dias-zoe.jpg

Úsame para entender a las mujeres

— Días de Zoe —

Erick Navas

Úsame para entender a
las mujeres

— Días de Zoe —

Úsame para entender a las mujeres — Días de Zoe —

Tercera edición, publicada en Lima, febrero de 2019.

Segunda edición, publicada en Lima, julio de 2018.

Primera edición, publicada en Lima, en julio de 2016.

© 2019, Erick Navas

© 2019, Grupo Editorial Caja Negra S.A.C.

Jr. Chongoyape 264, Urb. Maranga - San Miguel, Lima 32, Perú

Telf. (511) 309 5916

Telf. (511) 309 5916

editorialcajanegra@gmail.com

editorialcajanegra.blogspot.com

www.editorialcajanegra.com.pe

Producción general: Claudia Ramírez Rojas

Edición general: Laura Gómez Rojas

Foto de portada: Santiago Salas Gambirazio

Diseño de portada: Ernesto J. Galvez Mejia

ISBN: 978-612-4342-75-2

Prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la casa editorial.

Las palabras no pueden decir lo que el amor puede hacer.

Jon Bon Jovi

Capítulo 1
Una Noche Normal

Era una noche normal, de esas en las que no pasa nada distinto. Un bar oscuro. Mucha gente, casi todos conocidos. Chicas sonriendo, con sus mejores atuendos, buscando miradas o pretendiendo atraerlas. Muchos chicos dispuestos; otros, más tranquilos, disfrutando de la conversación y sus cervezas.

Yo iba de mesa en mesa, de grupo en grupo. Había acudido al bar junto a Karen. Algunos me vinculaban sentimentalmente con ella, sin saber que se trataba de una de mis mejores amigas.

Estaba con un grupo de chicos y chicas, bebiendo un poco y moviéndonos al ritmo de la música. De pronto, apareció una joven de negro y empezó a bailar para mí, invitándome a seguirla. Pensé que esa noche normal podría ser diferente. Después de bailar con ella, producto de mi inacción, sonrió y se perdió en la oscuridad. Me moví un poco y conversé con otro grupo de amigos. Al rato, Karen me dijo que la acompañara fuera del lugar para fumar un cigarrillo.

En la calle, con conversación en curso y cigarrillo a medias, escuché una voz que me llamaba de manera enérgica. Era Chiara, otra de mis mejores amigas, de aquellas que pensaban que entre Karen y yo sucedía algo.

«¡Ven ahora mismo!», escuché decir a Chiara, quien me miraba con una mezcla de celos de amiga y efectos de alcohol. Ella pretendía que dejara a Karen en medio de la calle y nos fuéramos juntos. Por un momento, ambas cruzaron miradas cargadas de odio, de esas en las que uno prefiere no estar al medio. Solo atiné a decir: «Chiara, estoy conversando con Karen. Luego hablamos». Me di media vuelta para seguir con lo que estaba haciendo. Eso enfureció más a Chiara, quien, en un tono mucho más firme, volvió a arremeter con un: «¡Ven aquí! ¡Ahora mismo!».

Si bien era una situación atípica para mí, guardé una serenidad envidiable y repliqué con el mismo argumento: «No voy a dejar a Karen parada aquí sola. Después hablamos». Luego de esto, Chiara entendió que no me movería ni un centímetro, por lo que solo dijo: «¡Ya te fregaste conmigo!». Volteó y entró al bar nuevamente.

—Está perfecto lo que hiciste, eso habla bien de ti. Tú me dejabas aquí y yo me molestaba contigo —afirmó Karen.

No sé si de manera pertinente, pero le aclaré que hubiera hecho lo mismo si la situación era a la inversa. Sonreí mientras comentábamos la escena que acababa de suceder. Me iba dando cuenta de que la noche ya tenía algunas anécdotas triviales que contar y que la hacían diferente.

Ingresé nuevamente con Karen al bar, ella se perdió entre nuestros amigos. Atravesaba el salón en busca del baño, cuando me encontré con Chiara. Con un gesto que demostraba su molestia, y con un tono poco risueño y alcoholizado repitió: «¡Ya te fregaste conmigo!». Solo pude sonreír y traté de abrazarla.

