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Índice

CUBIERTA

PORTADILLA

MIEDO

ESCENA DE CERVECERÍA

LAÚD

PIANO

MÚSICA

BRENTANO

EL DISPARO

SIMON

A LA LUZ DE LA LUNA

VELADA TEATRAL

AMOR DE CHICO

CUADRO VIVIENTE

LA VAQUERÍA

DON JUAN

PAGANINI

PAGANINI

EL TAÑEDOR DEL ARPA DE MANO

UNA RAMA DE ABETO, UN PAÑUELO Y UN GORRITO

EL HOMBRE

EL ARPA DE MANO

LA CAPILLA

LA SONATA

PINTOR, POETA Y CANTANTE

NOCHE DE VERANO

CONMEMORACIÓN DE LOS CUENTOS DE HOFFMANN

LA MARINA

EL CANTOR ERRANTE

NEVADA

CHOPIN

LA ANTIGUA MARCHA DE BERNA

GRAN ÓPERA

DAR GOLPES

SI YO VIERA A MI NOVIA, PERO, QUÉ DIGO NOVIA, IDEAL TENDRÉ QUE DECIR

LA FIGURITA DE PORCELANA

CONCIERTO

YO ME LLAMABA TANNHÄUSER

MOZART, ASÍ SE LLAMABA UN MÚSICO

UNA CABEZA DE TERNERA

GERDA

EN ESTE ANTE TODO DISCRETO, DELGADO Y PEQUEÑO MEMORÁNDUM, COMO QUIEN DICE

SOBRE UNA FUNCIÓN DE ÓPERA

LA CHICA CON EL ENSAYO

COMENTARIOS SOBRE UN ESTRENO DEL DON JUAN DE MOZART

ASISTÍ A UN CONCIERTO

LA DAMA AL PIANO

HOY HE MIRADO DE HITO EN HITO AL DIRECTOR DE LA NOVENA SINFONÍA

ELLA ESTUDIÓ EN EL CONSERVATORIO

TODO LO QUE UNO SE IMAGINA QUE ES UN RUISEÑOR

ERA DEMASIADO DÉBIL

ES LUNES POR LA MAÑANA TEMPRANO

HACE MEDIA HORA

SOBRE LA FLAUTA MÁGICA DE MOZART

TEMPRANO LO ACOSTUMBRARON

HACE UN MOMENTO SE HA ESCAPADO UN LIBRO DE UNA EDITORIAL

OBRA SIN TÍTULO (II)

ACERCA DE DOS NOVELITAS

EL CONCIERTO

CIUDAD PEQUEÑA

VIDA FAMILIAR

LA HERMOSA NOCHE

EPÍLOGO

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

NOTAS

CRÉDITOS

MIEDO

He esperado tanto tiempo

dulces notas y saludos, apenas

un acorde.

Ahora siento miedo; no penetran

las notas y acordes, sino

nieblas

desbordantes.

Acechando en la oscuridad

cantaba en secreto: alivia, tristeza,

mi caminar

cansino.

(1899)

ESCENA DE CERVECERÍA

Uno bromeaba con la camarera.

Otro apoyaba cansado su cabeza.

Un tercero tocaba el piano con mucha inspiración.

A uno la risa le brotaba de la boca.

A otro la oscuridad le corría disparada por su sueño.

A un tercero le cedió la tecla dura.

Una vez la muchacha esbelta salió corriendo.

En otra el estúpido soñador despertó sobresaltado.

Una tercera la pieza fue una canción inglesa.

Un galanteador pelma, humo de tabaco,

un soñador despertado, y un sueño,

un cansado virtuoso del piano.

(inédito, anterior a 1900)

