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VAL.d V2

Valle Pavón, Guillermina del, autor
Donativos, préstamos y privilegios: los mercaderes y mineros de la Ciudad de México durante la guerra anglo-española de 1779-1783 / Guillermina del Valle Pavón. – México : Instituto Mora, 2016.

Primera edición

227 páginas ; mapas ; 23 cm. – (Historia económica)
Incluye referencias bibliográficas e índices

1. México (Virreinato) – Real Hacienda – Historia. 2. Préstamos – España – Aspectos políticos – Historia. 3. Préstamos – México – Aspectos políticos – Historia. 4. Política fiscal - España – Historia. 5. Política fiscal – México – Historia. 6. Donaciones – España – Aspectos políticos – Historia. 7. Donaciones – México – Aspectos políticos – Historia. 8. Comerciantes – México (D.F.) – Aspectos económicos – Historia. 9. Minas y minería – México (D.F.) – Aspectos económicos – Historia. 10. España – Historia – Carlos III, 1759-1788 – Historia militar. 11. España – Colonias – México – Política económica – Historia. 12. España – Colonias – México – Comercio – Historia. 13. Comerciantes. 14. Empresarios. I. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora (Ciudad de México).

Imagen de portada: Thomas Luny, The Battle of the Saints, óleo sobre tabla, 12 de abril de 1782. National Maritime Museum, BHC0701, Wikimedia Commons.

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2018

D. R. © 2016, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan Mixcoac,
03730, Ciudad de México.
Conozca nuestro catálogo en <www.mora.edu.mx>

ISBN: 978-607-9475-47-5
ISBN ePub: 978-607-8611-10-2

Impreso en México
Printed in Mexico

Índice

Introducción

1. Donativos para financiar la armada y el conflicto bélico

El donativo del Consulado para la armada y el fondo secreto

El donativo del gremio minero y su transformación en cuerpo formal

Otros donativos para el astillero y los navíos de guerra

Los donativos de los tribunales del Consulado y de Minería para los príncipes

Contribuciones de las corporaciones de México para el donativo universal de 1781

2. El libre comercio por el Pacífico hispanoamericano, 1774-1783

Tráfico de cacao y la configuración de la red Yraeta-Icaza

El comercio de bienes asiáticos y europeos por el Pacífico

El intercambio de cacao por textiles asiáticos y europeos

La prohibición de remitir géneros asiáticos y europeos a Perú

3. Suplementos, empréstitos y contraprestaciones

Suplementos gratuitos del comercio de México

El empréstito negociado por el Consulado

El empréstito negociado por el Tribunal de Minería

La nueva deuda pública a cuenta de la renta del tabaco

Conclusiones

Archivos y Bibliografía

Índice de cuadros

Índice de mapas

Índice analítico

Índice geográfico

Índice onomástico

Introducción

Tras la derrota en la guerra de los Siete Años (1756-1763), en la que los británicos tomaron La Habana y Manila, Carlos III se empeñó en restablecer la supremacía española en América durante su reinado (1759-1788). En 1765 introdujo el Reglamento de comercio libre en las Antillas con el fin de generar recursos fiscales que permitieran reforzar la defensa del imperio y robustecer las fuerzas militares. La nueva reglamentación también buscaba debilitar los monopolios mercantiles que controlaban las principales universidades de mercaderes1 del imperio. Como parte de dicha política se fomentó la creación de nuevos consulados, en 1769 se erigió el de Manila, en Filipinas, y en la década de 1790 se crearían los cuerpos mercantiles de Guadalajara, Veracruz, Guatemala, Buenos Aires, La Habana y varios más en otros importantes núcleos comerciales de Hispanoamérica. No obstante, el mayor golpe se presentó en 1778 y 1779, cuando la apertura mercantil se hizo extensiva a la mayor parte de los puertos hispanoamericanos, con excepción de Nueva España, en donde la flota fue sustituida por once navíos de registro, seis procedentes de Cádiz y el resto de Málaga, Alicante, Barcelona, Santander y La Coruña. Poco después, Carlos III declaró la guerra a Gran Bretaña, en el marco de la rebelión de los angloamericanos. Entonces, la creciente demanda de recursos financieros por parte de la corona permitió al Consulado negociar un conjunto de demandas que favorecerían su adaptación a las nuevas circunstancias.

Luego de que las trece colonias angloamericanas proclamaron la independencia en 1776, Francia declaró la guerra a Gran Bretaña en 1778, lo que transformó al Caribe en teatro del conflicto. En el marco del pacto de familia que ligaba los Borbones de España con los de Francia, Carlos III respaldó de manera velada a los angloamericanos con capitales y armamento, hasta que en julio de 1779 se involucró en la conflagración bélica, en un esfuerzo por limitar la penetración de los ingleses en los mercados de Hispanoamérica a través del contrabando y la agresión armada. La guerra de independencia de los angloamericanos fue la primera lucha anticolonial triunfante que marcó el nacimiento republicano de los Estados Unidos de América en 1783. La gran paradoja del apoyo que brindaron a esa victoria las monarquías borbónicas de Francia y España fue que la primera cayó en bancarrota como consecuencia de los desmedidos gastos bélicos, lo que abrió paso a la revolución de 1789-1793; mientras que España vio surgir una nación que proclamó un modelo político antimonárquico y el libre comercio, al tiempo que se opuso a la imposición de exacciones fiscales sin el consenso de la representación legislativa de los ciudadanos.