—Ya olvídate. ¿Pretendías que la dejara sola? No haría eso contigo; además, Karen solo es mi amiga. Tiene novio—me
defendí.

Chiara sonrió involuntariamente, como queriendo mantener su molestia, pero una sonrisa mía hizo que nos pusiéramos a bailar. Nunca había bailado con ella y menos con algunos tragos encima. Mi gesto se empezó a trastocar al ver a mi amiga ejecutando pasos de baile muy sensuales. Probablemente pensaba que Karen nos estaba viendo.

—¿Cómo quieres que te baile? ¿Sensual o tranquila? —susurró en mi oído.

Debía escoger una sola opción, así que le dije: «De la manera más desenfrenada que puedas». Chiara empezó a bailar muy sensual, avanzando cada vez más hacia mí y jugando con su hermoso cabello negro. En ese instante empezó a acercarse hacia mis labios con una mirada profunda. La distancia se redujo a poco más de un par de centímetros, pero no podía ceder. Un movimiento suyo nos dejó a casi un centímetro de distancia. Asumiendo que muchos amigos estaban viendo la escena, moví el pie con lentitud hacia atrás. Sin embargo, justo una décima de segundo antes, volteó la cara y dijo: «¡No puedo!». El alivio volvió a mi rostro. Sonreí. «¡Lo sabía! ¡Te conozco!», dije.

Cuando mi corazón regresaba al pecho, di media vuelta y encontré a otra amiga bailando para mí. Se trataba de Ivy, quien duplicaba el grado de alcohol en la sangre en comparación a Chiara.

Ivy volvió a ponerme en la misma situación de hacía unos minutos: una amiga, con la que nunca habíamos coqueteado, bailaba muy cerca y súper sensual. En ese momento, cuando la temperatura empezaba a subir producto de las miradas, apareció Karen como un haz de luz. Me tomó de la mano y agregó: «Acompáñame al baño». La acción fue tan rápida que Ivy, después de dos pasos de baile, recién se percató de que yo ya no estaba.

—¿Dónde te habías metido? Gracias por rescatarme. ¿Viste lo que estaba pasando? —le pregunté.

—Yo no vi nada.

Sonreí y regresamos junto al grupo de amigos con los que habíamos estado.

Esa noche no era una más. Busqué hacer algo tranquilo. Me dispuse a conversar y beber una cerveza. A la pista de baile ya no me acercaría nuevamente.

Cuando pretendía terminar la noche de manera tranquila, sucedió algo que cambiaría mi vida. Unos amigos, ubicados en una de las mesas del fondo y a los que casi no distinguía, me llamaban. Había una chica con ellos, alguien a quien nunca había visto. Me acerqué para ver de quién se trataba. Notaba un cabello castaño y una vestimenta sencilla; es decir, no buscaba provocar, pero se veía bien.

Al llegar a la mesa reconocí a todos mis amigos, quienes me saludaron entre bromas. Cuando fue el turno de conocer a la chica de la mesa, me quedé petrificado por dentro y sonriente por fuera. No es posible reproducir con palabras lo que sentí esos momentos, pero mientras me decían «te presento a Zoe» esas cuatro palabras parecían durar cuatro minutos. Inmediatamente, vi sus ojos tan tiernos, su sonrisa tan angelical y la perfección de un rostro radiante que brillaba en la oscuridad. Todo se me quedó grabado. Definitivamente, era otra clase de chica, una especie en extinción, un ser irreal que había bajado del cielo a visitarnos. Con solo una sonrisa había borrado de mi mente las miradas coquetas, escotes, faldas y todo lo que hasta ese momento mi memoria había registrado del lugar. Esta chica no era para conocerla con una sonrisa solamente, era para hablarle con el corazón.

No perdí el tiempo y me senté a su lado. Estaba cerca y no podía soportar esa mirada tan angelical y ese brillo en sus ojos, pero, al mismo tiempo, quería controlarla, adueñarme de ella. Traté de recuperar la situación, no sé si puse cara de idiota, pero, por dentro, no dudo de haberme sentido así.