LAÚD

Yo en el laúd toco recuerdos. Es un instrumento insignificante con el mismo sonido siempre, que a veces es largo, otras corto, en ocasiones lento, en otras rápido. Respira con bocanadas tranquilas, o de un rápido salto pasa por encima de sí mismo. Es triste y alegre. Lo singular es que, cuando suena melancólico, me hace reír, y cuando está alegre y brinca, me fuerza al llanto. ¿Hubo alguna vez nota igual? ¿Se tocó algún día un instrumento tan extraño? El instrumento apenas se puede tomar en la mano; incluso las manos más tiernas y delicadas son demasiado ásperas para eso. Tiene cuerdas de indecible finura y fragilidad. Los cabellos son ronzales comparados con ellas. Hay un joven que sabe tocarlo; y yo, que tengo tiempo para permanecer al acecho, lo escucho con atención. Toca día y noche, sin pensar en comer ni en beber, hasta altas horas de la noche y hasta bien entrado el día. Día y noche, noche y día. El tiempo existe para él únicamente para dejarlo pasar flotando a su lado como una nota. Igual que yo escucho al ejecutante, así escucha el músico todo el tiempo a su amada, el sonido de su instrumento. Nunca se ha mantenido al acecho tan fiel, tan perseverante, un enamorado. Qué dulce es acechar al acechante, ver al enamorado sentir a su lado al olvidado. El joven es artista; el recuerdo, su instrumento; la noche, su espacio; el sueño, su tiempo; y las notas a las que infunde vida son sus solícitos sirvientes, que hablan de él a los oídos ávidos del mundo. Yo soy solo oído, un oído de indecible emoción.

(1901)

PIANO

No sé cómo se llama el joven que tiene la suerte de disfrutar de lecciones en el piano de cola de una profesora tan bella y majestuosa. Ahora mismo está dejando que las manos más hermosas del mundo le demuestren sus habilidades en el teclado. Las manos femeninas se deslizan sobre las teclas como cisnes blancos sobre el agua oscura, expresando con enorme encanto lo que después dirán los labios. El joven está rodeado por una distracción en la que la profesora parece negarse a reparar. «Toque usted esto»; pero él lo hace indescriptiblemente mal. «Tóquelo otra vez»; y él lo toca todavía peor que antes. Bien, hay que volver a tocarlo; pero él lo sigue haciendo fatal. «Es usted lento». Aquel al que le dicen esto llora. La que lo dice sonríe. El que hace que se lo digan tiene la cabeza encima del piano. La que se ha visto obligada a decírselo le acaricia los sedosos cabellos castaños. Ahora el muchacho, que con la caricia ha despertado de su vergüenza, besa la delicada mano, muy distinguida y blanca. Entonces la dama rodea el cuello del chico con sus brazos maravillosos, muy suaves, que son tenazas adecuadas para el abrazo. La dama se deja besar y los labios del amable muchacho sucumben al beso de la cariñosa dama. Ahora las rodillas del besado no tienen nada más urgente que hacer que desplomarse cual tallos de hierba lacios, y los brazos del postrado de hinojos abrazan las rodillas femeninas, que también flaquean, y ahora ambos, la afectuosa y hermosa dama y el pobre y sencillo joven, se funden en un abrazo, en un beso, en un derrumbamiento, en una lágrima… y lo que es más: constituye una inesperada y terrible sorpresa para el que abre en ese momento las puertas de la habitación, lo que concluye tanto los dulzores del amor descontrolado de ambos como el relato mismo.

(1901)

