productores de libros que privilegian la acumulación de capital simbólico por sobre la veloz rotación de dinero, los destinos del emprendimiento se solapan con la trayectoria del director y de los intelectuales más influyentes en su entorno. En cuanto a la historia del FCE, se ha ponderado la acción de los exiliados españoles (Garciadiego, 2016: 105), así como de su primer director, Daniel Cosío Villegas (Krauze, 1984, Zaid, 1985). Sin descuidar estas presencias, mi estudio se concentra en la posición y los aportes de quien sucedió a Cosío a partir de 1948: Arnaldo Orfila Reynal. Su figura, como ninguna otra, objetiva la comprensión de los hitos de internacionalización de la empresa, el establecimiento de las rutas y estaciones (sucursales) que unieron el espacio iberoamericano del libro.

En un primer momento, Orfila dirigió la sucursal Buenos Aires, fundada en 1945. Para Cosío y los americanistas de su entorno –como Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña o Jesús Silva-Herzog–, la Argentina era el otro “extremo de América” desde donde avanzar hacia los restantes países del continente y dar un salto que ningún editor de este lado del Atlántico había dado: instalarse en la Península Ibérica y competir con el mercado español.[2] Cuando Cosío dejó la dirección del FCE para migrar a los Estados Unidos e iniciar su proyecto intelectual monumental historia del México moderno, comenzó la gestión del editor platense. Entre muchas innovaciones de contenidos y de estructura empresarial, el FCE fundó entonces las sucursales de Santiago de Chile (1954), Lima (1961) y Madrid (1963).

Orfila permaneció en la empresa como director gerente hasta noviembre de 1965, cuando lo despidieron en el contexto de una “guerra fría cultural” que, desde mi punto de vista, representa un cisma en la historia de la cultura en México (véase el capítulo 5). Líder de la Reforma Universitaria en su juventud y militante socialista, abrazó la Revolución Cubana desde el asalto al cuartel Moncada (1953) como una intensa causa personal. Tras la asunción del presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964), el gobierno mexicano giró hacia la derecha y no toleró que el FCE, por entonces un símbolo de la cultura mexicana a escala internacional, sesgara su catálogo con los ideales de “un extranjero comunista”. Orfila era reconocido como un riguroso administrador y como intelectual comprometido con la emancipación de las culturas oprimidas de América Latina. Eso se notó en la activa corriente de indignación despertada por su alejamiento del FCE y en los apoyos que recibió de “un ejército de quinientos intelectuales”, movilizado a lo largo y ancho de las Américas y parte de Europa. Entre carteos de trinchera y rituales de comensales, dicha colectividad encargó a Orfila proseguir y profundizar la misión libraria y emancipatoria, con la creación de una nueva editorial: así nació Siglo XXI, empresa que comenzó sus labores en 1966. Su plan acaparó el deseo de los productores intelectuales del continente, tanto de agentes consagrados (por ejemplo, Miguel Ángel Asturias y Rodolfo Mondolfo) como de aquellos con proyección vanguardista (por ejemplo, Fernando Henrique Cardoso y Fernando del Paso), y ensayó nuevas alternativas para el trabajo triangulado entre México, Buenos Aires y Madrid.

Desde los primeros meses, Siglo XXI planificó formas de instalar sus representaciones en el exterior. Orfila pidió consejo a colegas reconocidos, que estaban al frente de las pocas editoriales que desde América Latina trabajaban con red de sucursales en el extranjero. Gonzalo Losada, por ejemplo, desaconsejaba insistir en la quimera de implantarse en distintos países. En una carta del 9 de enero de 1969, y como evidencia de las inestabilidades para construir un mercado editorial transnacional, le expresaba a Orfila:

Lo que más nos abruma es la sangría que representan las sucursales que tienen que trabajar en países con inflación, soportando las consecuencias. De cualquier manera, 1968 comercialmente ha sido bastante bueno y confío que en 1969 iremos superando algunas de las dificultades.

La unidad era más un fin ideológico, una obstinación ética, que un desarrollo natural de los mercados.[3] Anhelos como esos, descabellados a veces, subsistieron en las décadas recientes. En algunos casos, como rémora nostálgica de proyectos ya míticos; en otros, como plan comercial. Hoy como ayer, la producción simbólica se ve condicionada por relaciones culturales internacionales en extremo desiguales. Entre intelectuales y editores de América Latina se quebró la creencia sobre el valor trascendente que representaría la unificación de las culturas nacionales para realizar ideales de emancipación y grandeza cultural.