Fue luego de unos segundos, en los que no recuerdo lo que habíamos conversado, que ella me comentó que mis amigos habían hablado muy bien de mí. Recién en ese momento sentí que me miraba con una inocente y a la vez evidente muestra de interés. Si alguna vez en la vida ha existido una mirada que diga «me gustas», esa era la que me estaba dando en ese mismo instante. Puede que me haya equivocado y que todo haya sido fruto de mi imaginación, pero en ese momento estaba convencido de que así era, lo que me ayudó a sentirme más seguro para lo que tenía que hacer.

Podía intentar pensar qué movimientos, miradas o acciones efectuar; sin embargo, no podía enlazar mis ideas, aunque luego noté que, mostrándome tal como era, lo estaba haciendo muy bien.

No pensaba. Todo fluía, a tal punto que el resto de mis amigos no existían. Estábamos ella y yo conversando, contemplándonos y sonriéndonos. Zoe no era coqueta, pero la química y la mirada decían mucho más que mil palabras o dos mil posturas. Sin darnos cuenta, nuestros hombros, al igual que nuestras piernas, ya estaban rozándose de manera involuntaria, siguiendo la ley de la atracción.

No recuerdo lo que hablábamos, creo que ella tampoco. Era como mover los labios casi sin escucharnos, como si fuera un pretexto para estar cerca, mirándonos.

Capítulo 2
DILEMA

Luego de unos minutos —la verdad no sé cuánto tiempo ni cuántas sonrisas de por medio—, Karen me pasó la voz y me hizo gestos para que regresara al grupo. No sé por qué, pero lo hice. Sí, suena como algo estúpido. Me disculpé con los chicos y con Zoe, aunque con la intención de volver pronto, y me fui.

Creo que los hombres no estamos preparados para el momento en el que conocemos a una chica diferente. Nos volvemos idiotas. Al punto, en mi caso, de dejar a Zoe sola por unos minutos.

Estaba conversando con Karen y el resto de mis amigos cuando sentí la inmediata necesidad de regresar donde Zoe. Era algo inexplicable, era magnetismo o como quieran llamarlo. A veces pienso que me separé de ella unos momentos por un instinto de supervivencia; era demasiado peligroso sentir algo tan fuerte por una chica a la que apenas había visto una vez, pero la historia recién estaba empezando, y yo no me imaginaba lo que me depararía el destino.

Cuando regresaba por Zoe, noté que la oscuridad del bar había apagado el brillo de esa mesa pegada a la esquina. Se había marchado y solo quedaban algunos amigos, los que antes me la habían presentado, quienes, al ver mi cara de desconsuelo, que traté de disimular, atinaron a decir que se había marchado y que era muy bonita, a lo que respondí asintiendo con la cabeza y con un suspiro que no se notó.

La noche había terminado para mí, aun así, la fuerza de las masas hizo que terminara en otro bar y a pesar de que eran los mismos amigos, un bar similar, la misma música y las mismas cervezas, yo ya no era el mismo. ¿Dónde estaba Zoe? ¿Por qué no me había quedado con ella?, repetía mi cabeza, para luego, en un intento de sensatez, preguntarme quién era esa chica.

Está de más decir que me acosté y me levanté pensando en ella. Era como si no hubiera conciliado el sueño o, peor aún, como si me hubiera dormido en la banca de un parque con niños jugando alrededor. Así me sentí. En la noche había visualizado su mirada y sonrisa en medio de mis ojos, y al abrirlos en la mañana, tenía la misma imagen. ¿Quién era esa chica? ¡Tenía que averiguarlo!

Esa tarde llamé a un amigo, el que me la presentó, y, entre conversación y conversación, llegamos al tema de Zoe. Esperaba escuchar que era guapa, linda, un «¿te gustó?», «bien ahí, parece que le gustaste», «habló de ti», pero solo escuché una frase.

—Se va a casar.

Sentí que corría agua helada por mis venas, pero mantuve el tono de voz mientras seguía de pie.

—Ah, ¡qué bien! ¿Cuándo? —pregunté.

