Image

Image

dirigida porImage Fabián Ludueña Romandini

 

Image

Esta colección quiere abarcar en su espíritu obras que, como quería Walter Benjamin, intenten reflejar no tanto a su autor sino más bien a la dinastía a la cual éstas pertenecen. Dinastías que otorguen los instrumentos para una filosofía por-venir donde lo venidero no sea sólo una categoría de lo futuro sino que también abarque lo pasado, suspendiendo la concepción moderna del tiempo cronológico a favor de una impureza temporal en cuyo caudal pueda tener lugar la emergencia de un pensamiento inactual e intempestivo, capaz de mostrar la potencia filosófica oculta en todas las tradiciones del conocimiento. Filosofía, entonces, como el arte de la fabricación de nuevos conceptos, donde la novedad es siempre entendida tomando en cuenta su anacronismo fundamental y su perpetua inclinación a la polémica.

Image

Diseño y composición: Gerardo Miño
Edición: Diciembre de 2016
Código IBIC: JHB, JPA, HPS
ISBN: 978-84-16467-66-2 (ebook)
  Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
  © 2016, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores SL
  Image
Página web: www.minoydavila.com
Facebook: http://www.facebook.com/MinoyDavila
Mail producción: produccion@minoydavila.com
Mail administración: info@minoydavila.com
Tacuarí 540
(C1071AAL), Buenos Aires.
tel-fax: (54 11) 4331-1565

A Débora Epifanio

ÍNDICE Image

INTRODUCCIÓN

Los límites de la sociedad. La sociología ante el problema de la destrucción. Émile Durkheim. Lo leído y lo por leer en la obra durkheimiana. El procedimiento de lectura.

1. LA PRESENCIA DE LO INDESTRUCTIBLE

El cuestionamiento de Durkheim a los tres pilares de la filosofía política. Del temor a la muerte de las constituciones políticas a la imposibilidad de la revolución. Situación de la sociología tras los grandes exterminios del siglo XX. Importancia del problema del crimen para un trabajo comparativo entre la sociología y la filosofía política.

2. LA AMENAZA DEL CRIMEN

El espacio común de la soberanía y el crimen. La anomia jurídica y la anomia sociológica. La distinción entre crimen y pecado según Hobbes. Lesa majestad y la articulación entre crimen y guerra.

3. LA RESISTENCIA DEL PUEBLO Y LA MULTITUD

El Estado como precondición de la existencia de la sociedad. Disolución del gobierno y disolución de la sociedad según Locke. La emergencia de la multitud activa. La distorsión del concepto de multitud en el inicio del siglo XXI.

4. LA NATURALIZACIÓN DEL SACRIFICIO

La sociedad y el Estado según Rousseau. La decadencia de los imperios. La sociedad como naturaleza según Bonald y Maistre. Los sacrificios necesarios para la conservación de la sociedad.

5. LA CENTRALIDAD DE LA RELIGIÓN

De la guerra al crimen y de la política a la sociedad. El componente religioso de un nuevo concepto de lo social. Hacia una sociología de la religión: el abandono durkheimiano de la economía y de la política. Sobre la génesis de la sociología de la religión de Durkheim. Lo religioso como terreno para una teoría de la regulación. El estatuto del crimen en la superposición del Estado y la sociedad.

6. LA NORMALIDAD DEL CRIMEN

Las dificultades en torno a la diferenciación entre las regulaciones sociales y las regulaciones políticas. La insistencia del protagonismo del gobierno en la primera formulación de la anomia como problema de regulación estatal. La normalidad del crimen, la discusión con Tarde y la forma propiamente sociológica de regulación.

7. LA DISOLUCIÓN DE LA ANOMIA

Algunos ecos en la pregunta sobre la anomia. De la anomia a lo sagrado. Las fuerzas sagradas y sus ambivalencias. La sociedad ante la guerra.

8. LA SOCIEDAD MÁS ALLÁ DE LA DESTRUCCIÓN.

Destrucción y metafísica. Muerte sin vida e inmortalidad. Durkheim y la metafísica. Un nuevo espiritualismo. El desafío de la sociología hacia la política.

BIBLIOGRAFÍA

RODRIGO OSCAR OTTONELLO

LA DESTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD

POLÍTICA, CRIMEN Y METAFÍSICA DESDE LA SOCIOLOGÍA DE DURKHEIM

INTRODUCCIÓN Image

I. Sabemos aproximadamente cómo trazar los límites de una ciudad, de un país, de un Estado, incluso los de naciones, comunidades, poblaciones e imperios. Estas formas sociales son productos del trabajo de los humanos por organizar sus vidas en común y sus bordes son reconocibles del mismo modo que las marcas sobre una madera o piedra que devino artesanía. Aun bajo el efecto borroso del tiempo, la distancia y las transformaciones, creemos posible señalar que es propio de nuestras obras tener cierto inicio y cierto término.

