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© del texto: Victoria Camps Cervera, 2018

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.


Primera edición: febrero de 2019


ISBN: 978-84-17623-08-1

Diseño de colección: Enric Jardí

Maquetación: Àngel Daniel

Manila, 65 08034 Barcelona

arpaeditores.com


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Victoria Camps

La búsqueda
de la felicidad





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sumario

Prólogo

1. La vida buena

Moderación

Autarquía

¿Pero no son felices los viciosos?

2. Expulsados del paraíso

La plenitud espiritual

Dignos de ser felices

Querer vivir eternamente

El dominio del superyó

3. Sí a la vida

Deleitarse con lo que se tiene

Dar lo máximo de uno mismo

«Como los elefantes capturados»

«Sé feliz»

4. Gozar de la amistad

La necesidad de amigos

La empatía que nos une

La pasión amorosa

5. ¿Derecho a ser felices?

Sin libertad no hay felicidad

Las condiciones para la autoestima

6. ¿La felicidad se puede medir?

La ley como productora de felicidad

Categorías de placeres

Lo «imposible necesario»

7. La felicidad por la cultura

La verdadera autoayuda

¿Aprender a ser felices?

8. Somos los que vamos a morir

Aprender a morir

Envejecer, ¿un arte?

La fantasía de la inmortalidad

Conclusión: Elogio de la imperfección





Prólogo



Preguntarse por el sentido de la felicidad equivale a preguntarse cómo vivir. La felicidad es una búsqueda a lo largo de la vida de cada persona. La infelicidad es el abandono de la búsqueda, del deseo de seguir viviendo. Más que una meta a alcanzar, es un estado de ánimo, el anhelo de una vida plena y conseguida. El lector no encontrará en este libro ni definiciones ni recetas para lograr esa plenitud, pero sí razones para no desistir ni sucumbir al desánimo de una existencia paradójica y contradictoria, contingente, finita y limitada, como lo es la condición humana, aunque, al mismo tiempo, esperanzada.

Nadie ha puesto nunca en duda que la felicidad es lo más demandado y universal desde que existe la humanidad. Tampoco hay que explicar mucho que, más allá de ese anhelo incuestionable, sabemos poco acerca del contenido de la felicidad: cómo se logra, en qué consiste, qué la hace real y duradera. Estamos bastante de acuerdo en que es un objetivo inalcanzable e improbable. Tampoco parece acertado reducirlo a la vivencia de algunos momentos de satisfacción que todo el mundo experimenta con relativa frecuencia. Algunos filósofos se han referido a ella como el fin propio de la vida humana, pero ninguno ha considerado que fuera función de la filosofía ocuparse en determinar en qué consiste ser feliz. Más bien, tras dejar clara la pertinencia del empeño, los pensadores se han concentrado en disertar sobre las limitaciones de quienes aspiran a ser felices, o sobre los malentendidos de una falsa idea de felicidad, solo causa de desengaños y frustraciones si se da por buena sin más análisis. La lección que se extrae de las enseñanzas de los filósofos es que la felicidad, en efecto, es el mayor bien, pero un bien que exige esfuerzo, paciencia, perseverancia y tiempo. Por eso hay que insistir en que la felicidad es, más que nada, una búsqueda. No es una tarea fácil ni una especie de destino que nos aguarda y llegará inevitablemente. Se acerca más a una manera de vivir, a una actitud frente a lo que nos sobreviene, a una especial forma de ver la realidad y de vernos a nosotros mismos, algo que no viene dado por arte de magia, sino que se construye con voluntad y tesón. La felicidad es la búsqueda de la mejor vida que está a nuestro alcance.

Por eso la felicidad siempre ha estado vinculada a la ética, tal como la entendieron quienes se inventaron el vocablo, los filósofos griegos. Ellos enseñaron que, dado que el fin de la vida humana, lo mejor que cabe esperar de esta vida es ser feliz, cada persona tendrá que esmerarse en construir un ethos, una manera de ser, un carácter que le disponga y le ayude a vivir bien. Vincular la felicidad a la ética significa que aquella reside en el carácter o en la personalidad de cada uno, más que en un código o en un listado de normas que hay que acatar por obligación. Una personalidad, sin embargo, con la que no se nace, sino que se labra y cultiva a lo largo de la vida. Así lo expresa, aunque con una cierta oscuridad, la palabra griega que hemos venido en traducir por «felicidad»: eudaimonía. Un concepto impenetrable, puesto que su significado literal es «tener un buen dáimôn». ¿Y qué es el dáimôn? No es fácil explicarlo. Puede significar «suerte», pero también «carácter», «alma», incluso «conciencia». Como ingredientes de la vida feliz no son conceptos vanos. La suerte, ser afortunado, importa, es una condición necesaria, aunque no suficiente, para buscar la felicidad sin desanimarse a cada paso por la inutilidad del empeño. Pero no basta ser afortunado, haber nacido en el lugar y con las condiciones adecuadas para que la vida nos sonría. La felicidad hay que ganársela, repito: es una búsqueda o, como escribió Bertrand Russell, una conquista.

