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El amuleto de Dalkarén

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

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© de la fotografía del autor: Archivo del autor

© Luis M.Torrecilla 2018

© Editorial LxL 2018

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: diciembre 2018

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-17516-60-4

El primer libro que surge de un teclado creo que solo puede, y debe, dedicarse a una madre y a la persona a la que amas.

Mama, gracias por acompañarme en cada uno de mis sueños, por muy locos que fueran.

Elena, gracias por dejarme ser parte de tus sueños.

«Cuando la oscuridad se cierna sobre la luz, y las hordas de engendros formen un único ejército bajo una misma bandera para someter al mundo, el portador de uno de los amuletos divinos, tras renacer y traicionar a su pueblo, dirigirá hacia la victoria al ejército más temible jamás visto, conducirá al último dragón a la última batalla y dará su vida para que los gemelos vuelvan a unirse y así, juntos, derroten al paladín de la oscuridad».

Última profecía del libro de Luvidine.

Última caminante del tiempo.

La primera vez que hable de la idea que paseaba por mi cabeza lo hice con timidez y vergüenza, con miedo a sonrisas despiadadas o palabras de escepticismo. Aun así, conseguí decirlas: «Quiero escribir un libro». La persona que lo escuchó simplemente sonrió y me dijo con mucha dulzura: «Cuéntame de qué trata».

Todavía recuerdo la calidez de esa sonrisa, que fue la que me dio fuerzas para comenzar este proyecto. Muchas sonrisas son el punto de inflexión hacia algo hermoso. Una mirada de confianza es todo lo que se necesita para empezar.

Por eso, debo mi primer abrazo literario a Natalia. Gracias por darme el primer empujón.

Después se han sumado al proyecto muchos más. Lectores alfa que me han aconsejado, corregido y animado a seguir adelante.

Mil gracias a mi hermano Javi. Gracias, Pili. Gracias, Diego. Gracias a muchos más por empujarme hacia lo que hoy se hace realidad.

Espero que disfrutéis de este libro, pues también es un poco vuestro.

Amanecía sobre Pádaror, y los primeros rayos del sol de primavera, al colarse por las ventanas un poco desvencijadas de la granja, despertaron a Harl. Se levantó, se vistió de una manera automática, adquirida tras más de cuarenta años de rutina, y se dirigió a la jofaina del otro lado del cuarto para continuar con su ritual mañanero y lavarse cara, manos y torso. Durante el trayecto no le hizo falta dirigir la mirada a la otra cama que se encontraba en el cuarto, sabía que su hijo, Riss, hacía más de una hora que se había levantado y seguramente ni siquiera había desayunado para acabar pronto con sus tareas diarias. Así, se dirigió a la cocina y, avivando las ascuas de la noche anterior, puso a calentar agua para preparar el té, mientras sacaba a la mesa carne seca y queso, y partía dos grandes rebanadas de pan que habían comprado el día anterior en el mercado. Las untó con miel; normalmente guardaban este preciado manjar para cuando alguno de los dos caía enfermo, pero aquel día no era un día cualquiera y Riss necesitaría un aporte extra de energía.

Dejando la tetera apartada mientras el té reposaba, se dirigió al establo donde encontró a Riss y, por un momento, reparó en su hijo. Hacía más de ocho años que su mujer había muerto de unas fiebres desconocidas y, desde entonces, él se había ocupado. Al principio, pensó que no sería capaz de hacerlo solo, pero, ahora, al contemplarlo detenidamente, se dijo a sí mismo que no lo había hecho tan mal. Hacía dos meses que había cumplido los dieciséis años, era de los más altos del pueblo y el trabajo de la granja hacía que todos sus músculos se marcaran ante cualquier movimiento. Tenía el cabello castaño y unos ojos negros como la noche, heredados de su madre. Pero, lo que a Harl le hacía sentirse más orgulloso, era la gran bondad que irradiaba.

Harl encontró a su hijo en el granero colocando la paja.

—Como sigas a ese ritmo con la horca, te vas a quedar sin fuerza para el campeonato y te eliminarán en la primera ronda. Anda, deja eso para otro día y vente a desayunar antes de que se enfríe demasiado el té.

—Un segundo, ya mismo voy. Es que quería dejar a las vacas arregladas. Vaya usted yendo delante —contestó Riss.

A los pocos minutos, se encontraban ambos sentados frente al suculento desayuno, preparado por Harl.

—¿A qué se debe este banquete? Parece que sea su cumpleaños —preguntó Riss.

—No seas tonto, ya sabes por qué es. Hoy comienza el campeonato de primavera y, como participante, supongo que querrás tener suficiente fuerza para aguantar todo el día combatiendo, ¿verdad? —respondió Harl.

—Pues claro, pero sabe igual que yo que eso es bastante difícil, cada año se presentan más luchadores y, además, nadie ha accedido a la guardia con menos de diecinueve años, y usted piensa que justamente yo, el hijo de un simple granjero, va a batir nuevos récords. Seguramente, ganará el hijo de algún noble, ya que muchos de ellos no hacen otra cosa que entrenar durante todo el año y, además, algunos incluso tienen un maestro de armas a su disposición, cuatro y cinco días a la semana. ¿Se imagina, padre? ¡Un maestro de armas! —Bajando la mirada a sus pies, continuó con cierto tono de anhelo y resignación al mismo tiempo—: Yo entreno mucho cuando tengo tiempo, y no soy malo del todo, pero para ser sincero, no tengo muchas oportunidades.