La confianza en la precisión de ese gesto se diluye cuando nos preguntamos por los límites de la sociedad. Parte del problema radica en que por gracia de su raíz latina –socius = acompañante– el término sociedad se aplica a todo tipo de asociación entre hombres y tiende a funcionar como palabra genérica que sólo gana forma específica al referir, por ejemplo, a un poblado, a una milicia, a un club, etcétera. En tal condición la sociedad designa estrictamente un contenido, aquello que se da cuando los hombres se acompañan, sin denotar ninguna característica del modo en que se organiza la asociación, excepto que ella termina junto a la frontera negativa tras la cual no hay compañía alguna. Podría decirse entonces que no cabe lugar para la pregunta por la extensión de la sociedad, que el tipo de límite varía dependiendo del caso y que sólo corresponde hablar de lo abarcado por una sociedad o por tal otra. O podría decirse que la sociedad coincide con la extensión del conjunto de las asociaciones en curso, que es un mapa deliberadamente poco preciso que se despliega sobre la totalidad de los vínculos entre los hombres, un modo de decir lo humano que subraya su necesidad de vivir entre semejantes. En cualquier caso, estos problemas semánticos abren hacia otra serie de cuestiones que a pesar de no ser novedosas siguen ofreciendo serias dificultades a nuestro pensamiento.

Hace más de un milenio que la palabra latina societas se volvió sinónimo mutante para hablar de otras organizaciones que ya tenían nombres con significados muy particulares, pero fue en el siglo XIX que ella comenzó a ser utilizada no como designación genérica para asociaciones diversas, sino como una forma específica distinta a las demás. La sociedad, para el puñado de hombres que comenzó a definir un problema nuevo, tampoco era la silueta opaca e imprecisa de un gran conjunto:

La sociedad no es una simple aglomeración de seres vivientes cuyas acciones, independientes de principio a fin, no tienen otra causa que la arbitrariedad de las voluntades individuales ni otro resultado que accidentes efímeros o sin importancia; la sociedad, al contrario, es sobre todo una verdadera máquina organizada donde todas las partes contribuyen de manera diferente a la marcha del conjunto. La reunión de los hombres constituye un verdadero SER.1

Se trataba de un ser que desbordaba lo conocido hasta el punto de requerir una ciencia nueva. En 1813 Henri de Saint-Simon propuso la realización de una fisiología de la especie humana distinta a una fisiología del individuo.2 Luego su discípulo Auguste Comte habló, primero, de elaborar una física social y después, en 1838, acuñó la palabra sociología.3

La novedad de esta ciencia no consistió en decir que las asociaciones conforman un ser, cuerpo o máquina al que los hombres pertenecen como órganos o engranajes. Esa idea ya había sido formulada reiteradamente, desde Pablo de Tarso a Hobbes y Kant.4 Lo importante era ahora una nueva disposición en el vínculo entre los hombres y dicho ser. Émile Durkheim, al inaugurar en 1888 el primer espacio oficial jamás dedicado a la enseñanza de la sociología –“una ciencia nacida ayer”–, explicó tal singularidad diciendo que:

Desde Platón y su República no faltaron pensadores que hayan filosofado sobre la naturaleza de las sociedades. Pero hasta comienzos de este siglo la mayoría de esos trabajos estaban dominados por una idea que impedía radicalmente la constitución de la ciencia social. En efecto, casi todos aquellos teóricos de la política veían en la sociedad una obra humana, un producto del arte y la reflexión.5

La sociología afirmó su nacimiento señalando que dos milenios de estudios sobre las sociedades habían caído en el mismo error: atribuir a los hombres autoridad sobre lo social. En aquella clase inaugural, Durkheim dijo a modo de síntesis del pensamiento al que se oponía: “Si somos los autores de la sociedad, podemos destruirla o transformarla. Basta con tener la voluntad de hacerlo”. Ser sociólogo era negar esa idea, esas posibilidades y la fuerza de esa voluntad.

Que hoy nos cueste definir los límites de la sociedad no puede separarse de la inquietud respecto a si ella es o no obra nuestra. Tal vez la sociedad no tiene un principio humano. Y, de manera aun más extraña, tal vez no podemos destruirla.

