CONFIDENCIAS DE UNA
CIUDAD MUSEO

Alfredo Gaete Briseño


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SEGUNDA EDICIÓN

Octubre 2015

Editado por Aguja Literaria

Valdepeñas 752

Las Condes - Santiago - Chile

Fono fijo: +56 227896753

E-Mail: agujaliteraria@gmail.com

Sitio web: www.agujaliteraria.com

Página facebook: Aguja Literaria

ISBN: 978-956-6039-04-4

DERECHOS RESERVADOS

Nº inscripción: 127.059

Alfredo Gaete Briseño

Confidencias de una Ciudad Museo

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

TAPAS

Fotografía: Josefina Gaete Silva 

Diseño: Josefina Gaete Silva 




A mi madre Marta y mi padre Rolando,

quienes de la mano caminan por el infinito



AGRADECIMIENTOS


Tras esta novela hay una seria investigación bibliográfica y vivencial. A tal punto llegó la primera, que debí ordenar la información en un libro de consulta, del cual posteriormente publiqué dos capítulos diferenciados en igual cantidad de libros: Lota: La Sorprendente Historia de la Familia Cousiño, y Lota: Parque Isidora Cousiño.

Y todo fue posible gracias a la colaboración de muchas personas que entregaron su tiempo, cariño, conocimientos y testimonio.

Agradezco a quienes trabajaban entonces en la Ilustre Municipalidad de Lota, el Circuito Turístico “Lota Sorprendente” de Fundación Chile y el Canal Azul de Televisión, por su generosidad.

Especialmente al alcalde Patricio Marchant, que junto a sus colaboradores Alfonso Montoya y Alejandro Matamala, desde un inicio me abrieron las puertas de la ciudad.

A Marcos Ferrand, cuyo apoyo fue de un valor incalculable para que el proyecto de la primera edición viera la luz con una hermosa presentación.

A Jean Jacques Soulat, con quien trabajar fue un placer por su profesionalismo y gran capacidad para facilitar las cosas.

A muchos jóvenes lotinos que me hicieron parte de su realidad, en especial a Mauricio Velásquez, Nelson Concha y Claudio Mardones.

A Raúl Carrera, Jaime Izquierdo y Gerald Cancino, quienes a través de su amistad, me permitieron compartir su mundo.

A Esmerita Cisternas y John Hernández, por facilitarme el acceso a diversas personas, y permitirme sentir como en casa.

Al afecto y hospitalidad de mis queridos amigos María Elena Martínez y Eduardo Catalán, junto a sus hijos Felipe, Pedro Ignacio y Eduardo.

A los mineros y guías del Circuito Lota Sorprendente, representados en Évelin Vásquez y José Reyes.
A Omar Gómez, nominado entonces por el Servicio Nacional de Geología y Minería para el premio que se otorgaría al trabajador destacado del año 2001, quien me permitió abrir la primera puerta para entrar al fascinante mundo llamado Lota.

A Alan Meller, cuya revisión literaria y adecuados comentarios, fueron un extraordinario aporte en el resultado final del texto. Así, también, por sus generosos comentarios en la presentación de esa primera edición.

A Macarena Gaete, por su afectuosa disposición y contribución en el diseño de la portada de la primera edición.

A quienes han estado junto a mí, sobre todo, durante el período más difícil, cuando el sueño de hacer de la escritura una actividad profesional comenzaba a desplegar sus alas. Entre estas personas no puedo dejar de destacar a Carmen Gloria, mi mujer, quien con sus lecturas y acertados comentarios, ha sido un constante apoyo en la revisión de mis textos.

Agradezco también a Alicia Medina por su lectura de esta versión y sus valiosos comentarios.

Por último, al equipo de Aguja Literaria, agencia encargada de la edición final, la publicación y la importante gestión promocional; en especial, a dos de sus integrantes: su directora ejecutiva, Josefina Gaete, por su aporte profesional, y a la editora Claudia Cuevas, por sus concienzudas recomendaciones.