Harl, ante este comentario, se levantó lentamente y, con la misma parsimonia, se dirigió a la ventana, la abrió y el frescor de la brisa de la mañana inundó el comedor. Riss, arrebujándose en la camisa, cogió una pequeña manta junto a una banqueta y se dirigió hacia su padre, donde le cubrió los hombros para que esa brisa no calara en sus viejos huesos. Harl no pudo contener una pequeña sonrisa de orgullo por aquel acto, pero enseguida se recuperó, se puso serio y comenzó la reprimenda:

—Riss, no deberías hablar así, ¿te he hablado alguna vez de la ley de la tracción...?, ¿o era de la traición...?, ¿o atracción...?, ¿o...?, bueno, da igual, te la explico, a mí me la contó un gran mago del fuego, que pasaba cerca del huerto un día que estaba recogiendo nabos, y como se había perdido…

—Padre, por favor, vaya al grano que ya se me está dispersando, como hace siempre, y se nos va a enfriar el té —interrumpió Riss.

—Sí, tienes razón. El caso es que, según esta teoría, si piensas algo con mucha fuerza, esto tendrá más posibilidades de realizarse, así que, además de desear algo, hay que creer que se puede alcanzar todos los sueños y repetírselo todos los días, pero no en forma de petición, sino como una realidad que va a suceder en el tiempo. Además, si tu pensamiento es negativo, atraerás esa negatividad y todo te saldrá mal. Así pues, vamos a hacer un pequeño ejercicio que vas a repetir todos los días de hoy en adelante. —Cogió por los hombros a su hijo desde atrás y, colocándolo frente a la ventana con parte del cuerpo fuera, le dijo—: Ahora quiero que grites con todas tus fuerzas tu gran deseo a la naturaleza.

Riss, por muy absurdo que creyera que fuera eso, sabía cómo era su padre y que no tenía escapatoria, así que sin prestar resistencia gritó:

—¡Quiero ser integrante de la Guardia Real!

Al volver la vista a su padre, se quedó de piedra, pues este le miraba con cara socarrona mientras movía la cabeza de lado a lado como si lo hubiera hecho mal.

—Veo que no me escuchas. En primer lugar, tiene que ser una afirmación y no un deseo y, en segundo lugar, ¿eso es un grito? Ya te he dicho que tanto trabajar de buena mañana y sin desayunar te iba a dejar sin fuerzas. Sé un hombre y no me avergüences más —dijo, mientras que señalaba a la ventana. Esta vez, Riss, con todas las fuerzas de sus pulmones, gritó:

—¡Voy a ser integrante de la Guardia Real!

—Bien, bien, bien, eso está mejor. Pero hay algo que falla, yo ya tengo claro que tarde o temprano vas a ingresar en la Guardia Real, y está bien reforzar este aspecto, pero ya que somos bastante pobres, no lo vamos a ser también a la hora de pedir, así que quiero que pidas ese deseo, ese gran anhelo que tienes en tu interior. No sé, seguro que has soñado rescatar a alguna princesa, derrotar tú solo a un ejército... Dime, ¿qué has soñado últimamente?, o mejor, ¿con qué no te atreves a soñar?

—Hombre..., siempre he soñado con dirigir mi propio ejército contra otro de engendros y, por supuesto, aunque la batalla fuera cruenta, siempre salía victorioso. También soñé hace un par de semanas que, mientras iba de caza con Ymy, nos atacaba un gigante de las cumbres. Ymy se quedaba inconsciente y, al final, lo tenía que derrotar yo en una lucha mano a mano, ¡ja!, ¿se imagina? Incluso un día soñé que era el guardián de una de las torres sagradas.

Justo en ese punto, ambos estallaron en carcajadas ante lo absurdo de la idea. Según cantaban los juglares y según las leyendas que corrían por el mundo, cuando los dioses se marcharon, dejaron, cada uno de ellos, un amuleto de poder. Los seres de este mundo, como compensación, crearon una torre en honor de cada uno de estos dioses para que ejerciera como punto de referencia y sitio de ofrendas para cada dios y, así, también sirviera como centro de enseñanzas del poder de cada uno de estos. En la actualidad, de las siete torres que se construyeron, solo se conocía la localización de tres de estas torres. Una estaba en la ciudad de S’ten, al pie de las Montañas Quebradas, donde nacía el río Maitó; era la Torre de la Luz, dedicada a la diosa Siliit, pero era una torre a la que no se tenía acceso, pues estaba rodeada por un escudo de luz que ningún mago había sido capaz de atravesar desde la caída de los Poderosos, hacía ya casi ochocientos años. Otra, la Torre del Aire, dedicada al dios Antahal, se encontraba en la península de los vientos, y solo tenían acceso a ella los nalantes y los dragones, y puesto que hacía más tiempo del que nadie recordaba que no se había visto a ninguno de su especie, esta torre era de uso exclusivo de dichos nalantes. La última de las torres que se conocía se hallaba en la isla de Artendon, en el estuario del río Aragui, estaba dedicada al dios Oomte, dios del agua, y solo tenían acceso a ella los tritones y los señores de la magia. Así pues, siendo humano como lo era Riss, su única opción de acceder a una torre sagrada era convirtiéndose en un señor de la magia, y esa opción había quedado descartada hacía tiempo, cuando se comprobó que él no tenía dicho don.

Rascándose los húmedos ojos y extendiendo de nuevo la mano hacia la ventana, Harl, en cuanto pudo hablar de nuevo, invitó a Riss a realizar la petición a la naturaleza

—No me lo digas a mí, hijo, sino a la madre tierra. —Riss se acercó de nuevo a la ventana y, sacando todo el torso por esta, gritó a pleno pulmón:

—¡Venceré a un gigante de las cumbres en un combate mano a mano!

—Ves, eso ya empieza a tener tintes de grandeza. A partir de ahora, quiero que hagas esto todas las mañanas, y si se te ocurre otra meta, pues añádela a tus peticiones, pero, por favor..., nada de torres de magia.

De nuevo, les dio la risa y Harl, arrebujándose en la manta que le había proporcionado su hijo, se dirigió a la mesa. Sin embargo, a mitad de camino, se percató de que Riss no le seguía y que ni siquiera había cerrado la ventana, puesto que la gélida brisa seguía colándose por ella. Al volverse, lo descubrió mirándolo fijamente y con una sonrisa que conocía bien su padre, esa sonrisa que ponía cuando se le estaba ocurriendo alguna travesura.