—En unos meses.

En ese momento pensé que iba a desfallecer, que mi pecho iba a quebrarse como un vidrio o que sentiría el típico vacío del alma, pero no fue así. Inmediatamente mi conciencia primó y, antes de percibir cualquier dolor, mis paradigmas mezclados con valores tomaron el control y descartaron cualquier sentimiento por una chica que se iba a casar y que seguramente era muy feliz.

Pretendí creer que estaba excluida de mi vida. Pretendí.

Pasaron los segundos, las horas, los días, las personas, los lugares, los amigos, las amigas, la familia y ya no pensaba en Zoe, solo la recordaba de vez en cuando. Si bien noté que le había gustado, y que la química fue muy fuerte, siempre critiqué el hecho de aprovecharse de una chica buena, tranquila. Y mucho más condenatorio era siquiera pensar en destruir un futuro matrimonio o una relación.

Fue así que, un día cualquiera en mi vida, llegué a un bar por la despedida de un amigo que viajaría por varios meses a otro país. No conocía a todos, pero no me costó mucho esfuerzo integrarme al grupo.

En cada mesa había solo una persona conocida, así que empecé a saludar, conversar, sonreír y beber algo; de pronto, ¡entró Zoe! Estaba con un vestido azul muy sobrio y elegante. Sin duda era de otro planeta, de otra galaxia, de otra estrella. No digo que no hubiera chicas muy bonitas por ahí, pero ella era más que una chica bonita, era un ángel. Simplemente brillaba.

Cuando nos cruzamos —me había quedado petrificado con una cerveza en la mano—, me puse tan nervioso que cometí la estupidez de decirle: «Hola, ¿por qué tan formal?».

Quería que la tierra me tragara al notar que mi supuesto halago la incomodó, pero traté de manejar la situación agregando que estaba preciosa. Una sonrisa incómoda suya me hizo dar cuenta de que no había estropeado del todo la situación y luego su mirada me confirmó que le agradaba verme.

Cómo describir lo que sucedió después. Me acerqué, me senté a su lado, estábamos casi pegados. Su hombro estaba apoyado en el mío y, sin querer, su brazo descansaba en mi rodilla por momentos. Fue una situación sublime: nos mirábamos, sonreíamos, conversábamos de todo, como si el resto del universo fuera un huracán girando y nosotros estuviéramos en medio sin sentir ni una brisa.

No sé cuántas personas estaban al inicio cuando me senté al lado de Zoe, pero al cabo de unas horas no quedaba nadie, no existía nadie, no me preocupaba el lugar, no sentía la música, no tenía sabor mi bebida. Nada. Todos mis sentidos estaban en mi vista, en verla sonriéndome con ese brillo en sus ojos que decían «lo mismo que te está pasando a ti me pasa a mí». Ni siquiera cuando me dijo que estaba de novia se interrumpió ese momento, porque sus labios pronunciaron esas palabras, pero sus ojos llevaban otra connotación. Su sonrisa era inmensa. Ella era feliz conmigo en ese instante, al igual que yo.

No tengo idea de cuánto tiempo pasó, pero ya tenía que irse. Si bien me ofrecí a acompañarla, una sonrisa entre ambos dejó en claro que no era pertinente hacerlo, pero esta vez, de alguna forma, nos comunicaríamos de nuevo. Volvió a acabar mi noche, a pesar de que me quedé en el bar varias horas más.

No importaron las largas charlas con los amigos o que una chica desconocida se pusiera a bailar delante de mí. Mi mirada y mi cara de idiota dejaban en claro que estaba en Zoelandia y no en el bar aquel.

Llegué a casa y traté de dormir. La cabeza me daba vueltas por el licor, me había excedido. Veía triple, pero estaba bien, así veía a Zoe tres veces frente a mí. No sé cómo, pero pude conciliar el sueño. Todo para que al día siguiente despertara pensando en ella y sin saber si la llamaba o la dejaba seguir su vida.

Capítulo 3
Guerra

Como si llevara por dentro combustible y hubiera caído sobre este una cerilla encendida, mis dedos rápidamente escribieron «hola» y así fue como inicié el mensaje para Zoe. Luego de unos segundos interminables, llegó su respuesta.