Estructura e historia

Como anhelo colectivo, la unidad cultural de Iberoamérica es simultáneamente la realidad más esquiva, el dilema permanente. Por utopía o por crudo interés mercantil, representa el objetivo de no pocos editores de libros en lengua castellana; no así para sus pares lusófonos.[4] Algunos creen alcanzarla. Sólo existe como totalidad en la dimensión del mito. En las tramas de la historia, en la tristeza de los trópicos, todo parece fragmentario. En ciertos períodos, sin embargo, la unidad de las culturas nacionales de este continente simbólico avanzó por vastos territorios unidos por rutas y canales comunicativos, que trazaban editores idealistas y ambiciosos. Gregorio Weinberg, entre ellos, lo evaluaba a la distancia: “Para nuestra colección americana hicimos un libro sobre la filosofía en Bolivia. ¿Se imagina algo así hoy en día [2005]?” (Sorá, 2010c).

El enfoque sostenido en este estudio prioriza el clásico tema de las relaciones entre historia y estructura. El pensamiento y las acciones de los productores de libros en Hispanoamérica pendulan entre el potencial de llegar a quinientos millones de lectores y el repliegue interno, en mercados divididos, separados y de extensiones limitadas. El ideal y la realidad demarcan los extremos de la oscilación histórica editorial en esta geografía cultural, sitúan a quienes participan en los mercados del libro. Sutiles intérpretes hicieron la arqueología de algunos tramos. Jean-François Botrel (2003), por ejemplo, interpretó “el sueño americano de los editores españoles” que despertó a mediados del siglo XIX en José Gaspar Maristany y José Roig Oliveras, Francisco de Paula Mellado y Ángel Fernández de los Ríos. Impresores y libreros –catalanes los dos primeros, madrileños los segundos– buscaron instalarse en Buenos Aires para “hacer la América”. Fracasaron en el intento de competir con Garnier, Appleton, Ollendorf, Jackson, editores europeos y estadounidenses que obturaban el negocio del libro al sur del río Grande. La caída de esos emporios culturales metropolitanos, que editaban en múltiples lenguas y para decenas de países, recién se produjo durante la Primera Guerra Mundial.

Con la voz del modernismo y la lenta diferenciación de editores en un puñado de capitales, en la década de 1920 el tema de la unidad retorna y demarca el verdadero inicio de una historia de la edición en América Latina. Saturnino Calleja en España, Manuel Gleizer en la Argentina, Julio Torri en México, José Bento Monteiro Lobato en Brasil pensaron los intereses y la razón de ser de un editor, lo que, por sobre todo, implicaba diferenciar esta nueva figura de la del librero o impresor. Al lanzar una publicación, estos conocedores del mercado del libro se guiaban por las lógicas comerciales de las reducidas clientelas o por la acción de autores dispersos que incluso podían contratar la salida de colecciones completas, como el caso de José Ingenieros y La Cultura Argentina (1915-1925) o la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana (1928-1937). Hacia 1930, se multiplicaron los personajes que sólo se dedicaban a seleccionar obras de cierta tipología, identificables en un catálogo de editor: libros para ser impresos y vendidos por otros especialistas. Ellos tuvieron la posibilidad de imaginar y realizar un área cultural, un sistema de mercados nacionales con fronteras por las cuales circulasen los libros.

El tema de la unidad de la lengua y la cultura, de los mercados del libro en lengua castellana, fue asunto diplomático, académico, periodístico, no sólo de los empresarios interesados en expandir negocios para la producción y comercialización de impresos. José Antonio Millán (2015) publicó un sumario con decenas de nombres y acontecimientos que refieren a este problema. El título de su breve artículo lo expresa sin ambages, citando a George Bernard Shaw: “Separados por un mismo idioma: el mercado del libro en español”. El tema se anuncia en el Congreso Literario Hispanoamericano realizado en Madrid en 1892, enmarcado en las celebraciones del cuarto centenario del “descubrimiento” de América. Millán data la creación de políticas diplomáticas, de emprendimientos bibliográficos, de acuerdos postales, de ensayos y colecciones, de escenarios de polémicas y enfrentamientos. Llega hasta diagnósticos recientes del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc), con constataciones alarmantes sobre la fragmentación, la separación y la desigualdad interna del mercado de libros en castellano. Cuando arriba al presente se lamenta:

Amazon, Google, Apple… ¿la circulación de los libros españoles acabará pasando por el meridiano de Seattle? […] ¿Es posible que aparezca un auténtico mercado común digital del libro en español, y que pueda estar en nuestras manos? Tal vez sea demasiado tarde para ello, y sólo nos quede la oportunidad de ocupar nuevos nichos: por ejemplo, una alianza digital de los editores independientes de un lado y del otro del Atlántico (Millán, 2015: 8-9; los destacados me pertenecen).

