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© del texto: Luis Mi­guel Ariza Vic­to­ria, 2018

© de esta edi­ción: Arpa Edito­res, S. L.

Ma­ni­la, 65 — 08034 Bar­ce­lo­na

www.ar­pae­dito­res.com

Pri­me­ra edi­ción: abril de 2018

ISBN: 978-84-16601-95-0

Di­se­ño de cu­bier­ta: En­ric Jar­dí

Ilust­ra­cio­nes: Mr. Zé

Ma­que­ta­ción: Àn­gel Da­niel

Re­ser­va­dos to­dos los de­re­chos.

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción

pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o tran­s­miti­da

por nin­gún me­dio sin per­miso del editor.





Luis Mi­guel Ariza

¡Vi­gi­len los cie­los!

La fi­lo­so­fía de la cien­cia fic­ción





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su­ma­rio

In­tro­duc­ción

Ma­trix. La rea­li­dad de la rea­li­dad

Star Wars. El resur­gir de la fuer­za o el im­pe­rio del irra­cio­na­lis­mo ga­lác­ti­co

Star Trek o la uto­pía de la cien­cia

Alien. El auge del im­pe­ria­lis­mo

Con­tact. El fin del se­cu­ra­lis­mo (en­tre cien­cia y re­li­gión)

In­ter­ste­llar. El re­torno del mi­le­na­ris­mo cien­tí­fi­co (1)

Ori­gen. La pe­sa­di­lla in­con­clu­sa de Freud

In­de­pen­den­ce Day. La dra­ma­tiza­ción del con­sen­so

Ar­ma­ge­dón y Deep Im­pact. El re­torno del mi­le­na­ris­mo cien­tí­fi­co (2)

En­cuen­tros en la ter­ce­ra fase. New age como es­ca­pis­mo so­cial

Bla­de Run­ner o el mie­do a la deshu­ma­niza­ción

Re­greso al futu­ro. La re­gresión como cura

Ter­mi­na­tor. El abor­to ci­ber­néti­co

X-Men: Días del futu­ro pa­sa­do. La ge­néti­ca contra el an­tro­po­cen­tris­mo

12 Mo­nos. La so­cie­dad del rie­s­go cul­pa­ble

2001: Una odi­sea del es­pa­cio. La in­te­li­gen­cia di­ri­gi­da

El pla­ne­ta de los si­mios. La evo­lu­ción in­ver­sa

Ga­tta­ca o el to­ta­lita­ris­mo cien­tí­fi­co

Ava­tar. El apo­geo del ci­be­re­co­lo­gis­mo

E.T., el ext­ra­te­rrest­re. El triun­fo de la cla­se me­dia

Bi­blio­gra­fía





In­tro­duc­ción



Bien­ve­ni­dos a la cien­cia fic­ción en la pan­ta­lla gran­de. La elec­ción no po­día ha­ber sido más afor­tu­na­da. Cuan­do os de­can­táis por una pe­lícu­la de cien­cia fic­ción a la hora de ir al cine, ob­te­néis mu­cho más que una bue­na ra­ción de en­tre­te­ni­mien­to. Vuest­ras men­tes re­ci­ben un so­plo de aire fres­co, vivi­fi­ca­dor. Y hay una ra­zón po­de­ro­sa. Las histo­rias de cien­cia fic­ción resul­tan a la po­st­re mu­cho más in­te­re­sa­n­tes que el te­rror y la fan­ta­sía, y ade­más están en­tre las más so­li­cita­das por la au­dien­cia. Ava­tar y la Gue­rra de las ga­laxias co­pan los pri­me­ros puestos en­tre los fil­mes más ta­qui­lle­ros de la histo­ria. Por no ol­vi­dar al pe­que­ño E.T. de Steven Spiel­berg, que pro­ba­ble­men­te sea la pe­lícu­la más ren­ta­ble de la histo­ria del cine. En las pá­gi­nas que si­guen va­mos a des­en­tra­ñar un poco de esa ma­gia que hace estos re­la­tos es­pe­cia­les y ma­ravi­llo­sos, y al mis­mo tiem­po vol­ve­re­mos a ver las vein­te pe­lícu­las que com­po­nen este li­bro de una ma­ne­ra sin­gu­lar­men­te nueva. Leer y ver cine. ¿Pue­de ha­ber algo me­jor?

Pero va­ya­mos por par­tes. Las pe­lícu­las de te­rror pue­den ser muy im­pac­tan­tes, de acuer­do. Tie­nen el ob­je­tivo de asustar­nos me­dian­te asesi­nos rea­les o ima­gi­na­rios, como los mon­st­ruos clá­si­cos de la lite­ra­tu­ra Drá­cu­la o Franken­stein. Pero cuan­do sa­li­mos de la sala, los mie­dos que­dan atrás. El te­rror fun­cio­na de una ma­ne­ra muy pa­re­ci­da a las histo­rias de fan­ta­sía y ma­gia. Al aban­do­nar el cine, nos asa­l­ta la sen­sa­ción de que ese mun­do má­gi­co se ha que­da­do en la pan­ta­lla y que esta­mos de nuevo en el abu­rri­do mun­do real. No pa­re­ce pro­ba­ble que des­pués de ver Pe­sa­di­lla en Elm St­reet va­ya­mos a so­ñar to­das las no­ches con Fre­ddie Krue­ger, aun­que lo que sí es se­gu­ro es que te­ne­mos la cer­teza de que un ser así no existe. Ocu­rre lo mis­mo des­pués de exta­siar­nos con cual­quie­ra de las ma­ravi­llas de la saga fíl­mi­ca de Ha­rry Po­tter o las pe­lícu­las de su­perhé­roes de la Mar­vel o DC Co­mi­cs. No ne­ce­sita­mos con­ver­tir­nos en de­tec­tives o in­vesti­ga­do­res para te­ner esa mis­ma cer­teza de que ta­les se­res per­te­ne­cen al mun­do de la fá­bu­la, no al nuest­ro.

