dirigida po Fabián Ludueña Romandini

Esta colección quiere abarcar en su espíritu obras que, como quería Walter Benjamin, intenten reflejar no tanto a su autor sino más bien a la dinastía a la cual éstas pertenecen. Dinastías que otorguen los instrumentos para una filosofía por-venir donde lo venidero no sea sólo una categoría de lo futuro sino que también abarque lo pasado, suspendiendo la concepción moderna del tiempo cronológico a favor de una impureza temporal en cuyo caudal pueda tener lugar la emergencia de un pensamiento inactual e intempestivo, capaz de mostrar la potencia filosófica oculta en todas las tradiciones del conocimiento. Filosofía, entonces, como el arte de la fabricación de nuevos conceptos, donde la novedad es siempre entendida tomando en cuenta su anacronismo fundamental y su perpetua inclinación a la polémica.

Diseño y composición: Gerardo Miño
Edición: Septiembre de 2016
Código IBIC: HPJ
ISBN: 978-84-16467-45-7 (ebook)
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FABIÁN LUDUEÑA ROMANDINI

Principios de Espectrología

La comunidad de los espectros II

ἀνθρώπους μένει ἀποθανόντας ἄσσα οὐκ ἔλπονται οὐδὲ δοκέουσιν1

HERÁCLITO – DK 22B 27 In: CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, 4, 144, 3.

Aber auf einmal […] überfiel mich zum erstenmal in meinem Leben etwas wie Gespensterfurcht.2

Rainer Maria RILKE, Die Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge

In: Sämtliche Werke, Wiesbaden und Frankfurt am Main:

Insel, 1955–1966, Band 6: 840.

1 [A los hombres, una vez muertos, les aguarda cuanto no esperan ni imaginan].

2 [Pero de pronto (…) por primera vez en la vida me acometió algo así como el temor a los espectros].

Índice

Advertencia

I. Obertura. La cuestión de la verdad

PRIMERA PARTE. PALEONTOLOGÍA ESPECTRAL

II. La remoción moderna

III. Outside. Lo infinito y la extinción

IV. Díke. El postulado genealógico de Occidente

V. Nekyia. La metamorfosis y el tiempo

VI. Lógos epitáphios. La Voz en la ciudad de los hombres

VII. Daímon. De la metafísica

VIII. Oneirología

IX. Phantasma

X. Medialidad

XI. Noûs separado

XII. Spiritus Sanctus

SEGUNDA PARTE. PROLEGÓMENOS DE ESPECTROLOGÍA

XIII. Formas espesas

XIV. Retorno

XV. (Post-)Hantología

XVI. Lógos post-locucionario

XVII. Política

XVIII. Mathemata

XIX. Clinamen

XX. Cosmos

XXI. Disyuntología

XXII. Inmortalidad

Apéndice.
Max Stirner: los espectros de la ultra-historia y la Revolución

Bibliografía

Agradecimientos

Índice de nombres

Siria, en algún momento de la segunda mitad del siglo II d.C.

El filósofo platónico y neopitagórico Numenio de Apamea discierne una tarea decisiva para la filosofía: la puesta a prueba del legado griego sobre la tela de fondo del orientalismo judío, egipcio, brahmánico. La tradición, desmentida por los esmeros de Amelio, había echado un manto de sospecha sobre el maestro Plotino como plagiario de Numenio, signo indubitable del rango filosófico de este último. El rigor del razonamiento de Numenio acerca del Ser resulta ejemplar en su filiación platónica (Fr. 4 a): si la materia es infinita (ápeiros), entonces, asimismo es indeterminada y se torna incognoscible puesto que carece de orden. Ahora bien, lo que es desordenado (átakton) no puede ser estable y, por tanto, no puede ser identificado con el Ser. En consecuencia, es impío (athémiston) atribuirle al Ser cualquier propiedad que introduzca la infinitud y el desorden en su seno.

Las páginas que siguen pueden ser consideradas un extenso florilegio de glosas a esta sentencia de Numenio. Las considerables divergencias señalan el envite al que apunta nuestro programa.

Advertencia

Este libro, como constata el lector, presenta dos partes la primera de las cuales reformula en clave filosófica, desde su título, una eximia invención terminológica de Henri Marie Ducrotay de Blainville. No debería interpretarse la presencia de ese vocablo como un acto retórico salvo si se conviene, simultáneamente, que toda retórica custodia elementos de primer rango para el filosofar. De manera análoga, las dos partes de este libro no deben entenderse según el modo de la sucesión pues ambas se reflejan de manera constante: numerosos hitos de la paleontología espectral informan los prolegómenos post-metafísicos así como estos últimos intentan arrojar nueva luz sobre la temporalidad precedente. Finalmente, el autor no querría que las críticas filosóficas que recorren estas páginas sean juzgadas, según la proclividad de la época, como un gesto de beligerancia intelectual sino, al contrario, como una demostración de amistad y una necesidad propias de toda indagación sobre la cosa misma.

I.

Obertura.

La cuestión de la verdad

 

Resulta casi ocioso recordar que la filosofía del siglo pasado se ha constituido –salvo destacadísimas excepciones– como el espacio de clausura de toda metafísica posible. Quienes han osado practicarla, han debido hacerlo, en muchos de los casos, por fuera de los cánones tradicionales que definían el ejercicio de los saberes. Por otra parte, casi todos esos intentos –aislados pero decisivos– de adentrarse en alguna forma de metafísica han debido, con todo, rendir su obligado tributo en el altar del criticismo de la filosofía moderna. En este sentido, la era de la crítica metafísica no sólo no se ha cerrado aún sino que, más bien, podría decirse que hoy goza de lo que suele denominarse un amplio consenso.