No podemos dejar de lado la lección aristotélica, que enseña a discernir entre una noción simple, intuitiva, de felicidad, la que la relaciona con la satisfacción de deseos como enriquecerse, tener éxito, recibir honores y reconocimiento, y la auténtica felicidad que consiste en vivir la vida como debe ser, lo que el filósofo griego llama la «vida virtuosa». Empeñarse en una «vida buena» es la empresa humana por antonomasia. No porque sea una obligación ni un deber, que también lo es, sino porque es la única manera de vivir con sentido o con una cierta satisfacción por lo que uno puede hacer en este mundo.

Lo que los distintos filósofos nos han dicho sobre la felicidad será la guía de las páginas que siguen. La filosofía ha sido para muchos de ellos un «arte de vivir» que se aprende cada día. Cicerón sentenció que «filosofar es aprender a morir», lo que no es contradictorio con el amor a la vida, sino consecuencia de la voluntad de vivir bien. Montaigne, que recogió la idea, lo subrayó a lo largo de sus Ensayos: «Mi oficio y mi arte es vivir». A ello se aplicó tanto en su actividad pública, como alcalde de Burdeos, como en la soledad del torreón donde se inventaba a sí mismo al escribir sobre los antiguos y sobre costumbres insólitas que dejaban al descubierto los muchos prejuicios en que se asentaba la vida de sus contemporáneos occidentales.

No han sido, sin embargo, las lecciones de los filósofos las que podemos decir que se han impuesto en el empeño por vivir satisfactoriamente a lo largo de los siglos. Aunque es cierto que los resultados de las encuestas, cada vez más frecuentes, suelen ser optimistas con respecto a la percepción que tiene la gente sobre su grado de felicidad, la verdad es que la joie de vivre no parece ser una constante de la vida humana. Aunque somos conscientes de que la mera acumulación de bienes materiales no procura una vida feliz y satisfactoria en todos los sentidos, nos comportamos como si esa conciencia estuviera ausente. Los economistas más concienzudos advierten que el nivel de felicidad de la gente que habita un territorio no se corresponde exclusivamente con el valor de su producto interior bruto. El crecimiento económico no es garantía de una vida buena. Aun así, en nuestro tiempo es casi imposible sustraerse a las cifras y a las clasificaciones y dejar de ver la felicidad como el objeto de una ciencia que cuenta con indicadores y medidas capaces de determinar si la gente es feliz y cuándo lo es más o menos. Lo cual tiende a materializar el significado de una sensación que no debiera medirse cuantitativamente. Por su parte, tanto la psicología positiva como la neurociencia se esmeran en conseguir resultados que den a conocer cómo y por qué nos sentimos felices o desgraciados. La misma filosofía no fue ajena a tal empeño, con la teoría utilitarista, que pretendió medir la cantidad de placer y dolor producida por las decisiones políticas con el fin de adecuarlas al máximo al bienestar de las personas. Ese intento de capturar la felicidad y poder dispensarla como si fuera un producto material adquirible es tal vez el mayor enemigo de acercarse al estudio de lo que deba ser una vida buena y con sentido de acuerdo con las enseñanzas de los filósofos.

«Cambia de alma y no de cielo», escribe Séneca en una de sus Cartas a Lucilio. La búsqueda de la felicidad requiere una cierta actitud, una disposición favorable por parte del individuo que emprende la búsqueda. Es un compromiso ético que algo tiene de cálculo, mucho de sabiduría y no poco de subversivo. No es un derecho ni un destino. Está más cerca de la autoexigencia y de la valentía que de la complacencia, pues son las situaciones adversas las que ponen a prueba el significado de la felicidad y la capacidad del individuo para encajarlas en su propia vida. Podríamos decir también que es una empresa común puesto que la felicidad individual y la colectiva se alimentan la una a la otra. Un compromiso sostenido que solo finaliza con la muerte. La reflexión filosófica sobre la felicidad es la indicación de un camino que empieza en cada persona. Para que fructifique, no es la realidad exterior la que debe cambiar, sino, al decir de Séneca, el interior de cada uno.