I



Me mantuve en silencio, mientras observaba el exquisito histrionismo de Paola.
-Sonó la maldita sirena: estridente y prolongada, como si jamás fuera a terminar, avisando que algo malo había ocurrido en la mina; ese pito que inyectaba en la población un temor difícil de explicar. Todos detuvieron sus quehaceres. Las mujeres en sus casas, en los lavaderos, junto a los hornos, o donde se encontraran, comenzaron a temblar. Los hombres, con sus apariencias despistadas, se movían de un rincón a otro, como leones enjaulados, olvidándose de su sagrada imagen machista… –Su rostro dibujó un gesto burlón que desapareció de inmediato–. Eran abuelas y abuelos, madres y padres, hermanas y hermanos, hijas, hijos, esposas por supuesto… Todos pálidos de terror... porque el accidentado podía ser cualquiera, incluso más de uno. Pa que me entienda, podían quedar enterrados por un derrumbe, ahogados en un anegamiento, asfixiados con el gas grisú, a veces una explosión los quemaba por dentro, o los desmembraba, o simplemente aparecían muertos...
Detuvo su relato y, sin mirarme, con los ojos dirigidos hacia un lugar que me pareció indeterminado, gritó un par de  veces:
-¡Cocicaliente los piñoones...!
Aquel discordante anuncio de su mercadería me desconectó. Me vi sentado a su derecha, a la izquierda de las dos puertas color naranja del muelle artesanal, sobre un escalón de cemento, bajo las grandes piedras de contención ordenadas en posición horizontal con dirección a los piques, que evitaban al mar avanzar más de lo conveniente sobre las playas laterales. 
-Disculpe, pero si no grito no vendo, y si no vendo se enfrían, y si se enfrían... -¡Cocicaliente los piñoones...!
Dando por entendido que yo había comprendido su explicación, repitió varias veces su eslogan, dirigido a la gran cantidad de personas que laboraba en las cercanías, a quienes hasta entonces yo había pasado por alto. En el recinto de piso adoquinado, unas reparaban el tejido de largas redes extendidas entre soportes; otras maestreaban sobre las cubiertas de diversas embarcaciones menores, en general pangas auxiliares en mantención; más cerca de nosotros, algunos tipos envasaban sardinas en cajas de madera; y a nuestras espaldas, en el mismo muelle de hormigón, afanaban tripulantes y personal relacionado con labores propias de la pesca artesanal.
Traté de comprender la real dimensión de sus últimas palabras, para lo cual imaginé la perturbadora sensación de terror que pudo haber despertado durante aquella época, en los habitantes de Lota, el agudo sonido de aquella prolongada sirena, y me involucré tanto que me pareció escucharla, sintiéndome conducido por un corredor estrecho a una ciudad que percibí encerrada entre barrotes, donde la libertad me pareció tan inconsistente como una serie de jabonosas pompas; una jaula que permitía desahogar los apetitos sensuales: comer, dormir y tener una pequeña cuota de entretenimiento, solo para hacer más soportable la rutina y beneficiar el aumento de la producción, con la posibilidad de educar a los hijos según la conveniencia de la compañía minera, para llegado el momento, hacerlos útiles a los requerimientos del sistema. Me detuve ahí unos instantes, en esa serie de inconsistentes burbujas, con la jaula incrustada en mi mente. Los imaginé como un montón de animales bípedos que, perdidos sus nombres y apellidos a cambio de apodos, iban quedando individualizados, igual que si al nacer los hubieran marcado y enumerado para su paso por la vida, como si esta no fuera más que una agotadora tramitación acompañada de un antipático papeleo con el cual cumplir para pasar de una dimensión a otra.
La interrupción de su relato para ofrecer a voz en cuello sus piñones, me dio tiempo y entré a un mundo espiritual repleto de inquietudes. Parecían caer por una cascada en las revueltas aguas de un río que desembocaba en diversos afluentes y corría hacia el océano, arrastrándose hasta la playa, para cerrar el ciclo al unirse a las nubes de paso, con la esperanza de hacer llover respuestas. Pero no pude avanzar mucho, pues Paola retomó el hilo de la historia como si nunca lo hubiera soltado.