Sin em­bar­go, con una bue­na pe­lícu­la de cien­cia fic­ción nos que­da la sen­sa­ción de que quizá, en el futu­ro, algo de lo ocu­rri­do en la pan­ta­lla po­dría ser real. E in­cluso afec­tar­nos.

Esta di­fe­ren­cia es sustan­cial. Una de las pe­lícu­las que más mie­do me ha dado des­de que voy al cine es Alien, el oc­tavo pa­sa­je­ro. «En el es­pa­cio na­die pue­de oír tus gritos», reza­ba el pó­ster pro­mo­cio­nal, y sin em­bar­go los gritos reso­na­ban en­tre los es­pec­ta­do­res. Lo que nos de­cía el anun­cio es com­ple­ta­men­te cier­to. En el va­cío del es­pa­cio, el so­ni­do no pue­de tran­s­mitir­se. Pero lo más te­rro­rí­fi­co de Alien es que la cria­tu­ra, por muy mon­st­ruo­sa que nos pa­rez­ca, no tie­ne nada de so­bre­na­tu­ral. Es un di­se­ño bio­ló­gi­co per­fec­to y le­tal. Com­pren­de­mos muy bien su ci­clo, los pa­rá­sitos en for­ma de can­gre­jo que sa­len de esos hue­vos enor­mes, y lo que ha­cen con las per­so­nas, usán­do­las como in­cu­ba­do­ras. Su existen­cia se basa en las leyes de la bio­lo­gía que ope­ran en la na­tu­ra­leza, que ofre­ce todo un re­cital de crue­les es­ce­nas que riva­li­zan con la pro­pia pe­lícu­la. Hay algo de cier­to en esa histo­ria que nos in­quie­ta.

Mi­ra­mos al cie­lo y sa­be­mos que a cua­tro­cien­tos ki­ló­me­tros de al­tu­ra el hom­bre ha con­st­rui­do una esta­ción es­pa­cial don­de viven as­tro­nautas du­ran­te me­ses. Sa­be­mos que en el futu­ro pro­ba­ble­men­te ten­dre­mos na­ves de car­ga que lleva­rán ma­te­ria­les des­de la Tie­rra a la Luna y pro­ba­ble­men­te a Mar­te y ot­ros mun­dos cer­ca­nos. Y que po­dría­mos en­contrar­nos con for­mas de vida ab­so­luta­men­te des­co­no­ci­das. Esa sen­sa­ción de rea­li­dad es cul­pa ex­clusiva de la cien­cia fic­ción. Nos han ido pre­pa­ran­do el te­rreno las pri­me­ras no­ve­las de H. G. We­lls y Ju­lio Ver­ne y las pe­lícu­las que las eleva­ron a cul­tu­ra po­pu­lar, allá por la dé­ca­da de los cin­cuen­ta. El men­sa­je es el si­guien­te: ol­ví­da­te de la fan­ta­sía. El pro­greso cien­tí­fi­co, que nos ha pro­por­cio­na­do el ma­yor pe­rio­do de bien­estar en la histo­ria de la es­pe­cie hu­ma­na —des­de los tiem­pos en los que nos las arre­glá­ba­mos con pun­tas de fle­cha de pie­dra para ca­zar ani­ma­les mu­cho más gran­des y po­de­ro­sos que no­so­t­ros has­ta ilu­mi­nar­nos con bom­bi­llas eléc­tri­cas, vo­lar o ac­ce­der a la in­for­ma­ción de for­ma in­stan­tá­nea des­de cual­quier par­te del mun­do—, nos está di­cien­do que eso que su­ce­de en la pan­ta­lla po­dría ser al­gún día po­si­ble.

Pero la cien­cia fic­ción en el cine no solo tie­ne que ver con las pre­dic­cio­nes so­bre lo que po­da­mos lo­grar o no en el futu­ro. Con la evo­lu­ción de los efec­tos es­pe­cia­les, este gé­ne­ro ci­ne­ma­to­grá­fi­co es ca­paz aho­ra de mo­st­rar­nos de una ma­ne­ra tan con­vin­cen­te y efec­tiva como nin­gún otro gé­ne­ro de pe­lícu­las nuest­ros mie­dos y te­mo­res pla­s­ma­dos en so­cie­da­des distó­pi­cas y es­ce­na­rios apo­ca­líp­ti­cos. Pre­ci­sa­men­te por eso sa­li­mos del cine con la sen­sa­ción de que he­mos visto al me­nos un tro­cito de ese futu­ro. Y des­cu­bri­mos que esas histo­rias, a la vez ma­ravi­llo­sas y te­rri­bles, no se aca­ban cuan­do se en­cien­den las lu­ces. Como se­res hu­ma­nos, ten­dre­mos la po­si­bi­li­dad de ex­plo­rar y sen­tir un pe­da­zo de ellas. ¿Vo­la­rán nuest­ros hi­jos a Mar­te? ¿Ha­bla­re­mos con los ro­bo­ts? ¿Po­dre­mos via­jar en el tiem­po al­gún día?