Este trabajo es una indagación sobre esa posibilidad.

II. La pregunta por la destrucción de la sociedad se plantea aquí ante un escenario concreto: desde mediados del siglo XX, sea por el desarrollo de armas nucleares o por la depredación del ecosistema terrestre, existe la amenaza de que la vida humana se lleve a sí misma a la extinción total.6 Aunque éste no será lugar para establecer si semejante peligro es inevitable, si es infundado o si cabe pensar en catástrofes tras las cuales la humanidad sobreviviente renacería distinta por efecto de las pérdidas sufridas,7 es notorio que se trata de una situación que genera grandes alertas sin que de ellas se desprendan opciones competitivas a los modos de gobierno imperantes. De acuerdo con un célebre diagnóstico de Frederic Jameson, hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.8

La apuesta de este trabajo es pensar cuál puede ser el aporte teórico de la sociología en un momento que reclama modificaciones profundas en nuestros modos de vivir y actuar. ¿Por qué interesaría ese aporte? Porque la sociología ha sido reiteradamente señalada como agente paralizador de los pensamientos transformadores. Y dado que parecemos incapaces de planear una opción viable para el devenir de este mundo, corresponde, en lugar de sólo seguir el curso de las libertades ya conocidas y esquivar cuanto las bloquea, buscar también nuevas nociones de movimiento en lo que se presenta como quietud y obstáculo.

Los conceptos sociológicos de sociedad frecuentemente señalan a un más allá de las voluntades o fuerzas de los hombres, no se atienen a límites claros y describen formas totales que se imponen sobre sus partes, lo cual invitó a que tanto desde voces conservadoras como contestatarias se los use para ilustrar el desamparo de la acción. Bruno Latour, al proponer recientemente el abandono de la idea de la sociedad como ser, describió sus efectos nocivos en términos categóricos:

No se necesita enorme habilidad o perspicacia política para comprender que si hay que luchar contra una fuerza que es invisible, no rastreable, ubicua y total, no se tiene poder alguno y se termina en la derrota absoluta. Sólo se puede tener alguna posibilidad de modificar determinado estado de cosas si las fuerzas están hechas de vínculos más pequeños, cuya resistencia puede ser probada uno por uno. Para decirlo sin rodeos: si existe sociedad, entonces no hay política posible.9

Hace más de dos milenios que el término de origen griego política –πολιτικός = “de los ciudadanos”– designa el orden de prácticas mediante las que los hombres en libertad disponen del gobierno de sus vidas. En ese extenso período la política conoció múltiples amenazas a su autonomía desde discursos e instituciones que indicaron que ella debía atenerse a otras leyes que las que se daba a sí misma: las de los dioses, las de los astros, las de los números, las de la biología, las de la economía. Todos esos rivales han sido y son más difíciles que la sociología, pero esta última, en vez de parecer contrariar a la política desde afuera, como un otro, se consideró producto necesario de su desarrollo histórico, como la realización, al fin, de su forma científica prometida desde Platón y Aristóteles.10 La sociología habría llegado así como una infiltrada que limitaría al autogobierno desde adentro, haciéndole hablar el lenguaje de lo condicionante. Hacia fin del siglo XX, Ernesto Laclau señalaba ese frente interno sin ambigüedades:

La visión dominante de lo político en el siglo XIX, prolongada en el siglo XX por varias tendencias sociológicas, hizo de él un “subsistema” o “superestructura” sometido a las leyes necesarias de la sociedad. Tal visión triunfó con el positivismo y sancionó los resultados acumulativos de más de un siglo de declinación de la filosofía política.11

La sociología y la crisis de la política, de su sentido y su eficacia, nacieron juntas. En las mayores reflexiones sobre esa crisis, a lo largo de todo el siglo XX, la ciencia social fue retratada como la sustituta insidiosa de un verdadero ejercicio de la libertad que habría sido silenciado debido a –y a pesar de– su fuerza para cuestionar las jerarquías que clasifican la vida humana.12 Ese diagnóstico ha sido exitoso en la medida en que hoy la propia sociología se asume como una ciencia de la constatación de lo dado. La disciplina acepta su carácter instrumental como investigación empírica para programas de gobierno que ella no diseña y, en simultáneo, desdeña a la filosofía política tratándola como un orden de reflexiones inoperantes. El componente teórico de la sociología es hoy apenas un fósil del momento en que esta ciencia debió disputar su especificidad ante otros saberes, y su conservación depende casi exclusivamente de la reducida parcela de los programas de estudios actuales dedicada a justificar su diferencia con la mercadotecnia, hermana menor que existe ya de cara a la competencia empresarial y prescinde entonces del núcleo de inoperatividad y neutralidad que habilita al pedido de subsidios (la ciencia social, se sabe, se refugia casi exclusivamente en universidades). Por otra parte, del lado complementario del problema, las formas de acción política que se auto-perciben contestatarias tienden a evitar las apelaciones a la sociología, entendiéndola como censo policíaco o encuesta comercial que limita y condiciona el orden de lo posible, hasta el punto que algo como una “sociología libertaria” parecería ser o bien un oxímoron o bien una maniobra pendular entre la ingenuidad y el cinismo.