Argumentos o lamentos como esos aparecen a lo largo de la historia en la voz de escritores durante eventos eruditos o ferias internacionales de libros. En los primeros queda expuesta España, con sus instituciones de control idiomático; en los segundos, los mercaderes de libros, a menudo tratados como capitalistas sin patria ni alma en la era de los grandes conglomerados de industria cultural. No es raro que en los testimonios citados en este libro resuenen sentidos propios de la religión. La amenaza de la fractura da lugar a verdaderas sociodiceas (a escala de la edición). Intereses de mercado irritan la moral y provocan reacciones políticas. El libro es vehículo y fin de la civilización moderna, en sus sucesivas y cambiantes acepciones. Por eso es objeto de culto y también de control, sometido a censura y vigilancia.

Advierto que no seguiré toda la historia de la unidad y la fragmentación del espacio editorial iberoamericano. Como propone Claude Lévi-Strauss, deslindo ciertos niveles: así, procuro comprender su vitalidad y opacidad, sus efectos y límites, su poder y fuerza inercial. Con todo, no desisto de la necesidad de ir más allá de los sujetos y de la historia para dilucidar por qué los actores del mundo del libro son como son y tienen tan poco margen para eludir los condicionamientos de las estructuras sociales y simbólicas cristalizadas en cada región y a escala del continente cultural. Explicito los hechos, las hipótesis y los métodos que tomo como punto de partida en mi indagación del problema general.

América Latina, Iberoamérica y otras escalas del campo editorial en castellano

  1. La lengua castellana es el principio de unificación de las editoriales que observamos en este trabajo. Las estructuras que configuran las relaciones de oposición entre tales empresas de producción cultural pueden representarse como campos de distintas escalas según el alcance de las acciones de un agente particular. Una editorial puede acotar sus posibilidades e intereses de trabajo a una ciudad o región, aunque, en primera instancia, las reglas de ingreso y las condiciones de reproducción en un espacio editorial son nacionales. Estructura social, formas de los Estados, leyes, monedas, sistemas de enseñanza, de creencia, de intercambio son algunas de las dimensiones que, además de modelar una lengua, definen un campo editorial nacional.
  2. La lengua castellana, evidencia conspicua de una historia cultural compartida por muchos países, incita a algunos editores a trascender el mercado nacional para exportar producción propia o incluso instalar filiales en otros campos. Si los españoles siempre desearon conquistar los mercados librarios de América Latina, muchos latinoamericanos también desearon vender o trabajar en España. Las alianzas y colisiones que son producto de la competencia internacional generan un campo editorial transnacional que podemos calificar como hispanoamericano. Su geografía cambia en escalas de dimensiones variables; es inestable, no está resguardada por instituciones. Tiene prácticas muy concretas, pero reglas difusas.[5] Si bien pocos agentes de un mercado nacional pueden lanzar apuestas más allá de las fronteras, hablamos de un campo transnacional ya que los efectos allí generados inciden de manera directa o indirecta en todos los agentes.[6]
  3. En distintas épocas, Portugal y Brasil han sido campo de acción de editoriales de España, la Argentina y México: como veremos en un testimonio de António Cândido en el capítulo 3, la formación de literatos, humanistas y científicos sociales en Brasil, hasta los años sesenta, fue surtida en buena proporción por traducciones al castellano; El Ateneo abrió una sucursal en Río de Janeiro para sus libros técnicos en los años treinta; el FCE siempre tuvo buenas ventas en Brasil e instaló una sucursal en San Pablo en 1991. Muchas veces Orfila meditó sobre abrir canales comerciales en ese mercado para Siglo XXI y hasta instalar una filial; en 1998, en Frankfurt fue notorio el lamento de los editores portugueses por el monopolio español de su mercado. El campo editorial iberoamericano es nítido si consideramos los procesos de fusión de capitales en el auge del neoliberalismo, cuando grupos “españoles” compraron grandes empresas en todos los países del área (también, como acabo de mencionar, en Portugal y Brasil).
  4. La historia de trasfondo de este estudio es social: señalo que las distintas culturas nacionales están hechas con la colaboración de extranjeros, con ideas, prácticas y materiales que provienen del exterior.[7] Exilios, migraciones de variada índole trazaron cuadros de trabajo e interacciones en que lo local se funde con lo foráneo. Algunos ejemplos son los españoles y argentinos en la historia editorial de México: Ángel Rama y su Biblioteca Ayacucho, Víctor Landman y la fundación de Gedisa, etc. Esto no implica hacer tabla rasa de las diferencias nacionales, postular sin crítica el triunfo de la hibridación, sino comprender qué significa cada cuadro social en cada contexto significativo y qué efectos generan (o no) las diferencias nacionales. Cuando el 8 de noviembre de 1965 no hubo razón jurídica para justificar la cesantía de Orfila como director del FCE, las autoridades del gobierno mexicano no tuvieron más argumento que decirle que su desplazamiento se debía a que él era extranjero.
  5. Las relaciones transnacionales entre editores tienen un componente nuclear económico, pero los intereses de esta índole son sublimados por la racionalidad simbólica de la dominación económica.[8] La política aparece como lenguaje autorizado que recubre a la economía de los intercambios, y la arena de los conflictos suele ser política. Eso es nítido en las distintas alianzas ensayadas por editores de América Latina para protestar y actuar contra el neocolonialismo de los editores españoles. Estos últimos, siempre protegidos por políticas de Estado, racionalizaron con cuidado la implementación de normativas para su fin mercantil primario: la dominación de los mercados editoriales en ambas orillas del Atlántico. Aquellos aunaron sus fragilidades bajo posturas latinoamericanistas o americanistas a secas. Desde el punto de vista de los agentes aquí descriptos en detalle, el americanismo es el horizonte moral que subordina las otras categorías espaciales consideradas. Eso no resulta contradictorio con el afán (consumado) de instalar filiales en la “madre patria”.