Las bue­nas pe­lícu­las de cien­cia fic­ción tie­nen tan­to éxito y acep­ta­ción en­tre la au­dien­cia por­que nos con­ven­cen. Por muy futu­rista o fan­ta­sio­sa que sea la histo­ria, si es bue­na cien­cia fic­ción con­tie­ne un ele­men­to de cre­di­bi­li­dad que le otor­ga una irresisti­ble sen­sa­ción de ve­ro­si­mi­litud. Pero de­jad­me aña­dir algo más. El li­bro que te­néis en vuest­ras ma­nos no es una obra aca­dé­mi­ca ni histó­ri­ca, aun­que para aque­llos que quie­ran pro­fun­dizar un poco más se pro­po­ne una bi­blio­gra­fía al fi­nal de la obra. Tam­po­co es un li­bro so­bre críti­cas ci­ne­ma­to­grá­fi­cas, aun­que en al­gu­nos ca­sos nos aso­me­mos por cu­rio­si­dad a ver cómo me­tie­ron la pata los críti­cos sesu­dos. Mis edito­res me lo de­ja­ron muy cla­ro des­de el prin­ci­pio, y acep­té el reto gusto­so. Mi in­ten­ción es abrir una ven­ta­na al gran pú­bli­co para leer y com­pren­der me­jor lo que sig­ni­fi­can estas pe­lícu­las. ¿Qué tipo de so­cie­dad se re­fle­ja en Ma­trix? ¿Cómo fun­cio­na la hu­ma­ni­dad en In­ter­ste­llar? ¿Cuá­les son las an­sie­da­des so­cia­les y la ideo­lo­gía po­líti­ca que se ex­po­nen en Ter­mi­na­tor? En de­fi­nitiva, lo que estas pe­lícu­las cuen­tan so­bre no­so­t­ros mis­mos, nuest­ras ideas, nuest­ra ideo­lo­gía, nuest­ra for­ma de pen­sar, nuest­ras mo­das y nuest­ras ac­titu­des ante los pro­di­gios y los pe­li­gros que traen los de­sa­rro­llos cien­tí­fi­cos y tec­no­ló­gi­cos en los tiem­pos en los que fue­ron pla­nea­das, fil­ma­das y estre­na­das en las sa­las.

Este li­bro no es un tra­ta­do de fi­lo­so­fía, sino una ma­ne­ra de diver­tir­se acer­ca de lo que ex­pre­san estas ma­ravi­llo­sas na­rra­cio­nes visua­les, más allá del mero en­tre­te­ni­mien­to. Aquí y aho­ra me apun­to a lo que ya dijo Isa­ac Asi­mov: «Cuan­do Aristó­te­les fa­lla, in­tén­ta­lo con la cien­cia fic­ción».





Ma­trix

La rea­li­dad de la rea­li­dad



El se­ñor An­der­son es un in­for­má­ti­co que des­cu­bre que vive en Ma­trix, un mun­do si­mu­la­do por las má­qui­nas. Su destino será sa­l­var de la desa­pa­ri­ción de­fi­nitiva lo que que­da de la hu­ma­ni­dad, para lo que de­be­rá en­fren­tar­se a la rea­li­dad de la rea­li­dad, apren­dien­do a sa­l­tar en­tre lo si­mu­la­do y el ver­da­de­ro mun­do que tra­ta de pre­ser­var.


Hay pe­lícu­las que, como Ma­trix (1999), pa­re­cen ben­de­ci­das des­de el mi­nuto cero por la au­dien­cia. Te­ne­mos que dar ci­fras en el co­mien­zo de nuest­ro via­je. ¡Los nú­me­ros son im­por­tan­tes! Pero tam­po­co abusa­re­mos, es mi pro­me­sa. Al contra­rio de lo que su­ce­dió con Bla­de Run­ner ya ve­re­mos las ca­la­ba­zas que le pro­pi­na­ron al fil­me de Sco­tt el pú­bli­co y la críti­ca, Ma­trix em­pezó como un tiro: re­cau­dó más de 463 mi­llo­nes de dó­la­res de un presu­puesto ini­cial de 63 mi­llo­nes. La se­gun­da par­te, Ma­trix Re­loaded, ara­ñó en todo el mun­do más de 742 mi­llo­nes. La ter­ce­ra par­te, estre­na­da unos me­ses des­pués como mera con­ti­nua­ción, fun­cio­nó peor, con poco más de 427 mi­llo­nes de dó­la­res. Ci­fras y ci­fras, pero in­sisto para de­mo­st­rar que Ma­trix y sus cria­tu­ras fun­cio­na­ron como una gi­gan­tes­ca caja de re­cau­da­ción, una má­qui­na que no dejó de ha­cer di­ne­ro mien­tras estuvo en pan­ta­lla. Las tres pe­lícu­las con­stituyen una de las sa­gas co­mer­cial­men­te más exito­sas den­tro de la CF fíl­mi­ca, con un to­tal acu­mu­la­do, sin con­tar la in­fla­ción, de 1.633 mi­llo­nes de dó­la­res en todo el mun­do. Vaya, no está nada mal, ¿no os pa­re­ce?