Consecuencia de ello ha sido el hecho de que la filosofía se identificase, plenamente, con su propia historia. En suma, sólo ha sido posible tratar un conjunto de ideas filosóficas provenientes del pasado bajo la doble condición de neutralidad e historicidad. Según un credo bien establecido, quien indague en los sistemas de pensamiento del pasado debe, como conditio sine qua non, hacerlo según los modos de un anticuario que se dedica a la disección o al coleccionismo de rarezas de un tiempo remoto el cual no sólo ya no tiene ninguna potencia agente sino que, además y sobre todo, no revela necesariamente nada acerca de las convicciones de quien escribe.

En un texto cuya importancia nunca podrá encomiarse lo suficiente, Leo Strauss ha puesto en evidencia el teorema subyacente en toda interpretación exclusivamente historicista: esto es, no puede tomarse por válida la afirmación de cualquier filósofo del pasado de haber encontrado (o siquiera buscado) la verdad en cuanto tal. El fundamento de la interpretación historicista consiste en sostener, al contrario, que el filósofo del pasado ha hallado, en el mejor de los casos, una forma relativa de verdad válida para su época pero, de ningún modo, “la verdad válida para todos los tiempos”.

De este modo, podrá escribir Strauss, “para tomar en serio una enseñanza seria” (to take a serious teaching seriously), debemos estar dispuestos a afirmar, radicalmente, que una filosofía del pasado es “simplemente cierta o […] que es superior, en el aspecto más importante, a todo lo que podemos aprender de cualquiera de los filósofos contemporáneos”.1 De este modo, no sólo aprenderemos algo acerca de los filósofos de antaño sino que, más exactamente, aprenderemos de ellos. Esto, sin embargo, no es posible para Strauss sino a condición de que el historiador de la filosofía se convierta, al mismo tiempo, en filósofo de pleno derecho.

Con todo, los filósofos propiamente dichos no han sido, necesariamente y, al menos desde la Modernidad, mucho más generosos con sus predecesores de lo que lo han sido los historiadores. En efecto, los Modernos han llegado a suponer que la filosofía del pasado podía tomarse en serio pero a condición de ser subsumida en la filosofía posterior. Una voluntad de absorción y digestión ha guiado la vocación de los filósofos ilustrados. Un ejemplo clásico de ello se encuentra en un pasaje de Immanuel Kant, elocuente a este respecto, de su Crítica de la Razón Pura, cuando debe tratar con el concepto de idea de Platón y allí expresa, con toda fuerza, que es posible que “lleguemos a entenderlo mejor [a Platón] de lo que él se ha entendido a sí mismo”.2

Ciertamente, Kant intenta alcanzar el fondo trans-histórico que debe yacer a toda búsqueda filosófica genuina pero sólo puede admitirlo en términos de superación y asimilación de los sistemas pasados a los progresos del pensamiento moderno. En este punto, debemos volver a insistir: la búsqueda de la verdad –para responder a la más alta exigencia– debe poder admitir que la ilusión temporal no garantiza ninguna protección o ventaja y que, por lo tanto, una doctrina del pasado puede ser tan verdadera como ser falsa una doctrina actual sobre el mismo tópico. En un escenario semejante, Kant debería estar en condiciones admitir que, tal vez, la filosofía dogmática podría ser cierta y la suya falsa. Si el filósofo no trabaja sobre un horizonte veritativo que se coloque más allá de la ilusión del tiempo cronológico, no podrá alcanzarse ningún tipo de verdad auténticamente trans-histórica.

Desde la perspectiva que aquí defendemos, entonces, sólo puede haber filosofía allí donde se busque una forma de verdad con un centro vacío pero, al mismo tiempo, con un núcleo, inmune a las constricciones temporales. La posibilidad de que en la verdad sólo tenga asiento una multiplicidad que niegue toda posible teoría unidimensional de lo verdadero es un asunto que habrá de ser oportunamente tratado. Pero, en ningún caso, la eventual multiplicidad sustantiva propia del carácter de la verdad filosófica puede habilitar la vocación de sutura mediante una teoría unificadora del mundo y del ser. Si la Unicidad no es equivalente a la Unificación explicativa, tampoco la multiplicidad presupone una falta ontológica que impida una explicación de carácter atemporal aun si segmentaria. Ciertamente, la incompletud lógica no debe implicar aquí que una verdad desabsolutizada pero, al mismo tiempo, intemporal no pueda ser alcanzada (si aceptamos como legítima una equivalencia entre el plano lógico y el metafísico). Este punto, que deberá ser abordado en futuros desarrollos, no afecta a la verdad ontológica en su esencia sino en las modalidades de su aparición y las formalidades de su presentación.

Por cierto, la historicidad no está ausente en el despliegue de la verdad que, no por tener la capacidad de ser intemporal en su núcleo último, lo es en su manifestación. De este modo, las declinaciones históricas de una verdad son vectores que remiten en todos los casos a un Figura que, paradójicamente, no cesa de desfigurarse mientras se configura. Sin embargo, no existe, por el contrario, ninguna dirección histórica: ni hacia el progreso (como soñaba la filosofía ilustrada) ni hacia el pasado entendido como modelización de lo posible o lo necesario en materia de verdad. Desde este punto de vista, puede verse también la limitación de la propuesta de Strauss en tanto que, finalmente, invierte el sentido de un vector temporal con la intención de alcanzar una zona de trans-historicidad. Sin embargo, sólo una historia concebida por fuera de la temporalidad engañosa del pasado-presente-futuro puede dar cuenta de lo que implica la historicidad (o la positividad) de una verdad.

Solamente en un tiempo que sea concebido no sólo como ex-temporalidad sino también como des-temporalización cronológica podrá mostrar cómo la impureza del tiempo implica que en todo instante yace la totalidad del tiempo infinito. Por cierto, no hay un afuera ni un adentro ni una intensidad ni una interrupción del tiempo que pueda redimir la historia in toto. Progreso, decadencia, catástrofe o restitución son las categorías de una historia cuya utilidad explicativa en segmentos localizados del tiempo está bien demostrada. Aun así, estas nociones se articulan microscópicamente respecto del tiempo y no puede elevarse a la altura de los desafíos que propone una comprensión amplificada de la temporalidad. Por el momento, baste con afirmar que en cualquier instante de un aparente continuum sin-dirección del vector temporal se manifiesta en la positividad un índice conducente a la Figura trans-temporal de lo verdadero.