Propongo ahora una hipótesis primaria: los estudios sobre el libro y la edición en Hispanoamérica no pueden recortarse por culturas o mercados nacionales. Deben combinar escalas locales, nacionales y transnacionales. Los editores y las editoriales iban más allá de las fronteras de la nación. En la Argentina, sus emprendedores eran extranjeros (o no) que buscaron desplazarse hacia otros mercados del continente, incluso al brasileño en ciertos casos exitosos como El Ateneo y el FCE, o no concretados como Siglo XXI (Sorá, 2011a).

A diferencia de Brasil, donde en 1982 apareció una monumental historiografía de la edición escrita por Laurence Hallewell, bibliotecario británico, en la Argentina los estudios al respecto eran limitados, como la pionera historia de Jorge Rivera (1985) o el inicial trabajo de Leandro de Sagastizábal (1995). ¿Archivos, legitimación académica del tema? A inicios de este siglo no existían en absoluto.[9] Hacia finales de los años noventa, en mi desordenado archivo sobre la edición en la Argentina asomó un caso que atrapó mi atención. Era un editor llamado Arnaldo Orfila Reynal, respecto de quien sólo podían hallarse notas periodísticas, entre las que se destacaba una entrevista en Todo es Historia. A tal punto no era un personaje registrado por la historia argentina que en esa nota (Gálvez Cancino, 1994), el nombre de Arnaldo aparece como “Alejandro”.

En el medio editorial internacional, sin embargo, Orfila gozaba de enorme reputación. Alfred Knopf o Peter Weidhaas (2007: 80) lo exaltaban como el mayor editor de América Latina.[10] Su lugar como director del FCE y luego como fundador de Siglo XXI le daba un potencial comparable con el de José Olympio o Gaston Gallimard, editores centrales en la consagración de cánones de literatura y de pensamiento social en Brasil y Francia.

En síntesis, este libro trata sobre teatros, actos, personajes, dramas y comedias de la unidad cultural de un continente a partir de la vida de dos editores y de unas editoriales singulares. Es importante insistir sobre estos recortes y formas de interrogación para que no se busquen aquí totalidades esquivas como las historias del FCE y Siglo XXI, quizá ni siquiera sobre la trayectoria de Daniel Cosío Villegas y Arnaldo Orfila Reynal (tanto más específicamente en el segundo caso). Orfila y aquellas editoriales no son metas, sino medios para otros fines de conocimiento. Así, puedo conocer un sistema de agentes de variado tipo (editoriales, editores, libreros, intelectuales, políticos) mutuamente inteligibles, y cuestiones sobre las culturas contemporáneas que no se limitan a las prácticas de la edición de libros.

La unidad de los capítulos es cronológica y teórica, pero no fáctica. Las secciones siguen acontecimientos no estrictamente enlazados.[11] Cada segmento es resultado de la formulación de distintos problemas sociológicos, presenta hechos y estrategias de análisis diferentes. Los cambios de escala buscan una exposición más llevadera, al enriquecer la observación de múltiples planos, desde los proyectos de expansión internacional y la gestión de negocios millonarios hasta las decisiones en la hechura de un libro.