Resulta entonces claro que no faltan razones para pensar que la sociología es partícipe del vencimiento de la filosofía política. Sin embargo, numerosos sociólogos del siglo XX –Norbert Elias, Max Horkheimer, Theodor Adorno, Talcott Parsons, Anthony Giddens, Jürgen Habermas o Pierre Bourdieu, entre muchos otros– han procurado mostrar que entre las dos disciplinas puede haber más solidaridad que enfrentamiento. En esa línea de la sociología como reflexión política se ubica también el presente trabajo, aunque bajo un procedimiento distinto al de la tradición clásica.

Ante las críticas según las cuales el concepto de sociedad reduce y desgasta las posibilidades de la acción política, los sociólogos frecuentemente hablaron con el mismo tono con que Kant indicó que sería un error que la paloma imaginase volar mejor en el vacío que en el aire que le ofrece resistencia a su cuerpo. La sociología, con espíritu afín, marcaría los límites de la acción política no para privarla de libertades sino para hacerle saber en mayor medida las condiciones y posibilidades de su realización. De ese modo, ella sería un refinamiento de la teoría de la acción que además de cruces de acciones tendría en cuenta los modos en que éstas sedimentan y estratifican en sistemas, estructuras y otras macro o meta formas capaces de presentarse como distintas al gesto consciente y decidido de una voluntad individual. Procediendo así, los sociólogos no sólo han hecho justicia a una aspiración histórica de la disciplina, sino que también realizaron aportes cruciales a nuestro entendimiento de las instituciones con las que nos relacionamos. Ahora bien, lo que resulta significativo es que para que se le conceda fuerza política la sociología parece tener que diluir su especificidad. Si todo el punto del concepto de sociedad es el reconocimiento de actores –o compuestos de actores– que superan a los individuos, entonces la tarea sociológica ya se encuentra realizada en el modo en que Hobbes habló de la República o Leviatán, o antes, en el tratamiento aristotélico de la ciudad. En tal escenario, el favor de la sociología a la filosofía política consistiría esencialmente en resaltar la importancia de las instituciones no estatales: familia, religión, cultura, etcétera. De todos modos, quienes conocen en profundidad la reflexión política occidental fácilmente encontrarán, antes de que la ciencia de la sociedad se haga presente, numerosos ejemplos de atención a esas otras instituciones. La sociología se vuelve apenas un capítulo del pensamiento político que eleva a regla el uso metódico de la historia y la estadística. El sociólogo parece un partisano que pide que se le tolere que todo el tiempo recuerde que viene de cierta provincia, de cierta región, de cierto pueblo, aunque su bandera y su lucha sean la de un conjunto mayor.

El problema de esa solución clásica al vínculo entre lo sociológico y lo político no es su aceptación de los requerimientos de la filosofía política (los cuales de ninguna manera cabría desoír), sino su renuncia a explicar por qué los escritores políticos del siglo XX fueron tan duros con la ciencia social. ¿Por qué el temor y el desprecio a la sociología si ella no era tan distinta? ¿Se trató de un simple prejuicio? ¿Fue un malentendido agigantado entre lenguajes que en realidad son muy semejantes? Aunque lo vuelva más difícil de solucionar, entender el conflicto como una instancia productiva del pensamiento político reciente, y no como un simple desvío caprichoso, requiere buscar si acaso no hay un punto en que la sociología es irreductible a la extensa y variada tradición de la filosofía política. Ese punto, se propondrá aquí, es el problema de la destrucción.