La filosofía del siglo XX abrió su camino a partir de la constatación de que ya no era posible preguntar según el modo de la metafísica. El más eminente propulsor de esta idea ha señalado que esto no implicaba, necesariamente, una “crítica” de la metafísica, ni una metametafísica o, incluso, una ausencia de metafísica. Más bien, lo que estaría en juego sería un preguntar radicalmente otro.3 Esto implicaría un Ereignis que, al mismo tiempo, es una reapropiación de un preguntar inicial. Sin embargo, esta concepción, en apariencia radical, sigue siendo solidaria de una concepción microscópica del tiempo (aun si elaborado como determinación a-cronológica) donde hay lugar todavía para pasos hacia delante, hacia atrás o hacia la reapropiación del todo bajo una historialidad en su devenir mismo en cuanto tal.

Esta sutil concepción, heredera tardía del criticismo moderno, no debería desalentar una aproximación al problema desde una perspectiva desplazada. La metafísica no es otra cosa aquí que la filosofía en su esfuerzo de encontrar formas segmentadas de verdad intemporales sobre el mundo. Si la voluntad de verdad es mantenida pero el carácter de la veridicción implica su desfiguración, entonces, el territorio propio de la metafísica puede no ser la topología más propia a una indagación de este tipo. La “de(s)-(cons)trucción” de una metafísica será siempre una prueba de la insuficiencia de la Unicidad en la aproximación a la verdad pero, de ningún modo, un cuestionamiento suficiente de la vocación veritativa que debe guiar todo pensar filosófico. Por ello, con todo el valor que intentos semejantes han podido tener y siempre tendrán, no son sino la vía negativa que intenta desandar un sistema. En cuanto tal, es necesaria e importante. Sin embargo, conforme avanza la de(s)-(cons)trucción de un sistema, más aún se vigoriza la necesidad de encontrar una nueva senda de acceso a la verdad.


1 STRAUSS (1989): 211.

2 KANT (1977a) Band 3: 322 [A314 - B 370].

3 HEIDEGGER (1998): 36.

PRIMERA PARTE

Paleontología espectral

II.

La remoción moderna

 

I.

El 14 de septiembre de 1674, el filósofo Baruch de Spinoza recibe la carta de un corresponsal que, con cierta fama en su época, hoy nos resulta una víctima propiciatoria del olvido implacable del tiempo. Se trata del jurista Hugo Boxel, quien fuera secretario de la ciudad de Gorcum desde 1655 hasta 1659 así como pensionario de la misma hasta que, en 1672, resultó depuesto de su cargo por el Príncipe de Orange luego de la caída de Jan de Witt.1 El motivo de la misiva es revelado por su autor inmediatamente: “tengo el deseo de conocer su pensamiento acerca de los espectros y los aparecidos. ¿Cree Ud. que existen? ¿Cuánto tiempo dura su existencia según su entender?”.2 Por cierto, Boxel no está seguro de la opinión de Spinoza respecto de la existencia de los espectros pero no duda de que si el filósofo sostuviera su existencia, no creería “como los defensores de la religión romana que se trata de las almas de los muertos”.3

En efecto, Boxel pretende introducir una distinción entre el espectro en cuanto tal y su conceptualización por parte de la teología (particularmente cristiana) de cuya spinoziana deconstrucción está muy bien informado. La primera reacción de Spinoza, que estima que la pregunta merece consideración, no va mucho más allá de una respuesta de ocasión. Se limita, por tanto, a señalar que “es muy difícil admitir que la existencia de los espectros pueda estar probaba por algún relato. Lo que parece probado, es la existencia de algo que nadie sabe lo que es. Y si los filósofos quieren llamar espectros a las cosas que ignoramos, no negaré su existencia, pues hay infinitas cosas que ignoro”.4 Elegantemente, Spinoza evita pronunciarse sobre la existencia de los espectros dado que, argumenta, no se puede definir, para empezar, de qué tipo de entidad se está hablando y, por consiguiente, remite un pedido de aclaración a Boxel.

Por su parte, Boxel no se sorprende de la respuesta del filósofo. Aunque tampoco es específico sobre el tipo de entidad particular de la que se está tratando, Boxel sostiene que los espectros son creados por Dios y condicen con la perfección y belleza del Universo, ya que “el espacio inmenso que está entre nosotros y los astros no está vacío, sino lleno de habitantes espirituales”. Por otro lado, Boxel piensa que “los superiores y más alejados son los verdaderos espíritus, mientras que los que se hallan más abajo, en la región inferior del aire, son creaturas de una materia muy sutil y muy tenue y, además, invisible”.5 Toda una milenaria tradición que ha ido sedimentando poco a poco en Occidente resuena en las palabras de Boxel. Por cierto, el corresponsal de Spinoza defiende una concepción “filosófica” del espectro y, por lo tanto, afirma “en cuanto a los espíritus malos, que atormentan a los pobres hombres en esta vida y después de ella, en cuanto a la magia, considero que los relatos que se cuentan no son sino fábulas”.6

Ante la insistencia de Boxel, Spinoza se ve llevado a dar una argumentación articulada sobre la inexistencia de los espectros en una nueva carta de octubre de 1674.7 Los axiomas decisivos pueden consignarse del siguiente modo:

§1. La belleza no es una cualidad intrínseca de un objeto sino el resultado de una percepción por parte de un sujeto. Desde el punto de vista de Dios, el mundo no es, estrictamente hablando, ni bello ni feo. Estas propiedades del mismo dependen del temperamento y las circunstancias que afecten al sujeto perceptor, pues la belleza no es una categoría objetiva independiente de un sujeto observador.

