Emergencias
Cuentos mexicanos de jóvenes talento
Antología
Lectorum
Edición Digital
Emergencias. Cuentos mexicanos de jóvenes talento
Antología
Textos de Pedro J. Acuña, Maritza M. Buendía, Miguel Cane, Víctor Roberto Carrancá, Raquel Castro, Karen Chacek, Norma Yamillé Cuéllar, Gabriela Damián, Atahualpa Espinosa, Iván Farías, Ruy Feben, Úrsula Fuentesberáin, Valeria Gascón, Enrique Ángel González Cuevas, Daniel Herrera, Susana Iglesias, Rodolfo JM, Daniel Krauze, Jaime Muñoz de Baena, José Manuel Ríos Guerra, César Silva Márquez, Paola Tinoco, Arturo Vallejo, Iliana Vargas y Magali Velasco.
Selección y prólogo de Alberto Chimal
Emergencias. Cuentos mexicanos de jóvenes talento
Antología
© Lectorum
D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2015
Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A Lote 1621
Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección
C.P. 09310, México, D. F.
Tel. 5581 3202
www.lectorum.com.mx
ventas@lectorum.com.mx
Primera edición: enero de 2015
ISBN edición impresa: 9781508583080
D.R. © Selección y Prólogo: Alberto Chimal
D. R. © Portada: Carlos Varela Vázquez
Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.
Contenido
Prólogo Alberto Chimal
La última carta Norma Yamillé Cuéllar
La literatura es cosa seria José Manuel Ríos Guerra
La Condesa César Silva Márquez
Diva Miguel Cane
No Atahualpa Espinosa
Alma Susana Iglesias
Debajo del agua Daniel Krauze
Trouble Loves Me Raquel Castro
Cenicienta humillada Paola Tinoco
Formalidad de tu parte Úrsula Fuentesberáin
La caída de los cuerpos Maritza M. Buendía
Los franceses no existen Víctor Roberto Carrancá
El problema del Ápeiron Arturo Vallejo
El siguiente nivel Enrique Ángel González Cuevas
Oratoria Iliana Vargas
El sombrero de Mateo Valeria Gascón
Autorretrato Gabriela Damián Miravete
Y, sin embargo, es un pañuelo Jaime Muñoz de Baena
Suplemento alimenticio Ruy Feben
La tercera variedad Rodolfo JM
Palabras Zumbido Karen Chacek
El quinto jinete Iván Farías
La compañía de las liendres Pedro J. Acuña
Tlacotalpan gore Magali Velasco Vargas
Solución a la rabia Daniel Herrera
Prólogo
Los cuentos reunidos en este libro son de autores muy diferentes entre sí, de diversas edades, con intereses de lo más variado. Lo que une a todos, y de algún modo se refleja en cada historia y cada personaje, es el periodo que les tocó vivir y en el que comenzaron su trabajo como narradores: las décadas de transición entre el siglo XX y el XXI, con todo lo que ese cambio implicó para quienes lo vivieron.
Aun los más jóvenes entre los autores reunidos aquí supieron qué fue descubrir por primera vez la existencia de internet y las comunicaciones digitales, que por un breve tiempo —justamente las últimas dos décadas del siglo pasado— parecieron asegurar un futuro de enormes libertades y posibilidades. Aun los más mayores fueron testigos, sin vivirlas directamente, de las decepciones de sus padres y abuelos al ver que sueños anteriores —los de movimientos políticos y sociales que fueron centrales para la historia humana, al menos, entre 1914 y 1989: de la Primera Guerra Mundial a la caída del Muro de Berlín— fracasaban, se corrompían o se transformaban de modos imprevistos e inquietantes, y en cualquier caso no llevaban a las sociedades de entonces a los estados de mayor bienestar y justicia que habían prometido.
