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Primera edición: Octubre 2018.

© Tiempos de Bruma. El crimen de Lourdes Txiki.

© Jose Luis Vélaz Negueruela.

Imagen de portada:

Himmler en San Sebastián. Octubre 1940. Foto Fundación Castañé

https://elpais.com/elpais/2015/10/13/fotorrelato/1444747453_605541.html#foto_gal_4

Edita: Ulzama ediciones.

Maquetación e impresión: Ulzama Digital.

ISBN e-book: 978-84-949212-3-0

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Los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

Nicolás Maquiavelo.

Los simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar el poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven. (Fray Guillermo de Baskerville al Abad).

Umberto Eco. El nombre de la rosa.

Salvo concretas excepciones se ha respetado la grafía de los nombres de personas, poblaciones, calles y otros lugares en consonancia con los oficiales existentes en la época a la que se refiere la obra.

Tiempos de bruma es una obra de ficción. Documentada con hechos reales y dentro de un contexto histórico se entremezclan hechos y personajes auténticos con otros de ficción; si bien, el autor ha obrado en todo momento con libertad absoluta para modificar tanto a los personajes como los detalles históricos en función del relato de ficción, resultando por todo ello imaginarios, sin que los hechos narrados tengan que corresponder con la realidad.

Las personas —en cada época según sus medios— siempre han estado controladas por el poder —en todas sus acepciones—, para ello este necesita información oculta e íntima de sus adversarios, de quienes puedan hacerle frente, muchas veces sitos entre sus más cercanos, mas también de cualesquiera otros; información que analizada debidamente ha de servir para conocer sus intenciones… por eso siempre estarán ahí, de una u otra forma, y en particular en tiempos de bruma, los espías que te observan…

I
Preludio

En estos días oscuros, abandonado a mi suerte en un triste hospital de una apartada isla cuyo nombre prefiero reservarme, mientras espero la muerte, a mis noventa y cuatro años, ahora que ya no aguardo otra cosa y que tampoco temo a nada, me dispongo a narrar una terrible historia, jamás contada, que me tocó vivir en primera persona cuando el veterano coronel de la Gestapo Klaus Hoffmann, me eligió como su ayudante para una misión, que yo, desde luego, desconocía. Y aunque olvide si he tomado mi medicina de esta misma mañana; sin embargo, aquellos hechos, los recuerdo como si volviera a ese pasado, pues los tengo grabados en mi memoria a prueba de fuego.

Fueron unos días, en 1940, que todavía hoy me atormentan. No sé llorar. Hace tiempo que perdí la sistemática para ello. A cambio, imagino un rostro —es el mío—, del que brotan continuos regueros de lágrimas cayendo por las comisuras de los ojos. Me invade la tristura. Y la rabia… ¡Ay, la rabia! —resuenan estruendosas carcajadas en mi interior—, purificadora esta, salvándome, una vez más, del abismo de la depresión para envolverme en un nuevo proyecto, en una nueva esperanza: en narrar, ahora, lo que sé y viví. Eso me hace seguir.

Acababa de cumplir dieciocho años cuando me llamó y me ordenó que me presentara en la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA, por sus iniciales en alemán), de la calle Prinz-Albrecht en Berlín, donde me darían los documentos necesarios para que me desplazara a París. Allí, al día siguiente, 22 de septiembre de 1940, debía reunirme con él, en la estación de Montparnasse, para un viaje por tiempo indefinido, pero que muy probablemente iba a ser de larga duración. Nunca supe, realmente, el motivo por el que me eligió a mí. Hasta comienzos de la guerra había sido un estudiante normal, al que le iban mejor las matemáticas y la resolución de crucigramas que la Historia del Arte o la Geografía. Siempre pensé que el hecho de que hablara, de forma bastante correcta, el español, lo que figuraba, entre otras cosas, en mi ficha de las juventudes nacionalsocialistas habría sido la causa de mi elección. El coronel Hoffmann tenía entonces sesenta y ocho años y un extenso currículum militar. Con la Primera Guerra Mundial había abandonado su carrera como profesor universitario de ingeniería industrial incorporándose a la policía militar donde había destacado, resolviendo casos que a veces poco tenían que ver con la propia guerra, solo que habían sucedido en ese momento y entre militares. A su término había pasado tres años en Argentina, al parecer, por un proyecto de investigación en dicho país hasta que regresó nuevamente a Alemania. Con la nueva guerra, lejos de retirarse, había sido considerado muy útil para determinadas misiones en el seno de la Gestapo. Era un hombre fuerte, de recias y pronunciadas mandíbulas, siempre bien afeitado, con el pelo blanquecino, engominado, bajo su gorra militar, y sus ojos claros, de pálido gris, profundos, exaltados, como en permanente vigilia; también era alto, espigado; vestía impecable, siempre lustrados sus zapatos, y su uniforme limpio, cubierto por lo general en invierno, con un abrigo largo de cuero negro cruzado que realzaba su imponencia. Muy reservado, de pocas palabras, apenas me atrevía a preguntarle nada y si lo hacía, muchas contestaciones las daba con su mirada. Llegué a la estación a la hora señalada y unos segundos después el coronel apareció en el lugar establecido. Llevaba una maleta grande consigo y, tras hacerme una seña, me hizo que lo siguiera hasta que observé que nos dirigíamos al andén del tren expreso con destino a Hendaya. En un momento de distensión, al cabo de dos horas de viaje, mientras comíamos algo y antes de intentar conciliar un poco el sueño, osé a preguntar:

—Señor… ¿puedo saber adónde vamos?

Tras un rato en silencio el coronel me miró y al final decidió contestarme.

—Vamos a colaborar con la policía española en la resolución de un crimen que podría afectar a nuestros intereses.

II
Domingo, 8 de septiembre de 1940

Al mismo tiempo que los cazas alemanes bombardeaban la ciudad de Londres dejando sangre y fuego en ambas orillas del Támesis, el teniente Ralf Weber, de la dotación del ejército nazi destinado en Biarritz, se hallaba en la habitación interior 307 del Hotel Europa de la calle Prim de San Sebastián junto a Sara Garmendia; ambos de pie, se miraban en silencio, al borde de la cama del dormitorio iluminado tenuemente con la luz cálida de las mesillas de noche. Él le quitó la diadema de la cabeza dejando caer libremente el cabello, ligeramente ondulado, caoba claro, a juego con las pecas que salpicaban sus suaves pómulos de piel candorosa, sin dejar de mirar su atractivo rostro. Ella le gustaba mucho. La besó en la cara, y luego, mientras sentía el olor de la fragancia que desprendía el cercano cuerpo femenino, bajó sus labios lentamente hacia su cuello, largo y delicado, mientras Sara cerraba los ojos echando hacia atrás rectilínea su cabeza, sintiendo la humedad de la boca del oficial alemán acariciando, tiernamente, su piel sensible, ya estimulada. El tono ámbar de la luz caldeaba la habitación proyectando la figura de ambos abrazados, sobre la pared, a modo de una pareja de tango. Luego, él puso sus labios sobre los de ella, que mantenía los ojos cerrados, sintiendo, mientras los acogía apasionadamente abriendo la boca para que él penetrara en su interior. Así, el hombre comenzó a desabrochar los corchetes del fino y sedoso vestido blanco, que un cinturón, del mismo tono, hacía subir a la altura de las rodillas de la joven, pero sus manos eran demasiado grandes para lograrlo. La mujer sonrió, como si en ese momento despertara de su letargo amoroso, mientras le apartaba los brazos, soltándose ella misma el vestido. Él también sonrió, sin despegar los labios. Había dejado la gorra sobre la cómoda, resplandeciendo con el tibio fulgor de las lámparas la cabeza joven y recta que mostraba un recortado pelo rubio, como sus cejas, en un rostro perfectamente rasurado, y unos ojos azules, muy claros, que Sara dudaba fueran sinceros. Luego comenzó a soltarle los botones superiores de la guerrera de su atuendo militar de paseo, de las Waffen-SS, alegre y divertida, haciendo ademán para que siguiera él, mientras ella se desprendía totalmente del vestido. Desnudos cayeron sobre la cama amándose apasionadamente. Luego quedaron así, por un rato, el hombre aún dentro del cuerpo de la mujer, unidos los cuerpos, tendidos y abrazados. En total silencio. No se oía nada, tan solo la respiración aún jadeante. La fiesta estaba en la calle. Finalmente el militar alemán miró su reloj y sin decir nada se levantó. Ella abrió sus ojos y miró gustosamente la figura impecable, alta y sobria, masculina del teutón, totalmente desnudo que se dirigía a la ducha. Todavía en la puerta él volvió su cabeza y mirando el cuerpo de la joven sobre la cama se sintió complacido. Ambos se sonrieron con complicidad, también con picardía.