Se ha dicho que la crisis de lo político y la sociología nacieron juntas. Se ha dicho también que la amenaza de la destrucción masiva de la humanidad es inseparable de esas crisis de lo político, sea como el temblor que la causa o como el horizonte incierto al que ella abre. En cambio, la relación entre estos dos problemas ha sido mayormente desatendida. Quienes sí la vieron fueron los grandes teóricos políticos del siglo XX, Hannah Arendt, Leo Strauss, Carl Schmitt, quienes propusieron que la reflexión política no podía ser igual tras la aparición de la ciencia social, porque si desde Aristóteles a Hobbes la cuestión central de toda pregunta por el gobierno fue cómo evitar la ruina de la ciudad, el Estado o el cuerpo político, la sociología en cambio pareció decir, con una voz nueva que atemorizó por su calma, que la destrucción era imposible, a pesar de todos los peligros que asomaban o, peor aun, que la destrucción de vidas humanas no implicaba la destrucción de la sociedad.

III. Para tratar la cuestión planteada, este trabajo limitará toda referencia a la sociología al dominio del pensamiento y la obra de Émile Durkheim (1854-1917). Él, entre quienes han sido considerados fundadores de la sociología (Comte, Marx, Espinas, Worms, Tarde, Simmel, Tönnies, Weber y otros), fue quien más se dedicó a precisar el alcance de sus dominios, definiendo áreas de estudio, dando principios metodológicos, siendo el pionero de la institucionalización universitaria de la disciplina, organizando un amplio colectivo de trabajo guiado por un proyecto común y dirigiendo L’Année sociologique, la revista que funcionó como mayor indicador del estado de las ciencias sociales desde el fin del siglo XIX hasta la primera década del XX.13 A su vez, definió la sociedad de modo tal que ella no podía ser estudiada por ninguno de los saberes entonces instituidos, enfatizando así la necesidad de establecer a la sociología como un conocimiento autónomo, e hizo que ese nuevo objeto llamado sociedad fuese tan amplio que se solapaba con otras disciplinas –economía, filosofía, política, antropología, psicología, biología, etcétera–, muchas veces valiéndose de sus aportes pero tratándolas como secciones de la empresa sociológica, considerada mayor y organizadora de todas las demás disciplinas humanísticas, ahora convocadas a un diálogo permanente y tenso.14 Por estos motivos, la sociología durkheimiana puede funcionar como modelo o síntesis del conjunto de las ciencias sociales, permitiendo recortar un horizonte de trabajo que, siendo abarcable, permita pensar el conjunto de las relaciones entre la ciencia social y la reflexión política, en cuyo caso el problema de la destrucción como diferencial entre la sociología y la filosofía política podría considerarse también con otros materiales, como por ejemplo la dura crítica de Strauss a la ciencia social de Max Weber o el intenso debate entre la teoría de la acción comunicativa de Habermas y la teoría de los sistemas sociales de Niklas Luhmann.

Sin embargo, hacer del problema de la destrucción de la sociedad una clave privilegiada para leer a Durkheim puede parecer, en una primera aproximación, una maniobra poco atenta al contenido de su obra. Se trata de un tema del que el sociólogo no se ocupó ni en sus libros ni en sus artículos ni en sus clases. Por el contrario, sus investigaciones, elaboradas durante el claro de paz europea que se extendió desde el final de la Guerra Franco-prusiana hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, son precisamente un máximo de distancia respecto al temor ante la ruina de lo existente. Incluso cuando se ocupó de los problemas propios a las sociedades industriales modernas, sus diagnósticos fueron mucho menos dramáticos que los de los otros dos llamados padres fundadores de la sociología, Marx y Weber. Nunca se lee en sus páginas nada que amenace al orden social como una fatalidad.

Pero esa calma no implica que Durkheim haya desconocido el conflicto. Su trabajo, en buena medida, fue ocuparse de una serie de temores centrales a su época y, sin negarles lo que tenían de conflictivo y trastornador, afirmarlos como partícipes del orden social. Frente a la preocupación por que la vida urbana e industrial arrasara con los valores que habían sostenido al mundo en los siglos anteriores, en 1893, en La división del trabajo social, el sociólogo indicó que la creciente individualización de funciones, lejos de resquebrajar la vida común, era un fenómeno moral por el cual la sociedad ganaba nueva fuerza. Frente a la preocupación por el crecimiento del crimen y en pleno auge de la criminalística, en 1895, en Las reglas del método sociológico, el sociólogo propuso que el crimen es un fenómeno normal y necesario de toda sociedad. Frente al suicidio como episodio extremo de la enfermedad mental y desenlace trágico del distanciamiento entre los individuos y su mundo, en 1897, en pleno auge de la psicología, en El suicidio, el sociólogo afirmó que se trataba de un fenómeno eminentemente social. Frente al triunfo de la civilización y su imaginario sobre el pasado de la humanidad como paraíso inocente o pesadilla violenta, en 1912, en Las formas elementales de la vida religiosa, el sociólogo fue a buscar a los pueblos aborígenes de Australia no lo distinto al presente sino lo que hace al corazón del mismo. La sociología, en un atrevimiento que aún genera conflictos, se ocupó así de la individualización, el crimen, el suicidio y lo primitivo, serie de problemas que la filosofía política –largamente– había intentado resolver, pero lo hizo introduciendo un giro basado en entender que ellos no tienen solución posible en tanto son constitutivos de la existencia de las sociedades y no, como mucho se había temido, de su destrucción; para decir que esos fenómenos deben estudiarse pero no en la búsqueda de la clave que permitiría, al fin, sancionar la ley jurídica capaz de detenerlos, sino para describir las leyes naturales de su recurrencia y, en todo caso, ganar tal vez cierta capacidad futura para encausarlos.