Una “cena de negros”

En el caso de Cosío, hombre insignia de la creación del FCE en 1934, y director fundador hasta 1948, me animó la intención de comprender cómo pensó su itinerario vital en sus Memorias, publicadas en 1975, poco antes de morir. Allí, se regocijaba al mirarse como un intelectual independiente que no vendió su alma al diablo, postura liberal que le permitió juzgar sin tapujos el estilo personalista de los gobernantes mexicanos. Hasta alcanzar esa posición, vivió y sufrió los múltiples vaivenes de la historia política y cultural de México desde el gobierno de Álvaro Obregón Salido, hacia 1920. Fue producto y productor de los procesos de diferenciación de las instancias (académicas, políticas, económicas, científicas, burocráticas) decisivas en la esfera del poder. La edición fue apenas una de las siete “casacas” que vistió a lo largo de su camino. Entre finales de la triunfante posición del intelectual independiente, sus aventuras como editor no valieron más que tres páginas de sus memorias.

Luego de presentar a un fundador es lógico describir la institución, hasta la afirmación de los géneros y las estrategias de trabajo que modelaron el perfil de su producción. Me siento muy identificado con Robert Darnton (2008: 158) cuando dice: “No puedo entusiasmarme con ningún tipo de historia que esté vacía de seres humanos”. Como quizá diría también Darnton, me interesa mucho más la gente que está detrás de los libros que esos objetos en sí. No me parece tan significativo comprobar si el libro es un fin de la civilización, si es noble o plebeyo, como comprender su peso específico para modelar culturas y revelar estructuras sociales desde hace más de dos mil años.

El FCE nació tras el intento de profesores de Economía como Cosío, Manuel Gómez Morin o Emigdio Martínez Adame de editar una colección de traducciones: formar a los expertos que el Estado precisaba para encarrilar los rumbos del México revolucionario.[12] Buscaron hacerlo por medio de Espasa-Calpe, quizá la editorial de mayor prestigio cultural en lengua española en los años treinta. La respuesta de José Ortega y Gasset, el juez de las decisiones en la casa madrileña, fue lapidaria: “El día en que los latinoamericanos tuvieran que ver algo en la actividad editorial de España, la cultura de España y la de todos los países de habla española ‘se volvería una cena de negros’” (Cosío, 1976: 146). Los economistas mexicanos no tuvieron más remedio que crear su propia editorial. En los inicios se restringieron a un interés académico.

Pero la Guerra Civil fragmentó la edición en España y fertilizó el territorio para que proyectos de edición de libros “hicieran la América” en capitales dinámicas como Buenos Aires, México y Santiago de Chile. El FCE fue una de las tantas editoriales que diversificaron sus áreas de interés y su expansión geográfica, proceso que dinamizó una meteórica evolución. Sin embargo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, todo parecía volver a fojas cero. Los editores españoles, apoyados por la dictadura de Francisco Franco, volvieron a levantar las banderas de la “natural” soberanía de su acción cultural sobre las antiguas colonias. Esto puso en armas a los editores a la otra orilla del Atlántico y alertó sobre la necesidad de aliarse, reconocerse, hacerse oír en congresos y publicar panfletos en los que, por primera vez, pensaron su profesión y las limitaciones de su accionar. Cosío fue un artífice central de la formación de una alianza de editoriales americanas y expresó su repudio frente al avasallamiento español en punzantes artículos (reunidos en Extremos de América, de 1949, cuyo título dice todo respecto del imperativo de urgente unidad de los productores culturales del continente). La unidad no es un ideal per se; fue y es una respuesta ante la fragmentación, condición inherente a la dominación del imperialismo cultural metropolitano, como si ningún país de América Latina, de manera aislada, pudiera enfrentar los males figurados por los intelectuales sobre los problemas americanos, desde José Martí hasta José Enrique Rodó. Con el neoliberalismo y la expansión de los grandes grupos editoriales, la crítica a la “dominación española” retornó y es un dilema recurrente en las últimas dos décadas entre los editores latinoamericanos. La “cena de negros” simboliza, como diría Marcel Mauss, una de esas cuestiones antiguas siempre renovadas.

A contrapelo de cualquier historia oficial, sumo al intelectual Norberto Frontini, un intermediario cultural sin puesto editorial. Ese abogado de izquierdas gozó de cierto prestigio social, político e intelectual en la Buenos Aires de los años treinta. Sin un sueldo, movido por convicción ideológica, con el desinterés de un “delegado apostólico” –así lo definió Cosío Villegas en alguna carta–, se ofreció para viajar a Brasil y a otros cinco países de América donde implantar el programa de la colección Tierra Firme, una enciclopedia del continente planificada por el director del FCE hacia 1941 (y lanzada en 1944). A partir de la correspondencia entre Frontini y Cosío, trazo la irradiación continental de la editorial gracias a la colección más decisiva en los años cuarenta para la imaginación de una comunidad espiritual entre escritores, académicos y lectores de la región.