—Bueno, padre, ahora que ya he pedido mi deseo y que usted lo ha pasado tan bien a mi costa, creo que es su turno, ¿o piensa dejar pasar la oportunidad de que sus sueños se cumplan? —dijo sin perder esa sonrisa picaruela y con un toque sarcástico en su invitación, mientras que señalaba la ventana a imitación de cómo su padre había hecho anteriormente.

Harl se dirigió a la ventana, mirando desafiante a su hijo, y mientras sacaba el cuerpo por esta, imitándolo, gritó a pleno pulmón:

—¡Este año, el rey Dorko instalará en su castillo mi nuevo invento, «el suelo del desierto»!

—¿El suelo del desierto? —repitió Riss—. ¿No me diga que le va a llenar el castillo de arena? Mire que sus inventos suelen ser muchas veces un tanto..., cómo decirlo... ¿alocados?, pero esto pinta ser más descabellado todavía. Venga, vayamos a desayunar y cuénteme en qué consiste esa nueva idea suya.

Así, finalmente, se sentaron en la mesa y, mientras saboreaban sus viandas, Harl le contó en qué consistía «el suelo del desierto».

Justo cuando estaban terminando su desayuno, unos gritos, llamando a Riss desde fuera, hicieron que este recogiera rápidamente la mesa y, despidiéndose de su padre, saliera de la casa para dirigirse a la ciudad. Sentado sobre la valla de la granja y con su arco largo cruzado sobre el pecho se encontraba su amigo Ymy. En cuanto vio que se acercaba Riss, saltó de la valla, donde descansaba, y juntos emprendieron el camino a Pádaror. Ymy tenía dos años más que él, pero desde niños habían crecido juntos, ya que vivía a tan solo una milla de distancia, y habían sido compañeros de juegos desde la infancia. Uno se apoyaba siempre en el otro y hacían un gran equipo.

Ymy también era bastante alto para la media de la población de Pádaror, pero, en vez de ser fuerte como Riss, era extremadamente delgado y poseía una nariz aguileña que le daba un aspecto de fragilidad que siempre le causaba problemas con los demás chicos de su edad. Al contrario de Riss, a él nunca le había atraído la Guardia Real, su sueño era entrar en Los Halcones, la compañía de arqueros reales de Pádaror. Estos no gozaban del respeto que generaba el ser un integrante de la Guardia Real, pero eran igualmente admirados y fundamentales en la defensa de la ciudad, sobre todo, en la defensa de las Puertas Negras. De hecho, Ymy era un gran arquero y alguna vez había sido llamado por Los Halcones para hacer inspecciones o para la defensa de las puertas, cuando les hacía falta personal, pero su sueño era poder peinarse en la nuca las cuatro trenzas con plumas de halcón rojo que caracterizaban a dicho grupo. El resto del tiempo lo gastaba como cazador en los bosques de Tranya para vender luego la carne y pieles; incluso, algunas veces, Riss lo acompañaba en sus pequeñas escapadas y, pese a que este no contribuía mucho en la caza, siempre se repartían las ganancias a medias.

—Buenos días, Ymy, ¿preparado para tu gran día? —dijo Riss nada más llegar al lado de su amigo.

—Mi gran día..., ojalá... Sabes que sueño con ello desde pequeño, pero es muy complicado, ya me he presentado dos años y todavía no he conseguido llegar a la final ninguno, y no sé por qué este año va a ser diferente. De hecho, he visto a un par de cazadores de los bosques de Tranya, con los que me crucé hace tiempo, y como se presenten al campeonato, va a subir mucho el nivel exigido este año. Vi a uno de esos tipos alcanzar a un conejo en carrera a más de cincuenta pasos de distancia. Si no hubiera estado allí, no lo creería posible. Creo que este año si llego a la final, ya me sentiré afortunado.

—Yo ya sé lo que te preocupa a ti, y no es eso exactamente. Te recuerdo que hace más de un mes me dijiste que si conseguías ingresar en Los Halcones este año trenzarías una rosa en el cabello de Araza. —Señal que indicaba una pedida de compromiso entre los enamorados.

Araza era la hija de uno de los muchos posaderos de Pádaror, era castaña, no muy alta y con curvas suficientes para atraer las miradas de cualquier hombre. Conoció a Ymy hacía ya más de diez años, mientras que este le vendía carne de venado a su padre. Desde un primer momento ya existió un flechazo, pero, debido a la introversión de Ymy, su relación no había pasado de la amistad y, aunque de vez en cuando paseaban juntos por la vereda del río, jamás habían hablado de su posible futuro.

Ymy se quedó parado en mitad del camino, mientras que el rubor cubría poco a poco su tez.

—No seas tonto, qué tendrá que ver una cosa con la otra y, además, si tuviera que esperar a ganar el campeonato de arqueros, creo que lo llevaría bastante crudo.

—Ahora no quieras escaquearte ni retractarte de tus palabras, si lo dijiste lo tienes que cumplir. Y, por cierto, no deberías ser tan negativo y tener una actitud más optimista, ¿sabes lo que me ha contado mi padre hoy? Pues verás, se trata de la ley de la tradición o algo así... —Riss comenzó a contarle la conversación mantenida con su padre esa mañana y, así, reanudaron de nuevo el camino hacia Pádaror.