§2. Al no existir una diferencia ontológica de gradación entre las criaturas y la posible trascendencia de un Dios creador, entonces, lo infinito se expresa de igual modo en cualquier ser finito. Por tanto, el espectro no guarda ningún privilegio de perfección ontológica. Los entes geométricos de los que puede dar cuenta el pensamiento (como un triángulo o un círculo) son, por su claridad, creaciones de Dios existentes. En cambio, la idea del espectro proviene no del pensamiento sino de la imaginación, del mismo modo que las arpías, los grifos o las hidras y por lo tanto “los puedo considerar como sueños, los cuales se diferencian de Dios tanto como el no ser del ser”. El mundo onírico es, pues, un reino de lo ontológicamente irrelevante, de las quimeras de la imaginación humana que no participan de la perfección y la gravedad del ser. En este sentido, fruto de la imaginación, el espectro se postula inexistente.

§3. Finalmente, no es posible establecer gradaciones jerárquicas en la materia infinita, por lo tanto, no hay lugar para entidades sutiles materialmente distintas del resto del universo creado.8

La conclusión de Spinoza tendrá un objetivo que no será otro que poner en cuestión a las filosofías, de cuño aristotélico-platónico, que habían “creído en las cualidades ocultas, las especies intencionales, las formas sustanciales”9 para reivindicar el atomismo y el epicureísmo. Por ello mismo, sus propósitos no pueden disociarse del desiderátum que Spinoza había enunciado en su Tractatus theologico-politicus, donde puede leerse que “es indudable que los libros santos narran muchos hechos pretendidamente milagrosos a los cuales sería sencillo asignarles una causa según los principios conocidos de las cosas naturales”.10 Desde el punto de vista de Spinoza, la aceptación del milagro equivaldría paradojalmente al ateísmo puesto que, en definitiva, introduciría una escisión en Dios mismo considerado como realización de las leyes naturales. El milagro, haciendo que algo exista en contra o por encima de la Naturaleza, eliminaría, consecuentemente, la idea de un Dios creador de leyes naturales sobre las cuales él mismo se despliega de modo inmanente.

Rivalizando con Spinoza, Pierre Bayle detectó la enorme importancia que, aparentemente un elemento tan marginal como la cuestión espectral, tenía en el sistema de Spinoza. En cierta medida, Bayle pudo intuir que en el lugar (sólo engañosamente supletorio) del espectro se jugaba todo el destino de la filosofía moderna. Por ello, en su artículo del Dictionnaire historique et critique pudo escribir que Spinoza “desconoció las consecuencias inevitables de su sistema al burlarse de la aparición de espíritus, puesto que no hay filósofo con menos derecho que él a negarla”.11 Desde el punto de Bayle, si se acepta el postulado spinoziano según el cual todo piensa en la naturaleza, entonces, se torna necesario dar aquiescencia al hecho de que el hombre no puede ser la inteligencia más esclarecida y que, por lo tanto, los demonios deben existir.

Conocedor de la correspondencia de Boxel y Spinoza, Pierre Bayle tiene el inusitado coraje de declarar que “no existe ninguna ligazón natural entre el entendimiento y el cerebro12 y por esta razón debemos creer que una criatura sin cerebro es tan capaz de pensar como una criatura organizada como nosotros”.13 Bayle considera que Spinoza debería declarar su acuerdo con una afirmación semejante puesto que, si sostiene que el pensamiento es un atributo de Dios, no hay razón para suponer que éste deba ser igual en toda la naturaleza y, por lo tanto, si existen seres de pensamiento inferior al hombre (los animales) también existen seres de inteligencia superior (demonios). Como puede verse, la osadía de Bayle no consiste sólo en separar al cerebro del entendimiento sino que, además, postula que un espectro es una especie de esse objectivum, más precisamente una entidad de pensamiento puro y, por lo tanto, un atributo posible de la naturaleza bajo la modalidad del pensar.

Ciertamente, Spinoza no era el primero en negar al espectro alguna forma de ciudadanía filosófica. Ya Descartes, cuando intenta mostrar que la memoria permite distinguir –contra el argumento enunciado en la primera de sus Meditaciones metafísicas– el sueño de la vigilia mediante la restitución de la cadena causal de los hechos, señala si alguien se apareciese en la vigilia sin poder dar cuenta de la serie causal que lo condujo ante mi presencia, entonces sería “como las imágenes que veo al dormir […] y no sin razón las consideraría un espectro o un fantasma formado en mi cerebro, y semejante a los que se forman cuando duermo, más bien que un hombre verdadero (non inmmerito spectrum potius, aut phantasma in cerebro meo effictum, quam verum hominem esse judicarem)”.14

A pesar de lo sostenido por Pierre Bayle, el espectro no podía ser asimilado por Spinoza a su doctrina, dado que este último concebía al pensamiento como una univocidad donde, efectivamente, podía existir el Pensamiento como expresión infinita de Dios y el pensamiento finito del hombre individual. Sin embargo, la univocidad de la concepción implicaba la negación de la existencia de autonomías ontológicas entre uno y otro. En este sentido, la posibilidad de una existencia objetivamente independiente del espectro como pensamiento se torna imposible si éste no puede remitirse a la infinitud del pensamiento divino y, desde este punto de vista, Spinoza no se manifestó nunca favorable a la proliferación de las entidades pensantes.

Sin embargo, más aun, resulta decisivo que, tanto para Descartes como para Spinoza, el espectro no pertenece –como propone Bayle–a la dimensión del pensamiento sino de la imaginación. Por tanto, la esencia eidética de una quimera imaginal no conlleva su existencia necesaria como puede deducirse, al contrario, la necesariedad de que un triángulo tenga tres lados y, por ser una perfección matemática, deba existir creada por Dios. En este sentido, el espectro es desplazado fuera del orden del ser para ser recluido en una esfera, la imaginación, donde las imágenes incapaces de representar para el pensamiento un existente objetivo externo no cobran fuerza ontológica sino que son la manifestación efímera de una ilusión. Si, como declara Spinoza, la quimera, el espectro, no son más que palabras, esto se debe a que escapan a la estructura del ser precisamente porque sus propiedades predicativas no se deducen de su esencia eidética la cual, por ende, se divorcia de la existencia.