En cuanto Sara escuchó el ruido del agua de la ducha se abalanzó, apresurada y sigilosamente, sobre la ropa del teniente, palpando con sus suaves manos el bulto de la cartera. De un bolsillo del pantalón sacó una grande, de piel negra. Vio que tenía bastante dinero, en francos y en pesetas, pero no le interesó. Rápidamente sacó los documentos de identidad y afiliación copiando detenidamente los datos de los mismos en un papel. Estaba muy nerviosa. De vez en cuando miraba hacia atrás, precavida. El ruido de la ducha que llegaba desde el baño contiguo se seguía oyendo. Guardó precipitadamente la cartera en su bolsillo registrando, ahora, los de la guerrera. Notó que algo sobresalía de un bolsillo interior. ¡Ahí estaba lo que buscaba! El sobre mediano, amarillo, a la atención del señor Beissel, jefe del partido nacionalsocialista alemán de San Sebastián; volvió a mirar hacia atrás y entonces le vio a él, plantado desnudo, apoyado en el marco de la puerta, observándola en silencio, con los brazos cruzados. Aun así el agua de la ducha seguía oyéndose. Ella se estremeció y antes de que fuera a excusarse, él dijo algo, en su idioma, que no entendió, pero que por la forma en que lo expresó no era nada agradable.

—¡Siéntate ahí! —dijo esta vez en castellano mientras mostraba la cama. Luego, cogió el teléfono de la mesilla y pidió a recepción que le pusieran con el número 15315 de la ciudad y habló con alguien, pocas palabras en alemán, mientras ella seguía sentada al borde de la cama, totalmente desnuda, juntas las manos por las palmas entre los muslos, mirándolo sobrecogida, pero serena.

—¡Vístete y vete. Rápido! —volvió a decir el militar, haciendo un gesto con la cabeza, mostrando la puerta de la habitación. Ella así lo hizo, sin pérdida de tiempo. Él cogió el sobre amarillo dejándolo donde antes lo guardaba, vació el bolso de la joven sobre la cama y la cacheó antes de que se fuera, quitándole la hoja doblada en la que había anotado los datos que había sonsacado de su documentación y, tras mirar y leer la nota, levantó y dirigió su mirada hacia la mujer que se encontraba junto a la puerta colocándose alrededor del cuello un bonito pañuelo largo de seda azul claro.

—Me habías gustado. Es una lástima —dijo él, mientras negaba con la cabeza y luego, con la mano derecha, hizo un gesto para que se marchara. Y ella se fue sin decir ni media palabra.

Dos días después, el cuerpo de Sara Garmendia, sin vida, aparecería en extrañas circunstancias en la gruta de Lourdes Txiki, en la subida del monte Igueldo, con síntomas de haber sido utilizado en un ritual de magia negra.

III
La ciudad festiva

Mientras Sara cerraba la puerta de la habitación del hotel dejando al teniente, centenares de aviones alemanes seguían descargando sobre Londres, furiosamente, sus bombas como torrentes de acero, causando un cruento rastro: cientos de muertos y millares de heridos, provocando grandes daños en instalaciones de utilidad pública y de abastecimiento. Ardían los depósitos de petróleo y las fábricas de gas, de electricidad e instalaciones hidráulicas. Muelles, puertos y aeródromos destruidos, barcos hundidos, aviones abatidos. Las masas opacas de humo se extendían hasta la misma desembocadura del Támesis en una ofensiva aérea sin precedentes, bajo la dirección del propio mariscal Goering que rompía el paréntesis de relativa calma abierto en el viejo continente tras izarse la bandera del Reich a orillas del Bidasoa.

El teniente Ralf Weber se había, como tantos otros soldados del Tercer Reich, desplazado ese fin de semana a pasar unos relajantes días de asueto a San Sebastián. Había ido junto con el capitán Hermann Bauer y otros dos oficiales en un coche del ejército alemán —los soldados sin esa graduación no tenían la misma suerte y salían, desde el País Vasco francés hasta la Bella Easo, la capital guipuzcoana, en camiones militares que llenaban—. Los cuatro oficiales habían conseguido dos habitaciones dobles en el Hotel Europa, gracias a los hilos movidos por sus amistades del partido nacionalsocialista de la capital donostiarra, lo que había sido todo un logro, teniendo en cuenta que se hallaban todos los hoteles de la ciudad con el cartel de completo y que, incluso en ese mismo estado se encontraban los de las poblaciones cercanas de la costa vasca. No era para menos. La festividad de la Virgen del Coro, con todas sus actividades, religiosas y profanas, dejaba, al igual que había ocurrido el quince de agosto, saturada la oferta hotelera. Habían llegado la víspera, sábado a primera hora de la mañana, y se iban a volver el mismo domingo. Apenas tenían poco más de treinta minutos desde el campamento.