En este caso, los críti­cos ci­ne­ma­to­grá­fi­cos lan­za­ron sus zar­pas nada más estre­nar­se y me­tie­ron la pata (otra vez) has­ta el fon­do. Cuan­do estas co­sas su­ce­den, me fro­to las ma­nos. Las me­te­du­ras de pata fue­ron bas­tan­te gor­das, como las de Tom Mc­Car­thy, presti­gio­so críti­co de la afa­ma­da revista Va­rie­ty. «En efec­tos es­pe­cia­les, un diez. En guion, un cero (la cur­siva es mía) para Ma­trix, un es­pec­tá­cu­lo alu­ci­nan­te pero una in­co­he­ren­te ext­rava­gan­cia de ar­tes mar­cia­les so­bre­hu­ma­nas. Una visua­li­za­ción muy atrac­tiva que ofre­ce algo nuevo al léxi­co de la cien­cia fic­ción de ac­ción, y que hará de este film un th­ri­ller ex­citan­te para los afi­cio­na­dos al gé­ne­ro, es­pe­cial­men­te ado­le­s­cen­tes y vein­tea­ñe­ros, para quie­nes el guion pre­ten­cio­so, un ga­li­ma­tías de mito­lo­gía de se­gun­da ca­te­go­ría acom­pa­ña­da de un misti­cis­mo re­li­gio­so y jer­ga téc­ni­ca, su­po­ne más una ven­ta­ja que una res­pon­sa­bi­li­dad dra­má­ti­ca». En ot­ras pa­la­bras más sim­ples: una pe­lícu­la que esta­ba desti­na­da a una ge­ne­ra­ción de «col­ga­dos» ext­rava­gan­tes, adic­tos a los or­de­na­do­res y a los vi­de­ojue­gos, con­su­mi­do­res de unas cuan­tas dro­gas psi­co­dé­li­cas. En de­fi­nitiva, una tri­bu apar­te, sin con­tac­to con la rea­li­dad.

Pero mi­rad a nuest­ro al­re­de­dor. Los «col­ga­dos» (y lo digo en el me­jor sen­ti­do de la pa­la­bra) esta­mos por to­das par­tes. To­dos so­mos ado­le­s­cen­tes y vein­tea­ñe­ros. Los li­bros han sido sustitui­dos por mó­vi­les y la ma­yo­ría del mun­do li­bre anda alu­ci­na­do, atan­do sus ojos a unas pan­ta­llitas de co­lo­res y los oí­dos pe­ga­dos a los ca­s­cos, ais­la­dos del resto (a mí me ocu­rre tam­bién, estoy casi todo el día con el mó­vil, pero ten­go que con­fe­sar que aún sien­to reve­ren­cia por los li­bros en pa­pel y que a ve­ces, como puro ex­pe­ri­men­to, me de­di­co a ob­ser­var en la ca­lle a la gen­te para com­pro­bar que todo el mun­do si­gue en la luna).

Para la ma­yo­ría de los jó­ve­nes, y no tan jó­ve­nes, en­gan­cha­dos a las re­des so­cia­les y con una vida vir­tual muy de­sa­rro­lla­da, el gran Mc­Car­thy se ha dado un buen res­ba­lón. ¿No es así? Los críti­cos se pa­san de listos a me­nu­do. No sue­len pen­sar que las pe­lícu­las como Ma­trix están aven­tu­ran­do co­sas. Estoy se­gu­ro de que si se hu­bie­ra estre­na­do Ma­trix aho­ra, en 2018, con su car­ga de no­ve­dad y ori­gi­na­li­dad in­tac­ta, ha­bría sido un bom­ba­zo ta­qui­lle­ro to­davía ma­yor de lo que fue. Pero el gran pú­bli­co de 1999 cap­tó de lleno el men­sa­je.

Ma­trix co­mien­za con la histo­ria de An­der­son (Kea­nu Reeves), un pro­gra­ma­dor de una im­por­tan­te em­pre­sa de so­ftwa­re y, en su tiem­po li­bre, pi­ra­ta in­for­má­ti­co. An­der­son re­ci­be un ext­ra­ño men­sa­je en su or­de­na­dor que le des­pier­ta ext­ra­ñas sen­sa­cio­nes que pa­re­cen re­cuer­dos de un sue­ño que no pue­de des­ci­frar. Un miste­rio ro­dea una ex­presión, «Ma­trix», que le atrae lo su­fi­cien­te como para se­guir las in­di­ca­cio­nes del ext­ra­ño per­so­na­je que está de­trás de los men­sa­jes, y otro nom­bre, Mor­feo (Law­ren­ce Fish­bur­ne), que le es fa­mi­liar, pero no sabe el por­qué. En su lu­gar de tra­ba­jo, An­der­son re­ci­be por co­rreo ex­prés un te­lé­fono mó­vil, y al co­ger­lo des­cu­bre que Mor­feo está al otro lado de la lí­nea. Mor­feo le ad­vier­te que van a de­te­ner­le. Sabe todo lo que le va a pa­sar con una exac­titud asom­bro­sa.

¿Cómo ex­pli­car ese po­der de pre­dic­ción? An­der­son evita a sus per­se­gui­do­res, pero al fi­nal se ve obli­ga­do a to­mar una de­cisión: sa­l­tar so­bre un an­da­mio para es­ca­par de ellos o de­jar que le de­ten­gan. Opta por lo se­gun­do. Una vez en la sala de in­te­rro­ga­to­rios, un gru­po de agen­tes en tra­je y ga­fas ne­gras —un cal­co de los agen­tes del FBI— le in­te­rro­ga so­bre Mor­feo. Le ex­pli­can que es un pe­li­gro­so te­rro­rista y exi­gen su co­la­bo­ra­ción a cam­bio de lim­piar su histo­rial de­lic­tivo como pi­ra­ta in­for­má­ti­co. Al ne­gar­se, el agen­te Smith le in­tro­du­ce por el om­bli­go algo es­ca­lo­frian­te y nun­ca visto en su mun­do: una má­qui­na viva. Y An­der­son pier­de el co­no­ci­mien­to.