La atención sobre estos movimientos es la que justifica leer el proyecto durkheimiano como un comentario crítico a la filosofía política.

IV. La lectura política de Durkheim aquí propuesta no obedece a la falta de tentativas similares. Por el contrario, se trata de responder a la impresionante diversidad de interpretaciones disponibles.

En 1911 el abogado y filósofo tomista Simon Deploige contó a Durkheim entre los sociólogos que describían sistemas morales sin proponer la elección de ninguno y mucho menos la realización de uno nuevo, incapaces por lo tanto de definir cursos de acción para el devenir y la mejora de la vida de los hombres.15 Tal es el corazón de las críticas a la ciencia social realizadas desde la teoría política. Sin embargo, el reproche ha sido cuestionado tanto por la obra del sociólogo como por sus numerosos comentaristas.

Durkheim jamás fue ajeno a las cuestiones políticas fundamentales de su tiempo, como es claro en sus muy concretos intereses y compromisos con la educación ciudadana, el individualismo racional y solidario, las formas políticas no revolucionarias, el pacifismo y –en definitiva– el proyecto de la Tercera República francesa. Su curso de 1902-1903 sobre la educación moral, la célebre intervención sobre el affaire Dreyfus realizada en 1898 en “El individualismo y los intelectuales”, el curso sobre el socialismo de 1895-1896, las Lecciones de sociología de 1898-1900, sus textos sobre la Gran Guerra publicados en 1915, incluso La división del trabajo social, configuran un sólido cuerpo de textos políticos en la tradición de los escritos de Saint-Simon y Rousseau.

Por lo demás, sus apuestas políticas y científicas fueron leídas de variados modos según el curso de la historia de Occidente.16 En 1896, Charles Andler desconfiaba del optimismo democrático de su empresa.17 En 1909, Dominique Parodi veía en su sociología un lastre tradicionalista.18 En 1931, Marion Mitchel le achacaba un exceso de nacionalismo.19 En 1932, Paul Nizan lo retrataba como un autoritario al servicio del conservadurismo burgués.20 En 1939 y 1941 fue acusado de proto-fascista y totalitario por Svend Ranulf y Carlton Joseph Huntlet Hayes.21 En 1952, Karl Mannheim encontraba en él un exponente del positivismo burgués.22 En 1948 y 1966, Émile Benoît-Smullyan y Robert Nisbet lo situaban como heredero del pensamiento conservador que reaccionó a la Revolución francesa.23 También Lewis Coser y Alvin Gouldner, en 1960 y 1970, resaltaron el carácter conservador de la obra del sociólogo.24 En 1970, Anthony Giddens presentó a Durkheim como teórico de un republicanismo liberal, caracterización que se complementa con el retrato realizado en 1972 por Steven Lukes en su destacada biografía sobre el sociólogo.25 En 1977, Jean-Claude Filloux planteó que la consigna política de toda la empresa durkheimiana era pensar un socialismo que entendiese a la creciente individualización como fuerza y no como obstáculo.26