En el imperio español se integró el mercado más amplio de la época moderna a partir de la configuración de complejas redes de corporaciones y actores mercantiles que al disponer de la plata americana articularon la circulación entre los territorios de Europa, Hispanoamérica y Asia. Las investigaciones tradicionales sobre Nueva España se habían concentrado en el comercio transatlántico y transpacífico sin establecer los vínculos entre ambos. Sin embargo, estudios más recientes han hecho aportaciones relevantes al articular los procesos mercantiles de los dos océanos y los espacios de la América Hispana en el marco del modelo de la primera globalización durante la era mercantilista. Precisamente para los años de la guerra anglo-española de 1779-1783, se ha visto cómo la ciudad de México enlazó el comercio de las flotas, del galeón de Manila y los flujos intercoloniales del Pacífico con la colaboración de las autoridades de Nueva España y Perú. Entonces, la capital novohispana articuló la circulación transpacífica y transatlántica al constituirse en el centro de acopio de los géneros peninsulares y extranjeros, los cuales se despacharon a los espacios meridionales de la Mar del Sur que padecían escasez como consecuencia de los bloqueos navales de los británicos en el Atlántico.2

Por lo que se refiere al tráfico de bienes europeos en el virreinato mexicano, la historiografía ha prestado muy poca atención a las transformaciones que se produjeron en el comercio realizado por Veracruz durante la conflagración contra Gran Bretaña por dos razones: la escasez de documentación y porque las investigaciones se concentraron en el análisis de las vicisitudes ocasionadas a raíz del establecimiento del Reglamento de comercio libre de 1778 para el tráfico entre la metrópoli y las colonias americanas.3 No obstante, se han presentado algunos indicios sobre el incremento que presentó el abasto de bienes europeos en los años que precedieron al conflicto, durante el mismo y, en especial, cuando las negociaciones de la paz permitieron restablecer los flujos mercantiles por el Atlántico.4 En cuanto al comercio por el Pacífico, otras investigaciones históricas han mostrado, con base en información cualitativa, que el comercio entre Manila y Acapulco también se elevó de manera progresiva, en particular al final de la década de 1770 y durante los años de guerra. Esto fue consecuencia de varios fenómenos: el interés del monarca en establecer el comercio directo entre España y Filipinas con el propósito de mermar el monopolio de la nao de China; la atracción que generó la plata americana en los empresarios peninsulares que obtuvieron licencias para traficar en el Oriente; y la liberación de las contrataciones por el Pacífico a raíz del estallamiento del conflicto.5

En el presente libro analizamos los mecanismos por los que la corona extrajo grandes contribuciones extraordinarias de la economía novohispana para fortalecer la Real Armada y solventar los gastos de la guerra anglo-española de 1779-1783. Se examina el papel que asignó la corona a los cuerpos del Consulado y la minería con el propósito de que contribuyeran con recursos adicionales para fortalecer la Real Armada y, una vez declarada la guerra, para sostener las campañas bélicas que se emprendieron contra los británicos. Se muestran las aportaciones que realizaron otras corporaciones con iguales propósitos, tanto por la importancia que tuvieron en sí mismas, como porque permiten conocer la singularidad de las contribuciones que realizaron los mercaderes y los mineros. En segundo lugar, se expone la forma en que la guerra contra Gran Bretaña transformó el comercio que sostenía Nueva España con la península, Filipinas y, en particular, las posesiones del Pacífico hispanoamericano, a fin de analizar los beneficios excepcionales que obtuvieron los mercaderes de México que traficaban por la Mar del Sur. Y, por último, se examinan los agentes y las dinámicas de la negociación que permitieron a Carlos III conseguir donativos y suplementos gratuitos de los mercaderes y otros vecinos pudientes de la ciudad de México, y que los tribunales del Consulado y de minería fungieran como intermediarios financieros del erario virreinal para reunir empréstitos millonarios. Cabe mencionar que los mercaderes consulares concentraban los mayores caudales en Nueva España porque habilitaban la producción de la plata para realizar intercambios favorables dentro y fuera del virreinato, y habían figurado complejas redes de financiamiento con corporaciones e individuos que se sostenían de sus rentas. También se plantea un conjunto de hipótesis sobre las contraprestaciones que negociaron los mercaderes, mineros y el Consulado por los servicios económicos que otorgaron, entre los que se destaca el establecimiento del cuerpo formal de la minería.

Nuestra periodización se desprende de las consecuencias de la guerra de los Siete Años, aunque en realidad partimos del año de 1774, cuando se autorizó el comercio de bienes locales entre las posesiones hispanoamericanas del Pacífico. La razón para tomar esta fecha como punto de partida depende de los cambios que ocasionó esta medida en las contrataciones de cacao de Guayaquil (Ecuador), las cuales tuvieron su máximo crecimiento durante la guerra, en particular a partir de que el grano fue utilizado, junto con la plata andina, como el principal medio de cambio de los géneros europeos y asiáticos. En lo que se refiere a la fiscalidad extraordinaria, nuestro periodo también antecede al momento de la declaración del conflicto bélico, porque en 1776 se empezó a plantear en Nueva España la demanda de donativos para reforzar la armada real. El libro concluye a fines de 1783, luego de que se prohibió el tráfico de efectos de Europa y Asia y, a raíz de la firma de la paz con Gran Bretaña, cuando dejaron de solicitarse caudales extraordinarios en Nueva España.