-Algo le dijo a mi bisabuela que era el Juan, su Juan... -Me miró durante unos segundos, como si yo no hubiera entendido-. Mi bisabuelo, pues. Mi bisabuela lo había soñado, y no una vez, sino un montón de veces, así que desde medianoche estuvo dándose vueltas en la cama, hasta que le llegó la hora de levantarse. Y lo hizo con una extraña sensación de vacío debido a la última pesadilla, que aunque no entendió, estaba segura de que algo malo le quería comunicar. Como siempre, mientras él se espabilaba pa levantarse y darse una mano de gato en la batea con agua, ella le preparó el manche y la charra, y los echó al guameco. La pesadilla le dejó la sensación de que algo malo sucedería ese día... –Se permitió un prolongado suspiro-. Mi abuela se acuerda de eso con frecuencia, cada vez más a medida que se pone vieja, así que lo repite hasta el cansancio. Bueno, la cuestión es que puso entre las redondas tapas del pan, que como usted sabe es muy grande, un buen trozo de carne; el doble de la ración normal, y le agregó una gruesa tajada de queso, seguro que pa que al hacer doce luciera un buen manche de bronce... -Me miró, supuse que para verificar si comprendía su vocablo, que de seguro era también desconocido para otros visitantes de la zona.
-Sí, entiendo, hablas del morral donde los mineros acarrean su vianda, consistente en un gran pan amasado relleno y el tiesto con agua perra, sopa o café... -Me sentí orgulloso de manejar el significado de algunos términos propios de la cultura carbonífera.
-¡El guameco, ese es el guameco! Y lo otro el manche, y la charra, ¡la charra...! ¿Comprende?
-Para hacer doce a la hora del mediodía, cuando los mineros detienen su actividad para poder descansar y comer…
-Eso se llama hacer la choca… –Sonrió con las mejillas encendidas. Aunque utilizaba un tono duro, parecía divertirse cada vez que me corregía. No dio pie a que yo dijera algo–. Una vez envuelto el manche, mi bisabuela llenó la charra con café… -Volvió a dirigirme su mirada penetrante, y una sonrisa para premiar mi esfuerzo por entender sus palabras-. Y justo, mientras cerraba el guameco, mi bisabuelo apareció en la cocina, listo pa partir. Lo recibió con una mano, mientras con la otra la abrazaba, y se despidió con un beso en la frente. Mi abuela no dejó de recordarle, igual que todas las mañanas, como si fuera un niño: Que no se te olvide el mandao, pa que podai traer el choco, mira que sin leña no hay pan, tú sabís... -Dejó salir una suave risa y tuvo la deferencia de explicarme-. Es un fierro con puntas en los extremos pa que al volver del laboreo, el minero ensarte un poco de leña… ¡Cocicaliente los piñoones...!
Repitió su “mantra”, tres o cuatro veces.
La misma historia le había contado a su Luis en la mañana, en la sala junto a la cocina. La imaginé frente a él, con sus vivaces ojos recorriendo la habitación, y no me explico por qué pensé en sus muros y los vi claros y limpios, tal vez porque su piel era muy blanca y tersa. Pensé que además insinuaba una exquisita bondad... Visualicé, también, la escalera conducente a la planta alta, que de seguro nacía junto a la división con la cocina, típica de las casas de pabellones. Traté de imaginar la fisonomía de su Luis, pero no pude, ni siquiera la posición adoptada...
-Imagino a mi bisabuela ahí, le dije al Luis, que no había abierto la boca pa na. En la cocina, pará como una tonta... Por la sirena, claro, con sus manos regordetas: una en el aire sosteniendo el cuchillo y la otra en la tabla con un atao de cilantro a punto de picar...
Sentí conmiseración, no sé si por Paola, por su bisabuela o por los miles de lotinos que durante más de cien años pasaron por lo mismo... Creo que fue por todos. El fuerte sello personal impreso en cada una de sus palabras, cargadas de emoción, hizo que me interesara por conocer los sentimientos que la embargaban, antes y en ese momento, y no sé por qué me pregunté si habría mostrado tanta debilidad ante su esposo.
Repasé su cara: redonda y bonita, aunque casi sin cuello por culpa de la gordura. Sus grandes y chispeantes ojos celestes acusaban la evidente participación europea en su ascendencia. Entre estos, nacía la nariz que, algo achatada, descendía hasta sus gruesos labios, levantados, provocativos, sin duda herencia de sus ancestros indígenas. El pelo negro, recortado con esmero, contrastante con su blanquecino cutis, dejaba asomar tímidas las orejas con sus agujeros vacíos. El rostro, desprovisto de maquillaje, me daba una grata sensación de limpieza.