En un ambicioso libro publicado en 1981, Durkheim y la política, Bernard Lacroix modificó el orden de las indagaciones sobre el tema al preguntarse ya no cuál era la contribución de Durkheim a una u otra tendencia ideológica, sino a la reflexión política en general. Más allá de que en la sociología pueda leerse una intencionalidad política, Lacroix reivindicó tratarla de manera integral como un capítulo ineludible de la filosofía política. En esa línea se ubica el presente trabajo, aunque sin compartir los resultados de tan valioso antecedente. La sociología, según Lacroix, deviene aporte al pensamiento político en la medida en que reivindica que “el hombre es artesano de su destino”.27 Tal idea, sin ser necesariamente errada, participa del ya mencionado movimiento que diluye la singularidad de la sociología. Es cierto que Lacroix se esforzó por marcar cuál es el aporte específico de la ciencia social, definido –básicamente– por una concepción del poder político no limitada al Estado, idea probablemente tributaria de una lectura de Louis Althusser y Michel Foucault manifiesta a lo largo del libro y que, por lo demás, no falta en autores de la filosofía política clásica.28 Sin embargo, aquello que sigue sin explicación es por qué la teoría política del siglo XX, desde Deploige a Jacques Rancière, ha visto en la sociología un adversario. Esa cuestión tampoco tiene respuesta en algunos notables estudios recientes dedicados a pensar a Durkheim como autor político.

Raquel Andrade Weiss –siguiendo las indagaciones realizadas en las décadas de 1970 y 1980 por Ernest Wallwork, Robert Hall y William Watts Miller– discutió la influyente lectura de Deploige y realizó un valioso estudio sobre el modo en que la sociología de Durkheim ofrece “una fundamentación para todo un conjunto de afirmaciones sobre la moral que no se limitan a explicar lo que la moral es, sino que prescriben lo que la moral –al menos la de su época– debería ser”.29 A pesar de que Weiss, como Lacroix, entiende que para Durkheim la moral es una construcción netamente humana –idea que está de acuerdo con la tradición central de la reflexión política de Occidente–, su estudio asume que la sociología fue considerada paralizadora de la política debido a que su componente cientificista habría diluido el componente político que ahora sería necesario depurar. Sin embargo, si bien es cierto que la teoría política del siglo XX tendió a desconfiar de lo guardado por el vocablo ciencia, los autores clásicos, de Platón a Hobbes, aspiraron a lograr una ciencia política sin ver allí contrariedad alguna, por lo cual, aun teniendo en cuenta las modificaciones del concepto de ciencia desde el siglo XVII al XIX, la explicación del desacuerdo no parece sustancial.

En otra senda, Bruno Karsenti ha entendido que la sociología durkheimiana prefigura las indagaciones filosóficas e históricas sobre las tecnologías de poder realizadas por Foucault y Giorgio Agamben y puede sumarse a ellas como un aporte central.30 La propuesta es inspiradora y abre valiosos horizontes de investigación, pero Karsenti no hace saber por qué Foucault y Agamben, conocedores de la obra de Durkheim, la tomaron en cuenta sólo de manera tangencial o, directamente, la encontraron insoportable.31

Permanece sin explicación, tal como señaló Pierre Bourdieu, por qué Durkheim ha sido largamente tratado por la filosofía como un paria.32 Sin esa respuesta ninguna lectura política de la sociología puede considerarse completa.

V. Este libro ofrece una lectura integral de la obra de Durkheim a la luz del problema específico recién planteado. No se trata por lo tanto de una exposición sistemática del contenido y desarrollo de sus temas y teorías, sino de un tratamiento selectivo de aquellos puntos en que el corpus de textos del autor aborda cuestiones relevantes a la diferencia específica de la sociología respecto a una heterogénea tradición de pensamiento político que va del siglo XVI al inicio del XXI y comprende los nombres de Bodin, Hobbes, Locke, Spinoza, Montesquieu, Rousseau, Bonald, Maistre, Tarde, Schmitt, Strauss, Arendt y Agamben, entre otros. Esa selección necesariamente acotada de autores busca funcionar como representación suficiente de las coordenadas generales en las que gravita la teoría política contemporánea.

A pesar de estos límites, el itinerario de la investigación es extenso y ambiciona servir de plataforma para una nueva lectura tanto de la obra durkheimiana como de la reflexión política occidental de los últimos siglos. Sin embargo, el objetivo del trabajo podrá considerarse realizado si provoca la idea de que la sociología y la filosofía política no pueden pensarse por separado.

Bajo esa nueva luz, es sobre todo el pensamiento de Durkheim el que muestra una imagen que puede resultar poco familiar y, por lo tanto, inquietante. La tarea es someter a la obra a un máximo de tensión en la que, aun asidos a la fidelidad a su letra, ella vibre a la par de las exigencias que impone el presente. Estamos en un momento en que diversos y numerosos motivos ponen a prueba la supervivencia de las disciplinas de conocimiento llamadas “humanísticas” y donde la sociología no sólo es la más amenazada, sino aquella a la que las demás ciencias humanas parecen dispuestas a sacrificar en primer término, como si con su silencio no fuera a perderse nada esencial. En tales condiciones, preguntarse por el punto en que la sociología ofrece su diferencia más específica con otros saberes, especialmente los de tipo político que han sido los más duros con ella, es formular una cuestión que, desde un margen, se dirige al corazón del presente.