MÚSICA

La música es para mí lo más dulce del mundo. Amo las notas hasta lo indecible. Para oír una nota, soy capaz de saltar mil pasos. A menudo, cuando recorro en verano las calles calurosas y resuena el piano en alguna casa desconocida, me detengo creyendo que debería morir en ese lugar. Me gustaría morir escuchando una pieza musical. Me lo imagino tan fácil, tan natural, y sin embargo es imposible, como es lógico. Las notas son puñaladas demasiado débiles. Las heridas de tales punzadas escuecen, claro, pero no destilan pus. Manan tristeza y dolor en lugar de sangre. Cuando las notas cesan, todo vuelve a serenarse en mi interior. Entonces me pongo a hacer mis deberes escolares, a comer, a jugar, y lo olvido. El piano emite la nota más fascinante, aunque la toque una mano chapucera. Yo no escucho la ejecución, sino solo las notas. Nunca podré convertirme en músico, porque nunca me hartaría de la dulzura y la embriaguez de la interpretación. Escuchar música es mucho más sagrado. La música siempre me entristece, al modo de una sonrisa triste —gratamente triste, me gustaría precisar—. No consigo encontrar alegre la música más divertida, y la más melancólica no me resulta demasiado triste y desconsoladora. Ante la música siempre me embarga una sola sensación: la de que me falta algo. Nunca llegaré a saber la razón de esa dulce tristeza, y nunca intentaré indagar en ella. No deseo saberlo. Yo no deseo saberlo todo. En general, por muy inteligente que me crea, mi afán de saber es escaso. Creo que se debe a que por naturaleza soy la antítesis de la curiosidad. Dejo complacido que acontezcan múltiples cosas a mi alrededor sin preocuparme por los motivos. Esto es sin duda censurable y poco adecuado para ayudarme a hacer carrera en la vida. Tal vez. No le temo a la muerte, y por tanto tampoco a la vida. Me doy cuenta de que estoy filosofando. La música es el arte más irreflexivo, y en consecuencia el más dulce. Las personas más juiciosas nunca la estimarán, pero precisamente a ellas les hará sentir un íntimo bienestar cuando la escuchen. Uno no debe negarse a comprender ni a valorar un arte. El arte quiere arrimarse a nosotros. Es un ser tan refinado y pagado de sí mismo que le ofende que nos esforcemos por él. Castiga a quien, movido por el deseo de comprenderlo, se muestra complaciente con él. Los artistas lo saben. Son ellos quienes consideran su profesión dedicarse al arte, que se niega en redondo a ser abordado. Por eso nunca querría ser músico. Me asusta el castigo de una criatura tan encantadora. Se puede amar a un arte, pero hay que guardarse de reconocerlo. Se ama con más fervor cuando se ignora que se ama. A mí me duele la música. No sé si la amo de verdad. La música me encuentra dondequiera que yo esté en ese momento preciso. Yo no la busco. Me dejo halagar por ella. Pero este halago hiere. ¿Cómo decirlo? La música es un llanto de melodías, un recordar de notas, una pintura de sonidos. Es difícil precisarlo. Las palabras anteriores sobre el arte no han de tomarse en serio. Seguro que no son certeras, cuando hoy todavía no me ha alcanzado ni una sola nota. Cuando no escucho música, me falta algo, pero cuando la escucho es cuando de verdad me falta algo. Esto es lo mejor que sé decir sobre la música.

(1902)

BRENTANO

Una fantasía

Cuando abro la boca, queridos lectores, para comenzar mi relato, tenéis que pensar que es una hermosa, cálida y perfumada noche de verano. Un hombre guapo, joven, de unos veinte años, desciende por el turbulento Isar en un pequeño y rápido bote. Es Brentano. En realidad ignora cómo ha subido al bote para emprender la travesía fluvial. Apenas recuerda con claridad que lo soltó en algún lugar mucho más arriba, que lo persiguieron los gritos furiosos de un campesino o de un barquero y así empezó todo. Justo en ese momento arriba a las cercanías de la conocida metrópoli, en una pequeña ensenada que, como suele decirse, la naturaleza ha formado, y desembarca un tanto fatigado, según parece, por el esfuerzo de remar y gobernar la embarcación. Desembarca, repito, y abandona el bote al destino, o al reposo, o a la primera mano humana que se presente, que podrá cogerlo con absoluta tranquilidad. Pero observemos con algo más de atención al famosísimo romántico. Viste según la moda de su tiempo. Lleva zapatos amarillos, pantalones blancos, chaleco azul, chaqueta azul marino, corbata clara y un sombrero de paja alrededor del cual, al estilo de los pastores, ondean cintas de colores. Su cara es un semblante humano de suma inteligencia, algo pálida; es más, si hemos de ser francos, incluso muy pálida. Un bozo, un pequeño y simpático amago de bigote negro, adorna su fino labio, y sobre sus profundos, brillantes y grandes ojos se curvan unas cejas de idéntico color. Pido a todos los lectores que aún presuman de ser seguidores y perseveren que piensen que están ante una persona de extraordinaria belleza, y en verdad, cuando de repente nos muestra todo su rostro, nos sorprende la belleza y ternura que irradia. «Irradiar» es ciertamente la peor expresión que habría podido elegir, pero, ahora que ha encontrado su sitio, que perdure toda la eternidad. Las manos —oh, he olvidado por completo las manos—. Todos los que lean estas líneas y posean un ápice de fantasía dispensarán a la mía de describir con todo lujo de detalles esas manos delicadas. Sí, de hecho, son bellas y delicadas. Los pies calzan los más elegantes zapatos amarillos, las manos ya han sido descritas, y, como la persona está dispuesta, podemos arriar velas y proseguir nuestro viaje con absoluta despreocupación por el agua fluvial de esta historia.