No obstante, no hay que concebir esta propiedad como un defecto del hombre: “puesto que si el espíritu, imaginando como presentes cosas que no existen (res non existentes), supiese al mismo tiempo que esas cosas no existen realmente, consideraría esta potencia de imaginar (imaginandi potentiam) como una virtud de su naturaleza (virtuti suae naturae), y no como un vicio”.15 Como puede verse, la potencia imaginativa del hombre es una virtud pero, cuando se vincula a imágenes plenas, es decir, no correspondientes a “imágenes de cosas (rerum imagines)” exteriores, los contenidos imaginativos están disociados completamente de la esfera del ser y, por lo tanto, son evanescentes y potencialmente erróneos. A esta esfera, precisamente, como facultad concomitante al pensamiento (o bien cogitandi potentia) pero que no se confunde ontológicamente con él, pertenece el espectro como un exiliado de la ontología, como un ser inexistente.

II.

La asimilación de la imaginación al reino de los sueños no era patrimonio exclusivo de Spinoza así como tampoco la problemática de la distinción entre sueño y vigilia es un topos eminentemente cartesiano. Toda la filosofía moderna está, en cierto sentido, atravesada por estas polaridades. Y es sobre este suelo que se tratará de dilucidar el problema del espectro como entidad metafísica.

La antropología hobbesiana es paradigmática de este modo de razonamiento. El postulado de Hobbes consistirá, esencialmente, en sostener que las visiones de espectros son el mero resultado de un estado de ensoñación del sujeto (como la visión de Marco Bruto en Philippi recordada por el filósofo). Sin embargo, es posible también ser víctima de una superstición y ver un espectro si el sujeto está poseído por el miedo, que es una pasión política por excelencia: “esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los que están perfectamente despiertos, cuando son timoratos y supersticiosos (if they be timorous and superstitious), y se hallan poseídos por terribles historias (possesed with fearful tales), al estar solos en la oscuridad se ven sujetos a tales fantasías (fancies), y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos (spirits and dead men’s ghosts) paseando por los cementerios”.16

Este punto en que el hombre no puede “distinguir los ensueños y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones (vision and sense)” constituye, para Hobbes, el origen de las religiones antiguas y su adoración de “sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo”.17 Es decir que la ficción, la confusión de un sueño con una sensación real, constituye la arché de toda la religión pagana. Si consideramos que la religión y la sacralidad concomitante en el mundo antiguo habían definido el espacio público y afectado las esferas del derecho, podemos entonces deducir con Hobbes la importancia política del sueño y de sus ficciones. Desde este punto de vista, todo régimen de gobierno es también una política del sueño.

De hecho, el mismo Hobbes confirma esta hipótesis cuando sostiene que “si este temor supersticioso a los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de sueños, falsas profecías y muchas otras cosas que dependen de estos últimos, mediante las cuales algunas personas astutas y ambiciosas abusan de las gentes sencillas, los hombres estarían más aptos que lo que están para la obediencia cívica (men would be much more fitted tan they are for civil Obedience)”.18 Como puede verse, el problema del espectro no es sólo un problema metafísico sino también, como no podría ser de otro modo, esencialmente político. La eliminación del espectro del espacio público y su desacreditación metafísica parecen haber sido algunas de las condiciones de posibilidad de la política de los sueños de la Modernidad y, por lo tanto, de la constitución del Estado moderno. De lo contrario, ¿por qué Hobbes se vería llevado a tratar ampliamente sobre los espectros en un libro dedicado al poder y al Estado como es el Leviathan? El misterio político del espectro en la Modernidad es una de las temáticas que deberemos abordar si queremos entender su verdadera pregnancia.

Ciertamente, Hobbes entiende que los antiguos y los medievales definían a los espectros como “tenues cuerpos aéreos (thin aëreall bodies)” y, desde este punto de vista, eran “sustancias reales y externas (reall and externall Substances)”.19 Dicho sea de paso, es precisamente esta tendencia metafísica la que llevó, según Hobbes, a definir al Dios cristiano como incorpóreo –esto es, Infinito, Omnipotente y Eterno, es decir, por encima de la comprensión humana–, posición que Hobbes rechaza con vehemencia. Esta aseveración cobra nueva importancia, sobre todo si tenemos en cuenta que, según muchas interpretaciones, resulta altamente probable que Hobbes haya pensado en la existencia de un Dios corporal (aunque invisible, infinito y eterno) como consta en el apéndice incluido en la traducción latina del Leviathan. Al mismo tiempo, la agencia, la fuerza causante que estas entidades podrían tener, no se justifican, a los ojos de Hobbes, más que por la fuerza de la costumbre.

Precisamente, de la admisión (para Hobbes metafísicamente equívoca) de la existencia de espectros, se deriva, como habíamos señalado, la religión antigua: “la idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen (Devotion towards what men fear) y admisión de cosas causales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión (natural seed of Religion)”.20 Por supuesto, vuelve a decirlo Hobbes, el propósito de tal impostura espectrológica fue, con todo, noble (aun estando errada) pues buscaba hacer a los hombres “más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil (more apt to Obidience, Lawes, Peace, Charity, and civill Society)”.21 Por ello, sin ambigüedades posibles, Hobbes concluye que “la religión de la primera especie [la pagana] es una parte de la política humana (humane Politiques) y enseña parte del deber (duty) que los reyes terrenales (Earthly Kings) requieren de sus súbditos (Subjects)”.22

Desde el punto de vista metafísico, al rechazar la sustancialidad del espectro, Hobbes lo ubica, al igual que Spinoza, como una forma más de la imaginación. Una imagen, para Hobbes, es “la apariencia de una cosa visible (Resemblance of some thing visible)”.23 Ahora bien, justamente, un fantasma no tiene existencia, no se halla dentro del mundo óntico, por lo tanto “de todo ello resulta manifiesto que no existe ni puede existir una imagen hecha de una cosa invisible (there neither is, nor can bee any Image made of a thing Invisible)”.24 Como puede verse, el rechazo metafísico de la espectralidad resulta el gesto político que inaugura el nomos de la Modernidad puesto que actúa sobre la imaginación que, al mismo tiempo constituye, según Hobbes, la arché última sobre la que operan los hombres para constituir regímenes políticos y asegurar la paz de la sociedad civil.

