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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2007 Barbara Einstein

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón encadenado, n.º 1748- diciembre 2018

Título original: The Farmer Takes a Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-076-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Una ciudad se salva tanto por sus hombres dignos como por los bosques y los pantanos que la rodean.

Henry David Thoreau, 1862

 

 

Con los limpiaparabrisas moviéndose a toda prisa, Maggie intentó no dejarse llevar por el miedo al tiempo que acercaba la furgoneta al arcén para ajustarse a aquel estrecho paso de montaña. Maldiciendo con palabras que ni siquiera sabía que conociera, prometió que aquel viaje sería el último. Empezaba a estar mayor para tonterías; que lo hicieran los médicos más jóvenes. Un viaje bajo la intensa lluvia por las montañas de New Hampshire no era la idea que ella tenía de pasarlo bien. Como doctora de la Clínica Móvil de Nueva Inglaterra, hacía tiempo que Maggie había asumido que perderse en la carretera formaba parte de su trabajo y solía tomarlo como una aventura. Pero dichas aventuras solían tener lugar en Massachusetts, donde vivía. Esa vez se había ofrecido a atender un caso en New Hampshire sólo para hacerle un favor a un compañero que estaba enfermo. Eso no significaba que las últimas dos semanas no hubieran sido maravillosas; no había tardado nada en enamorarse de New Hampshire, de sus montañas blancas y de todas aquellas magníficas personas que le habían abierto las puertas de sus casas y de sus corazones. Pero en aquel momento, resfriada y con fiebre, no estaba de humor para adentrarse en otra carretera rural. Perdida en las montañas en mitad de la tormenta, sin cobertura en el móvil, con el termo de café vacío y el depósito de combustible muy cerca de estarlo… lo que menos le preocupaba era estar lanzando todo tipo de improperios.

Desde luego aprendería una buena lección. De ahora en adelante prestaría más atención a los informes meteorológicos, cosa que habría hecho si no hubiera estado tan ansiosa por volver a casa y curarse aquel resfriado. Había tenido tantas ganas de poder meterse en la cama que se había olvidado por completo del sentido común. Para colmo de males, cada vez estornudaba más y le quedaban menos pañuelos de papel y no llevaba ni una sola pastilla para el resfriado en el maletín… ¡menuda doctora! Cuánto deseaba haber hecho caso a su instinto y haber dado la vuelta en aquel cambio de sentido que había visto siete kilómetros antes. Por otra parte, si no encontraba pronto una gasolinera, no podría continuar. Seguramente podría salirse de la carretera y dormir en la furgoneta hasta que alguien la encontrara. Sin duda habría coches de policía vigilando la carretera. Desde luego, lo que necesitaba era un guapo agente que acudiera en su ayuda.

No, un agente y una taza de té caliente.

Aunque, en la situación en la que estaba, también podría prescindir del agente.

Estaba luchando contra una incipiente migraña cuando por fin cambió su suerte. Trató de enfocar bien porque estaba segura de haber visto algo. ¡Sí! Apenas podía verse con la que estaba cayendo, pero sí, había un cartel escondido entre las ramas de un árbol. Se le habían caído algunas letras, pero desde luego era un cartel de carretera, la promesa de algún tipo de civilización. Maggie rezó por que aquel cartel anunciara Bloomville, como indicaba su mapa.

 

Pr m s

Hab. 350

5 k s

 

«¿Promesa?» Lo que estaba claro era que no decía Bloomville. Era una pena no conocer mejor New Hampshire.

«¿350 habitantes? Qué pequeño».

5 kms. ¿Qué serían, cinco kilómetros, o cincuenta? Con la mirada clavada en el indicador del nivel de combustible, rezó por que fueran cinco.

Diez minutos después, consiguió vislumbrar la estación de servicio a través de la lluvia y tomó el desvío con un profundo alivio. El último trueno la había asustado tanto que ni siquiera le importaba que la gasolinera no funcionara, siempre y cuando hubiera algún ser humano con el que hablar. Se inclinó sobre el volante para ver mejor y tuvo que parpadear varias veces para luchar contra la sensación de irrealidad que proyectaba lo que tenía ante sus ojos. Aquel lugar estaba oscuro y desolado, lo que no daba demasiadas esperanzas de poder tomarse un té. Sólo esperaba que aquel viejo cartel de «abierto» que colgaba de la puerta no mintiera porque desde luego la oscuridad que había tras la ventana no invitaba a entrar. Lo único que sabía era que, tuviese el aspecto que tuviese, Maggie tenía intención de parar. Así pues, agarró su bolso y salió de la furgoneta en mitad de la tormenta.

—¿Hola? —dijo llamando a la puerta—. ¿Hay alguien? —insistió con fe.