Tierra Firme me parece una unidad de observación riquísima. Para la palabra escrita, es decisivo cómo esta se presenta al público. Ahí interviene el editor. Las posibilidades para que una obra y un autor alcancen reconocimiento como cosa y figura representativas de una colectividad dependen de su inclusión en catálogos, en colecciones, en exhibiciones y otras formas de clasificación y publicidad que orientan apropiaciones y apreciaciones. Al menos una colección deja una huella material. No es el caso de los “Frontini”, las poblaciones de mediadores, desde asesores eruditos hasta aplicados tipógrafos, por los que se canalizan, se hacen públicas y se reconocen las ideas. Frontini y Tierra Firme explican muy bien la arbitrariedad de la producción de cultura en las sociedades de clases y el carácter social de la creación simbólica. Allí restituimos una singular oposición binaria, a veces caracterizada como “internalismo” (textual) - “externalismo” (social), con el ánimo de trascenderla y lograr comprender la cultura, no desde el fin de los hechos consumados, como cuando interpretamos la obra de un autor o las ideas de una época, sino desde los opacos procesos de creación y elaboración, antes y después que un libro sale a luz, trayecto analítico e historiográfico.

Los acontecimientos obligan a conocer en detalle la trayectoria de Orfila. ¿Quién fue? ¿Cómo devino protagonista del FCE en su “edad de oro”? ¿Por qué, tanto en ese sello como en Siglo XXI, lo animaba un sentimiento misional para contribuir con sus libros a la emancipación cultural del continente? Para ensayar respuestas a tantas preguntas, una de mis claves de interpretación –y no solo en el caso de Orfila– es el weberiano tema de la “vocación”, que permite fundamentar individualidades y la fuerza con que intervienen en los mercados culturales. “Vocación” es vector de “diferenciación”, argumento de realización de la vida en sociedad; conlleva éticas de tipo ascético, infunde la creencia en lo que se es, orienta, da sentido a las acciones en el mundo.[13]

Vocación y posición de los productores culturales

Resulta difícil expresar en nuestra lengua los sentidos del término alemán Beruf: tanto “vocación” como “profesión”. En su introducción al número 200 de Actes de la Recherche en Sciences Sociales, Gisèle Sapiro (2013) caracteriza la imposición de lo que denomina “modelo de la vocación” como principio moral central en la diferenciación de las modernas prácticas artísticas e intelectuales. Estas se piensan (y se defienden de las amenazas rutinizantes y estandarizadoras del mercado) como territorio privilegiado de la individualidad y de la subjetividad. El “tipo ideal” del artista moderno comenzó a ser racionalizado por el Romanticismo, al imponerse la ideología del carisma, la figura del genio como “creador increado” y el privilegio de la forma sobre la función de las obras. Las obras legítimas, fines en sí, son aquellas que exigen desconexión con intereses ajenos (sociales) a las búsquedas estilísticas y formales de los productores de bienes simbólicos. Libertad, imprevisibilidad, don (carisma), originalidad son valores asociados al modelo vocacional en este ámbito.

Los modos de inculcar esos ideales se revelan en las representaciones de sí de cada productor. Por eso se tornan vectores eficaces para diferenciar el poder propiamente simbólico con el que cada artista o intelectual (editor o científico, etc.) interviene en su específico espacio de producción.

Es tarea del analista restituir la expresión de tales esquemas de pensamiento en cada productor cultural; es objetivo del sociólogo comprender la vocación como sentido práctico, restituir las razones y condiciones de su manifestación, así como las dimensiones negadas por los creadores: incorporación de las vocaciones por herencia familiar, por trayectos de formación educativa, por crisis y reconversiones, por alianzas y enemistades; en definitiva, por razones históricas y sociales. Como estructura estructurante, la vocación encamina la construcción del sentido práctico de los agentes, su habitus. En los productores culturales, dinamiza la comprensión de su diferencial efecto en campos específicos; vale decir, es relativa a las posiciones de los agentes en los espacios de relaciones objetivas (estructuras estructuradas) que delimitan su accionar.