Sin una política de los sueños y sin una conquista estatal de la imaginación no podría existir el Leviathan que, precisamente, instala al nuevo soberano absoluto en el lugar imaginario vacante del antiguo espectro de las religiones antiguas. Dicha mutación en la historia del poder en Occidente aún no ha sido sopesada en su justa medida y uno de los objetivos de este libro será adentrarnos, precisamente, en ese sendero. Las preguntas que deberemos responder serán: ¿en qué sentido el espectro ha sido concebido como una entidad metafísicopolítica? Y, por otra parte, dado que la exclusión del espectro como esse objectivum ha sido la condición de posibilidad del orden político moderno, ¿es posible seguir pensando la espectralidad bajo las formas heredadas de la metafísica clásica?

Escolio I

Leibniz amaba la controversia y, por ello, entre otras razones, disfrutó de los intercambios textuales con Arnauld. Su más importante obra de juventud, discutida precisamente con Arnauld, la Confessio philosophi, contiene una alusión, aunque metafórica, muy ilustrativa sobre el problema de los espectros. En efecto, en el diálogo, situado bajo el esfuerzo de mostrar cómo “la naturaleza del espíritu consiste en pensar” será necesario apartar del camino “todas las tinieblas y espectros de las dificultades más vanas, que perturban las almas y las seducen y extravían”.25 Se presenta aquí un desafío de la más alta importancia para la metafísica: la posibilidad de concebir un espíritu pensante deshabitado de la incómoda presencia espectral. Esta distinción no exclusivamente leibniziana entre el espíritu pensante (noción metafísicamente admisible) y el espectro (perteneciente a las tinieblas de la sinrazón) será de capital importancia en la historia metafísica de la espectralidad hasta alcanzar el suelo de nuestro presente.

Escolio II

La metafísica moderna, aunque con notables excepciones que habremos de examinar, intentará desembarazarse de la presencia del espectro. A partir de allí, la Modernidad podrá advenir de pleno derecho sobre un camino en apariencia seguro. Tan seguro se querrá ese camino que la cumbre de la filosofía moderna representada por el sistema hegeliano podrá reivindicar, siendo aún fiel al espacio abierto por el criticismo kantiano, al Espíritu como agencia actuante en la Historia y definitoria del Absoluto fenomenológico. Sin embargo, el Espíritu podrá ser hipostasiado en la cima del sistema filosófico gracias, precisamente, a la expulsión del espectro del entorno de la metafísica. Al igual que en el caso de Kant, este proceso se llevó a cabo ya en la juventud de Hegel, más precisamente en su brillante tratado fragmentario sobre La positividad de la religión cristiana (1795-1796). En ese texto, Hegel consigna que la religión es la encargada preferencial de proveer una imaginería política para las sociedades. Si la religión es removida sólo queda el lugar de nuestra propia imaginación librada a sí misma, es decir, a la superstición. En este punto, la “creencia en los espectros (Gespensterglauben)” juega un papel determinante y, por tanto, “es la tarea de toda la gente ilustrada extirparla”. Sólo una educación de la “imaginación y la sensibilidad” (proyecto hacia el cual Hegel no deja, con todo, de manifestar sus dudas) podrían asegurar la remoción de este “remanente mitológico”.26

La filosofía moderna querría constituir su mitologema fundador sobre la base de un Espíritu purificado de todo resto espectral. Hasta tal punto será el caso que la noción de Espíritu podrá ser rescatada del criticismo kantiano por parte de Hegel e hipostasiada al máximo grado de su sistema sólo a condición de rechazar al espectro. Se torna necesario, entonces, distinguir entre un desarrollo secular que, desde los primeros siglos de la era cristiana, conduce hasta la pneumatología hegeliana y el proyecto que aquí proponemos bajo el nombre de espectrología. Por otra parte, según el diagnóstico que intentamos llevar adelante, la distinción normalmente asumida por los filósofos entre el dogmatismo y el criticismo como divisoria de aguas en la filosofía moderna es del todo irrelevante para nuestro propósito: tanto la filosofía dogmática cuanto el criticismo y sus herederos (ortodoxos o heréticos) comparten, todos ellos, un presupuesto común: la “liquidación” del espectro es la condición de posibilidad de la filosofía moderna en cuanto tal.

Sin embargo, a pesar del diagnóstico kantiano, la comunidad humana no ha hecho otra que cosa que relacionarse constantemente con los espectros que pueblan el mundo de las ficciones de la política hasta el punto de que la espectralidad parece haber sido una de las escenas antropotecnológicas fundamentales que permitieron, en la atópica Lichtung, la apertura del hombre a las potencias in-humanas que pueblan el cosmos. El espectro constituye, entonces, la cláusula secreta que todos los hombres han firmado con su Leviatán. Pero una post-ontología política que supere los falsos dilemas de la vida y de la muerte, de la ciudad y de la guerra, de la soberanía y de la economía, deberá enfrentarse al desafío lanzado por los Modernos a todo el pensamiento contemporáneo. Sólo una salida de los estrictos límites trazados por buena parte de la filosofía moderna para toda metafísica futura, podrá permitir la rehabilitación de un espacio no-antrópico que permita pensar una forma radicalmente nueva de cosmología espectropolítica. Sus contornos más propios dentro del multi-verso en el que la comunidad humana interactúa deberán definirse more geometrico en la filosofía venidera.