A todos por igual les tocó llegar a la época de nuevas guerras, y de gran incertidumbre, que comenzó “oficialmente” con los atentados terroristas de septiembre de 2001. Y a todos les toca, ahora, vivir su vida adulta en México durante la época particular y aciaga que es nuestro presente, en el que no solamente existe la amenaza de la violencia criminal, de la que tanto se habla, sino también la del crecimiento del poder del Estado y las empresas a expensas de los ciudadanos, la de grandes retrocesos en los derechos de éstos, la de una indiferencia creciente y una actitud resignada ante los males de que somos víctimas, como si todo abuso fuera justo y normal...
Por último, los narradores, y los escritores en general, tienen un serio problema adicional: hay pocos lectores en el país y, a pesar de todos los esfuerzos realizados —sinceros e hipócritas, útiles o no—, no está claro que su número aumente. Escribir en México, como dicen muchas personas cínicas, “no es negocio”: no da para vivir y no ofrece grandes expectativas de éxito de ningún otro tipo. Aun los que tienen espacios en medios, o que pueden gozar de premios o becas ocasionales, saben que no tienen ninguna seguridad.
Y sin embargo, aunque muchos de los autores aquí reunidos tienen una actitud cínica, e incluso apocalíptica, ante los hechos de sus propias vidas, las de sus personajes y las de la población del planeta entero, ninguno deja de escribir. Como mínimo, los narradores de este tiempo —aquellos que perseveran, que insisten en contar sus historias— comparten una pasión por la escritura que es la de los escritores de otras épocas (sus “padres” literarios, sus precursores) pero debe impulsarlos en tiempos especialmente difíciles y complejos.
El trabajo de todos los autores de esta antología tiene una calidad que me parece notable, pero no son los únicos que están escribiendo. Tampoco son, necesariamente, “los mejores” que hay, los únicos que merecen ser leídos. Este libro no quiere dar una lista cerrada, un “canon” del cuento que se escribe ahora en México, sino abrir una puerta: invitar a los lectores, por medio de una veintena de ejemplos, a descubrir la gran diversidad de las historias a su alcance.
El índice no tiene los cuentos agrupados por temas ni de ningún otro modo, pero sí los tiene ordenados para que el lector que se anime a conocerlos todos vaya a través de ellos como por una carretera, observando el paisaje que cambia poco a poco al otro lado de la ventanilla. Los cuentos que hablan de la escritura y la vida, del acto mismo de contar, dan paso poco a poco a los que se refieren a las dificultades de la vida real, el amor y las relaciones humanas; éstos llevan a los que se refieren a los sueños, la fantasía y el delirio; y éstos desembocan en los que cuentan las pesadillas de la violencia. Ojalá toda persona que se asome a esta colección pueda encontrar un punto de la ruta que le agrade (incluso que le fascine) y al que quiera volver una y otra vez.
Alberto Chimal
La última carta
Norma Yamillé Cuéllar
Francamente, ¿cómo fui a dar allí? Muy en la mañana estaba alzando mi pulgar en una carretera de Wyoming cuando un señor me levantó en su coche y aceptó dejarme lo más cerca posible de Canadá. Pero a medio aventón recibió una llamada en su celular miniatura y el recorrido tomó una nueva dirección. Tenía que ir a Washington de emergencia.
—Kurt Cobain se pegó un tiro —me dijo, así tal cual.
El señor resultó ser un importante médico forense y yo quedé shockeada al escuchar la noticia. Ansiaba largarme al país de la hoja de maple y quizá perderme del mundo, pero la ocasión ameritaba desviarme del camino de mis anhelos por quién sabe cuánto tiempo.
— ¿Quién dijo que se disparó? —pregunté casi en automático y fingiendo total ignorancia respecto a Su Majestad del Grunge, y antes que me respondiera atiné en decirle: “Vamos a Washington”.
Tuve que mentirle al señor forense para que no sospechara de mi admiración por Kurt y descartara cualquier estúpido proceder de mi parte. Como él no podría liar con el hecho de levantar a una mexicana en medio de la nada para dejarla otra vez en medio de la nada, aceptó que lo acompañara.