-Se me humedecieron los ojos, porque todo eso me llega muy adentro. –Suspiró. Al referirse a su conviviente, expresaba una extraña mezcla de dulzura y dolor–. Me la imagino, Lucho, le dije. Veo clarito el cuadro: la pobre de mi bisabuela, de seguro demoró en reaccionar, mientras el pito continuaba sonando. Habrá tirado el cuchillo con las verduras sobre la mesa, y habrá corrido hacia su pequeña Rosa... O sea mi abuela, pa tomarla en sus brazos, sin percatarse hasta después de haber corrido despavorida por más de una cuadra, que estaba toda pasada; mojada, me refiero, o sea, bañá en pichí... Sí, sí entiendo, no tenís pa qué ser tan gráfica, me dijo el Luis, y yo, como si no le hubiera escuchado, seguí hablando. Le dije que seguramente a mi bisabuela le había dado lo mismo, porque era muy poco importante al lado del tremendo susto producido por la alarma, y no se detuvo hasta llegar al pique grande, por donde bajaba la jaula húmeda con los mineros que iban a los laboreos, y subía con los que venían de vuelta... Encontró el lugar lleno de mujeres, muchas también con sus críos a cuestas; algunos obreros en silencio, respetuosos ante la posible presencia del patas de hilo; y un montón de mirones, los que nunca faltan pa entorpecer los trabajos de rescate. Todos los familiares con un presentimiento trágico, igual que mi abuela, solo que dirigido a uno de los suyos: abuelo, padre, marido, hijo, hermano, esperando además saber si había sido una explosión producida por el gas grisú, un derrumbe porque alguna fortificación no resistió, o el anegamiento inesperado de un sector ablandado por el agua que brota y corre por vertientes subterráneas; todos preguntándose qué tan grave era todo aquello... Cada uno pensaba lo peor: de seguro que eran muchos los accidentados y probablemente estaban bien muertos... Las poleas de la jaula rechinaron como lamentos provenientes del mismísimo patas de hilo… -Me miró sin reservas. Hizo una pausa para asegurarse de que yo comprendía que hablaba del diablo, y mi asentimiento con la cabeza le permitió continuar-. Varios escalofríos recorrieron el cuerpo de mi bisabuela, sintió la piel de gallina y la cara caliente como cuando la acercaba demasiado a la estufa pa soplar y reavivar las brazas, y le pareció que su cabeza estallaría cuando escuchó hablar a uno apodado el Fatiga… Le decían así por lo bueno pa sacar la vuelta… -Paola esbozó un intento de sonrisa-. Él, el Fatiga, ubicado más cerca del pique, dijo a secas: Es uno solo y parece que viene muerto. A mi bisabuela se le heló la sangre y sintió un vahído. Miró a mi abuela en sus brazos y se asustó porque creyó que iba a desmayarse, así que se sentó, ahí, en el suelo nomás. Sintió la piel rugosa, el estómago recogido y la frente empapada de un sudor frío. El rechinar de la jaula ascendiendo por el pique y los murmullos de la gente bajaron su intensidad como alejándose, hasta desaparecer; la criatura se puso borrosa igual que todo lo demás, y perdió el conocimiento. No vio aparecer la jaula manejada por el huinchero, tampoco abrirse la pequeña puerta de barrotes ni a los hombres de salvataje ayudados por el planchero agacharse, con sus rostros tiznados, soportando el cuerpo inmóvil sobre la camilla. -Hizo una pausa como para reforzar que su bisabuela había estado inconsciente durante un buen rato-. Cuando volvió en sí, escuchó los murmullos de la gente que ya se retiraba y sus miradas la atemorizaron todavía más, en especial las de las mujeres aliviadas por no haber sido “premiadas” por la desgracia. -La voz de Paola sonó sarcástica-. ¿Me miran a mí?, se preguntó mi bisabuela. ¿El accidentado es el Juan? ¿Por eso me miran con esas caras de lástima? De pronto sintió varias manos que tomándola por los brazos, la cabeza, los hombros y la espalda, la enderezaron hasta sentarla. Eran tres vecinas del pabellón donde vivía, que luego le ayudaron a ponerse de pie, mientras una cuarta le mojaba los labios con agua, haciéndola, también, beber tragos cortos… –Paola se quedó mirándome en silencio; el brillo de sus ojos me impresionó más que de costumbre–. ¡Cocicaliente los piñoones…! -Esta vez el eslogan fue tan chillón, que hizo esfumarse con violencia la magia que había adquirido su relato. Y