—Hola, ¿qué tal? —Bien, ¿tú?

—Bien, bien, con mucho trabajo. —Me encantó verte de nuevo.

—A mí también.

Y así nos pasamos toda la mañana, comunicándonos sobre lo bien que lo habíamos pasado en el bar, sobre lo que hablamos y lo sorprendidos que estábamos por la química entre los dos. Si bien no la veía, me imaginaba su mirada y su sonrisa, como si, a pesar de la frialdad de un mensaje, tuviéramos el mismo tipo de interacción que en persona. ¡No!, en vivo era otra cosa, ¡era otro universo!

Las personas que trabajaban conmigo volteaban a mirarme, sonreía sin razón como un loco. Ni siquiera imaginaban los mil latidos de mi corazón cada vez que llegaba un nuevo mensaje de Zoe. De esa manera transcurrió todo el día, un día en el que solo esperaba sus respuestas, como si fueran la gasolina que mantenía la caldera de mi corazón encendida.

A veces era un simple «ja, ja», pero hasta los más triviales eran hermosos. Solo importaba saber que estaba ahí, al otro lado, mostrando interés, sonriendo.

Poco antes de que llegue la noche le pregunté —inocentemente— si uno de esos días podía invitarla a almorzar y me dijo: «¡Sí, está bien!». Aunque ella aún no lo supiera, me refería al día siguiente. Haría hasta lo imposible por verla.

En la mañana, me puse mi mejor camisa, un buen perfume, fui bien peinado y afeitado, cual chiquillo emocionado por su primera cita. Salí de la oficina al mediodía aprovechando para hacer unos trámites cerca del lugar donde ella trabajaba. Sentía unos nervios inmensos, como si nunca hubiera hablado siquiera con un ser humano del género opuesto.

Llegué al lugar y percibí que las oficinas estaban divididas por vidrios. Se veía todo. Alcancé a ver a un grupo de gente sentada en sus escritorios y la encontré. Podría haber pasado el resto de mi vida contemplándola. Estaba de perfil, con una blusa de flores que no podía quedarle tan bien a nadie más en el mundo; llevaba el cabello recogido y estaba muy concentrada en su trabajo. No me había visto.

Aprovechando que parte de sus tareas era atender citas de negocios, me acerqué a su oficina aparentando ser uno de esos señores importantes con los que seguramente se reunía. Ingresé con un «buenas tardes» e inmediatamente todos los que estaban presentes voltearon a ver quién era «ese sujeto de simpática apariencia». Me crucé con miradas sugerentes de algunas chicas, pero yo solo buscaba una, justo aquella que no se había percatado de mi presencia.

Cuando llegué a su puerta, me detuve. —Hola —dije en tono coqueto. Levantó la mirada y se sorprendió.

—Hola, ¿cómo estás?

Nunca contesté, ya que me paré a su lado e inmediatamente me acerqué a su oído y le susurré: «¿Almorzamos?».

—¡Sí!

—Te espero en el lobby.

Salí de su oficina con mucha seguridad. Sabía que se ponía nerviosa conmigo, sabía que le gustaba. Me sentía tan bien que yo mismo me cegaba con lo que estaba haciendo. Ya fuera por dejar nacer algo por alguien que se iba a casar o por lo que estaba empezando a sentir, Zoe estaba despertando en mí algo incontrolable. Sea como fuere —ahora puedo decirlo— en ese momento no existía nada más, solo lo que pasaba entre Zoe y yo.

Llegó al lobby y casi no paró; tuve que levantarme y seguir su marcha. Me di cuenta de que claramente sus amigos del trabajo le habían bromeado sobre mi presencia y ella estaba con ganas de salir de ahí de inmediato. Subimos a mi auto; ya tenía hasta la música perfecta: unas baladas de Bon Jovi nos acompañaron hasta un buen restaurante con vista al mar y que quedaba cerca.