Durante el camino platicamos de mil cosas, elogió mi inglés y yo su noble gesto de llevarme. Cuando nos cansábamos de hablar sintonizábamos en la radio las últimas noticias del suicidio y tributos en memoria de la estrella caída. Yo traía mi playera con la leyenda LOSER bajo el suéter; estaba de moda aceptar ser un perdedor.
Ese día fue gris. Lugar donde parábamos a cargar gasolina, al baño o comer algo de pasada, lugar donde nos topábamos con más de un par de corazones abatidos. A través de mi ventana vi decenas de estacionamientos con decenas de chavos que escuchaban canciones de Nirvana en los estéreos de sus autos y miraban al suelo, con las manos en los bolsillos del pantalón. Quién sabe, tal vez así fue también cuando le dispararon a John Lennon.
—Kurt dejó huérfana a una niña demostrando lo sobreestimada que está la paternidad: no quita la depresión —me dijo repentinamente mi nuevo amigo tras el volante y entonces supe que lo suyo era la ironía y que él también era fan de Nirvana.
Faltaba poco para llegar al pequeño estado de Washington. A medida que avanzábamos la carretera se iba congestionando de coches y camionetas repletas de “grungers” dirigiéndose a casa del suicida, igual que nosotros. Culpaban a Courtney Love, al capitalismo, a la heroína, al pop. Esto apesta, pensé, tal vez se suicidó porque ya no tuvo privacidad, y ahora muerto nosotros íbamos a seguir hostigándolo.
Yo tenía depresión atípica y lo primero que imaginaba siempre para matarme era un balazo en la boca. Por eso aquel acto de Kurt me hizo pensar en mí, en que estaba jodida, por eso me calaba tanto. ¿Cómo me volví tan infeliz? ¿Me estaban poniendo algo en el agua, en la comida? Como si en México no tuviéramos bastante con la crisis, la devaluación, los zapatistas, ahora se había matado alguien que lo tenía todo. Todos lo habíamos visto muy serio en el Unplugged de MTV, como decaído. Bueno, aunque la verdad nunca fue muy alegre que digamos.
¿Por qué mi nuevo amigo, el forense, llevaba ya tres divorcios y se veía tan alegre? Todavía tenía esa pregunta dando vueltas en mi cabeza cuando de reojo observé que sacó de la guantera un poco de coca y la inhaló con deleite. Yo no era partidaria de las drogas, es más, no había querido usar antidepresivos porque quitan el hambre y el deseo sexual. No quería ser una zombie asexuada, de por sí ya tenía un look lo suficientemente andrógino como para que los que me daban aventón no se quisieran pasar de listos. En eso pensaba cuando aparecieron en la carretera minivans de canales de TV cargadas de reporteros. Había supuesto que mi amigo y yo seríamos los primeros en llegar. Dejen a Kurt en paz, decía para mis adentros. Nos desairó, estaba en todo su derecho. Nosotros somos los freaks por seguir vivos en este circo.
—Nos estamos acercando a la casa, ya quita esa cara de trauma —me regañó el tipo, quien ya para entonces había agarrado mucha confianza conmigo.
—Yo no me meto madres para estar alegre —le respondí también yo con mucha familiaridad.
—Pues deberías —me refutó y comprendí que cuando le picabas la cresta nunca se quedaba callado.
De repente me enojé con el infeliz, con los demás forenses, con los reporteros, con los demás fans del muerto, conmigo, con todo el puto mundo. Ni siquiera íbamos a dejarlo pudrirse a gusto. Dejémoslo en paz.
Para acabarla de joder mi “amigo” traía una cámara no oficial para tomar fotos exclusivas que iba a vender muy caras, según él. Empecé a arrepentirme de haber aceptado ir.
—Ponte esta ropa, no vas a entrar con esa camiseta apestosa —me sugirió cuando bajamos del coche frente al lugar de los hechos.