prosiguió, sin importarle el esfuerzo que yo tuviera que hacer para volver a introducirme en él–. Tranquila, le dijo una de sus vecinas a mi bisabuela, con la voz quebrá. Mi bisabuela se asustó más y esperó a que le dijeran lo peor, y recordó sus pesadillas. Entonces murmuró apenas, completamente desprovista de fuerzas y con los ojos vidriosos: Mi Juan… No, no ha sido tu Juan, le dijo otra de las mujeres. Los ojos de mi bisabuela brillaron. La mujer prosiguió: Es un chico, un pequeño al que le dicen Ratón, porque casi nunca lleva manche a la mina y, como los ratones, anda a la siga, a ver si le tiran algo. El rostro de mi bisabuela se relajó. Observó a otra vecina que, de pie, mecía a la pequeña Rosa... –Una vez más, Paola me ofreció una sonrisa, ahora inundada en picardía-. Y pensar que aquella guagua miá era mi abuela, mi pobre viejita, que ahora mueve apenas las piernas, aunque no ha perdido la memoria, por el contrario, la tiene más despierta que nunca... pero a veces se mea... -Sentí ganas de entrar a su cabeza para comprender mejor lo que sentía, mas de inmediato me sacó de aquellas cavilaciones-. Solo entonces mi bisabuela comprendió que la Rosa no estaba en sus brazos y los estiró, pero los regresó de inmediato con una gran sensación de pesadez, y apoyó las manos sobre la tierra. Como la niña estaba tranquila, se permitió pensar en su hombre, mi bisabuelo, y en el desgraciado Ratón, y se sintió cruel por el alivio que sentía... Pero la alegría de que no fuera su Juan el accidentado, ni el muerto, se llevó por delante a la pena, y no pudo dejar de sonreír. Pero casi de inmediato esa sensación fue reemplazada por un dolor punzante que le atacó el vientre, como si allí estuviera alojada su alma. Le ayudaron a pararse, y tambaleándose, arrastró los pies con dificultad, inestable, aturdida, con dirección al pabellón, deseosa por llegar a su casa. Las vecinas se preocuparon por su estado: ¿Estai bien?, le preguntó la que le servía de sostén. ¿Podís caminar?, agregó otra que trataba de ayudarle. ¿No querís esperar un rato?, le dijo la que le seguía. La cabeza de mi bisabuela afirmó primero dos veces y luego negó. Su rostro, empapado en sudor y lágrimas, pareció acomodarse a través de un profundo suspiro que escapó desde lo más hondo de sus pulmones. Pensó de nuevo en mi bisabuelo y en el muchacho, este sin cara, porque jamás lo había visto. No tenía idea de quién era; sin embargo, había soñado aquel drama que por ahí, en algún lugar cercano, sumía en la desdicha a una pobre madre, y supo que todo eso quedaría grabado para siempre en su memoria.
Paola calló y centré mi atención en el golpeteo de las olas, el sonido de los martillos y el runruneo producido por los motores de algunas embarcaciones. También llamaron mi atención los graznidos y quejidos de algunas aves: gaviotas en busca de su alimento, jotes carroñeros posados sobre las ramas de los árboles, tiuques planeando con sus alas desplegadas; además, algunos gritos humanos de contenido indeterminado...
Luego de un rato me habló en voz baja, con un tono que me pareció confidencial.
-El Luis abandonó su asiento, se me acercó y trató de cambiar el sentido de mis palabras, porque no comprende, tiene metida la mina en la cabeza... Tú, siempre imaginándote esas cosas, me dijo, no te hace na de bien y le ponís demasiada color, como si fuerai ella y yo tu bisabuelo. Yo le dije: Lucho, ya sé que te gusta la mina y la echai de menos, pero aquí afuera, a veces he llegado a sentirme celosa… -Sonrió y su cara enrojeció-. Y le dije, también: Pero por respeto a mí, escúchame. Eran mis bisabuelos, y lo mismo fue con sus hijos y con mi taita, y piensa en los desvelos de mi mami, corriendo en el momento menos esperado a ver si el accidentado era mi papá, el suyo propio, o uno de mis hermanos... Hasta que su intuición no la engañó... Y no fue na como lo de su abuela, pues. Mi mamá, igual que la suya, lo vivió en carne propia. Y no son  na inventos, Lucho, tú lo sabís, porque así ocurrió, y no quiero que te pase lo mismo, o a nuestros hijos... si algún día podemos tenerlos... –Su voz se apagó e imaginé que con Luis habría sido igual, silenciada por una pena infinita manifestada también a través de sus ojos inyectados, que habían reemplazado la alegría por el dolor…