Con respecto a la obtención de recursos para el fortalecimiento de las fuerzas navales en la América hispana existe un vacío historiográfico. Los investigadores españoles han estudiado las medidas que adoptó el gobierno de Carlos III en cuanto se desató el conflicto bélico contra Gran Bretaña: los instrumentos fiscales y financieros que se utilizaron para obtener fondos extraordinarios, así como los argumentos políticos que legitimaron su movilización.6 En cuanto a Nueva España, se cuantificó el enorme apoyo financiero que otorgó para sostener la guerra en el Caribe, lo cual fue posible, en gran medida, por el incremento de los recursos fiscales que había resultado del programa de reformas impulsado luego de que los ingleses tomaran posesión de La Habana y Manila, y la monarquía fuera derrotada en la guerra de los Siete Años. Sobre el financiamiento novohispano de la guerra anglo-española de 1779-1783, diversos autores han examinado el singular aumento que presentaron los ingresos de la Hacienda Virreinal por concepto de donativos, préstamos e impuestos de emergencia, a partir de 1780.7 La obtención de recursos extraordinarios en el virreinato resultó fundamental a raíz de que el Consulado de Cádiz trató de limitar las reformas comerciales recordando a las autoridades reales los préstamos que había otorgado y no habían sido restituidos.8 Se analizaron las principales medidas tomadas por el virrey con el propósito de conseguir recursos extraordinarios para la guerra,9 y cómo fueron los almaceneros y el Consulado de la ciudad de México los principales contribuyentes de los donativos y suplementos gratuitos, mientras que los tribunales del comercio y la minería fungieron como intermediarios financieros del erario virreinal.10 Sin embargo, no se conoce a fondo quiénes fueron los mercaderes que facilitaron sus caudales, la forma en que los miembros de los tribunales mencionados consiguieron dinero a rédito de las personas y cuerpos que formaban parte de sus redes y, lo que es más importante, los beneficios que negociaron como contraprestaciones por el otorgamiento de sus servicios financieros. Esto último resulta de gran relevancia si tenemos en cuenta que unos meses antes de que el monarca declarara la guerra a los británicos se había publicado el Reglamento de comercio libre y que la coyuntura de la guerra brindaba oportunidades excepcionales para hacer negocios.

La lucha contra los británicos representó un enorme esfuerzo financiero, y el soberano tuvo que recurrir a todos los medios posibles para conseguir caudales en la metrópoli y las colonias, entre las que se destacó Nueva España por ser la más rica y por su cercanía con los espacios norteamericanos en los que se desenvolvió el conflicto. En la península, Carlos III recurrió a diversas vías para financiar el conflicto: en marzo de 1779 estableció una segunda emisión del Fondo Vitalicio.11 Poco después de haberse desatado la guerra, en octubre de 1779, impuso donativos forzosos en los territorios forales y los obispados para satisfacer la demanda de circulante; incrementó en un tercio las rentas provinciales de Castilla y las equivalentes de la corona de Aragón, y elevó el precio del tabaco en 25%. En noviembre contrató con la Compañía de los Cinco Gremios Mayores de Madrid un préstamo por seis millones de pesos, pero la empresa sólo pudo suministrar 2 400 000 pesos, la cuarta parte, debido a la suspensión del tráfico en el Atlántico. A partir de marzo de 1780 tomó nuevos empréstitos y emitió un nuevo tipo de deuda interna al mandar que los caudales de los depósitos de los cuerpos judiciales y eclesiásticos se colocaran a réditos en la Real Hacienda. En julio de 1780 solicitó un donativo universal voluntario a los vasallos americanos. En septiembre del mismo año emitió los llamados vales reales, que eran títulos de deuda que generaban interés y servían como medios de pago. La segunda colocación de vales se hizo en 1781 y la tercera en 1782. A mediados de este último año se pidieron empréstitos millonarios a los consulados de México y Lima, así como al Tribunal de Minería de Nueva España. Y a fines del mismo año se decretó la tercera emisión del fondo vitalicio.12

En Hispanoamérica, Nueva España constituyó el principal soporte material de las fuerzas navales que se concentraron en el Caribe, así como de los destacamentos militares que combatían en la Luisiana y las Floridas, al tiempo que mantuvo la transferencia de caudales a la metrópoli, Filipinas y a las posesiones de las Antillas. Se ha estimado que durante la guerra el virrey envió a La Habana entre poco más de 36 millones y cerca de 40 millones de pesos, además de mantener el suministro periódico de alimentos, armas y pólvora.13 Asimismo, despachó fondos cuantiosos al presidio del Carmen, Campeche, Yucatán, Honduras, Guatemala y Manila.14 La remisión de grandes cantidades de plata fue posible por la expansión de los productos fiscales del virreinato como consecuencia del incremento de la producción minera, así como por la aplicación de las reformas fiscales y comerciales a las que el visitador José de Gálvez y el virrey Antonio María de Bucareli (1771-1779) dieron un fuerte impulso.15 A pesar del éxito de las reformas, entre las que se destaca la introducción del estanco del tabaco, los ingresos regulares del erario novohispano fueron insuficientes para sostener los exorbitantes gastos generados por el conflicto, de modo que el virrey Martín de Mayorga (1779-1783) elevó los derechos de alcabalas, almojarifazgos, pulques y el precio del tabaco, al tiempo que recurrió a los “sobrantes” de los ramos que se remitían a la península y a las posesiones de las Antillas.16 Estos fondos también resultaron escasos, por lo que se tuvo que recurrir a otras medidas extraordinarias, se requirieron donativos, suplementos –como se llamaba a los préstamos gratuitos a corto plazo– y empréstitos a réditos con vencimientos más prolongados. En Nueva España, los principales contribuyentes de los recursos suplementarios demandados por el virrey fueron los mercaderes de la ciudad de México que concentraban grandes caudales, mientras que los tribunales del Consulado y Minería operaron como intermediarios financieros del erario virreinal con el objeto de reunir empréstitos millonarios mediante la recepción de depósitos de individuos y corporaciones rentistas.17