La ciudad elegante, animada y festiva, los acogía con alegría haciéndoles olvidar la crudeza del conflicto bélico. A pesar de la guerra civil que había terminado tan solo un año antes, San Sebastián no había perdido ese encanto natural, provocador, con esa fina hermosura, tan femenina quizás, tan delicada, que evocaba el puritanismo exacerbado de la época, pero a su vez, mezclado con el deseo sensual, soterrado, que incita tanta belleza.

Ya, mucho antes, no solo había sido el centro de la monarquía española, sino el lugar de descanso de muchas casas reales europeas, así como de gentes pudientes que llegados, atraídos por sus virtudes, desde todos los confines, habían dotado a la ciudad del glamour de la denominada belle époque, que siguió cuando París lo perdió al verse atrapada por la Primera Guerra Mundial, lo que acentuó la llegada a San Sebastián, por la neutralidad española en la misma, de personas con poder adquisitivo desde muchos países envueltos por el gran conflicto armado. Y aunque, en 1940, las consecuencias de la reciente guerra civil eran evidentes, con racionamientos de productos de gran consumo, la ciudad, que había sido tomada por las columnas navarras, requetés en su mayoría, aliadas con el régimen franquista, en la primera fase de la contienda, había vivido una relativa calma, hasta el punto de que alguna embajada en España, como la francesa, se había trasladado, como ya antes hubiera ocurrido, a San Sebastián. Todo ello había hecho que la ciudad, que en realidad era el centro de toda una gran comarca, hubiera mantenido una gran colonia de franceses, británicos y alemanes, llegados en épocas anteriores, que en muchos casos mantenían comercios, empresas y asociaciones que favorecían sus propias costumbres. La colonia alemana, además, era muy populosa en todo el País Vasco desde principios de siglo, pues habían arribado, en muchos casos con sus inversiones, por el gran desarrollo de la industria pesada que fue acompañada de la gran banca. Debido a todo ello, ya desde la Primera Guerra Mundial, se había creado el caldo de cultivo para la expansión de importantes redes de espionaje, que partían de la propia ciudad, como era el caso de la británica, así como de otras que circundaban a su alrededor.

El sábado, los cuatro oficiales del Tercer Reich, habían comenzado a disfrutar del programa festivo que se sucedía, durante el fin de semana, en distintas zonas: regatas de traineras en la bahía de la Concha, importantes carreras de caballos en el hipódromo de Lasarte; en la nueva plaza de toros, los carteles anunciaban para ese domingo, una corrida con seis astados de Saltillo para los toreros Bienvenida, el Estudiante y Paquito Casado. También, se daba cita, la travesía del paseo José Antonio Primo de Rivera organizada por el club Amaikak Bat, una competición de natación libre, de dos mil metros, en pleno mar, que atraía a muchos participantes. Los teatros Príncipe, Principal, Trueba y Victoria Eugenia, entre otros, presentaban afamadas obras. A las diez de la noche comenzaba la verbena en el muelle. A las diez cuarenta y cinco, en el teatro Victoria Eugenia, la Quincena Musical presentaba la zarzuela Doña Francisquita. A las once, en el primer espigón del puerto se lanzaba una colección de fuegos artificiales sobre la bahía y luego seguía la verbena hasta altas horas de la madrugada. Durante el fin de semana se anunciaban, también, grandes partidos de pelota a remonte y pala en el Frontón Moderno; y en el Nuevo Frontón de Gros, participarían las señoritas del Iberia de Madrid donde destacaba «la famosa, por imbatible, señorita Paz». En el Frontón Urumea el programa de partidos de cesta punta era de primera línea, enfrentándose una conocida pareja contra tres puntistas. Igualmente comenzaba el Campeonato de España de Tenis y las regatas de vela con el Trofeo del Turismo y el denominado Match entre Bilbao y la capital donostiarra. Un torneo de golf se llevaba a cabo en el Real Golf Club de San Sebastián, y para otro tipo de aficionados, en el hotel María Cristina, se daba cita un campeonato de bridge.