Nos sentamos, pedimos algo de comer y ella solo preguntaba: «¿Y cómo estás?». Yo aprovechaba para mostrarle con mi mirada que tenía fuego en mi interior y ella no lo soportaba, pues esquivaba mirando hacia otro lado, sonrojándose y poniéndose nerviosa.

Entre tantas sonrisas, pláticas y miradas, no pudo contenerse más.

—No me fastidies, ¡ah! —dijo bromeando.

—¿Qué? Yo no estoy haciendo nada — le repliqué, sonriendo con más seguridad.

Seguí atacando con mi arsenal de gestos y miradas profundas. Ella continuó nerviosa.

—Mira, qué bonito el mar —comentó como para esquivar lo que estaba sucediendo en nuestra mesa.

No dejé que eso pasara y agregué: —Sí, también es bonito.

Y así transcurrió ese encarnizado combate en nuestra mesa; yo lanzando un «¡Dios mío! ¡Te quiero llenar de besos!» con la mirada, y Zoe contraatacando simplemente siendo ella, con gestos en su rostro de niña buena, cada uno más perfecto que el otro. Su voz acompañaba cada reacción de manera ideal, como los pétalos de una rosa con gotas de lluvia fresca. Definitivamente, no sabía cómo, ni de qué manera, pero nos estábamos enamorando o algo así, y digo «algo así» porque era indescriptible.

No sé si por la confianza del momento o porque estábamos formando un nexo, salió el tema de su novio y pensé que todo podría terminar ahí. Cuando empezó a hablar de él, sentí que me estaban lanzando a un abismo cuya profundidad no se veía por la niebla. Sin embargo, Zoe abrió mi paracaídas y me rescató contándome que su relación no iba bien.

Mi sonrisa regresó por arte de su magia y escuché y escuché.

Por primera vez la vi triste, la sentí muy sola, resignada, como si revelara que, aun cuando el noviazgo la iba a llevar al altar, ella no sería feliz.

Pude haberle comentado muchas cosas; no obstante, dada esa primera muestra de confianza, no podía ser muy osado. Solo me adelanté a decirle que uno siempre debe buscar su felicidad y la de los demás, pero que, si uno la sacrifica por otras personas, al punto de transgredir sus propios límites, llega un momento en el que uno explota y se cae todo.

Creímos pertinente cambiar de tema. Como por telepatía, volvimos a las sonrisas, a las miradas, a la guerra, pero fue una batalla memorable en la historia, ya que los dos perdimos y ganamos. Ella perdió sus defensas, porque yo gané sus sonrisas; pero el costo de hacerlo fue que yo perdí mi corazón y ella se lo había ganado.

Capítulo 4
Te Extraño Poquito

Los días transcurrían y el sonido de un nuevo mensaje de texto en el celular dejó de ser desesperante para convertirse en una melodía celestial. Todo el día nos comunicábamos; ya no me sentía solo, ella tampoco; éramos felices.

Cada vez que podíamos almorzábamos juntos. Decir que solo seguíamos con las miradas, sonrisas y nerviosismo suena a que no avanzábamos nada, pero era todo lo contrario: sentíamos que nuestras almas se trasladaban al cuerpo del otro. Recuerdo que en un almuerzo le pregunté si me extrañaba y me respondió sonriendo: «Un poquito». Al mismo tiempo, sus ojos me decían: «Más de lo que te imaginas».

Sin embargo, no llegaba la supuesta «cita» entre los dos; ella vivía con su novio y no podía salir de noche con facilidad. Un día, entre tanta conversación, volvimos a tocar ese tema; de pronto, sus gestos, el brillo de sus ojos y toda esa hermosa e interminable sonrisa desaparecieron. Aunque no queríamos, era algo de lo que debíamos hablar.

Me comentó que se sentía muy sola, que su novio salía a trabajar muy temprano y regresaba tan tarde que ella ya estaba dormida. Los sábados se llevaba el trabajo a su casa y los domingos se iba donde su familia, que por cierto no se llevaba bien con ella.

Obviamente no podía ser imparcial con mis comentarios, por lo que siempre le repetía que uno debía ser feliz y que a nadie le ponían una pistola en la cabeza para estar con alguien, más aún si este alguien no le daba el valor debido.