La esencia del ser humano es el deseo, según lo entendió Spinoza. Se desea algo que no se posee, lo que indica que el principio del deseo es una necesidad, un sufrimiento o una falta. Dicho de otra forma: el deseo parte de la necesidad de superar una situación de infelicidad. Una de las ventajas de no ser feliz, hizo ver Unamuno, es que se puede seguir deseando la felicidad. El acierto o desacierto en avanzar hacia ella radica en algo tan sencillo y complicado al mismo tiempo como aprender a satisfacer los deseos adecuadamente. Para lo cual se requieren dos cosas: libertad y sabiduría. Son los dos elementos que han acompañado siempre a la reflexión filosófica sobre la felicidad. Incluso el esclavo, dijeron los estoicos, puede ser feliz si concentra tal objetivo en la libertad de pensamiento que nadie le puede arrebatar.

Pero hemos dicho que la búsqueda de la felicidad no puede ser un anhelo individual. La vida en común nos constituye, nos necesitamos mutuamente y hemos llegado a entender que el camino hacia una vida mejor debemos emprenderlo juntos. De esa convicción nace la idea de unos derechos universales, unos bienes básicos imprescindibles para gozar mínimamente de la existencia. ¿Es la felicidad uno de ellos? Sería un error afirmarlo así. Todo individuo tiene derecho no a ser feliz, sino a estar en condiciones de buscar la felicidad. Reconocido este derecho, como lo hace explícitamente la Declaración de Independencia de Estados Unidos, es una obligación de los estados democráticos ofrecer las garantías que hagan posible a todo ciudadano construir una vida buena en el sentido más pleno de la expresión.

La obligación política ha de estar secundada por un deber individual. No basta ser formal y materialmente libre para poder satisfacer los deseos; la búsqueda de la felicidad requiere a su vez sabiduría, aprender dónde están las ocasiones de felicidad, los recursos para reaccionar adecuadamente ante las adversidades y los desengaños, tener criterio para distinguir qué deseos merecen ser satisfechos y cuáles no. Sabiduría que es asimismo experiencia e inteligencia para reconocer los errores y no repetirlos.

Parafraseando y tergiversando a Tolstói, habrá que decir que todas las personas buscan por igual la felicidad, pero cada una será feliz a su manera. La búsqueda de la felicidad es una tarea subjetiva, resultado de las circunstancias que envuelven a cada existencia singular. Como ocurre también con la ética, no estamos hablando de una indagación puramente intelectual: cómo vivir, cómo establecer las condiciones para vivir bien es una práctica que se construye con voluntad y buen ánimo, no a partir de verdades abstractas y absolutas. Virtudes como la moderación, la cortesía, la modestia, la sociabilidad son esenciales en el cultivo del yo que forja el carácter de cada persona.

Que hablar de felicidad sea lo mismo que hablar de ética o de una vida buena tal vez sorprenda de entrada. Más aún cuando la vida buena la entendemos vinculada a normas, deberes, obligaciones y modos de vida poco atractivos, lo opuesto a la acepción más intuitiva de la vida feliz. No obstante, siempre que me he referido públicamente a la dificultad de motivar a las personas en función de unos valores éticos y no de valores meramente instrumentales como el dinero, me he encontrado con réplicas de quienes aducen que la buena práctica, en el terreno que sea, lleva en sí misma su propia gratificación. No hacen falta muchas razones para mostrar que la vida buena tiene más valor que la buena vida, aunque la segunda sea una opción más apetecible que la primera. La satisfacción de haber actuado bien y en beneficio no solo de uno mismo es para muchos razón suficiente para promover un modo de vida más orientado por fines éticos que por intereses privados y parciales. El ser humano no es solo egoísta, necesita a los demás y le gusta la convivencia pacífica. No hay atisbo de felicidad posible si uno se empeña en cerrar los ojos a esa verdad autoevidente.


Sant Cugat del Vallès

Septiembre de 2018







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La vida buena