En los años cuarenta, para abrazar el trabajo de editor con “devoción apasionada” (otro de los signos weberianos), Orfila interrumpió su trabajo como químico, ciencia en la que en 1922 se doctoró por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Decía que su vocación como editor había nacido durante su militancia cultural en la escuela secundaria: el Nacional de La Plata, retratado en aquellos tiempos como un Óxford local. La correlativa dedicación a tareas de intermediación cultural es uno de los nudos para interpretar la trayectoria de Orfila. Potentes energías reorientadas hacia el oficio de editor, práctica incorporada lentamente hasta su reconocimiento como líder de dos de los emprendimientos más ambiciosos en la unificación simbólica de los problemas sociales y políticos americanos. ¿Cuáles fueron las fuentes de tamaño poder? o, en palabras de Weber (1985: 59), “¿Qué clase de persona es preciso ser para verse autorizado a tocar la rueda de la historia?”.

La explicación de por qué fue él se detiene en el movimiento estudiantil reformista que eligió a Orfila como representante argentino al Primer Congreso Internacional de Estudiantes, celebrado en México en septiembre de 1921. Allí conoció a Cosío, al dominicano Pedro Henríquez Ureña. Estos antecedentes conducen a un hecho nodal: la instalación de la sucursal porteña del FCE, el 1º de enero de 1945. Fue un hito que iluminó los posibles contornos de un espacio editorial iberoamericano. Esta decisión dinamizó un proceso de emancipación cultural que se aceleró al compás de las crisis políticas de finales de los años treinta. A partir de entonces, Tor, Claridad, El Ateneo, Losada, Sudamericana y otras editoriales argentinas comenzaron a exportar su producción. Lentamente se armó un tejido en que, a los argentinos, se sumaron los mexicanos del FCE, inicio de un sistema de producción que quebró la posición monopólica española.

Este acontecimiento es significativo asociado a un conjunto de hechos generales y específicos. Entre los primeros, convergieron entretanto dos procesos correlativos, irreversibles: la diferenciación de la edición como profesión que pasó a ocupar una posición central en el sistema del libro y la internacionalización de los mercados, factor gradualmente determinante. Entre los segundos, los editores latinoamericanos aunaron esfuerzos, realizaron diagnósticos, exploraron perspectivas críticas para definir su oficio, todo lo cual suponía visualizar y atacar las barreras a un equilibrio en las prácticas de producción e intercambio.[14]

La Argentina despuntaba por entonces como potencia cultural. En tanto intelectual, economista y diplomático, Cosío interpretaba que era necesario articular con aquel mercado, antes de que avanzara sobre el mexicano. El plan fue un éxito para el FCE. Entre 1948 y 1952, cuando Orfila fue confirmado como gerente general de la casa matriz, no se comprende su posición sin la presencia de personas que lo rodearon. Y al migrar Orfila para ocupar de manera provisoria el lugar de Cosío, la sucursal argentina quedó a cargo de Delia Etcheverry. Las mujeres son protagonistas en este tramo del estudio.

Veremos también que la actriz clave en la rama porteña pasó a ser María Elena Satostegui, la primera esposa de Orfila. Así como Frontini, fue una trabajadora sagaz, enérgica, eclipsada, que lideró la instalación de las sucursales del FCE en Santiago de Chile (1954) y en Madrid (1963). Satostegui y Orfila se separaron a inicios de los años cincuenta, momento en que retornamos a México y entra en escena Laurette Séjourné, segundo vínculo conyugal de Orfila hasta su muerte, decisiva en ciertas líneas de los catálogos del FCE y de Siglo XXI, y en la radicalización política de Orfila.

laboomLa vuelta al día en ochenta mundos

De ahí en más, analizo el nuevo sistema de interdependencias en que pasó a desenvolverse la vida de Orfila. Describo catálogos pero sin perder el foco axial de este estudio. Dedico tanto o mayor espacio a las sucursales de Madrid y Buenos Aires, abiertas casi en simultáneo. Estas conjugaron el tacto empresarial y la ambición política de Orfila con los proyectos de aliados de años previos, que lo siguieron en esta nueva etapa, y de jóvenes agentes que encarnaban los nuevos frentes de vanguardia política e intelectual. Eran tiempos de revoluciones y Siglo XXI se erigió en emblema.

La editorial fue fracturada a fuerza de golpes de Estado y de mercado. Hacia el final, doy mayores detalles sobre la rama argentina. Entre 1971 y 1976, era vista como la más dinámica del conjunto. Entre otros proyectos, allí se gestó la Biblioteca del Pensamiento Socialista, bajo la coordinación de José Aricó. La sucursal de Buenos Aires fue allanada y clausurada por un comando del terrorismo de Estado, apenas una semana después del fatídico golpe militar.