Aparte de todo ello no faltaban las grandes fiestas privadas, como las organizadas por el Real Club Náutico, donde ese fin de semana actuaban Los Vagabundos y donde diariamente se ofrecían explosivas fiestas nocturnas. Otro tanto ocurría en el Casino de la Playa, La Perla del Océano, donde se daban cita grandes orquestas y atracciones con divos del momento. Otros lugares de moda y entretenimiento eran Campos Elíseos, en el barrio de Martutene, y el monte Igueldo donde también se organizaban reputados bailes.

Además, el bullicio y la animación no faltaban en hoteles, cafés, cervecerías alemanas, restaurantes, en especial en la Parte Vieja y, aunque en fachadas más discretas, con sus luces rojas, también estaban los locales de alterne, en muchos de los cuales se ofrecía sexo femenino procedente de mujeres que necesitaban, tras la guerra, ganarse de esa forma el sustento de supervivencia.

El sábado, pues, los cuatro oficiales uniformados se habían divertido. No habían faltado los paseos al borde de la playa de la Concha, a lo largo de los distinguidos edificios que miraban la linda bahía protegida por la isla Santa Clara, entre los tamarindos y el olor de la arena humedecida por el salitre, donde veían y se dejaban ver, con simpatía, por los grupos de chicas jóvenes con las que se cruzaban; luego se habían sentado en la terraza de una cafetería de la avenida de España. Precisamente, estando allí, el teniente Weber se había encontrado con Sara que paseaba con otras dos amigas y habían quedado para reunirse el domingo al mediodía, los dos solos, en el Hotel Europa donde él se alojaba. Se habían conocido dos meses antes, en la tienda de su amiga Isabelle, en uno de los primeros viajes a la capital donostiarra del teniente, pero no sería hasta el quince de agosto, en un casual encuentro, cuando ambos habían mantenido su primer diálogo, bailando una romántica canción que, desde luego ella, recordaría para siempre, en el cabaret Bavaria de Kutz. Todo había ido demasiado rápido, en especial para Sara, que nunca antes había tenido una relación tan íntima. El teniente Weber le había atraído de una manera superior a su propia determinación. No había sido difícil perder los estribos por ese hombre. De hecho ella pensaba que a cualquier jovencita… Mejor, que a cualquier mujer, le podría haber pasado fácilmente. Además, era tierno en su trato, educado. Pero se encontraban en un momento histórico en el que el amor y los sentimientos iban aparte de otras obligaciones. Y ella, aun inexperta, había intentado colaborar por el bien del fin que perseguían las personas que le habían pedido algo tan sencillo como sacar una información de la identidad del teniente y sobre todo, de apoderarse del maldito sobre amarillo que este portaba. Porque creía en ellos, como su familia, aunque eso no tuviese nada que ver con la pasión que el teniente rubio le había provocado desde el primer momento en que se había dirigido a ella. Así habían comenzado a relacionarse hasta que este fin de semana, el teniente pidió a su compañero de habitación que le dejara libre, el domingo al mediodía, para reunirse con su amiga en la habitación interior, 307, del Hotel Europa. Era la primera vez que ambos se veían en la intimidad de una alcoba. Después, a la tarde, los cuatro oficiales se volverían a encontrar en la plaza de toros donde tenían reservada unas entradas para la corrida.