Con respecto al tráfico por el Pacífico hispanoamericano, se ha visto que el comercio de cacao de Guayaquil, que se realizaba de manera ilícita y con permisos especiales, presentó un notable crecimiento en Nueva España como consecuencia de la apertura comercial de bienes locales por el Pacífico en 1774, y que se incrementó aún más durante el conflicto con Gran Bretaña. El notable dinamismo que adquirió el comercio del fruto ecuatoriano fue posible por las reformas que estimularon su producción y porque en los centros comerciales de la Mar del Sur se reforzó el tejido de las redes familiares y de paisanaje que sostenía dichos intercambios.18 El crecimiento fue mayor en los años de guerra y se debió, fundamentalmente, a que el grano guayaquileño y la plata andina posibilitaron el intercambio de géneros europeos y asiáticos que se remitían de Nueva España.19

La obtención de recursos extraordinarios para financiar el conflicto bélico es un tópico inscrito en el marco de la reciente discusión historiográfica sobre la organización política del imperio hispánico y las negociaciones entre el soberano y las elites en relación con la fiscalidad y en particular con el financiamiento de los gastos militares.20 El carácter absolutista de la monarquía española ha sido cuestionado en el caso de las colonias americanas al plantear que para la obtención de recursos fiscales se recurría a la negociación, y no a la imposición,21 lo que pondría en evidencia la naturaleza contractual de la organización política imperial.22 Los mercaderes consulares estaban obligados a satisfacer las necesidades reales, entre otras razones, porque sus capitales derivaban en gran medida de los monopolios que el soberano les concedía. La corona se valió de su política comercial para extraer tributos extraordinarios de las universidades de mercaderes, mientras que estas recurrieron a estrategias que les permitieron resistir la presión contributiva y, hasta cierto punto, las reformas que limitaban los monopolios que favorecían a sus miembros. Para la mejor compresión de este problema conviene revisar la historiografía.

Desde el siglo xvi, cuando la monarquía hispana requería fondos extraordinarios con urgencia, recurría a las universidades de mercaderes, cuyos representantes facilitaban la interlocución con sus miembros que disponían de caudales considerables para realizar sus transacciones. El soberano requirió “préstamos forzosos” a los consulados de Burgos y Bilbao a cambio de garantizar la renovación del privilegio de monopolizar las exportaciones de lanas españolas de alta calidad, en el caso del primero, y su fletamento en el del segundo.23 Estudios pioneros dieron cuenta de las cuantiosas y reiteradas contribuciones pecuniarias que el Consulado de cargadores a Indias otorgó a la corona desde su fundación, en 1543, hasta poco después de que mediara el siglo xviii.24 Por su parte, Oliva Melgar planteó que en la década de 1660 el Consulado indiano otorgó a la corona donativos y préstamos voluntarios en periodos de urgencia, en razón de un pacto en el que la comunidad mercantil transfería parte de sus beneficios para compensar la ineficiente fiscalidad ordinaria. Se trataba de un procedimiento parafiscal similar a las confiscaciones de los tesoros de particulares, así como a los indultos o composiciones.25 Sin embargo, a diferencia de las incautaciones de la plata americana y las composiciones que se imponían por la fuerza, los donativos y préstamos se otorgaban de manera negociada.

Díaz Blanco analizó la presión de la tributación ejercida sobre el Consulado de Sevilla con motivo del permanente estado de guerra que se padeció en el siglo xvii. El autor examina las negociaciones políticas entre las autoridades y los actores mercantiles para satisfacer las demandas del soberano y obtener a cambio concesiones que favorecieran a la carrera de Indias. Resulta de particular interés el estudio de las décadas de 1660 y 1670 en las que se agudizó la pugna entre las ciudades de Sevilla y Cádiz, cuando Carlos II retiró parte de los privilegios institucionales que había concedido a los mercaderes de Sevilla porque se negaron a brindarle respaldo financiero para las urgencias de la guerra y tras obtener un servicio de la ciudad de Cádiz le restituyó la aduana, el juzgado y la tabla de Indias, además de trasladar a su puerto la cabecera de las flotas y galeones. El historiador estableció una periodización en la que ubicó las etapas en las que el monarca demandó a los cargadores de Indias recursos fiscales en mayor o menor medida, y la vinculó con los ritmos de crecimiento y contracción que presentó el comercio con América a lo largo del siglo. Como resultado de esta comparación encontró que en el periodo entre 1620 y 1680 hubo una correlación entre las fases en que se exigieron mayores contribuciones con las épocas de depresión del tráfico mercantil; mientras que en los lapsos en que se relajaron dichos requerimientos se dinamizaron las contrataciones. Esta correspondencia no se presentó en las dos últimas décadas de la centuria, en la que se introdujo la mayor presión tributaria del siglo sin que repercutiera sobre la expansión mercantil, lo que el autor atribuyó a la fortaleza de las empresas gaditanas que tenían mayor participación de extranjeros, así como al crecimiento de la demanda del mercado novohispano en el que se había incrementado la oferta de plata.26