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A par­tir de aquí, An­der­son es res­ca­ta­do por un gru­po de re­bel­des que le extir­pan el pa­rá­sito y le con­du­cen has­ta Mor­feo. El te­rro­rista le ofre­ce una elec­ción: to­mar una pas­ti­lla para ol­vi­dar­se de todo y vol­ver a su vida an­te­rior o in­ge­rir otra que le con­du­ci­rá a la ver­dad que An­der­son an­sía sa­ber. En esta nueva elec­ción, An­der­son se des­pier­ta en un lu­gar de pe­sa­di­lla: den­tro de una es­pe­cie de ca­pu­llo lí­qui­do, in­fil­tra­do por ca­bles y res­pi­ran­do ese mis­mo lí­qui­do. Pre­sa del pá­ni­co, An­der­son lo­gra quitar­se los ca­bles y des­cu­bre que una ate­rra­do­ra má­qui­na con ten­tá­cu­los me­tá­li­cos flo­ta de­lan­te de él. La má­qui­na ter­mi­na por dest­ruir la est­ruc­tu­ra, como si quisie­ra li­brar­se de un des­per­di­cio, y An­der­son va a pa­rar a un co­lec­tor. Allí es res­ca­ta­do por los hom­bres de Mor­feo y so­me­ti­do a un pro­ce­so de re­ge­ne­ra­ción de las he­ri­das. Tras ese tiem­po de re­cu­pe­ra­ción, Mor­feo le ex­pli­ca que se en­cuen­tra den­tro de una nave, en el mun­do real. An­der­son no le da cré­dito y pien­sa que se tra­ta de un sue­ño, pero Mor­feo in­siste: el sue­ño es la rea­li­dad, y lo que pen­sa­ba que era real con­siste en rea­li­dad en un sue­ño. Para de­mo­st­rár­se­lo, Mor­feo le pide que se co­nec­te a una má­qui­na con el en­chu­fe que tie­ne in­sta­la­do en la nuca.

An­der­son se en­cuen­tra en un es­pa­cio vir­tual con Mor­feo. Está den­tro de la ma­triz (Ma­trix). ¿Y qué es la ma­triz? Una gi­gan­tes­ca men­ti­ra si­mu­la­da, un mun­do pro­gra­ma­do en cada de­ta­lle para man­te­ner a los se­res hu­ma­nos en una es­pe­cie de lim­bo, ha­cién­do­les creer que viven su existen­cia ruti­na­ria. «Ma­trix nos ro­dea. Está por to­das par­tes». Ma­trix es «el mun­do que ha sido puesto ante tus ojos para ocul­tar­te la ver­dad». «¿Qué ver­dad?», pre­gun­ta An­der­son. «Que eres un es­clavo, Neo. Que na­ciste en una prisión que no pue­des oler, sa­bo­rear ni to­car. Una prisión para tu men­te».

Este diá­lo­go com­ple­ta el giro na­rra­ti­vo. Mor­feo in­ten­ta con­ven­cer a An­der­son —al que lla­ma Neo— de que lo que ve no es real. Y acu­de a la com­pa­ra­ti­va de los sue­ños. «¿Al­gu­na vez has te­ni­do un sue­ño, Neo, que pa­re­cie­ra muy real? ¿Qué ha­rías si no pu­die­ras des­per­tar de ese sue­ño y no pu­die­ras di­fe­ren­ciar el mun­do de los sue­ños de la rea­li­dad?» Y plan­tea otro tipo de cuestio­nes: «¿Qué es real? ¿De qué modo de­fi­ni­rías real? Si te re­fie­res a lo que pue­des sen­tir, oler o ver, real son las se­ña­les eléc­tri­cas in­ter­pre­ta­das por tu ce­re­bro»1. La con­clusión de Mor­feo es diá­fa­na: «Has esta­do vivien­do en un mun­do ima­gi­na­rio, Neo».

Fi­nal­men­te, Mor­feo tra­za la lí­nea en­tre lo real y lo ima­gi­na­rio en la na­rra­ti­va de la pe­lícu­la. Ex­pli­ca que en un mo­men­to de­ter­mi­na­do, a prin­ci­pios del si­glo XXI, toda la hu­ma­ni­dad esta­ba ma­ravi­lla­da ante el ori­gen de las In­te­li­gen­cias Ar­ti­fi­cia­les (IA), que no son otra cosa que una sin­gu­lar con­s­cien­cia que creó toda una raza de má­qui­nas. Tra­za la evo­lu­ción de las má­qui­nas y de los se­res hu­ma­nos ba­sa­da en una re­la­ción de in­ter­de­pen­den­cia, has­ta que am­bos mun­dos en­tran en gue­rra. Las IA de­pen­dían de la ener­gía so­lar, pero co­men­za­ron a so­me­ter a los hu­ma­nos para uti­lizar­los como fuen­tes de ener­gía. «El cuer­po hu­ma­no po­see la ener­gía de una pila de 120 vol­tios y más de 23.000 ju­lios de ca­lor cor­po­ral»2. Por esa ra­zón las IA han so­me­ti­do a la ma­yor par­te de la hu­ma­ni­dad y han crea­do in­men­sos cam­pos don­de se cul­tiva a los hu­ma­nos. Como con­se­cuen­cia, Ma­trix, con­cluye Mor­feo, sig­ni­fi­ca control: «Ma­trix es un mun­do ima­gi­na­rio crea­do por or­de­na­dor, con­st­rui­do para man­te­ner­nos bajo control y con­ver­tir al ser hu­ma­no en esto». Y en ese mo­men­to en­se­ña una pila a Neo.