Es terrible con qué frecuencia aparecen errores en los autores de talento e incluso de muchísimo talento. ¿No habéis reparado en que he olvidado poner una guitarra en manos del guitarrista Brentano? He perdido el tiempo informando sobre zapatos bonitos, pantalones, vehículos, viajes de placer, y he olvidado lo más necesario y animado: el acompañamiento musical. Cielos, cabría suponer que ya no tengo valor para proseguir el viaje, pero ahora que mi hombre está tan bien equipado, tengo la audacia necesaria para decir lo siguiente: el relato continúa. Brentano ha desembarcado. Se sienta. Se ruega a todos los oyentes atentos que se acomoden también a su lado. Es la pradera más bonita en la que tenderse, y se oye música. Brentano pulsa con suavidad y energía las cuerdas de su guitarra, acompañando su canto, y todos juntos declaramos: jamás se han oído trinos más hermosos y expresivos. Tanto la letra como la melodía son de su propia cosecha, y ambas sientan de maravilla a su hermosa boca. Pero ya ha terminado de cantar. Se levanta, se pasa muy pensativo la mano por la frente, como si quisiera borrar sus pensamientos, camina despacio, distraído siguiendo el curso del río hacia una casa de campo muy cercana, y de repente se detiene de nuevo. Sin embargo, muy pronto tendrá que reanudar la marcha, pues tiene la costumbre de no caminar ni detenerse mucho rato. Creo que todos los poetas tienen la misma costumbre. Así que ahora camina, porque nosotros, sus amos, así lo deseamos, y el destino quiere que se detenga delante de una verja grande, justo delante de la puerta abierta. Es la verja del parque que rodea la casa de campo de la que hace un momento hemos tenido la benevolencia de hablar. Brentano canta, y a un viejo deslucido que presume de criado se le ocurre molestar al poeta en su labor. La dama sentada dentro de la casa, junto a la ventana abierta para respirar la suave brisa nocturna, ha oído al cantor y su melodía. Ha mandado a buscarlo, y el enviado es precisamente el roñoso criado de grisura senil cubierto de oro. Brentano obedece sin cumplidos, pero también sin una pizca de asombro, a la invitación que le transmite el lacayo, concretamente que se presente ante la dama, a la que complacería conocer al cantor. Y aquí, gracias a Dios, termina un párrafo.

La presentación y la primera conversación educada entre la dama y Brentano han transcurrido. Ella le ha pedido que le revele su nombre, de dónde viene, adónde va, cuál es su profesión, y él ha respondido con precisión, naturalidad y respeto. La dama le parece una mujer de imponente belleza, y a él no se le ocurre la impertinencia de calcular su edad ni siquiera de pasada. Brentano posee el don de la conversación, y la dama percibe que es una persona agradable y noble en todos los sentidos. Él se sabe de memoria un montón de cancioncillas alegres y las canta sin hacerse de rogar demasiado. Las canta con decisión, sintiendo al mismo tiempo que satisface un deseo de la hermosa criatura sentada delante de él. «Señor Brentano», le dice tendiéndole su mano pequeña y blanca, «deseo amarle. ¿Quiere quedarse una temporada conmigo?». Él contesta afirmativamente, sin saber que afirma. Está acostumbrado a esa clase de exigencias y le gusta que lo soliciten. Eso le distrae, pues de lo contrario estaría siempre ensimismado. Se lleva la mano de su amable anfitriona levemente a los labios. La dama se levanta para ordenarle al ayuda de cámara, que ya conocemos, que disponga una habitación para el recién llegado. Mientras ella se ausenta, el hechicero Brentano sonríe, pero su sonrisa desaparece en un pispás en cuanto vuelve a entrar la dama. Él jamás sonreiría en presencia de mujeres bellas y cultas sin ser invitado a ello. Ella lo mira agradecida, sin saber en realidad por qué, con una sonrisa amable. Ahora también sonríe Brentano, y nosotros, que estamos a salvo de cualquier tipo de afectación.