-Por respeto a mí, Paola, podrías callarte, me dijo el Luis. -Hizo que me sobresaltara nuevamente-. ¿Por respeto a ti, Lucho? ¿Querís que me calle? No, Lucho, sabís que no estamos de acuerdo con lo de la mina, y mientras sigai con ese hoyo metido en la cabeza, no lo estaremos, ¡y ya! Y él insistió más enrabiado: No es un hoyo, Paola, y no te permito que hablís así de la mina; fue mi trabajo durante doce años y fue digno, y nos permitió sobrevivir... ¡Sobrevivir, sobrevivir!, le grité, enojada también. Es lo único que sabís decir, y no pensai en nuestro futuro ni en nuestros hijos... Nos quedamos callados unos segundos que me parecieron eternos, y lanzó la pregunta que me estaba temiendo: ¿De qué hijos me hablai, si ni siquiera podimos tenerlos? No quise decir esoÉse es el problema, pus Paolaque la cerraron y ya nadie puede hacer na... ¿Te dai cuenta? Me quedé sin trabajo, y... ¿qué vamos a hacer? Vivimos un infierno los que fuimos quedando: había nueve mil trabajadores, en julio fuimos cinco mil, después menos de dos mil, y de repente, ninguno... ¿Te dai cuenta?, y no fue problema de falta de carbón ni de calidad, por el contrario, carbón había, bueno y pa rato; lo que pasa es que no hay a quién venderle y el costo de producción pa más remate es muy alto... Definitivamente, esta cuestión era un lastre p’al gobierno¿Salir adelante?¿Me podís decir cómo?, ¿con qué? ¿Con tus piñones?Por estar pensando en tu bisabuelaclaro que están hirviendo estos... supositorios...Lo único que falta es que los compañeros me apoden... el SupositorioPor eso mismo¿te dai cuenta? ¿Y si algún vivo al verte vendiendo esas cuestiones en la feria o en el muelle despierta su ingenio y se le ocurre ponerme Supositorio? Como cuando bautizamos al Caga la batea, porque lo pillamos sentao, haciendo, en una artesaEstá bien, Paola, está bien, sé que me da con la mina, pero es que me hace falta y no sirvo pa ni una cosa más. Fíjate, va pa los cinco años que la cerraron y no he podido superarlo; ahí sabíamos hacer bromas y, a pesar de todo, se pasaba bien, y me sentía útil; mira ahora, tú vendiendo piñones y helados, y yo aplanando calles y recordando tiempos pasados en la bodega¿Recoger carbón en la playa, y del agua?¿estai loca? Ustedes las mujeres son todas iguales, no entienden na y se lo llevan reclama que reclama. No voy a hacer cualquier trabajo, convéncete, por lo menos mientras me duren los pesos que quedan de la doble que me dieron p’al cierre de la mina. Tú sabís que ya no es como antes; a mi viejo, una tosca en la espalda lo mandó pa fuera, pero igual es hombre, y si pudiera, volvería a comenzar de nuevo, y otra vez sería, y a orgullo, el mejor barretero... En cambio yo, estuve a punto de serlo
Paola calló y por mi parte imaginé a Luis humillado con expresión de ira, y que junto con escuchar el golpe de la puerta, dirigió la vista hacia la repisa adosada al muro del fondo, donde se encontraba el vaso metálico que hacía de caja de seguridad. En su mente habrá aparecido la calle de las bodegas, imaginado a ex compañeros de mina apoyados contra un muro conversando entusiasmados, y habrá visualizado también a los pensionados jugando al dominó, la brisca o el tejo. Los mismos de siempre, con su tintán sobre la mesa, llevándose a los labios la pituca o una caña, según el tamaño del bolsillo: jubilados que buscaban la manera de matar el tiempo o un par de lisiados haciendo rodar sus roñosas sillas, todos pasados de copas...
Sentí ganas de beber uno de esos pipeños tintos, y volvió a interrumpir mis pensamientos:
-No necesitaba echar mano al frasco de la plata pa la comida, porque algo se deja antes de entregarme la miserable cantidad que cada mes gira del Banco del Estado, de lo que le queda de la doble, como llaman aquí a las indemnizaciones, pa suplir lo que yo gano con mis piñones y mis helados, porque cuando hace calor vendo helados... ¿Pa qué voy a armar lío? Prefiero que se deje algo cada mes y no que se robe lo que yo llevo a la casa... Me imagino que molesto tomó su chaqueta, la de cuero negro comprada durante lo que él consideraba buenos tiempos, la miró con orgullo, porque se preocupa de mantenerla reluciente, y se la echó al hombro pa lucirla. Le gusta hacerlo mientras se ventea, como suele decir, aunque en realidad lo que hace es justificar su ocio.