A la misma hora en que Riss e Ymy conversaban de camino a la ciudad, Th’oman subió la última colina del camino que llevaba a Pádaror y pudo contemplar la mayor ciudad defensiva que existía en el mundo. Hacía más de cinco años que había estado en ella, fue su primera y última estancia en esta, pero desde lejos no parecía haber cambiado demasiado. Era una ciudad doblemente amurallada, una muralla exterior de treinta pies de altura, en forma de octógono, con una torre defensiva en cada uno de sus vértices, y con cuatro puertas; una muralla interior hexagonal, de más de cuarenta pies que disponía de tres puertas y seis torres, y en el centro de la ciudad, se alzaba la gran torre del homenaje, más grande de lo que nadie se había atrevido a imaginar, de hecho, contaba la historia que la habían realizado antes de la guerra de los Poderosos, cuando aún se disponía de los amuletos divinos. Además, en lo alto de la torre le habían colocado una especie de aguja metálica que se suponía que prevenía a la ciudad de que los rayos se descargaran sobre esta. No se sabía si era una de las excentricidades del rey en su afán de investigación o realmente funcionaba, pero desde que se había instalado, no se había provocado ningún incendio por tal motivo. La torre del homenaje era la vivienda del rey Dorko y de todo su séquito. Entre esta y la muralla interior se hallaban las escuelas de espada y arco de la Guardia Real y de Los Halcones respectivamente, así como las viviendas de estos y sus familiares. Los únicos negocios que existían en el espacio eran las dos forjas que había en la ciudad y una taberna exclusiva para los habitantes de este sector. Finalmente, entre las dos murallas, que suponía más de dos tercios de la ciudad, se encontraban los barrios de los comerciantes, mercaderes, tabernas, posadas, alfareros...

Normalmente, fuera de la muralla no existían viviendas salvo las del barrio de pescadores que se acomodaban junto al río, pero en estos días en los que todos querían hacer negocio, debido al torneo de primavera, la afluencia de gente hacía que toda la parte inferior de la muralla estuviera plagada de tiendas de campaña que se resguardaban así de los gélidos vientos nocturnos. Además, las calles de la ciudad se atestaban de tanta gente y puestos ambulantes que hacía ya tiempo que se decidió trasladar el mercado de ganado a la explanada sur, frente a dicha muralla y, actualmente, la ocupaba de manera completa, así como también gran parte de la explanada este. Entre las dos murallas, durante este periodo, todo el mundo intentaba hacer negocio con cualquier producto, y cualquier esquina o hueco contra una pared se ocupaba rápidamente con una caja del revés en la que se ofrecían verduras, espadas y escudos de madera, para los más pequeños, o vasijas de barro, aunque estas estuvieran desportilladas y, por supuesto, toda esta actividad también atraía a ladrones, estafadores y prostitutas. De hecho, el rey hacía muchos años que había decretado que, durante estas fechas, no se pagaría el impuesto de comercio, ante la imposibilidad de realizarlo con equidad. Durante estas fechas la guardia se dedicaba exclusivamente a la vigilancia de las calles para intentar minimizar los asaltos y peleas que se solían producir.

A poco más de una milla al norte, se podía divisar el río Aragui, donde se había instalado el barrio pesquero, y donde se hallaba el trasbordador y las torres de vigilancia con unos estrambóticos artefactos de los ingenieros de Dorko. Unas catapultas que eran capaces de arrojar piedras a gran distancia.

Sin embargo, por impresionante que pudiera ser la ciudad y sus alrededores, lo que provocaba que todo el mundo se quedara con la boca abierta eran las grandiosas Puertas Negras que se alzaban tres millas más allá del río. Se contaba que habían sido creadas con el amuleto de Cellant, el dios de la tierra. Medían algo más de mil pies de altura, eran negras como el azabache, y sus bisagras se hallaban unidas a las montañas de ambos lados, cerrando el que era el único paso existente de la cordillera de Cellant. Al oeste, a sus pies, existían unos pequeños barracones, donde se alojaban los vigilantes de dichas puertas, de los que partía un camino serpenteante que daba acceso a la parte superior de dichas puertas. Más allá de ellas se encontraba el Páramo Sombrío, donde habían sido desterrados todos los demonios, engendros y lusan negros.

Realmente, Pádaror era un lugar impresionante, pero Th’oman no había venido aquí para admirarlo ni para participar en el campeonato o comerciar con ganado, su objetivo era mucho más importante que eso, más del que nadie se podía imaginar, y lo malo era que se estaba acabando el tiempo y tenía que encontrar lo que buscaba lo más rápidamente posible. Así, tras una rápida ojeada, se arrebujó en la roída capa de algodón y se dirigió a la puerta sur, la más transitada de esos días.

Normalmente, la guardia de las puertas realizaba un examen concienzudo de todas las personas que entraban a la ciudad, anotando nombre y razón de la llegada, pero, debido a la gran cantidad de personas que diariamente entraban y salían por las puertas esos días de festival, solo se dedicaban a evitar que se formaran tapones.

Cuando Th’oman atravesó las puertas, simplemente le dedicaron una rápida mirada. En cuanto cruzó el umbral, Th’oman se vio inmerso en un río de gente caótico que le empujaba en todas direcciones y, bordeando ese río, gran cantidad de puestos improvisados vendiendo todo tipo de productos, e incluso alguna bella dama vestida con ropa liviana ofreciendo sus servicios. Tras quince minutos de intentar avanzar por las calles principales, decidió tomar callejones secundarios, ya que, aunque diera un poco más de vuelta, seguro que tardaría menos. El primero que tomó, lo llevó a lo que parecía la puerta trasera de una taberna, y halló a un joven sentado en un barril comiéndose una manzana, y con una espada doble apoyada en dicho barril. Cualquiera podría haberlo tomado por un joven aburrido, pero la experiencia de Th’oman y un análisis rápido lo hizo comprender que seguramente se encontraba ante un bandido. Tenía una cicatriz que se extendía desde la comisura de los labios hasta casi la oreja, y la nariz desviada de los muchos golpes que seguramente había recibido; además, llevaba una extraña camisa de mangas muy anchas que seguramente escondían varias dagas bajo ellas.