Esa noche, también el jefe del Estado, Francisco Franco, su esposa e hija, la habían pasado en la ciudad, en su residencia oficial del palacio de Ayete, tras haber sido agasajados por el alcalde de la ciudad, señor Paguaga, el presidente de la Diputación Querejeta, el gobernador civil Caballero y demás autoridades civiles y militares. Al pecho de su uniforme, Franco ostentaba la insignia de la Gran Cruz del Águila alemana concedida por el Führer, que acababa de recibir tan solo unos días antes, en una ceremonia celebrada en el salón del trono del palacio de Oriente, en Madrid, a través del embajador alemán en España, Von Stohrer. El séquito lo componían los jefes de la Casa Militar, general Moscardó, a quién la Federación de Pelota iba a nombrar, tras un partido, presidente de honor, y el de la Casa Civil, Muñoz Aguilar. También le acompañaba el ministro de Agricultura, Benjumea, como ministro de jornada, aunque el domingo a la noche se esperaba también al ministro de la Gobernación Serrano Suñer. A la llegada del séquito del jefe del Estado al palacio de Ayete, una compañía de infantería, con bandera y música, le rindió honores militares. La ciudad se encontraba totalmente engalanada y el público abarrotaba los alrededores de la iglesia Santa María para la Salve con la Virgen floreada y las más de seiscientas voces que formaban los orfeones de Pamplona, Vitoria, Bilbao y San Sebastián, junto con las scholas cantorum de San Vicente y el Buen Pastor. Entonces, bajo el himno nacional, una multitud que le mostraba su admiración prorrumpió en una estruendosa ovación al paso de la esposa del jefe del Estado que llegaba para el oficio religioso. Al término de la Salve el público esperó a que saliera acompañada por los obispos de Vitoria y Santander, el clero parroquial, autoridades y las damas de honor de la Virgen, aclamándola desde el templo hasta el mismo palacio de Ayete. Al día siguiente, a la mañana, volvería a la basílica, esta vez acompañada por el Generalísimo y por su hija, así como por todas las autoridades presentes en la ciudad, para la ofrenda del manto a la Virgen. Al finalizar el acto, salió el jefe del Estado español acompañado de su familia y autoridades, al son del baile de los ezpatadantzaris.

Ese día también, en Washington, la Cámara de Representantes aprobaba el proyecto de ley sobre servicio militar obligatorio pero aplazado hasta el término del plazo de sesenta días del reclutamiento voluntario propuesto por Roosevelt y autorizaba al Gobierno la militarización de las industrias que trabajaban por cuenta de la defensa nacional y en España, el Boletín Oficial del Estado, publicaba una ley por la que autorizaba al Ministerio de Hacienda para acuñar y poner en circulación monedas de cinco y diez céntimos de peseta.

Pero, ahora, antes de seguir con el fondo de esta historia, para su mejor comprensión, debo explicar los hechos trascendentales que, apenas unos meses antes, habían acontecido.

IV
Domingo, 23 de junio de
1940. Burdeos

A pesar de la fecha, la lluvia, que había caído con gran intensidad durante esos días, había enfriado el aire en Burdeos. La embajada española se encontraba, de forma provisional, ocupando el consulado sito en el número tres de la calle Mandron de dicha ciudad. Unas instalaciones módicas que ahora tenían que soportar un movimiento extraordinario en su actividad. El mismo del momento histórico que se vivía en Francia, también en Europa, y que el resto del mundo observaba con gran incertidumbre, sin saber a qué atenerse, cómo actuar. Las dudas persistían en el frenesí de los propios acontecimientos que se sucedían intensamente, sin tregua. Cada país miraba con recelo a los demás. Ninguno se fiaba de nada ni de nadie. Ni de los países llamados amigos un tiempo atrás ni de los posibles aliados. La desconfianza era absoluta y las redes de espionaje trabajaban sin cesar en la búsqueda de la última información soterrada, pero tampoco los agentes que las componían estaban libres de sospechas e intrigas. Habían caído Noruega y Bélgica y ahora Francia de forma rápida y fulminante ante el poderoso ejército del Reich. La denominada propaganda negra diseñada por Goebbels, realizada previamente (desde finales de 1939 los servicios de información nazis habían creado una emisora de radio llamada Réveil de la France que aparecía como un medio de pacifistas franceses y otra, Radio Humanité, que se hacía pasar como un medio de tendencia comunista), dando información manipulada, podía decirse que había hecho sus efectos; en especial, los psicológicos. Por otro lado, Inglaterra se sentía abandonada a su suerte tras la rendición del Gobierno francés, desconfiando de Pétain. El Duce compartía con el Führer su ideología y también quería compartir sus conquistas aportando el ejército italiano a la causa. Estados Unidos era reacia a entrar en lo que algunos líderes republicanos señalaban como cosas que no les incumbían, a pesar de los auxilios que días antes habían solicitado los Gobiernos francés e inglés. En principio optaban por la neutralidad. Otros Gobiernos aprovecharon el momento para reivindicar viejas aspiraciones, cambios de régimen o de las propias consecuencias de la última gran guerra. La URSS lanzaba un ultimátum a Rumanía pidiendo la cesión de Besarabia y Bucovina del Norte. El delirio provocado por los acontecimientos que se sucedían vertiginosamente se vivía en la calle, en los quioscos, en los bares, en las panaderías, en cada acera de Burdeos en ese tan especial momento. La embajada española no era ajena al mismo. En sus ventanillas, los funcionarios atendían colas de ciudadanos ávidos de obtener información, solicitaban visados o amparo de todo tipo. Una estancia más adentro, los secretarios de la embajada vivían el ritmo frenético resolviendo las consultas que los funcionarios les trasladaban filtrando, en todo lo posible, las peticiones de entrevistas con el embajador o las llamadas telefónicas que incesantemente recibía en un momento tan crucial. El embajador Lequerica, ese día, ocupaba el despacho del cónsul sentado —trabajando sin quitarse el grueso chaquetón que portaba, anacrónico para esa fecha—, ante una gran mesa llena de papeles. Por la decoración del lugar no se vislumbraban ostentaciones, el espacio simplemente guardaba tibiamente la sobriedad que mínimamente requería. Junto a la mesa un sofá consumido por el uso incitaba a pensar que hacía su servicio de forma habitual proporcionando el descanso, a cualquier hora del día o de la noche, en medio de momentos sobresaltados. A su lado, sobre unos muebles para archivo y documentación, se apoyaban gruesos tomos de colecciones legislativas. La estancia era presidida por una gran fotografía en blanco y negro en cuyo lado inferior dejaba leerse, a distancia, con grandes letras rojas y signos de admiración: ¡Caudillo de España! Y en una pared lateral un cuadro, con un marco de escaso valor, mostraba una escena del Alcázar de Toledo destruido por la guerra.