Siglo XXI “desapareció” en la Argentina. Pero, a la par del presente milenio, reapareció allí de un modo paradojal, fragmentada en dos editoriales homónimas. Sin la amalgama de Orfila, líder carismático retratado por Jorge Tula como paterfamilias, con el paso de los años Siglo XXI de México y de España habían separado sus rumbos. En 2000 llegaron a competir en el mercado argentino, fundando cada una su propia sucursal. Como una isla de historia (Sahlins, 2008), como un caso en escala para indagar cuestiones generales, Siglo XXI internalizó el proceso colectivo de unidad y fragmentación. A partir del pasado reciente, Siglo XXI Editores Argentina, sello de este libro, está presente con gran vitalidad en el campo editorial. Siglo XXI Iberoamericana se diluyó cuando en 2010 la matriz española fue adquirida por el Grupo Akal. Renovando antiguas cuestiones, en la Argentina y en México, Siglo XXI cambia y continúa como un sello independiente que ha repensado, no sin conflictos, los fundamentos para reencontrar su huella en una historia general en la larga duración.

[1] Javier Garciadiego (2016) ha realizado una historia intelectual del repertorio de traducciones editadas por el FCE en la década de 1940.

[2] En las páginas que siguen aclaro el uso que hago de las denominaciones “América”, “América Latina”, “Iberoamérica”, “Hispanoamérica” y afines.

[3] Durante esos años, el gobierno de facto de la Argentina estableció fuertes trabas a la importación de libros, tal como México había hecho a inicio de la década de 1950, a la par de Chile y España. Durante la Guerra Fría, la censura de impresos fue generalizada en casi todos los países.

[4] Como se verá a lo largo del libro, Brasil ha sido un territorio significativo para los productores de libros en castellano, tanto como mercado de exportación como de cultura que traducir. Lo mismo puede decirse de Portugal con relación a España. En sentido inverso, Hispanoamérica no ha tenido una significación equivalente para los productores de libros e ideas en Brasil.

[5] Sobre la raigambre nacional de los posicionamientos e intereses que se expresan en las disputas del campo de poder internacional, véase Dezalay y Garth (2016).

[6] Una aplicación de la “teoría del campo” de Pierre Bourdieu a las dimensiones transnacionales figura en Sapiro (2013).

[7] Una sociología histórica y cultural de las relaciones nacional-extranjero figura en Miceli (2003).

[8] Sobre las relaciones entre economía y cultura en los mercados de bienes simbólicos, véase Bourdieu (1977).

[9] En la actualidad, felizmente, disfrutamos de un espacio de especialización en el que confluyen docenas de jóvenes investigadores y al que contribuimos a forjar con José Luis de Diego, Horacio Tarcus, Leandro de Sagastizábal, Margarita Pierini, Graciela Batticuore, Ana Mosqueda y otros colegas de diversa procedencia geográfica y disciplinar. Jalones de ese crecimiento son el libro organizado por De Diego (2009) y el coloquio argentino de estudios sobre el libro y la edición que realizamos en La Plata y Córdoba, en 2012 y 2016.

[10] La editorial Alfred Knopf fue fundada en Nueva York en 1915 y es reconocida por la calidad literaria de su catálogo y el diseño de sus ediciones en tapas duras (hardcover). Entre 1973 y 2003, Peter Weidhaas fue director de la Feria de Frankfurt, que bajo su gestión consolidó su posición como centro neurálgico del mercado editorial internacional (Sorá, 2011b).

[11] Esto es especialmente notorio en el caso del FCE. No cabe esperar aquí una historia pormenorizada de sus distintas etapas.

[12] Una historia institucional del FCE puede encontrarse en abundante material producido por la propia editorial en cada conmemoración: por ejemplo, Díaz Arciniega (1994), Chumacero (1980), Krauze (1984). Por lo general, es una historia escrita en la continuidad, la exaltación, sin conflictos, dispuesta para custodiar el panteón, cuidar un patrimonio cultural mexicano. Los lectores que busquen trazar los hitos de la editorial, la secuencia y el índice de sus libros y colecciones podrán consultar con cautela esa bibliografía fuente.

[13] Los sentidos con que me apropio de la noción de “vocación”, de otras nociones o de conceptos de mi perspectiva analítica, centrada en la teoría de los campos propuesta por Bourdieu (quien es crítico de varios alcances y usos de la “vocación” o del “llamado”), se despliegan a lo largo del libro, en la medida en que la interpretación de los datos lo requiera.

[14] La red internacional de conexiones entre libreros iberoamericanos es el tema de la tesis doctoral de Juan David Murillo Sandoval. Sobre su original producción editada véase, por ejemplo, Murillo Sandoval (2016).