—Parece que te has perdido, ¿te puedo ayudar en algo? —preguntó el joven sosegadamente mientras que mordía la manzana.

—Voy hacia la posada de El Cuerno Dorado, así que si me indicas un atajo, te lo agradeceré.

—¡A El Cuerno Dorado! ¡Ja! Creo que a un andrajoso como tú, no le dejarán entrar. Te voy a ahorrar un viaje, en esa posada se alojan, en estas fechas, los nobles menores de los alrededores y no dejan pasar a nadie más, así que te recomiendo que busques otra. ¿O acaso eres un noble disfrazado?

—No soy un noble, pero tengo mis recursos, tú dedícate a indicarme la dirección y yo ya me las apañaré, ¿vale? Mira, ya que estoy un poco perdido, te daré un moneda de plata por la indicación —ofreció Th’oman.

—¡Caramba!, una de plata por una respuesta, tú debes de estar forrado, amigo. Mira, se me ocurre otra idea: tú me das todo lo que llevas y yo te dejo vivir y te digo dónde está la posada, ¿qué te parece? Yo creo que es una muy buena oferta.

Según decía eso, por la salida del callejón aparecieron dos hombres, uno de ellos tan grande que le podría sacar dos cabezas a cualquier persona de la ciudad. Por la entrada apareció otro compinche que, aunque un poco más pequeño, era el doble de corpulento que cualquiera de los que estaban en el callejón y, finalmente, de detrás de uno de los barriles surgió un cuarto compinche, apuntando a Th’oman con una ballesta.

—Vaya vaya, ya me imaginaba yo esto, pero, bueno, estoy pensando que, en vez de acabar con vosotros, a lo mejor me podéis ser de utilidad. Mirad, tengo cierta tarea que hacer aquí, y alguien que conozca la ciudad puede ahorrarme tiempo, que es justo lo que no tengo. Os propongo una cosa, aliados conmigo, ayudadme a buscar lo que quiero, y os daré diez monedas de oro a cada uno de vosotros, cinco ahora y cinco cuando acabéis el trabajo, ¿qué os parece?

—Veo que no has pillado la idea, ¿para qué queremos trabajar para ti si ahora mismo todo lo que posees ya es nuestro? Rand —dijo mirando al secuaz corpulento que había aparecido por la entrada del callejón—, quítale la bolsa, a ver si es verdad que tiene tanto oro, si es así, creo que podremos descansar el resto de los días del torneo, ja, ja, ja.

Rand avanzó decidido hacia la bolsa de Th’oman, pero antes de que llegara hasta él, Th’oman le señaló con el dedo, mientras que con la otra mano apartaba la roída capa y dejaba a la vista dos espadas cortas.

—¡Tú!, será mejor que no avances más y que apartes tus manos de mi bolsa, o tendré que cortártelas, y vosotros pensad lo que hacéis antes de que tenga que acabar con todos. —La seriedad de sus palabras y el tono al decirlo hizo que Rand se parara a mitad del camino para mirar al cabecilla sentado en el barril con cara dubitativa.

El joven del barril rio de nuevo y cuando paró, con los ojos humedecidos por la risa, dijo:

—No seas absurdo, amigo, dadnos la bolsa y acabemos con esto, ¿o piensas que puedes acabar con todos nosotros con esas espaditas? ¡Por todos los dioses, si son como las que mi hijo pequeño usa para cortarle las alas a las moscas! Ja, ja, ja. ¡Vamos, Rand! ¿A qué esperas?

Rand avanzó decidido hacia Th’oman, pero antes de que sus dedos rozaran la bolsa, oyó un silbido y vio cómo su mano caía al suelo desprendida de su brazo. Él cayó tras ella, sujetándose el muñón mientras aullaba de dolor. Automáticamente, un virote salió disparado de la ballesta hacia el corazón de Th’oman, pero este lo desvió con la otra espada corta que también había desenfundado. En menos de un segundo, todas las espadas estaban fuera de sus vainas.

—Vaya, veo que eres rápido y sabes manejar las espaditas esas, pero ahora que has herido a mi amigo, pagarás con tu vida por ello. Veamos cómo te defiendes contra cuatro espadachines —mientras decía eso, los cuatro asaltantes rodearon a Th’oman a la par que lo analizaban detenidamente para descubrir un hueco en su guardia.

El hermano de Rand era el encargado de vigilar la entrada del callejón; en cuanto pasaba una potencial víctima, este se colocaba bloqueándolo con una caja llena de nabos medio pochos, y comenzaba a gritar y a ofrecer su «suculenta» mercancía. Sin embargo, hacía ya más de veinte minutos que estaba allí plantado, y su hermano tendría que haber llegado hacía tiempo con su parte del botín. Tenía la sensación de que algo malo había sucedido, así que sin esperar más, se dirigió callejón adentro. Cuando llegó al ensanche, encontró lo que jamás se habría imaginado, su hermano y el resto de la banda se hallaban muertos, y todos ellos con ambas manos cercenadas.

Th’oman, tras el pequeño imprevisto y después de deambular un rato por la ciudad, consiguió llegar a la posada de El Cuerno Dorado, pero parecía que ese día los problemas se le cruzaban en su camino. En la puerta se hallaban dos soldados, ambos con armadura de cuero y con sendos blasones grabados en ella. Seguramente, eran dos integrantes de la guardia de algún noble que vigilaban la entrada para evitar visitas indeseadas e informar a sus señores de todo lo que pasaba en los alrededores.

Th’oman hizo como si no los viera y se dirigió a la entrada, pero, rápidamente, se cruzaron en su camino.

—A ver, amigo, creo que te has equivocado. En esta posada no se admiten pordioseros, así que date la vuelta y vuelve por donde has venido —dijo uno de ellos con voz despectiva.

—No me he equivocado, sé exactamente dónde me hallo, y os agradecería que me dejarais pasar, puesto que, después de varias semanas viajando, me apetece descansar —contestó Th’oman.