Los movimientos de las tropas que se acercaban y de los últimos acontecimientos prodigaban las incesantes llamadas que los secretarios de la embajada no podían dejar de trasladar por ser consideradas de alta importancia:

—Al teléfono señor embajador, es el señor Laval, una consulta. —Pierre Laval había sido una pieza importante en el apoyo del armisticio y, pensaba Lequerica, podría serlo también en la sucesión de los nuevos acontecimientos, de hecho había sido uno de los mayores partidarios de la colaboración voluntaria con el Tercer Reich. Pocos días antes había presionado a sus compañeros de la Asamblea Nacional para que el Gobierno del presidente Paul Reynaud aceptara la victoria total de Alemania y buscara un armisticio. Aprovechando el pesimismo del Consejo de Ministros y del Estado Mayor del Ejército, dirigido por el general Maxime Weigand, apoyó totalmente al mariscal Philippe Pétain en su decisión de ocupar el cargo de presidente del Gobierno, lo que había ocurrido unos pocos días antes, el 14 de junio, con lo que se había disuelto la Asamblea Nacional y puesto fin a la Tercera República, permaneciendo en Francia tras la toma de París.

—¿Cómo está Monsieur Laval?

—Bien. ¿Y usted? Le llamo para recordarle que sería buena su asistencia, para apoyar la causa, a la reunión que celebraremos esta tarde en la sede del Gobierno.

—Lo tenía apuntado Monsieur Laval y no dude que asistiré sin falta.

—Estará también, con el embajador alemán, el embajador italiano y creo que se apuntará el japonés. Es fundamental que apoyemos la estrategia que comentamos el otro día. Ya sabe…

—Sin duda. Descuide, nos veremos allí.

Sin tiempo a colgar el gran auricular de uno de los tres teléfonos negros que tenía sobre su mesa, el mismo secretario le hacía desde la puerta una indicación.

—Tengo al teléfono al alcalde y diputado de Burdeos, Monsieur Marquet.

—Páseme. Lo atenderé ahora.

Luego siguieron las llamadas del nuncio del papa en Francia, del jefe del gabinete del mariscal Pétain, del coronel ayudante del general Weygand, del secretario de Negocios Extranjeros, señor Roux, del propio ministro de asuntos exteriores señor Baudoin, del ministro de igual cartera de Rumanía y del embajador de Japón, entre otros. De pronto, otra vez el mismo secretario entró al despacho sobresaltado.

—¡Señor embajador! El ministro del interior, señor Pomaret, comunica que las tropas alemanas están a muy pocos kilómetros de Burdeos y que dentro de una hora llegarán al puente de piedra…

—¡Dios Santo! ¡Qué va a suceder ahora! El armisticio franco alemán se firmó ayer mismo en el bosque de Compiègne, pero falta el acuerdo con Italia y las tropas alemanas no detendrán el avance hasta seis horas después de que sea firmado el tratado entre italianos y franceses. Si la columna que se está acercando entra en la ciudad, el Gobierno del mariscal Pétain pasará a ser prisionero de los vencedores y… en tal caso, la firma del armisticio con Italia podría quedar rota por falta de libertad de una de las partes.