1 Sobre este personaje, cf. MEINSMA (1896): 388-389. Acerca de Boxel, cf. COPPENS (2004): 59-72.

2 SPINOZA (2006): 1231.

3 SPINOZA, (2006): 1232.

4 SPINOZA (2006): 1233.

5 SPINOZA (2006): 1234.

6 SPINOZA (2006): 1235.

7 SPINOZA (2006): 1236-1240.

8 Cf., no obstante, sobre el enorme problema del “creacionismo” en Spinoza y su concepción de la eternidad del mundo, WOLFSON (1934) vol. I: 99-111 así como GARRETT (1991): 191-218.

9 SPINOZA (2006): 1247.

10 SPINOZA, Tractatus Theologico-politicus (2006): 696.

11 BAYLE (1740) s.v. Spinoza.

12 Algo que, por cierto, no podría predicarse de la captación de lo sensible con igual facilidad. Cf. en este sentido, DESCARTES, La Dioptrique, VI (1964-1974) vol. 5: 142: “lorsque notre oeil ou notre tête se tournent vers quelque côté, notre âme en est avertie par le changement que les nerfs insérés dans les muscles, qui servent à ces mouvements, causent en notre cerveau”. Cf. asimismo, BERNHARDT (1979): 432-442.

13 BAYLE (1740) s.v. Spinoza.

14 DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1964-1974) vol. 7: 90.

15 SPINOZA, Ethica, II, XVII, escolio, 20-24. Cf. asimismo, Ethica, prop. XXXV, escolio, sobre la imaginación que no se vincula a ideas claras y distintas y es causa del error.

16 HOBBES, Thomas, Leviathan (2002): 18.

17 HOBBES (2002): 18.

18 HOBBES (2002): 19.

19 HOBBES (2002): 77.

20 HOBBES (2002): 79.

21 HOBBES (2002): 79.

22 HOBBES (2002): 79. Sobre Hobbes y la religión, el punto de partida es el gran estudio inacabado de Leo Strauss, recientemente publicado: STRAUSS (2001): 263-369. Asimismo cf. el clásico estudio de POCOCK (1989):148-201 así como CURLEY (1996): 497-593 y también MARTINICH (1992). En relación con la lectura de Carl Schmitt sobre Hobbes, cf. FABBRI (2009). Y recientemente, GORHAM (2011): 25-45.

23 HOBBES (2002): 447.

24 HOBBES (2002): 448.

25 LEIBNIZ, Confessio Philosophi (1967): 132 [2003: 169]. Cf. asimismo, sobre los alcances del espíritu, ADAMS (1994): 34-36.

26 HEGEL (1907): 216.

III.

Outside. Lo infinito y la extinción

 

I.

La palabra antigua está especialmente dirigida hacia nuestro tiempo porque no sólo todavía tiene algo que decirnos a nosotros, los más modernos entre los modernos, sino que también y, fundamentalmente, nuestra civilización todavía habla dentro de los límites del lógos propuesto por esta palabra original. Por distintas razones, que habremos de dilucidar en lo sucesivo, hemos sido todavía incapaces de lograr ir más allá del ámbito que esta demarcación discursiva primigenia ha trazado para el pensamiento, la ética, la política y la economía. Llevar adelante este proceso significa encontrarnos con algo parecido a lo que uno de los filósofos más prominentes del siglo pasado denominaba die Sache des Denkens, la cosa del pensamiento. Esto presupone que, en el torbellino del des-tiempo que desconoce pasado y futuro porque es la condición misma del devenir, es posible hallar un mismo problema, esencialmente ligado a nuestra condición de animales políticos que aún debe ser abordado y resuelto. El paso del llamado tiempo histórico no cambia necesariamente los problemas sino que los cubre con nuevas sedimentaciones y, por tanto, con mayores desafíos.

La palabra filosófica con la que habremos de medirnos es la de Anaximandro, quien se supone ha escrito la sentencia más antigua de toda la filosofía occidental y, por ello también, ha generado un destino, una destinación, difícil de recorrer y superar. Se trata de un fragmento redactado hace aproximadamente 2600 años. En efecto, hacia el año 530 dC el neoplatónico Simplicio escribió un voluminoso tratado titulado In Aristotelis Physicorum libros commentaria, es decir, uno de los más importantes comentarios antiguos sobre la Física de Aristóteles. En un pasaje de dicha obra, Simplicio rescató, probablemente copiándola del manual de Teofrasto, la susodicha cita textual de Anaximandro, escrita, con toda probabilidad, mil años antes.

Es sobre esta antigua palabra que ahora debemos volver. Algunas incursiones preliminares, no obstante, son necesarias. Sabemos, gracias a la Geographiae Informatio de Agatémero y también a Estrabón, que Anaximandro era oriundo de Mileto y, probablemente, discípulo (akroatés) de Tales según nos lo informa Hipólito de Roma. Gracias a algunos testimonios antiguos, podemos aseverar que la figura de Anaximandro oscilaba entre la de un chamán iniciado y un astrónomo matemático (lo cual, por cierto, no es mutuamente excluyente en el mundo antiguo).