—Lo siento, amigo —contestó el otro guardia—, pero solo se permite la entrada a nobles y grandes magos, y me parece que tú no perteneces a ninguno de estos gremios.

Th’oman lo pensó un instante y, aunque jamás había utilizado el colgante que llevaba al cuello, pensó que por ese día ya había tenido bastantes problemas. Deslizó el colgante por el cuello de su camisa y, mientras lo mostraba, dijo:

—Realmente, no pertenezco a ninguno de esos gremios a los que aludís, pero creo que este colgante sí que me da derecho a la entrada.

Era un colgante con forma de octógono, con un hexágono dentro y, finalmente, en su interior, una gran torre en la que se podía ver la llama de Dalkarén, símbolo de dicho dios que se suponía que había creado a la raza de los hombres.

Sin embargo, la reacción de los soldados fue justamente la contraria a la que esperaba. Desenfundaron rápidamente las espadas y se pusieron en guardia.

—¿De dónde has sacado esto? ¿A quién se lo has robado?, ese colgante es del rey Dorko y está prohibido que nadie fabrique ninguno igual, ¡tú no puedes portar el símbolo de la ciudad! Ahora mismo nos acompañas a ver a la Guardia Real.

—Vamos a ver, chicos, ya os he dicho que estoy bastante cansado. Hagamos una cosa, uno de vosotros va en busca de la Guardia y el otro me vigila en el interior de la posada, mientras que nos tomamos una jarra de vino especiado, ¿qué os parece la idea? —propuso Th’oman.

—Creo que nos das el amuleto y te dejas de historias —dijo uno de ellos, mientras que acercaba peligrosamente la afilada cuchilla al cuello de Th’oman.

Este, con una velocidad increíble, mientras sujetaba la muñeca del guardia, giró sobre sí mismo a la par que retorció el brazo del atónito guardia. Tras ese rápido movimiento, el resultado final fue que Th’oman se encontraba detrás del soldado con este de rodillas y la espada amenazando su cuello.

—Veamos, no quiero problemas, pero hay varias cosas que debéis saber: una, que este amuleto me pertenece, y dos, que no pienso irme de aquí sin tomarme mi merecido vino especiado.

La tensión creció entre los tres, pero, en ese momento, sonó una potente voz que dejó a los soldados petrificados:

—Bajad todos las armas. —El guardia que quedaba armado así lo hizo, pero Th’oman miró desafiante al recién llegado. Se trataba de Arton, mano derecha del general de la Guardia Real, admirado por todos por su destreza con la espada y por su bondad en sus decisiones—. Tú también, Th’oman, por favor.

—Vaya, ¡por todos los dioses!, si alguien se acuerda de mí. Pensé que os habríais olvidado, igual que hicisteis con mis antepasados —replicó Th’oman, mientras que liberaba de su presa al soldado.

—Mi señor Arton, este individuo ha robado el colgante real de Pádaror.

Mirando fijamente a Th’oman y sin parpadear siquiera, Arton respondió:

—No lo ha robado, le pertenece a él. Nuestro rey se lo regaló hace más de cinco años y dictaminó que se le proveyera de víveres, cama y de cualquier cosa que necesitara gratuitamente. Y desde luego, que se le permitiera el paso a cualquier parte de la ciudad.

»Así pues, dejadle pasar y divulgad las palabras de vuestro rey por todo Pádaror para que no haya más malentendidos. ¿Puedo invitaros a ese vino en la posada? —dijo dirigiéndose esta vez a Th’oman.

Pasaron juntos a la posada. Estaba a rebosar, llena de jóvenes nobles que querrían participar en el torneo o simplemente venían a disfrutar de él. Y, en el fondo, dos magos y una aprendiz. La aprendiz era fácil de distinguir, pues, como todos los de su condición, llevaba una túnica anaranjada que hacía que se les viera a distancia. Uno de los magos, de mediana edad, vestía una túnica negra aterciopelada con dos franjas verdes en los puños y otras dos en el cuello que asemejaban una hiedra, lo que le distinguía como un gran mago de la vida. El otro mago era una mujer, con una fina túnica de color rosado y tres franjas moradas en los puños, lo que quería decir que era la señora del viento. Esto era extraño, pues los señores pocas veces abandonaban S’ten, pero para Th’oman carecía de importancia, pues la magia no lo iba a ayudar en su empresa.

Se dirigieron en silencio a la barra y, tras pedir vino especiado y tomar el primer sorbo, Arton comenzó la conversación:

—Llevas mucho tiempo sin aparecer por aquí, y después de que juraras que jamás pisarías Pádaror, realmente es una sorpresa verte, ¿qué es lo que te trae de nuevo a nuestras tierras que son las tuyas?

—¿Mis tierras?, esas estaban tras las puertas y, después de que nos abandonarais, perdisteis el derecho a realizar preguntas. Mis razones no te incumben, así que bebe, paga y vete.

—En cuanto se entere el rey Dorko de tu presencia en la ciudad, seguro que la requieren el castillo. Sería conveniente que fueras a presentarle tus respetos antes de que esto ocurra, además, tal y como terminó vuestra última reunión, creo que es lo más recomendable.

—¿Y por qué debería hacerlo?, no le debo nada, no es mi rey, y si es por este collar te lo puedes quedar tú y devolvérselo si quieres.

—Será mejor que cuides tu lengua, el rey Dorko ha sido generoso contigo y no es responsable de los errores de sus antepasados. Además, recuerda las últimas palabras que te dirigió.

Justo en ese momento, la aprendiz de mago, que se había levantado de su asiento, pasó al lado de dos nobles ebrios, que se encontraban junto a Th’oman, y uno de ellos la detuvo sujetándola del brazo.