Del análisis de los servicios financieros que otorgó a la corona la universidad de cargadores a Indias en el siglo xviii se ha concluido que estos le permitieron garantizar el mantenimiento de sus privilegios monopolistas. Los empresarios andaluces tuvieron mayor influencia en la política de Madrid como consecuencia de los préstamos y donativos que otorgaron para el apresto de las flotas, el abasto de azogue y la defensa de Hispanoamérica. Así sucedió cuando José de Patiño fue secretario de Marina e Indias, entonces el Consulado de Sevilla tuvo supremacía en la carrera de Indias y determinó quiénes formaban parte de su membresía. En cambio, tras la llegada de un nuevo ministro, el cuerpo hispalense ofreció una contribución mínima para las fortalezas de Portobelo y Cartagena de Indias, lo que produjo una ruptura con Madrid. En las investigaciones se encontró que había un enorme fraude fiscal por lo que el Consulado fue multado; para cubrir los desfalcos encontrados en las cuentas de los derechos reales que gestionaba para el pago de las deudas de la corona se embargaron y subastaron los bienes de sus representantes. Más adelante la monarquía consiguió un cuantioso préstamo de los sevillanos para el conflicto de la Oreja de Jenkins, y poco después obtuvo un crédito de la real Compañía Guipuzcoana. Liberada de la dependencia financiera de los sevillanos, trasladó la universidad de cargadores a Cádiz e introdujo un nuevo sistema electoral que transfirió el control a los mercaderes gaditanos.27

Allan Kuethe sugirió que los empresarios de Cádiz, además de su poder financiero, se valieron de su influencia política en Madrid para defender el monopolio comercial. Al término de la guerra de la oreja, el Consulado no logró que el ministro Ensenada restableciera las flotas y galeones a pesar de haber otorgado un donativo considerable, y cuando se discutió la modernización del sistema de navegación no tomó en cuenta a los delegados de la corporación. Entonces se produjo el motín que dio lugar a la sustitución del ministro de Hacienda y dejó en suspenso la apertura comercial. Tras la derrota en la guerra de los Siete Años la necesidad de recursos fiscales para costear la defensa de Hispanoamérica condujo al marqués de Esquilache a introducir el decreto de libre comercio en las Antillas en 1765. Al cabo de unos meses, una nueva revuelta obligó a Carlos III a despedir al reformista ministro de Hacienda. Poco después, el prior fue convocado a Madrid para facilitar la liquidación de los préstamos otorgados por sus predecesores y obtuvo un oficio en el Consejo de Real Hacienda, al tiempo que volvió a postergarse la desregulación comercial. El historiador planteó que, aun cuando no se ha encontrado la participación del Consulado gaditano en los motines que condujeron a la destitución de Ensenada y Esquilache, la institución supo utilizarlos en su beneficio. Casi una década después, el ministro de Indias, José de Gálvez, apoyado por los ministros de Estado y Hacienda, logró publicar el Reglamento de comercio libre de 1778.28 Cabe considerar la posibilidad de que la corona haya decidido aplicar las reformas comerciales una vez que contó con el crédito de los Cinco Gremios Mayores de Madrid y dispuso de otros recursos hacendarios como el fondo vitalicio, los vales reales y la recepción de depósitos a cuenta de las rentas de tabacos y alcabalas.29

Kuethe sostuvo que durante la guerra de independencia de las colonias angloamericanas el monarca no pidió el respaldo pecuniario de los cargadores de Cádiz porque podía aumentar su capacidad de acción política.30 Sin embargo, nosotros encontramos que la universidad en la que se asociaban se hizo cargo “de manera voluntaria” de comprar, armar y sostener veinte buques corsarios “de grueso porte” para proteger la navegación durante el tiempo que durara el conflicto. Estas embarcaciones se pusieron a disposición de la corona, que las destinó a custodiar a los convoyes que hicieron la travesía atlántica, al tiempo que trasladaron tropas y pertrechos para la armada estacionada en las Antillas. Asimismo, fueron empleadas para bloquear la entrada al estrecho de Gibraltar e impedir el abasto de dicha plaza. Con el propósito de solventar el costo de los navíos corsarios se impuso una contribución extraordinaria de cuyos productos se destinó 95.4% a dicho objeto.31 Además, los encomenderos de los gaditanos que en 1776 habían acudido a Nueva España en la última flota, permanecieron en el pueblo de Jalapa para vender las mercancías rezagadas al inicio de 1782 otorgaron al virrey suplementos a corto plazo para apoyar una de las campañas que se emprendieron contra los ingleses desde La Habana.