La Suda le atribuyó cuatro obras: De la naturaleza, Recorridos o Mapa de la tierra, De las estrellas fijas y La esfera. Por lo demás, es muy poco probable que en la época de Anaximandro se le pusiesen títulos a los libros y que, por otra parte, Anaximandro haya escrito estas cuatro (o incluso más) obras. La influencia doxográfica de Aristóteles ha sido, en este y tantos otros puntos, determinantes para los bibliotecólogos de la antigüedad tardía que hacían referencia a estos textos. Como sea, lo más probable es que el libro de Anaximandro fuese un perì physeos, un libro acerca de la naturaleza y que los demás títulos mencionados fuesen sólo partes de aquél. Tenemos así un antiguo chamán, un sabio como le gustaba llamar Platón a los pre-socráticos, que estaba versado en cosmología, historia natural y política. Ahora bien, a pesar de todas estas informaciones que, no obstante lo incompletas que son, dan cuenta de la inmensidad de la sapiencia de Anaximandro, sólo poseemos un único fragmento de su obra cosmológica.

Llegados a este punto, ¿qué dice el fragmento en cuestión? De hecho, hay una importante traducción, hoy quizá olvidada, que llevó adelante nada más y nada menos que Friedrich Nietzsche y se halla en su libro –publicado póstumamente en 1903– intitulado Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen [La filosofía en la Época Trágica de los Griegos], pero cuyo contenido se corresponde con los cursos de Nietzsche en Basilea hacia 1870 y que llevaban por título: Los filósofos preplatónicos, con interpretación de fragmentos elegidos. Entonces, ¿cómo tradujo Nietzsche este antiquísimo fragmento, la primera pieza escrita de la historia de la filosofía occidental? Su versión se lee del siguiente modo:

De dónde encuentran su origen las cosas, hacia allí deben también encontrar su destrucción, según la necesidad, pues deben hacer penitencia y ser juzgadas por sus injusticias conforme al orden del tiempo.1

Nosotros querríamos proponer otra traducción tomando en cuenta el principio y el final del fragmento ya que, aunque no pertenecen probablemente a la cita textual, su transmisor Simplicio, con toda probabilidad, ha sido fiel al antiguo sabio:

[el principio (archén) de los seres (tôn ónton) es lo ilimitado (tò ápeiron)] desde lo cual (ex hôn) hay generación (génesis) para las cosas que son (toîs oûsi) y hacia ello se produce la corrupción (phthorán), según la culpa/el destino (katà tò crheôn); en efecto, ellas expían/pagan la pena (didónai autà díken) y reparan (tísin) la injusticia (adikías) recíprocamente, [según la ordenación del tiempo (katà tèn toû chrónou táxin)].2 Entre los numerosísimos problemas filológicos que plantea este fragmento para todos sus editores y traductores, uno de ellos concierne al antecedente del giro (ex hón). El pronombre relativo hôn es un genitivo plural, por lo tanto, una traducción literal debería ser, como no deja de señalarlo Ramón Cornavaca, “desde los que” o “desde las cuales cosas”. Este antecedente plural serían “los cielos” o “los mundos” y la generación y la corrupción se darían a partir de estos mundos los cuales, a su vez, se habrían generado a partir de lo ilimitado. Ya Conche, por ejemplo, sostiene que “lo ilimitado, sin estar ya pluralizado en acto, se pluraliza sin cesar; pues esta unidad, que es el infinito, es una unidad abierta y ella misma, una promesa de multiplicidad”.3 De modo que es posible ver en lo ilimitado una unidad constituida por una multiplicidad esencial.

Otro problema es la expresión katà tò chreón (que se suele traducir por necesidad y que Heidegger tradujo por “uso” como el nombre más antiguo del ser).4 En uno de los estudios más autorizados sobre Anaximandro se sostiene que aquí nos hallamos ante “la más impersonal fórmula griega para Destino”.5 Y dado el lenguaje arcaico del fragmento, creemos oportuno y apropiado traducir por “culpa”.

II.

¿Qué es el ápeiron? Podríamos decir que refleja la región propia de lo divinológico-cosmológico-político. Es un concepto político porque del ápeiron se dice que gobierna (hybernâi). Ya Gigon entendía que estaba en juego aquí una divinidad. Desde luego, no es un dios personal sino “lo divino” y por ello Aristóteles dice que lo infinito gobierna todas las cosas.6 Sin embargo, “gobernar” no supone un poder más alto o exterior que regule la acción de los contrarios. Tal acción, ordenada, es inmanente al todo, aun cuando trascienda a las partes. Por lo tanto, tò apeiron –lo ilimitado– es el primer nombre que la soberanía ha adquirido en la filosofía occidental en su doble aspecto legal y económico-gubernativo.

Los opuestos que son aquí gobernados se refieren a los cuatro elementos que enuncia Aristóteles: caliente, frío, seco, húmedo en su interacción contradictoria entre sí (lo frío se calienta, lo caliente se enfría, lo seco se humedece, etc). Así, dentro del ápeiron, se produce una ruptura del equilibrio por prevalecer uno de los contrarios, “formándose separadamente para alternar con su anulación por el otro contrario, al que tal vez seguiría, cíclicamente, otro momento de equilibrio”.7 Es decir que a partir de los elementos contenidos en lo Infinito se generan sus contrarios y hacia ellos se destruyen.

Aunque aquí no podemos detenernos en esta cuestión, resulta importante señalar que otros testimonios, como el de Pseudo-Plutarco, señalan que “lo infinito es la causa entera de la generación y destrucción de todo, a partir de lo cual se segregan los cielos y en general todos los mundos, que son infinitos”.8 Se puede ver aquí una doble doctrina posible: o bien, Anaximandro creía ya en la posibilidad de un universo múltiple –de infinitos mundos coexistiendo en la misma unidad espacio-temporal– o bien hay un ciclo de aniquilación de cada universo, kosmos, existente y el comienzo, infinito, de uno nuevo.

El mismo Pseudo-Plutarco narra la cosmología de Anaximandro en cuanto a la creación de la Tierra:

en la generación de este mundo, lo que de eterno es capaz de generar, lo caliente y frío fue segregado y que a raíz de ello una esfera de llamas surgió en torno al aire que rodea a la tierra, como una corteza al árbol; al romperse la esfera y quedar encerradas sus llamas en algunos círculos, se originaron el sol, la luna y los astros. 9

10Ilíada