Ya con la vestimenta especial y los guantes puestos, me di asco. No quería ni mirarme, me sentí una escoria, también sentí cólicos, comencé a salivar. Nunca había visto a un muerto y ahora iba a ver a una de mis personas favoritas muerta, con la misma depresión que yo tenía metida hasta los huesos. Me sentía cada vez más cerca de los deprimidos célebres: Billie Holiday, Ernest Hemingway, Janis Joplin...
Estábamos en una zona residencial de Seattle. Las patrullas de la policía cercaban el lugar y había personas empujándose, buscando entrar. En una radio portátil que pasó cerca de mí hablaban de “la bala que atravesó a una generación”.
Abrazados nos abrimos paso a empujones para entrar a la casa, escudados tras la identificación de mi amigo. Adentro, los policías nos guiaron a la habitación de la tragedia, en el segundo piso. Me asomé poco a poco, vi el cuerpo de Kurt tirado entre una mancha de sangre, tenía la cabeza deshecha.
El maldito médico hablaba en clave con un par de uniformados, y yo veía aquel cadáver que ya nunca olvidaría y tenía que fingir indiferencia. ¿Qué experiencia tan horrible habría vivido como para preferir volarse los sesos? Así es la depresión. El mundo no le gustó a Kurt. Yo me sentía como el hombre que por más que le ofrece regalos a su amada, ella no lo quiere, lo desaira. Me sentía enojada porque el mundo que le ofrecimos no le había gustado. Pero ver la muerte tan real, tan cerca, esa vida desperdiciada, tantas posibilidades colapsadas en un charco rojo, me sacudió. Me puse a temblar.
En eso nos recomendaron pisar con cuidado. Se encontraron instrumentos para uso de heroína.
—Hey tú, no te quedes ahí parada, ve al baño y busca evidencias o algo —me ordenó con voz ronca mi amigo el forense.
Entré al baño, cerré la puerta y entonces pude vomitar tratando de no hacer ruido. Afuera los fans lloraban oyendo la canción Where did you Sleep Last Night. Seguí hincada frente a la taza del baño, no sé por cuánto tiempo, llorando. Muy en el fondo me agradecí por seguir viva.
¿Cómo fui a dar allí? Sentada en el suelo, débil, alcancé a ver algo en la suela de mi zapato derecho. Era una nota manuscrita: “No tengo más para dar. No confío en nadie, ni en mi propia esposa. Este mundo no vale la pena. Estoy muy cansado. Kurt”.
No tenía mucho tiempo para pensar; un policía tocaba a la puerta preguntándome si estaba bien. Saqué un papelito y una pluma y escribí algo diferente, con letra parecida a la de él: “Tenía mucho para dar. Sólo confío en mi hija y en mi esposa. Este mundo sí vale la pena. Sólo estoy dañado. Kurt”. Volví a la escena del suicidio, y “encontré” la nota en un jarrón.
—No puedo dejar que reciban tu mensaje, perdóname —le dije con la mirada al fallecido músico cuando caminé a su lado.
Abracé un rato a mi amigo forense antes de dejar la habitación y con ese gesto cariñoso le quité su cámara y dinero. Los policías revisaban la nota. Bajé las escaleras corriendo, sacándome los guantes y la ropa celeste, exhibiendo mi playera y condición de LOSER. En la puerta principal me tropecé con Courtney Love, quien bajo un ataque de histeria forcejeaba con los escoltas para poder entrar. Por el asombro de verla me tropecé y le pisé un pie, me llamó estúpida; también se me cayó la verdadera nota de su difunto esposo. El alboroto alrededor de Courtney no me dejó recoger aquel triste escrito, pero no importó porque alcancé a ver que con puras pisadas lo hicieron cachitos.