Por lo que se refiere a las aportaciones financieras que otorgó la Universidad de mercaderes de Lima para el sostén de las guerras imperiales y la defensa del virreinato, se cuenta con una relación sobre los donativos y préstamos que otorgó la corporación en la mayor parte del siglo xviii y las primeras décadas del siglo xix, así como los ramos fiscales hipotecados para el pago de réditos y la restitución de los capitales.32 Sin embargo, no se ha investigado sobre los espacios, los agentes y las dinámicas de la negociación de dichos servicios, ni acerca de las demandas que planteó la corporación como contrapartida. Durante la guerra de independencia de los angloamericanos, el Consulado de Lima, al igual que el de México, negoció en nombre de la Real Hacienda un empréstito por un millón de pesos y para satisfacer los intereses se hipotecó el derecho de avería.33 En el marco del mismo conflicto, los mercaderes de La Habana suplieron al gobernador militar de la isla 3 147 000 pesos entre 1779 y 1783, pero no está claro si lo hicieron en forma de donativos, suplementos o empréstitos.34

Con respecto al debate sobre el carácter coercitivo y extractivo del imperio hispano en América y la capacidad de los actores políticos para vetar las demandas de la corona,35 los mercaderes de Lima y México supieron resistir a la presión de las autoridades desde el siglo xvi. Los tratantes limeños rechazaron la erección del Consulado en la capital del virreinato andino en 1593, por la sospecha de que sería utilizado para extraerles contribuciones extraordinarias.36 Durante el siglo xvii, los cuerpos mercantiles de las ciudades de México y Lima se resistieron a contribuir para los gastos bélicos y otras urgencias de la corona debido a su inconformidad con la política que limitó el comercio con Filipinas y prohibió el tráfico intervirreinal.37 En Nueva España, el virrey marqués de Gelves, en 1623, solicitó al Consulado un “donativo voluntario” para socorrer las necesidades de la guerra que se libraba contra los Países Bajos. Descontento porque la corporación efectuó una contribución mínima, Gelves le impuso un préstamo por cerca de 200 000 pesos. Al cabo de unos meses se organizó el motín que condujo al derrocamiento del virrey, en el que, al parecer, estuvieron implicados los almaceneros. En adelante no se volvió a imponer ninguna tributación adicional al cuerpo mercantil de la capital novohispana.38 A fines del siglo xvii se reactivó el comercio triangular del Pacífico de manera informal con la colaboración de los virreyes y otros funcionarios, al tiempo que el cuerpo mercantil de la ciudad de México se hizo cargo de financiar las compras de azogue para garantizar la producción de plata. La colaboración que se estableció entre la autoridad virreinal y el Consulado propició que el soberano le arrendara la recaudación del derecho de alcabalas de la ciudad de México.39 Entonces se inició una nueva etapa que se extendió de 1694 a 1753, en la que el cuerpo mercantil otorgaba al rey cuantiosos donativos y préstamos cada vez que negociaba un nuevo cabezón alcabalatorio.40

Para los almaceneros y el Consulado de México, el otorgamiento de caudales para contribuir con las necesidades de las guerras en que se vio involucrada la corona en el siglo xviii constituyó una oportunidad para demostrar su lealtad y negociar privilegios que les permitirían sobreponerse a las consecuencias adversas que las reformas borbónicas habían ocasionado en los negocios que realizaban. A lo largo del siglo xviii, el cuerpo mercantil había perdido importantes privilegios, principalmente como consecuencia de la aplicación de las reformas fiscales que retomaron el control real de las rentas y establecieron nuevos estancos.41 La adjudicación al real erario de los oficios de la Casa de Moneda, en 1728, había sustraído a los mercaderes de la plata el control sobre la amonedación.42 El paso de la gestión del ramo de alcabalas de la ciudad de México a la Real Hacienda, en 1754, además de haber privado al cuerpo mercantil de la recaudación del principal gravamen que recaía sobre sus actividades, había sustraído a los ex priores de un cuantioso fondo que destinaban principalmente al financiamiento de la minería.43 Tras el establecimiento del real monopolio de tabaco en 1764, los almaceneros habían sido desposeídos del rentable negocio de habilitar las cosechas de la hoja y comercializar el tabaco. Asimismo, habían perdido el control sobre las platas que no habían sido quintadas, a raíz de que el visitador Gálvez y el virrey Bucareli ha-bían aplicado diversas medidas para conseguir la fiscalización y amonedación de dichos metales.44 Mientras que las reformas mercantiles introducidas en las Antillas, el Seno Mexicano y Filipinas con el doble propósito de impulsar la industria y el comercio en la metrópoli, y generar mayores recursos fiscales para la defensa del imperio, así como los permisos otorgados a empresas peninsulares para comerciar bienes asiáticos en Nueva España habían restringido el monopolio de los almaceneros de manera paulatina.

Ninguna de las transformaciones mencionadas podía revertirse. Sin embargo, en el Reglamento de comercio libre de 1778 Nueva España no fue incluida,45 ni se estipuló la supresión de la flota de Veracruz, por lo que la Universidad de mercaderes de la ciudad de México consideraba que podía persuadir a la corona de que el librecambio no se hiciera extensivo a dicho virreinato. El convoy que navegaba del puerto de Cádiz al de Veracruz y la feria que se realizaba en el pueblo de Jalapa garantizaban el monopolio de los miembros del Consulado al permitirles negociar de manera colectiva los precios y las condiciones de venta de las mercancías provenientes de España. Las restricciones establecidas para cargar en la flota en Cádiz y su salida cada tres años habían limitado la competencia, circunstancia que había disminuido los enormes riesgos que se corrían en el comercio de larga distancia. La Universidad de mercaderes de México, padecía los efectos de las medidas librecambistas establecidas a partir de 1765, del incremento creciente de la carga de los convoyes gaditanos y de las embarcaciones de registro que empezaron a navegar a Veracruz con licencia a partir de 1778 de aquí que se esforzara por negociar con las autoridades reales la restitución de la flota y el mantenimiento de la feria a través del otorgamiento de donativos, suplementos gratuitos y la negociación de empréstitos para que el monarca enfrentara a sus enemigos. También tenía demandas de carácter jurisdiccional debido a que el establecimiento del ejército en Nueva España había dado lugar a que se pusiera en duda sus prerrogativas sobre el Regimiento de comercio de la ciudad de México.