Ten­go que con­fe­sar que cuan­do vi Ma­trix por pri­me­ra vez, las pri­me­ras es­ce­nas no me lla­ma­ron par­ti­cu­lar­men­te la aten­ción, has­ta que lle­gó la reve­la­ción de Mor­feo y todo co­bró sen­ti­do. Po­cas ve­ces un giro ar­gu­men­tal resul­ta tan re­fres­can­te y sor­pren­den­te cuan­do nos des­cu­bre que se nos uti­liza como pi­las hu­ma­nas. De gol­pe com­pren­des el en­ga­ño y en­ton­ces re­pa­sas toda esta in­tro­duc­ción ci­ne­ma­to­grá­fi­ca y des­cu­bres los de­ta­lles que nos ayu­da­rán a com­pren­der mu­cho me­jor Ma­trix.

Para em­pezar, es la histo­ria de una ab­duc­ción. El esta­do, las com­pa­ñías, los in­divi­duos, la so­cie­dad, todo ha sido com­ple­ta­men­te ab­du­ci­do y co­pia­do, al igual que las re­glas y los com­por­ta­mien­tos. Los in­divi­duos que ve­mos en Ma­trix son una pro­yec­ción de sí mis­mos en este mun­do vir­tual don­de todo está pro­gra­ma­do. El vien­to, las aves, el sol, los co­ches, los edi­fi­cios, la co­mi­da, los olo­res, los vesti­dos, las con­ver­sa­cio­nes...todo cuan­to per­ci­bi­mos es el resul­ta­do de mi­llo­nes de pro­gra­mas in­divi­dua­les que se han es­crito para crear estos efec­tos. Es una si­mu­la­ción asom­bro­sa­men­te real. Es la rea­li­dad de la rea­li­dad. Aun­que po­dría­mos ha­blar de «to­ta­lita­ris­mo ci­ber­néti­co vir­tual», en contra­po­si­ción al to­ta­lita­ris­mo ci­ber­néti­co «real» que su­gie­ren pe­lícu­las he­chas quin­ce años atrás, como Ter­mi­na­tor (a la que ya lle­ga­re­mos).

Este to­ta­lita­ris­mo vir­tual está suaviza­do por la ilusión de rea­li­dad que pro­yec­ta. Los po­li­cías se com­por­tan como po­li­cías. No po­de­mos estar se­gu­ros de si cada per­so­na que vive en Ma­trix es una pro­yec­ción vir­tual de un prisio­ne­ro que en el mun­do real se en­cuen­tra en esta­do co­ma­to­so, su­mer­gi­do en el lí­qui­do, pero cuyos sen­ti­dos están esti­mu­la­dos al máxi­mo en el mun­do si­mu­la­do; o si por el contra­rio esa per­so­na en par­ti­cu­lar es un pro­gra­ma que imita la for­ma de un hu­ma­no.

La ver­dad es que la idea resul­ta es­pan­to­sa, pero ¿quién está allí para ima­gi­nár­se­la? El ad­ver­sa­rio de Neo es un agen­te vir­tual, un pro­gra­ma que no tie­ne equiva­len­te hu­ma­no: el agen­te Smith (Hugo Weaving). En el film des­cu­bri­mos que estos agen­tes vir­tua­les son ca­pa­ces de en­trar en las per­so­nas de Ma­trix para ocu­par su lu­gar y dest­ruir­las. Esas per­so­nas, en rea­li­dad prisio­ne­ros man­te­ni­dos con vida, son asesi­na­dos, sa­cri­fi­ca­dos. Lo que su­ce­de en Ma­trix tie­ne su equiva­len­cia en el mun­do real, in­clui­do el do­lor, las he­ri­das y la muer­te. Y si al­guien des­co­nec­ta el ca­ble que le une a la ma­triz, tam­bién mue­re en la rea­li­dad. La ma­ne­ra de in­tro­du­cir­se en este mun­do vir­tual es me­dian­te una en­tra­da que bus­ca el pro­gra­ma­dor, nor­mal­men­te la ubi­ca­ción de una ca­bi­na te­le­fó­ni­ca a la que se pue­de lla­mar.

El gra­do de rea­lis­mo de esta si­mu­la­ción es tan asom­bro­so que Ci­fra (Joe Pan­to­liano), uno de los com­po­nen­tes de Mor­feo, de­ci­de trai­cio­nar­le al ne­go­ciar con Smith su vuel­ta a la ma­triz ori­gi­nal. La es­ce­na es muy bue­na. «Sé que este fi­le­te no existe. Sé que cuan­do me lo meto en la boca está di­cien­do a mi ce­re­bro que es bue­no y ju­go­so. Des­pués de nueve años, ¿sa­bes de qué me doy cuen­ta? La ig­no­ran­cia es la li­ber­tad».