Ha dormido divinamente durante la noche. Por la mañana pasa primero un buen rato junto a la ventana abierta, a medio vestir, sumido en sus ensoñaciones. La vista de los tejados de la ciudad, por encima de los árboles y torres, hasta la imprecisa lejanía gris, le ha seducido y no ha pensado en nada mientras tanto. Las personas cuyo sempiterno quehacer es pensar pocas veces se dan cuenta de que lo hacen, y así le sucede también al maestro Brentano. Luego, tras arreglarse, baja a reunirse con la dama para darle los buenos días y preguntarle qué tal está. Ella, vestida con blancos ropajes que producen un suave frufrú, se encuentra con él en la amplia escalera, y se miran largamente a los ojos. Ella le ofrece su boca deliciosa y él la besa con cuidado. Entonces ella llora y le pregunta con los ojos enrojecidos si ha dormido bien, y él le responde que muy bien. La alegría de ambos es tan natural, tan inocente, como la de un niño, y a continuación mandan servir el desayuno. Después de desayunar toma la guitarra y le arranca notas que son acompañantes dulces y dignos para la alegría y el interés de sus corazones. A continuación le habla largo y tendido de sus viajes y excursiones, y ella, de tanto escuchar, apenas logra oír nada. Esto quizá se deba a la disputa del corazón con la oreja por convertirse en oyente. La dama suspira, apoya la cabeza en la mano y vuelve a mirar pensativa durante un buen rato al hombre que se sienta frente a ella tan tranquilo y apacible. Luego, abandona sus brazos y manos a los apasionados besos masculinos. Esto sucede la mañana posterior a la primera noche.

Pasean juntos por el parque cercano al río, acompañados por un perro grande y bonito. El curso del Isar escolta su charla, que parece interminable. Se acaloran sin discutir. La guapa y bondadosa mujer tiene la sensación de que su poeta, pues ya lo considera suyo, va descaminado. Le dice que divaga demasiado, que no sabe contenerse. Y le pregunta si eso le parece adecuado y sensato. Él calla complacido ante reproches de esa índole. Se limita a contestar que no sabe cómo puede ser distinto de como es. Ella, en lugar de responder, agacha entristecida la cabeza. Él rara vez dice cosas coherentes. De sus conversaciones brotan extravagancias cual cohetes en la oscuridad. Ella se da cuenta e intenta hacérselo comprender. Son felices. No se preguntan cómo es posible. Les basta con sentir que lo son sin hacerlo ni quererlo. Por la noche, su conversación es menos fresca y animada que por la mañana, no porque hayan hablado mucho durante el día, sino porque tienen la buena costumbre de sentir un cansancio generalizado por la noche… El cansancio les parece algo querido y cuando más les gusta besarse es por la noche. Entonces los besos equivalen a la conversación. No saben si se entienden del todo, pero no se les ocurre entristecerse por eso. Al contrario, se alegran de no tener que abordar determinadas cuestiones. Tampoco se esfuerzan ni pizca por preservar su felicidad. Esta preocupación les resultaría desagradable, pues se dicen, cada uno para sí, que, si su felicidad precisase vigilancia, dejaría de existir. Ella ama por encima de todo al poeta que hay en él, y él a la belleza que es ella. Él le confiesa que todo le parece maravilloso, como un presentimiento, como un sueño; ella contesta que tiene una sensación similar, aunque no es necesario expresarla. Ella canta y recita sus versos de memoria, y él se admira de la facilidad con la que aprende. A él no le es indiferente lo que ella dice y canta, y, sin embargo, cuando ella habla y canta, todo lo demás le da igual. La mujer se da cuenta, y a menudo le apetece hacerle probar las delicias del poder femenino. Él no quiere ser su esclavo porque la ama, y a ella le encantaría ser su esclava para amarlo con más pasión. Ella se siente superior a él y eso la entristece. Él desdeña ser superior a ella. Pero ambos se alegran de no necesitar ser felices de forma ininterrumpida. Antes de acostarse él toca y ella lo acompaña con su canto. Cuando se cansan, se acuestan. Dicen que lo mejor es vivir en condiciones decentes y ordenadas. No desean tener que recurrir nunca ni siquiera al mínimo desenfreno para convencerse de que su vida es aventurera y atractiva. No hay ninguna aventura en especial que ellos deseen vivir, tan repletos están de la belleza y felicidad del presente.