El embajador salió rápidamente acompañado del agregado militar de la embajada hacia las instalaciones que ocupaba el Estado Mayor. El armisticio franco alemán se había firmado a las siete menos diez de la tarde del día anterior. Sin embargo, el cese de hostilidades no tendría lugar hasta seis horas después de que el Gobierno italiano hubiera comunicado al alto mando del Ejército alemán la conclusión del tratado de armisticio italo-francés. El general Weygand pretendía que dada la cercanía de los Gobiernos español y alemán el embajador pudiera interceder, junto a otros Gobiernos cercanos, para intentar ralentizar la marcha de la vanguardia alemana que se acercaba a la ciudad compuesta, según señalaba, por cien motocicletas, un camión con cuarenta hombres y un tanque ligero, en total doscientos cuarenta y dos soldados. Allí mismo, el embajador Lequerica, se adhirió a otros que ya lo habían hecho, dictando una nota en la que rogaba al Estado Mayor del Ejército alemán, que salvo que si ello se opusiera a necesidades militares ineludibles del Ejército se esperara a la ocupación de la ciudad, en ese momento capital de Francia, para facilitar la rapidez de los acuerdos y llevar a buen término las negociaciones de los plenipotenciarios con el Gobierno italiano. En cualquier caso, a las tres de la tarde, el Estado Mayor alemán mandó a las tropas detenerse a la entrada de la ciudad y quedar a la espera de nueva orden.

Mientras tanto, en los puertos del sudoeste francés, barcos ingleses acogían a todo el personal de la embajada de Inglaterra, así como a políticos franceses contrarios al acuerdo de rendición. También, por el mismo cauce, salieron reconocidos políticos españoles republicanos y la plana del Estado Mayor de Negrín que se hallaban exiliados, tras la guerra civil, en Francia. La frontera de Irún que llevaba días siendo un hervidero de personas, de todas las nacionalidades, por el éxodo provocado por la entrada del ejército alemán en Francia, muchos con intención de coger algún buque desde algún puerto español y otros para dirigirse a Portugal, comenzó a relajarse, en especial cuando posteriormente se dieron a conocer las cláusulas del armisticio, lo que hizo que determinadas personas y familias, y en muchos casos también judíos, optaran por trasladarse hacia la zona libre de Francia. Hacia Pau, Toulouse, Tarbes, Montpellier, Orthez y Clermont Ferrand. Aunque nadie sabía cuál era la mejor opción en esos casos, había que tomar una decisión que marcaría el resto de sus vidas, o que quizá acortaría las mismas. Los Pirineos pasaban entonces por el mismo trance de alarma e inquietud que antes habían vivido otras zonas ya ocupadas. La región formada por Pau, Cauterets, Lourdes y Tarbes, y la de Montpellier, Aix en Provence, Nimes y Arles, se iban a poblar de personas y familias enteras que huían del ejército de ocupación dejando casas y propiedades y, en muchos casos, con una sola maleta con meras pertenencias básicas.

Acaba la enfermera de dejarme, como todas las noches, el vaso de leche caliente, junto con un platillo conteniendo media docena de pastillas medicinales, pero estoy harto de tanta química para mantenerme vivo, por lo que, como llevo haciendo desde hace varias semanas, las tiraré todas por el retrete. No quiero, tampoco, que limiten mi capacidad de memoria histórica, aunque esto signifique recortar mis días. Solo espero que sean los suficientes para poder acabar mi relato y así dar a conocer los extraordinarios hechos que me tocó vivir de forma tan cercana, a pesar de que, todavía, su profundo recuerdo me produzca verdaderos escalofríos.

Las noches son las mejores para ello, en la soledad de mi destierro final, pues apenas concilio el sueño, mientras azuzo y avivo mi memoria desgranando los apuntes manuscritos de mi vieja libreta de tapas negras, desgastada por su uso y que me acompaña desde hace más de setenta años. En fin, seguiré pues, narrando esas fechas históricas, de junio de 1940, en las que el ejército del Tercer Reich llegó a la frontera de Hendaya.