—Oye, guapa —dijo el hombre ebrio—, mi amigo y yo estamos apostando por tu presencia aquí. De todos es sabido que los aprendices se encuentran todos en S’ten, al igual que los señores de la magia, y yo me he jugado diez cobres a que es porque vas a realizar prácticas de grandes hechizos al desierto Jammar, mientras que mi amigo piensa que vas a examinarte del rango de mago a la antigua usanza, pasando a los Páramos Sombríos y trayendo la cabeza de tres engendros. Dime, niña, ¿cuál de los dos gana la apuesta?

—Suélteme, señor, por favor, me va a hacer daño —respondió con una melodiosa voz.

—Vaya, pues si tienes miedo de mí, no sé yo qué vas a hacer cuando estés en los Páramos Sombríos y te encuentres con uno de los lusan negros. Dicen que tiene cuerpo de kigrit, colmillos de lobo e incluso algunos hasta alas.

—Venga, deja a la niña tranquila —protestó el otro noble—, no la asustes con historias de niñeras de cuna.

Th’oman, al oír este comentario, se giró lentamente hacia los dos nobles y, con una voz fría que hizo que todo el mundo callara y le prestara atención, se enfrentó a estos:

—¿Historias de aya de cuna?, ¿vos no creéis en los lusan negros?, pues le contaré una cosa. Son los seres más despiadados que existen. Cuerpos de kigrit, colmillos, alas..., eso es lo menos que pueden poseer. Ellos nacen como lusan, pero cada vez que abaten a una víctima pueden quedarse con parte de su cuerpo. Algunos poseen cuatro o seis brazos, otros solo dos, pero de gigantes de la colina, otros son alados, otros se implantan colmillos y glándulas de veneno de basilisco y, así, cuando te paralizan con este veneno, te pueden devorar las entrañas, lentamente, mientras gritas sin poder hacer nada.

»Incluso he visto a dos lusan negros compartiendo el cuerpo de un gigante. Me he enfrentado a ellos. Una vez, mis ocho compañeros y yo fuimos atacados por un grupo de tres lusan negros. A uno de ellos le corté un brazo, o mejor dicho, una garra de oso. Le partí por la mitad, desprendiéndolo del cuerpo de jabalí sobre el que iba anexado, lo dejé en el suelo desangrándose, me volví un instante para defender a un compañero y, dos minutos después, el lusan que había dejado en el suelo, se encontraba enfrente de mí, pero esta vez sobre las piernas de mi general y el brazo de mi mejor amigo en el lugar donde antes había estado la garra de oso. Al final, solo sobrevivimos tres de nosotros, y ni siquiera pudimos acabar con los tres lusan negros, pues uno de ellos huyó con las piernas del general, y lo que es peor, huyó con uno de mis compañeros. ¿Para qué?, te preguntarás, pues para comérselo poco a poco. Ellos poseen el don de la sanación y lo pueden emplear contigo, así que te pueden cortar una mano, luego otra, las orejas, las piernas, arrancarte la piel poquito a poco, los ojos... Solo mueres cuando, por fin, te abren en canal para comerse tus entrañas, y te aseguro que estás deseando que pase, así que no digas que no existe algo solo porque tú no te hayas enfrentado a ello.

Tras un instante de silencio sepulcral, el noble ebrio se dirigió a Th’oman:

—O sea, ¿me quieres decir que tú has visto a esos seres?, ¿que sabes cómo viven?, ¿e incluso te has enfrentado a ellos? Seguro que huyeron de tus mugrientas vestimentas. »Vaya, hace tiempo que no escuchaba una mentira tan descabellada —dijo ya entre risas—. ¿Y se puede saber quién es este gallardo caballero?

Esta vez contestó Arton:

—Se trata de Th’oman, último vigilante de los Páramos Sombríos, más allá de las Puertas Negras. Es aquel que llegó hace ahora ya más de cinco años y que es protegido de nuestro rey Dorko.

De nuevo, un silencio sepulcral cayó sobre la posada.

Hacía más de diez años que Arton había entrado en la Guardia Real de Pádaror, y poco más de dos que le habían nombrado cabeza insigne de los vigilantes de las Puertas Negras. Este cargo, con nombre pomposo, era el mayor de los que se podía alcanzar dentro de los vigilantes de la puerta. Pero debido a que en los últimos ochocientos años no había acontecido ningún problema importante en la defensa de estas, allí se destinaban a los nuevos integrantes, los novatos que requerían entrenamiento, y a aquellos guardias sancionados por cualquier motivo.

Sin embargo, los turnos de vigilancia se mantenían las veinticuatro horas del día, e incluso de vez en cuando se llegaba a abatir a algún demonio alado.

Arton jamás olvidaría ese día, el día en que salió de las Puertas Negras para ir a la torre del homenaje de Dorko. Era invierno, se encontraba junto a un pequeño fuego en su estudio, comprobando informes de suministros y de necesidades urgentes de adquisición de carbón, cuando sonó la alarma en las puertas. Al principio, pensó que se trataba de la alarma de un demonio volador, del cual se encargarían los halcones o magos, pero enseguida se percató de que la campana que tañía, lo hacía con un sonido más grave, un segundo más tarde reconoció aquel sonido como la alarma de ataque por tierra.

Sin pensarlo un momento, cogió la espada, que descansaba apoyada en el escritorio, y salió incrédulo todavía hacia el exterior. Ni siquiera recordaba historias antiguas sobre un ataque a pie a las puertas.

Se dirigió veloz al puesto de vigilancia donde ya se aglomeraba la guardia mirando hacia los Páramos Sombríos. Alguien señaló a un punto a no más de dos millas y, aunque con dificultad, pudo distinguir una sombra blanca sobre la nieve que se dirigía hacia las puertas en línea recta. Su camuflaje era casi perfecto, y con solo pestañear podías perderlo de vista.