A la mañana siguiente, Brentano vuelve a apoyarse, medio desnudo, en la ventana abierta de su habitación, situada en lo alto, y contempla por encima de los tejados y de los árboles la indefinible lejanía. Añora alejarse. Piensa que se siente muy a gusto allí, en compañía de esa hermosa mujer. Se viste deprisa, coge la guitarra y le dice algunas palabras, como si fuera un ser vivo. A continuación se coloca el instrumento entre las piernas, lo aferra con fuerza y se tira por la ventana. La guitarra, sin duda mágica, transporta a su maestro por el aire, por encima de los altos árboles, hasta la ciudad. En eso reconocemos al mago Brentano.

En la ciudad, paseando por las calles, ve a los artistas en sus conocidas posturas, los cigarrillos en las manos cansadas, de los que están sentados en los cafés. Le horroriza. Aborrece todo lo que es elegante ociosidad. Camina por las calles hasta que se cansa de ir de la ceca a la meca. No tiene ojos para los fulgurantes ojos de mujer que lo miran provocativos. Él cree que duerme, que sueña. Una nostalgia desconocida hasta entonces le ordena marcharse lejos, muy lejos, fuera del mundo, por las ventanas de lo posible. Habla solo en voz alta. La guitarra empieza a sonar sola. La gente se fija en el extraño hombre delgado. Él siente un pánico mortal. Le gustaría no tener cabeza ni, sobre todo, corazón. Sus sentimientos constituyen para él una carga insoportable, inútil. Le encantaría tirarse al suelo, que aquí es de asfalto, y llorar. Hace ya demasiado tiempo que no llora. Odia todos los demás sentimientos. Tiene que prescindir del único que le agrada. Al final vuelve a subirse a su guitarra y al anochecer está de regreso en la casa de campo.

La hermosa dama repara en su transformación, mas no dice nada. Se comporta con la misma amabilidad encantadora. Brentano ya no percibe ese encanto. Se aburre, siente una añoranza mortal. Si supiera al menos, se dice, qué es lo que añora en realidad. La dama se da cuenta de que su amor ha concluido. No dice nada, lo mira con ojos tristes pero agradecidos y llora cuando él no la ve. Él ya no ve nada en ella. Cuando canta, solo coquetea con su propia nostalgia, dolorosa y sorda, que se esfuerza por mitigar. Sus besos se han tornado fríos y débiles, y los de ella intimidan, enfrían. Ella inclina cada vez más la cabeza, descuidando su pose de día en día. Desea morir. Quiere revivir. Le confiesa que ya no desea quedarse allí. Ella se limita a asentir con la cabeza temblando y se escabulle. Brentano está preparado para despedirse de ella, la guitarra a la espalda, con el traje que llevaba la primera vez. Ella le tiende ambas manos y llora. Él, demasiado cansado para consolarla, se va por el parque con paso presuroso y desaparece.

Esta es la historia, el romance, la balada, la comedia del poeta Brentano. A quien le parezca falsa, que no se esfuerce más; puede considerarla mentira. ¿Quién querría contar una historia verdadera de un poeta, y quién osaría endosar una aventura netamente verídica a un poeta como Brentano? Yo, por ejemplo, otro poeta, deseo que en su día me dediquen como discurso fúnebre mentiras y solo mentiras. Pero que sean agradables.

(inédito, hacia 1902)

EL DISPARO

Una pantomima

Personajes:

Monsieur, un anciano

Madame, su joven esposa

Charles, un bruto, amante de la joven.

Un salón iluminado

por la luz mortecina de las velas.

Adieu

Monsieur se despoja de su blanca cabellera. Aparecen ligeros rizos dorados. A continuación se quita una máscara de su cara, la cara del hombre viejo. Surge entonces la cabeza de un joven en la flor de la vida. Arroja al suelo, a los pies de la mujer, con impaciencia pero sin violencia, ambas cosas, la pelambrera blanca y la máscara de anciano. Está ahí guapo, con la actitud ligera del amo y señor. La mujer señala al muerto y entonces no pueden impedir ambos una sonrisa. Comienzan a bailar entusiasmados. En ese momento el muerto se levanta del suelo y se presenta sonriente. Madame y Monsieur retroceden asustados. Pero el muerto sale, triste y despacio, haciéndoles una profunda reverencia. Como cualquier pobre diablo. Mientras los asustados lo siguen con la vista, estirando los brazos hacia él en un ademán de rechazo, cae el telón.

(inédito, hacia 1902)