La literatura es cosa seria
José Manuel Ríos Guerra
Soy todo lo contrario a Aurora, mi rumi. Ella se levanta todos los días a las ocho de la mañana para repasar su griego o su latín como si fuera al gimnasio. Después se la pasa leyendo o escribiendo o pensando en lo que leyó o en lo que va a escribir. Cuando se toma un descanso, prende un cigarro y se queja amargamente de que nunca ganará un concurso literario porque no tiene palancas y porque es mujer. Yo, en cambio, siempre procuro levantarme lo más tarde posible. Cuando despierto, me dedico a ver series de televisión, a actualizar mi facebook o a jugar Plantas vs. zombis. Algún tiempo también quise ser escritor, pero no tengo ni la techné ni, mucho menos, la poiesis. Mi talento se limitó a un cuento y nada más.
Una mañana, Aurora tocó a mi puerta y, sin esperar a que la dejara pasar, entró y me dijo:
—Oye, Esteban, ¿vas a llevar tu libro a Toluca?
Con motivo del bicentenario se habían organizado concursos literarios, exposiciones fotográficas, competencias deportivas, demostraciones culinarias y un montón de tonterías más. Ese día era el último para entregar un libro de cuentos inéditos en el Estado de México. Aurora seguía con la idea de que yo era escritor o, por lo menos, pretendía serlo, y yo no había tenido tiempo ni ganas para desengañarla. No me atreví a decirle la verdad, así que le dije que sí, que llevaría mi libro y tuve que ir a dejar el suyo.
Me dio un sobre con sus tres juegos de copias y otro con sus datos personales. Tomé el camión y en el camino leí los cuentos de mi rumi; todos me gustaron y sentí un poco de envidia. Cuando pisé suelo toluqueño tuve una idea: sólo necesitaba encontrar un café internet.
Aurora y yo nos conocimos en la Facultad de Filosofía y Letras. Un día tuvimos que hacer un trabajo en equipo y todos nos quedamos de ver a las once de la mañana en la estación del Metro Chabacano. Yo llegué una hora y media tarde. Por supuesto, ya no había nadie, pero cuando me iba, Aurora me jaló de la mochila. Decidimos caminar hacia el centro y nos metimos en una cafetería.
Me contó que siempre llegaba tarde a cualquier cita, que no le gustaba desayunar y que su primer alimento, generalmente, era un cigarro. Después me dijo que sus autores favoritos eran Kafka, Cavafis y Pessoa. Yo pensaba que era muy aburrido hablar de literatura, que era muy temprano para hablar de algo tan serio. Aurora se quedó callada. Temí que estuviera leyendo mi mente. Estuvo jugando con la cuchara y su rostro se nubló. Me dijo que ese día su padre cumplía años de muerto. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Afortunadamente no se puso a llorar. Me contó que su padre la abandonó cuando ella tenía nueve años; después, cuando ella se acordó de él y lo buscó, él tenía años que había muerto.
Pensé en Aurora y en su padre toda la semana. Una noche, en que me dio insomnio, me senté frente a la computadora y escribí un cuento. Cuando Aurora lo leyó, me abrazó y me dijo que yo podía ser un buen escritor. Yo me lo creí. Unos meses más tarde, ella se peleó con su madre y me invitó a ser su rumi. Entonces tuve que hablar seriamente con mis padres y decirles que necesitaba dinero para independizarme.
Habían pasado poco más de dos meses de mi viaje a Toluca cuando una mañana me despertaron los gritos de Aurora: ¡Gané! ¡Gané! ¡Gané!
Sus pisadas se escuchaban por todo el departamento. Yo intentaba ignorarla (eran como las diez de la mañana, muy temprano para levantarme), pero cuando empezó a tocar a mi puerta como si fuera un tambor, la curiosidad me ganó y salí a ver qué pasaba. Aurora brincaba de un sillón a otro como una chiquilla.
— ¡Cálmate!, ¿qué te pasa? ¡Estás como loca!
— ¡Gané!
—Ya oí.
— ¡El concurso del bicentenario! Mira.
Me llevó a su cuarto y me enseñó una página de internet donde se publicaban los ganadores. La página decía el seudónimo y el nombre del libro ganador. Respiré aliviado cuando vi que todavía no publicaban el nombre del autor.