A su lado llegó el garra de halcón, peinado con cinco trenzas acabadas en una pequeña pluma roja de halcón. Este se encargaba del mando de los halcones allí en la muralla y, olvidándose de saludarlo como era debido, directamente le preguntó:

—¿Abrimos fuego?

Arton comprobó que todos los arcos se encontraban tensados y prestos a hacer diana a la sombra que se acercaba.

—No disparéis, aunque permaneced alerta. Vamos a esperar a ver qué es exactamente.

La sombra siguió acercándose sin mirar siquiera hacia arriba. Cuando llegó a la puerta se dirigió hacia un lado y comenzó a buscar algo. De repente, desde un hueco excavado en la roca, junto al puesto de vigilancia, surgió una voz seca:

—Th’oman, vigilante del Páramo Sombrío, hijo de los descendientes de Dalkarén, último habitante de Tuberton, solicita que las Puertas Negras se abran y que sus hermanos le acojan en su seno.

Los murmullos, que no habían cesado desde que se dio la alarma, acallaron y todas las miradas se volvieron hacia Arton con expresión atónita. Había documentos en los que se relataba que antiguamente existía un poblado de humanos y hechiceros en el corazón del Páramo Sombrío. Tuberton lo llamaban. Dicho emplazamiento tenía como misión evitar que los engendros se reagruparan y que sus poblaciones crecieran en exceso. Era un sitio realmente peligroso, pero también llamativo para todos aquellos que querían alcanzar la gloria y el respeto de cualquier persona. Incluso para conseguir el grado de mago, se requería que se pasase en dicho poblado al menos seis meses y que se diera caza a tres engendros. Sin embargo, tal y como contaban las crónicas de Pádaror, hacía en torno a seiscientos treinta años, una expedición que llevaba víveres a Tuberton, la encontró totalmente arrasada. Solo hallaron cadáveres calcinados o huesos roídos hasta la médula. La expedición volvió a toda prisa para dar la noticia, y el rey de Pádaror consideró demasiado peligroso volver a reconstruir Tuberton. Así fue como se cerraron las Puertas Negras para siempre.

Sin embargo, ahora, bajo ellas se encontraba alguien que solicitaba que se abrieran para él y, además, utilizaba el santo y seña que hacía más de seiscientos años que nadie escuchaba.

—Bajad el elevador y subid a ese hombre. En el elevador no quiero a nadie, pero cuando llegue arriba, quiero todos los arcos con una flecha encajada en ellos y las espadas desenfundadas. Magos, cread salvaguardas contra proyectiles y estad también alerta. Si veis cualquier movimiento raro, calcinadlo.

Durante un minuto hubo un gran alboroto. Todo el mundo se preparaba en su puesto y había que cambiar los engranajes del elevador para que este bajara por la cara norte. Una vez hecho esto, se hizo de nuevo un largo silencio que no se rompió hasta que el elevador llegó con Th’oman a lo alto de las Puertas Negras.

—¡Vaya! La verdad es que esperaba que me recibierais con un poco de té y no con espadas, pero supongo que no se puede esperar otra cosa de un pueblo de traidores como es el vuestro —espetó Th’oman.

Estas palabras, cargadas completamente de odio, hicieron que todo soldado presente se revolviera incómodo, pero era un ejército muy bien entrenado y nadie osó hablar o moverse de su puesto sin que antes se lo hubiera indicado su superior.

—No tengo tiempo para juegos —respondió Arton con voz sosegada—. Decidnos quién sois, cómo habéis llegado aquí y qué buscáis.

—Soy Th’oman, último vigilante del Páramo Sombrío. Y respecto a lo que busco..., pues, sinceramente, no lo sé muy bien, supongo que simplemente estoy huyendo hacia una vida un poco más cómoda.

Tras un momento de duda, Arton optó por la única opción aceptable.

—Entrega tus armas. Te prometo que mientras estés bajo mi protección nadie osará hacerte daño. Serás conducido hasta nuestro rey y vigilante supremo de las puertas negras, el rey Dorko.

—Está bien. Supongo que después de abandonar a mi pueblo a su suerte, después de que rompiera su palabra de proporcionarnos suministros y reemplazo para las tropas y los magos, después de abandonarnos al olvido, supongo que algo tendrá que decir.

Todo el mundo se quedó atónito por la forma que tenía de hablar con respecto a su rey, pero nadie se atrevió a decir una palabra.

Arton llegó a Pádaror con una pequeña comitiva; solo él, con dos magos, el garra de halcón y diez soldados más. Una comitiva mayor hubiera supuesto una escolta de homenaje, privilegio que no le correspondía a él otorgarle a nadie; o una guardia temerosa de que pudiera huir el visitante, cosa que representaba un miedo que no sentía. Aun con el reducido número de integrantes, antes de atravesar las murallas, pudo comprobar que las almenas estaban atestadas de gente y una gran multitud se acumulaba en las calles existentes entre las murallas. Seguramente, algún mago habría mandado aviso de lo acaecido en las Puertas Negras, y todo el mundo quería ver de primera mano al que decía que era el último habitante del Páramo Sombrío. Sin embargo, Th’oman permanecía impasible a todo cuanto le rodeaba, era como si todo ese gentío no le estuviera observando a él, pero, sin embargo, sus ojos no paraban de evaluar todas las defensas de la ciudad.

Cuando atravesaron la muralla interior, el gentío no fue a menos, pues todos los soldados y familiares de estos tampoco se querían perder el espectáculo. Arton estuvo por ordenarles que siguieran con lo que estaban haciendo antes so pena de sanción, pero esa labor le correspondía al cabeza insigne del castillo, y no quería entrar en conflicto ahora. En ese momento tenía cosas mucho más importantes que hacer.

Por fin, llegaron a la torre del homenaje donde el chambelán del rey los esperaba. Sin dejar siquiera que Arton hablara, les dijo a este y a Th’oman que les siguiera y los condujo directamente a la sala real del trono.