La per­fec­ción de la si­mu­la­ción se debe a que las má­qui­nas han sustitui­do a los pro­gra­ma­do­res hu­ma­nos. La iro­nía es que la idea de una vida su­mer­gi­da en un cal­do de cul­tivo resul­ta tan in­so­por­ta­ble que nuest­ros po­see­do­res tie­nen que en­contrar una for­ma in­ge­nio­sa para en­ga­ñar­nos y man­te­ner­nos fe­li­ces mien­tras nos uti­lizan como ba­te­rías hu­ma­nas. Las má­qui­nas sustituyen el pa­pel de los alie­ní­genas in­va­so­res y crean una rea­li­dad al­ter­na­ti­va, un mun­do rico en sen­sa­cio­nes, en el que el ce­re­bro hu­ma­no per­ci­be, hue­le y toca algo que cree real, pero que es fal­so. Solo pro­gra­ma­ción. El co­no­ci­mien­to del mun­do ver­da­de­ro resul­ta­ría in­so­por­ta­ble y por ello es apar­ta­do de nuest­ras me­mo­rias. La disto­pía de Ma­trix des­em­bo­ca en la si­mu­la­ción de la civi­liza­ción hu­ma­na, el paso si­guien­te tras la ad­quisi­ción de la con­s­cien­cia de las in­te­li­gen­cias ar­ti­fi­cia­les. El hom­bre ha de­pen­di­do de las má­qui­nas en una par­te muy sig­ni­fi­ca­ti­va de la histo­ria, y aho­ra que las má­qui­nas ad­quie­ren con­s­cien­cia y ca­pa­ci­dad de su­per­viven­cia, ne­ce­sitan de los hom­bres para man­te­ner su pro­pia existen­cia. La re­la­ción, pues, se ha in­ver­ti­do3.

Esa per­fec­ción, sin em­bar­go, no está li­bre de erro­res y ano­ma­lías. Los fa­llos en la pro­gra­ma­ción tie­nen que ver cu­rio­sa­men­te con el deja vu, esa sen­sa­ción fa­mi­liar de ha­ber ex­pe­ri­men­ta­do un de­ter­mi­na­do acon­te­ci­mien­to ya en el pa­sa­do. Si con­tem­pla­mos, como hace Neo, un gato que pasa ante una puer­ta dos ve­ces, sig­ni­fi­ca que algo ha ocu­rri­do en la ma­triz, una al­te­ra­ción que se in­ter­pre­ta como ad­ver­ten­cia.

Des­de el pun­to de vista téc­ni­co, la com­ple­ji­dad de una pro­gra­ma­ción así pro­du­ce erro­res y un cier­to gra­do de li­bre al­be­drío. Hay pro­gra­mas que co­bran vida pro­pia y que evitan ser de­tec­ta­dos y bo­rra­dos. Re­pre­sen­tan al­gu­nos de los diver­sos per­so­na­jes que in­ter­vie­nen en la pe­lícu­la y las dos se­cue­las po­ste­rio­res. El Orá­cu­lo es una co­ci­ne­ra de co­lor que tuesta sus ga­lle­tas y que exhi­be una ca­pa­ci­dad de an­ti­ci­pa­ción y cla­rivi­den­cia; el ce­rra­je­ro es un fa­bri­can­te de llaves cuyos có­di­gos in­divi­dua­les per­miten crear en­tra­das a cual­quier lu­gar de la ma­triz; Me­ro­vin­gio es un mag­na­te que man­tie­ne prisio­ne­ro al ce­rra­je­ro, y el Ar­quitec­to es el crea­dor de la ma­triz. Esta hu­ma­niza­ción de pro­gra­mas tie­ne su contra­par­ti­da en Neo, que es un hu­ma­no real, co­no­ci­do como el Ele­gi­do de­bi­do a los po­de­res que irá de­sa­rro­llan­do para do­mi­nar los acon­te­ci­mien­tos que su­ce­den en la si­mu­la­ción. En cier­ta ma­ne­ra, la existen­cia de Neo es una pre­dic­ción que se de­riva de la ló­gi­ca del li­bre al­be­drío. El control so­bre to­dos los se­res hu­ma­nos no es po­si­ble, y muy de vez en cuan­do sur­gen per­so­nas ex­cep­cio­na­les que pue­den al­te­rar el equi­li­brio de po­der en la ma­triz. Neo es una de ellas.

Des­de el pun­to de vista ideo­ló­gi­co y po­líti­co, ¿qué po­de­mos de­cir de Ma­trix? Su men­sa­je es cla­ra­men­te an­ti­cien­tí­fi­co, y eso nos da una pista para des­cu­brir su co­lor po­líti­co, ya que resul­ta una pe­lícu­la muy con­ser­va­do­ra en sus es­que­mas na­rra­ti­vos. Es uno de los fil­mes que más va­lo­ran la ac­ción del in­divi­duo so­bre el resto, y sin duda una de las más ra­di­ca­les pe­lícu­las de cien­cia fic­ción en la que el esta­do se ha con­ver­ti­do en un ene­mi­go mor­tal al que hay que dest­ruir. Te­ne­mos aquí a una so­cie­dad dor­mi­da y do­mi­na­da, a un gru­po de re­bel­des que so­brevive con di­fi­cul­ta­des en una ciu­dad sub­te­rrá­nea, Sion, y a una sola per­so­na, Neo, en la que se de­po­sitan to­das las es­pe­ran­zas para de­rro­tar a las má­qui­nas y de­rri­bar la si­mu­la­ción que ha hip­no­tiza­do a una hu­ma­ni­dad es­claviza­da. Si via­já­ra­mos a los años cin­cuen­ta y ses­en­ta, os lo ase­gu­ro, para en­se­ñar la pe­lícu­la a los ciu­da­da­nos nor­tea­me­ri­ca­nos que tie­nen un co­che en el ga­ra­je, con elec­tro­do­mé­sti­cos y una es­po­sa com­pla­cien­te que deja en­friar tar­tas de man­za­na en el al­féizar de la ven­ta­na, iden­ti­fi­ca­rían rá­pi­da­men­te la si­mu­la­ción de Ma­trix con un mun­do co­mu­nista en el que to­dos viven en­ga­ña­dos y son ex­plo­ta­dos, como con­se­cuen­cia de un esta­do que al­can­za su máxi­ma ex­presión, aun­que sea un esta­do si­mu­la­do.