Aurora me dijo que iba a hacer de cenar y que invitaría a todos sus amigos. Toda la mañana estuve meditando cómo decirle la verdad. En la tarde salí a caminar y la angustia me siguió a todos lados. Cuando regresé, me imaginé que el departamento estaría lleno de gente, pero no (la verdad es que Aurora no es muy sociable), sólo estaba su madre, seis botellas de vino y un recipiente lleno de espagueti a la boloñesa. Pensé que mi rumi estaría muy triste por la poca convocatoria que tuvo su reunión; no fue así: cuando salió de la cocina se veía radiante; la felicidad embellece, o al menos eso fue lo que pensé cuando me besó y me abrazó como si no nos hubiéramos visto en meses.
La madre de Aurora se fue temprano. Yo sabía que era el mejor momento para decirle la verdad, pero Aurora estaba tan contenta que preferí posponer esa situación desagradable.
—Yo estaba equivocada, me dieron el premio aunque soy mujer y no tengo palancas ni nada.
—Sí.
—Aunque la verdad lo que me interesa es el varo, no necesito reconocimientos.
— ¿En serio? ¿A poco no te importa que te entreguen el premio, que te tomen fotos y que salgas en los periódicos y toda la mamada?
—Quiero el dinero para irme a Alemania, lo demás me vale madres.
En ese momento me sentí más tranquilo, llené nuestras copas y brindamos por su premio. Nos pusimos tan borrachos que terminamos besándonos; yo sentí que besaba a una hermana. Tal vez ella sintió lo mismo porque enseguida se separó de mí y se quedó pensando. Después me dijo:
—Sólo me agrada la idea de recoger el premio porque me voy a imaginar que mi padre está ahí.
Su rostro se nubló como aquella vez en la cafetería. A mí se me ablandó el corazón y preferí decirle la verdad.
No pensé que se pusiera así de histérica. Me dijo que era poco hombre, que en qué estaba pensando, que dónde iba a quedar su prestigio como escritora, que la literatura es cosa seria.
—Pero tú dijiste que te interesaba sólo el dinero; en cuanto me den el premio te lo deposito. Además, eso significa que tenías razón: como mujer no te iban a premiar nunca.
— ¡Chinga tu madre! —me gritó, se metió a su cuarto y azotó la puerta.
Un mes después me dieron el premio en una ceremonia íntima y sencilla. Le deposité su dinero a Aurora. Me costó trabajo hacerlo, porque era mucho dinero y me imaginé todo lo que podía hacer con él, pero al final cumplí mi palabra.
A veces me hablan por teléfono para pedirme que sea jurado en concursos o dictaminador para alguna editorial. Yo los rechazo porque siempre me citan a horas impropias. A veces me preguntan, con una mezcla de admiración e ilusión, que para cuándo voy a publicar una novela. Yo me siento un poco culpable, porque esos trabajos y esa admiración deberían ser para Aurora. Luego se me olvida y pienso en ella, en cómo le estará yendo en Alemania. Yo cada día la extraño más. Espero que regrese pronto y que me traiga algo de allá.
La Condesa
César Silva Márquez
Ina abrió los ojos muy temprano esa mañana de enero. Le dolían las rodillas, y si dolían así, dentro de unas horas el dolor sería insoportable. Por primera vez en mucho tiempo se sintió cansada. El solo pensar que el próximo fin de semana —el dos de febrero, a las siete de la tarde, para ser exactos—, cumpliría sesenta y dos años, la deprimía. Trató de cerrar los ojos, pero no pudo. Miró a su izquierda, Jeffrey no estaba. Se había levantado aún más temprano que ella y había salido sin despertarla. No tenerlo presente cuando le dolían tanto las rodillas no le agradaba. Por la ventana, entre los sicomoros de su jardín, la luz entraba en forma de tenedores. Alargó la mano y tomó su Percodan del buró, sin detenerse en el envase depositó dos pastillas en su lengua y tragó.