Asimismo, había un pequeño grupo de mercaderes consulares que poseían grandes caudales y otros bienes, parte de los cuales estaban prestos a sacrificar con el propósito de obtener el reconocimiento del monarca, a través de la recepción de nombramientos honoríficos, cargos públicos y títulos de Castilla, que elevaran su posición en su entorno social y político. La mayoría de los almaceneros procedían del norte de la península –de las provincias vascongadas, Santander y la Rioja– por lo que tenían una cultura estamental-aristocrática que otorgaba un gran valor a los oficios reales, los honores, la hidalguía, los hábitos de las órdenes militares y los títulos nobiliarios. Muchos de los comerciantes enriquecidos procedían de un segmento social medio y en algunos casos eran humildes, por lo que anhelaban el ascenso social, y se recreaban en el uso de escudos de armas y la construcción de genealogías. Destacados miembros del Consulado eran administradores o apoderados de grandes terratenientes que detentaban mayorazgos y formaban parte de la aristocracia, por lo que aspiraban a tener éxito para invertir su riqueza en tierras y unirse a la nobleza. Los honores, los hábitos de las órdenes militares y los títulos no sólo brindaban distinción social, también daban acceso a las principales corporaciones de la ciudad, como el ayuntamiento y las cofradías más distinguidas y exclusivas a las que pertenecían la aristocracia, los caballeros, la alta burocracia y la jerarquía eclesiástica.

Por otra parte, algunos mercaderes, en lo individual, y como parte del clan o la facción a la que pertenecían, estaban dispuestos a desprenderse de parte de sus capitales para auxiliar al soberano, por el interés en obtener licencias y otros privilegios que favorecieran sus negocios. Ante la apertura comercial dentro del imperio, muchos almaceneros habían reorientado parte de los capitales invertidos en el tráfico ultramarino a la producción y el comercio dentro del virreinato. Habían incrementado el financiamiento que otorgaban al cultivo de los bienes de la agricultura especializada, como el algodón y los tintes, que tenían una gran demanda dentro y fuera del virreinato, y habían adquirido haciendas para la producción de azúcar y otros bienes de consumo básico. Además, la situación bélica abría la posibilidad de realizar negocios excepcionales, que resultaban sumamente redituables, pero requerían de permisos especiales para llevarlos a cabo, mientras que la oportunidad de colocar dinero a réditos moderados en los cuerpos de comercio y minería, o en la misma real Hacienda, se veía como una inversión segura frente a los riesgos que se corrían en el comercio de ultramar, en particular a raíz de la reciente liberalización del tráfico.

Para llevar a cabo los objetivos enunciados al inicio de esta introducción, el primer capítulo está dedicado al examen de las dádivas que solicitó el ministro de Indias en Nueva España con el fin de fortalecer la Real Armada, así como para satisfacer las necesidades económicas de los príncipes de Asturias y reunir el donativo “universal” que pidió Carlos III para el sostenimiento de la guerra. Veremos las circunstancias que en 1776 permitieron al virrey extraer del Consulado una enorme suma para la construcción de navíos de guerra, la relación que tuvo la inmensa dádiva que otorgó el gremio minero con su erección en un cuerpo formal y cómo la generosidad de la Universidad de mercaderes sirvió de ejemplo para que el conde de Regla y otras corporaciones suministraran donaciones considerables. Se sugieren varias hipótesis acerca de las contrapartidas que pudo haber obtenido el Consulado por los donativos que otorgó para los príncipes herederos. Por último, se presenta la forma en que las principales corporaciones de la ciudad de México recolectaron el donativo universal en 1781, en particular los recursos de los que se valió el Tribunal mercantil para obtener montos considerables de los mercaderes y el resto del comercio de México.

En el segundo capítulo se examinan los negocios que realizaron por el Mar del Sur los acaudalados mercaderes de origen vizcaíno, Francisco Ignacio de Yraeta e Isidro Antonio de Icaza. Se observa cómo el crecimiento que presentó el tráfico de cacao de Guayaquil tras la apertura del comercio pacífico en 1774 y cómo su incremento durante la guerra dio lugar a la movilidad de los hermanos Icaza de Panamá a Guayaquil, Lima y la ciudad de México. Se estudian las relaciones que establecieron Yraeta e Icaza, y sus respectivas familias; las redes de negocios que tejieron con otros comerciantes de México y Perú, así como la forma en que sus vínculos interpersonales con el virrey y otras autoridades facilitaron los negocios que realizaban. Se plantea que Yraeta y otros mercaderes que trataban en el Pacífico otorgaron al virrey suplementos gratuitos y depositaron en el Consulado capitales a réditos para reunir el empréstito destinado a sostener el combate contra los británicos con el fin de que el virrey los autorizara a reexpedir a Perú los géneros asiáticos y europeos. Finalmente, se muestra el notable crecimiento que presentó el tráfico de cacao ecuatoriano que se recibía en pago de los efectos extranjeros y cómo se prohibió cuando estos empezaron a escasear en la ciudad de México.