Neo es el hé­roe; re­pre­sen­ta el per­so­na­lis­mo ci­ne­ma­to­grá­fi­co en su máxi­ma ex­presión. Co­mien­za su vida en la pe­lícu­la como una pieza más del siste­ma, pero en rea­li­dad no es una pieza más. En su do­ble vida, in­ter­pre­ta a un pi­ra­ta in­for­má­ti­co, una pro­fe­sión que con­siste fun­da­men­tal­men­te en ata­car al siste­ma y po­ner­lo a prue­ba, en de­bi­litar las est­ruc­tu­ras de in­ter­net y con ello mo­st­rar su pro­fun­da desa­pro­ba­ción por las re­glas y la je­rar­quía. Un pi­ra­ta in­for­má­ti­co es es­en­cial­men­te un in­divi­duo ver­sus el esta­do, es de­cir, un li­be­ral nato, aun­que pa­rez­ca un poco cho­can­te. ¿Son los ha­ckers los nuevos ca­ba­lle­ros li­be­ra­les de la so­cie­dad del si­glo XXI? Pue­de ver­se de esta for­ma. Los ha­ckers se opo­nen a las re­glas y al esta­do, y en de­fi­nitiva van contra el siste­ma y todo lo esta­ble­ci­do. Hay una nota con­ser­va­do­ra que no deja du­das (con acen­to li­be­ral e in­divi­dua­lista) fren­te a los que po­stu­lan que el esta­do debe cre­cer y cre­cer para pro­por­cio­nar bien­estar a to­dos4.

El jefe de Neo le re­pren­de por lle­gar tar­de al tra­ba­jo y le ex­pli­ca el mo­de­lo de so­cie­dad que hay que se­guir: «Cada ele­men­to for­ma par­te de un todo. Si un em­plea­do tie­ne un pro­ble­ma, la em­pre­sa tie­ne un pro­ble­ma». Es­en­cial­men­te, se tra­ta de un siste­ma ma­rxista. Cuan­do el agen­te Smith ofre­ce a Neo una sa­li­da ne­go­cia­da a su de­ten­ción si co­la­bo­ra para atra­par a un te­rro­rista, Neo se nie­ga y le hace una pei­ne­ta. Es par­te de su ca­rác­ter dis­con­for­me contra este siste­ma en el que el in­divi­duo está su­pe­dita­do al esta­do, con­ver­ti­do en su sir­vien­te su­miso. Ma­trix re­pre­sen­ta el gra­do máxi­mo de tec­ni­fi­ca­ción del siste­ma to­ta­lita­rio des­crito por Orwe­ll. Las IA han lo­gra­do que no ten­ga­mos me­mo­ria ni re­cuer­dos, los han sustitui­do por el en­ga­ño y la ma­ni­pu­la­ción.

A lo lar­go de las dos se­cue­las, la fi­gu­ra e in­fluen­cia de Neo va ad­qui­rien­do un cre­cien­te ca­rác­ter místi­co que lo con­vier­te en un lí­der re­li­gio­so, y eso acen­túa más su per­fil li­be­ral me­siá­ni­co, con to­nos con­ser­va­do­res. Es ca­paz de ver lo que na­die pue­de ver. In­cluso cuan­do se que­da cie­go, tie­ne una per­cep­ción físi­ca de las fi­gu­ras de Ma­trix como for­mas ma­tri­cia­les in­for­má­ti­cas que bri­llan y reve­lan su autén­ti­ca na­tu­ra­leza. El ce­re­bro de Neo cap­ta es­ce­nas dig­nas, en otro con­texto histó­ri­co, de la fiel re­pre­sen­ta­ción visual de los mi­la­gros, con se­res y fi­gu­ras re­ful­gen­tes. Quizá pa­rez­ca pre­ci­pita­do aso­ciar a Neo con Je­su­cristo, pese a que en el mo­men­to fi­nal de Ma­trix Revo­lutions el pue­blo ja­lea su ha­za­ña de una for­ma que re­cuer­da a la reve­ren­cia del pue­blo ha­cia Moisés5. El pue­blo grita: «¡Nos ha sa­l­va­do!», «¡Lo ha con­se­gui­do!», «¡No pue­do creer­lo!».

Más que la do­lo­ro­sa y gra­dual pér­di­da de la pro­pia li­ber­tad, Ma­trix pro­po­ne un jue­go en­ga­ño­so acer­ca de la ver­dad y su inac­ce­si­bi­li­dad para el ser hu­ma­no. La so­cie­dad, el esta­do, el go­bierno, las re­glas, no son más que una far­sa. La sustitu­ción de una so­cie­dad por otra se ha com­ple­ta­do y ya no hay vuel­ta atrás. Toda la es­pe­ran­za gira en torno a un úni­co in­divi­duo en­tre mi­llo­nes. Tie­ne que ser es­pe­cial, úni­co. El con­sen­so del resto es in­su­fi­cien­te para con­ju­rar la ame­na­za de las má­qui­nas. Sin la apa­ri­ción de ese in­divi­duo, Neo el Ele­gi­do, la hu­ma­ni­dad, que so­brevive en la ciu­dad sub­te­rrá­nea lla­ma­da Sion, esta­ría desti­na­da a desa­pa­re­cer.