Sesenta y dos años, pensó, y deseó que su esposo estuviera ahí, y no caminando por la playa fría, como se lo imaginaba. Necesitaba que contestara el teléfono en caso de que Martha llamara. Ella siempre llamaba unos días antes de su cumpleaños. Su carrera, en gran parte, se la debía a ella, pero hoy no estaba de humor para contestar, fuera quien fuera. El aire sopló y alguna viga de la casa crujió una, dos veces. El sonido era seco y sordo, como si Dios estuviera quebrando tallos de apio. Ina se masajeó los ojos.
Miró las cobijas, arrugadas, en el lado de la cama que le correspondía a Jeffrey. Constató que el celular de su esposo seguía sobre el buró. Arrugó el entrecejo. Él nunca salía sin su celular. Excepto diez años atrás cuando... No quiso pensar más en aquella ocasión. Su fuerza radicaba en la habilidad que le permitió arreglar ese embrollo de faldas con una comida extensa e íntima. No tenía el cuerpo de su juventud, aunque, si lo pensaba, nunca había sido esbelta, pero tenía el don de la cocina, y Jeffrey, lo viera como lo viera, ya estaba viejo para andar a estas alturas de rabo verde. Suspiró y trató de levantarse. Se hacía tarde y quería sorprenderlo con unos hot cakes de plátano acompañados de tocino con maple. En verdad, a quien le gustaba el tocino era a ella, a su marido le gustaba más el jamón enmielado. El esfuerzo que hizo para incorporarse no fue suficiente y su cuerpo cayó como un jamón entero en la tibieza de las sábanas. Sonó el teléfono. De seguro es Martha, dijo en voz alta. Dejó que timbrara seis veces más hasta que, fuera quien fuese del otro lado, desistió. Recordó cuando Martha Stewart se comunicó con ella por primera vez y le dijo que cocinaba de maravilla. Había momentos, como hoy, en que pensaba en su vieja tienda de ultramarinos, y aunque la había cerrado hace tantos años atrás, en mil novecientos noventa y seis, pensaba que esa vida era mejor a esta, que Martha Stewart le había hecho más daño que bien, aconsejándola, siendo su confidente, ayudándola a entrar a la televisión y volviéndola famosa. La buena de Martha, con número de reo 55170-054. De pronto la odió. Vio el cielo raso de su recámara y la odió por su omnipresencia. Al parecer parte de la casa, los muebles del baño, el cuarto de visitas, la sala de estar, su cocina, incluso los crujidos de las vigas y los sicomoros allá fuera, de algún modo perverso, le pertenecían a su amiga. Hizo un intento más por levantarse, pero el cuerpo no le respondió.
“Eres una obesa”, se dijo, “eres una ballena”.
Miró el frasco de Percodan y, antes de tomar otras dos pastillas, lo lanzó contra la pared. Iba a llorar, pero se contuvo. Tenía que pensar en el desayuno de Jeffrey, en su programa de televisión, en sus amigos y en la supuesta trama del programa. ¿A quién enviaría esta semana al súper? ¿Para quién tendría que cocinar esta vez? ¿Lo haría en la playa o en su cocina? Sam estaba fuera de la ciudad. Rita se encontraba en el hospital luchando contra un cáncer recién detectado. Isabella estaba por volver a Connecticut... Ina suspiró de alivio. Era el mismo alivio que sentía cuando se adentraba en su jardín de flores y hortalizas y todo estaba verde o rojo o floreciendo conforme a lo planeado, ese sería el tema del programa: una cena de despedida. Llamaría a Steve, el productor del Food Network, de inmediato. Pero antes necesitaba poner un pie en la fría duela. Eso tenía que hacer.