En el tercer y último capítulo se estudian los recursos extraordinarios que requirió el virrey para satisfacer las crecientes demandas planteadas por el gobernador militar de La Habana, con el fin de sostener las campañas bélicas de 1782 y 1783. Se examinan los canales institucionales a los que recurrió Martín de Mayorga para recibir préstamos gratuitos de los mercaderes y otros vecinos acaudalados de la ciudad de México, así como de los comisionistas peninsulares que se encontraban en dicha urbe y en el pueblo de Jalapa. Se analiza el papel que desempeñaron los tribunales del Consulado y de minería como intermediarios financieros del real erario para reunir dos empréstitos a réditos por un millón de pesos cada uno. Asimismo, se plantean diversas hipótesis acerca de las contrapartidas que pretendían recibir por sus servicios financieros tanto los almaceneros que otorgaron suplementos gratuitos como la Universidad de mercaderes y el cuerpo de minería. Por último, se indaga sobre la constitución de un nuevo tipo de deuda pública mediante la recepción en la Hacienda regia de los depósitos de capellanías, obras pías, mayorazgos y otras fundaciones, así como de capitales frescos; medida a la que se opuso el arzobispo de México por considerarla desamortizadora, de modo que el virrey tuvo que recurrir al Tribunal del Consulado para que sus miembros se valieran de sus redes a fin de conseguir rentistas que colocaran sus caudales en el erario.

Agradezco a los colegas y amigos que con gran generosidad me brindaron inteligentes comentarios y sugerencias para mejorar este libro: Luis Gerardo Morales, Alejandra Irigoin, Moramay López Alonso Mariano Bonialian, Johanna von Grafenstein, Elienahí Nieves Pimentel, Yovana Celaya, Fernando Ciaramitaro, Antonio Ibarra, Ernest Sánchez Santiró, Álvaro Alcántara, Luis Aguirre, Fernando Jumar, Iliana Quintanar y Sergio Serrano. Asimismo agradezco el apoyo que otorgaron para la edición del libro la directora de Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, Diana Guillén; la coordinadora de Historia, Estudios Urbanos, Regionales e Internacionales, Silvia Dutrénit; el director de Publicaciones, Alberto Martín, y la subdirectora, Yolanda Martínez. De manera especial agradezco nuevamente el apoyo de Elienahí Nieves Pimentel en este caso por la búsqueda y paleografía de los documentos de archivo, así como por la revisión final del manuscrito.

notas

1 El término “universidad” refiere a “la comunidad, junta o asamblea en que están adscritos muchos para algún fin, o oficio”, y era utilizado por los mercaderes con el fin de distinguirse de los gremios de artesanos. Konetzke, Las ordenanzas de los gremios, 1947, p. 440.

2 Bonialian, El Pacífico hispanoamericano, 2012 y China en la América, 2014, pp. 27-86.

3 Ortiz de la Tabla, Comercio exterior, 1978, p. 42; Fisher, Commercial relations, 1985,pp. 39-41; Delgado Ribas, Dinámicas imperiales, 2007; García-Baquero, El comercio colonial, 2003, pp. 187-216; Cuenca-Esteban, “Statistics of Spain’s”, 2008, y Baskes,Staying Afloat, 2013, pp. 69-94.

4 Real Díaz, Las ferias de Jalapa, 1959, pp. 103-107, 109, 121-122; Delgado Ribas, Dinámicas, 2007, pp. 457-470;

5 Díaz Trechuelo, “Real Compañía”, 1965, pp. 11-12, 18-2, 23-25; Bernabeu, Pacífico ilustrado, 1992, pp. 255-260; Fradera, Filipinas la colonia más peculiar, 1999, pp. 87-90; Yuste, Emporios transpacíficos, 2007, pp. 360-362; Bonialián, Pacífico, 2012, pp. 398-408; Tornaviaje, 2016.

6 El trabajo de Rafael Torres resulta fundamental para entender el origen y desarrollo de la deuda pública de la dinastía de los Borbones y, en particular, la que contrató Carlos III durante el ciclo bélico que se extendió de 1774 a 1783. Torres Sánchez, El precio, 2013.

7 TePaske y Klein, Ingresos y egresos,1986, vols.iii; Klein, Las finanzas, 1994, pp. 111-113; Grafenstein, Nueva España en el circuncaribe, 1997, pp. 136-141; Marichal, La bancarrota, 1999, pp. 52-62.

8 Kuethe, “El fin del monopolio”, 1999, pp. 63, 64.

9 Marichal, La bancarrota, 1999, pp. 117-119.

10 Valle Pavón, “Respaldo financiero”, 2012, pp. 143-166.

11 Así se denominó a deuda pública creada en 1769 para constituir una reserva de la que se pudiera disponer en las urgencias y para cubrir los faltantes del erario.

12 Artola, La hacienda del antiguo, 1982, pp. 330-336, 368-388; Marichal, La bancarrota, 1999, pp. 117-121;Torres Sánchez, El precio, 2013; Mazzeo, Gremios mercantiles, 2012, pp. 34, 56-57, 62-63, y Valle Pavón, “Respaldo financiero”, 2012, pp. 143-166.

13 Pueden verse las estimaciones de los diferentes autores y las hipótesis sobre las fluctuaciones que se presentan en Grafenstein, Nueva España, 1997, pp. 137-141.

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