Por último, es necesario advertir que este texto, reelaboración y ampliación de una tesis doctoral defendida en 2016 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, tiene las marcas de una labor académica donde las citas funcionan como estructura fundamental de la legitimidad de los análisis y teorías montados sobre ellas. Sin embargo, el lector bien puede prescindir de atender a las numerosísimas notas al pie que acompañan al texto como cautas señales del origen de los argumentos. Esas notas tal vez sólo sirvan a otros investigadores, tal vez sean herramientas para abrir este libro a una crítica detallada, o tal vez son apenas marcas de una época en la que parece más sencillo esconder nuestra voz detrás de otras antes que asumir que ya en ella siempre hay más voces que las que se pueden consignar en un citado riguroso.

Image

En el transcurso de los estudios en la Universidad de Buenos Aires que condujeron a esta investigación –posible gracias a una beca doctoral concedida por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina– tuve la fortuna de conocer a Cecilia Abdo Ferez, quien me guió por el mundo de la filosofía política, y a Fabián Ludueña Romandini, quien hizo lo propio por los mundos de la especulación metafísica y me llevó a conocer caminos antes impensables. Esos encuentros son la base fundamental de esta labor. Para ambos, toda mi gratitud. Gracias también a Fernando Beresñak y Hernán Borisonik, compañeros de trabajo en el Instituto de Investigaciones Gino Germani, quienes con su amistad hicieron que esta labor sea más llevadera. Finalmente, gracias a Gerardo Miño, cuyo hermoso proyecto editorial permite que esta investigación sea un libro.

1 SAINT-SIMON, C.H., “De la physiologie appliquée a l’amélioration des institutions sociales” (1875): 177. Sobre este texto publicado en una obra colectiva de 1825 pende la duda de si fue escrito por Saint-Simon (tal vez redactado en 1813) o si corresponde a uno de sus colaboradores, el Dr. Etienne Marie Bailly. Independientemente de cuál sea el caso, su espíritu es el de la empresa saint-simoniana y es un documento fundamental sobre los inicios de la ciencia de la sociedad (así lo leyó Durkheim en su curso sobre el socialismo). Contra la autoría de Saint-Simon, véase JAMES (1972). Contra el argumento de James, CAMPILLO (1992): 63-64.

2 SAINT-SIMON, H., “Mémoire sur la science de l’homme” (1839): 5-166.

3 Sobre la física social, COMTE (1824). La primera aparición del término sociología consta en COMTE (1908): 132. Respecto a un uso anterior del término (completamente desconocido por Comte) en un manuscrito de Emmanuel-Joseph Sieyès de 1878, véase GUILHAUMOU (2006).

4 PABLO, 1 Corintios 12:12-27; HOBBES (1929): 9-10; KANT (2004): 33-39.

5 DURKHEIM (2010a): 86-87.

6 JASPERS (1961); DANOWSKI y VIVEIROS DE CASTRO (2014).

7 Para un comienzo de indagación seria de esas posibilidades, MOTESHARREI, RIVAS y KALNAY (2014).

8 JAMESON (2009): 242.

9 LATOUR (2008): 349.

10 OTTONELLO (2016a).

11 LACLAU (1997): 64.

12 SCHMITT (2009); STRAUSS (2014); ARENDT (2010); RANCIÈRE (1996).

13 Para un recorrido detallado por la vida y los trabajos del sociólogo, FOURNIER (2007).

14 El mejor estudio disponible sobre los numerosos entrecruzamientos disciplinarios entre los que emergió la sociología es el de MUCCHIELLI (1998).

15 DEPLOIGE (1912).

16 Uno de los estudios más completos sobre las interpretaciones políticas, aquí tomado como referencia, se encuentra en ANDRADE WEISS (2011).

17 ANDLER (1896).

18 PARODI (1909).

19 MITCHEL (1931).

20 NIZAN (1965): 102-111.

21 RANULF (1939); HAYES (1941).

22 MANNHEIM (1952): 149.

23 BENOÎT-SMULLYAN (1948); NISBET (1966): 13.

24 COSER (1960); GOULDNER (1970): 119.

25 GIDDENS (1998): 103-146; LUKES (1984).

26 FILLOUX (1977).

27 LACROIX (1981): 106.

28 Véase ALTHUSSER (1970) y FOUCAULT (1975).

29