Cerró los ojos y vio a su madre negándole la entrada a la cocina cuando era pequeña, explicándole que ella había venido al mundo para cosas más importantes que cocinar un huevo. Vio a Jeffrey a los quince años cuando lo conoció en una cafetería de hamburguesas, mientras visitaba a su hermano en un hospital de Hanover, ella también tenía quince. Vio a sus compañeras de la facultad reírse a sus espaldas por su problema de peso. Se vio a ella misma a los veintitrés, escondiendo barras de chocolate bajo el colchón de su cama, y a su querido Jeffrey, tomándola del brazo, acariciándola, haciéndole saber que era su apoyo y que siempre lo sería. Finalmente, como si fuera la cereza coronando el pastel, se recordó a los veinticuatro, en una cama de hospital y con el estómago destrozado por dos galones de helado de chocolate que comió después de recibir la noticia de la muerte de su padre. El buenazo de su padre había sufrido un ataque al corazón justo en medio de un embotellamiento de kilómetros, cuando regresaba de Nueva York a casa.
Con los años se hizo de su tienda, “La Condesa descalza”, que junto con Jeffrey había conseguido en las afueras de East Hampton en el frío año del setenta y ocho, y entonces su vida sí que dio un gran vuelco, justo como si se volteara un jugoso filete en la parrilla para terminarlo de cocinar. Fue entonces cuando ideó su famoso platillo de res a la borgoñesa y, como para aderezar más su futuro, la dichosa llamada de la vieja y buena Martha Stewart.
Martha había sido un instrumento del destino, una espumadera, en todo caso, que la había izado fuera del agua hirviente de una vida bastante común. Soy Martha Stewart, oyó del otro lado de la línea, desde un teléfono en uno de los tantos cubículos grises de la televisora NBC. Era ella en persona y era como venderle el alma al diablo, la sensación fue deliciosa. Todo por su platillo de res a la borgoñesa. Todo por no saber la receta original y tener que experimentar con vino, verduras y salsas. Todo por ese estofado con cebollas y zanahorias y... bueno, las ágiles manos y el agudo paladar.
Jeffrey, estuviera donde estuviera, llegaría pronto y ella necesitaba bajar a la cocina, necesitaba prepararle el almuerzo y mantenerlo enamorado por un día más. Necesitaba llamar a Steve y decirle en qué consistiría el programa de la semana. Necesitaba llamar a Isabella para contarle que le cocinaría (lo había decidido) su famoso estofado francés. Aunque Ina tenía la impresión de que Isabella ya no era su amiga, por cierto gesto que la delataba.
En los últimos tiempos, nadie parecía su verdadero amigo. Le llamaban para saber qué cocinaría en casa esa tarde. Si había preparado un pastel de chocolate o cualquier postre que sólo a ella le resultaba bueno, pero nunca para preguntar cómo se encontraba ella o Jeffrey y su arritmia cardiaca.
Abrió los ojos por segunda vez esa mañana y dijo: Soy Ina Garten, al mismo tiempo que su pie se esforzaba por alcanzar la fría madera del suelo. Soy Ina Garten, dijo otra vez, soy la Condesa, dijo mientras sentía las rodillas como un par de galletas resecas, listas para desmoronarse.
Diva
Miguel Cane
Como en una gran pantalla. Así te veo si cierro los ojos; ahí vas, sales de la puerta de llegadas internacionales con tu traje muy chic, elegante pero casual, llevas unos zapatos nuevos, carísimos —supongo que por nuevos te aprietan como el carajo—, llevas también lentes oscuros para protegerte de la mañana. Sé cómo te chocan las mañanas, sin embargo sonríes cuando alguien se acerca, gritando una palabra mágica; tu nombre.
¡Alejandra!
Bienvenida a Hollywood.
— ¡Alejandra, mi vida, mi amor! ¡Mira nada más, si te ves preciosa!
Hay pocos (muy pocos) fotógrafos para recibirte. De todas maneras sonríes, se trata de la comunidad latina, tu público allende las fronteras y también cuentan, cómo chingados no. Revelas dentadura blanca y perfecta, aunque te revienta ese maldito solazo y el gordo también, pero qué le vas a hacer, caminas con los rejodidos zapatos (maldita la hora en que los compraste), falda muchos centímetros arriba de la rodilla, atrás Lola lleva neceser, carpeta y pasaportes.