No le sorprendió que nadie contestara, pero tampoco se dio por vencida. Maggie giró el picaporte y comprobó con alivio que la puerta se abría. Quizá el cartel no mintiera, aunque el olor a cerrado que la recibió parecía anunciar que aquel lugar estaba en completo desuso. Tuvo mucho cuidado de no separarse de la puerta hasta estar completamente segura de no correr peligro. Incluso a varios metros de distancia, podía ver que las estanterías en las que se exponía la exigua cantidad de productos estaban cubiertas de polvo. A un lado del local había un cubo de basura repleto de latas de refrescos que parecían haber ido acumulándose allí durante años. Maggie sintió rabia al ver tan poca higiene, algo que la tensaba más que el peligro que pudiera correr allí. Se atrevió a apretar un interruptor que encontró cerca y agradeció que funcionara y diera al menos un poco de luz al lugar.

—¿Hola? ¿Hay alguien? —repitió. Tenía que haber alguien.

Miró por curiosidad la fecha de caducidad de una bolsa de cacahuetes que había en la primera estantería y descubrió que el crujir del plástico era más efectivo que sus gritos.

—Supongo que tendrá intención de pagar eso.

Maggie se dio la vuelta de golpe y se encontró cara a cara con una mujer mayor y robusta que parecía haber salido de detrás de una cortina que en otro tiempo debía de haber sido de terciopelo. Su cabello gris estaba recogido en una trenza enrollada en lo alto de la cabeza, sus ojos parecían dos piedras marrones que resaltaban sobre un rostro pálido que no parecía haber sentido una brizna de aire fresco desde hacía meses.

—Hola —dijo Maggie esbozando una sonrisa—. Pasaba por aquí y he parado a echar gasolina. Bueno, lo de pasar por aquí es un eufemismo. Creo que me he perdido.

—¿Lo crees? —preguntó la mujer en un tono algo burlón.

Maggie se echó a reír.

—En realidad estoy bastante segura. Me dirijo a Boston, pero creo que he tomado un desvío equivocado. Con esta lluvia. Me he alegrado tanto de ver este sitio; buscaba un pueblo llamado Bloomville con la intención de pasar allí la noche, pero esto no es Bloomville, ¿verdad? —dijo mirando a su alrededor—. Creo que hace un rato he pasado un cartel que decía «Promesa», pero no estoy del todo segura. No conozco bien New Hampshire.

—Es Primrose —espetó la mujer—. Nada de promesas.

No estaba siendo exactamente hostil, trató de decirse Maggie a sí misma mientras veía a la mujer acercarse al mostrador con la ayuda de un bastón en el que se apoyaba para caminar. No podía ocultar el dolor que sentía y, como médico, Maggie no pudo evitar fijarse en ello, pero sabía que no debía decir nada.

—Quería repostar. He pitado, pero no ha contestado nadie.

—Dice «Autoservicio», así que quizá sea por eso por lo que no ha acudido nadie —respondió la mujer secamente—. Estas viejas piernas dejaron de servir gasolina hace ya mucho tiempo. Sólo tengo gasolina común, vendí lo poco que me quedaba de sin plomo la semana pasada. Pero dado que no hay ninguna otra gasolinera en este lado de la montaña, supongo que no le importará.

—Claro que no —respondió Maggie, sin dejarse acobardar por el genio de la mujer—. Supongo que es usted la propietaria de la gasolinera, ¿me equivoco?

—¿Por qué si no estaría aquí? —preguntó al tiempo que apoyaba un pie en un taburete.

A pesar de llevar las piernas cubiertas, casi vendadas, con unas medias gruesas, Maggie pudo ver por el rabillo del ojo que tenía los tobillos muy hinchados. Debía de dolerle mucho, pero no creía que fuera a recibir su comprensión de buena gana, a juzgar por el brillo orgulloso de su mirada.

—Entonces, si no le importa, voy a llenar el depósito.

—No me importa. Y no olvidaré incluir en la cuenta el precio de esos cacahuetes.

«Seguro que no», pensó Maggie, metiéndose la bolsita de cacahuetes en el bolsillo. Salió a la lluvia tratando de protegerse bajo la capucha de la sudadera que llevaba, pero era totalmente insuficiente. Si no se secaba pronto, al día siguiente se levantaría con neumonía, y eso si tenía la suerte de encontrar una cama.

Mientras llenaba el depósito con la lluvia cayéndole sobre los hombros, Maggie tuvo la sensación de que la mujer observaba cada uno de sus movimientos desde el interior, aunque no podría ver demasiado a través de aquellos cristales tan sucios. Volvió a la tienda y buscó un pañuelo de papel en el bolso para poder secarse un poco al menos, pues estaba completamente empapada.

—El ambiente está un poco húmedo, ¿no le parece? —bromeó Maggie, y después continuó hablando a pesar de la falta de respuesta por parte de la mujer—. ¿Sabe? Creo que necesito una comida caliente tanto como necesitaba la gasolina. Le agradecería mucho que me dijera dónde está el restaurante más cercano.

La señora hizo caso omiso a la pregunta, en sus ojos había un claro gesto de desaprobación.

—Veo que lleva una furgoneta del Servicio Médico de Nueva Inglaterra.

—Sí… así es. Me sorprende que haya podido leer el letrero con la lluvia.

—Aún no he perdido la vista, señorita.

Bueno, seguiría intentándolo.

—¿Es usted usuaria de dicho servicio? —preguntó Maggie con amabilidad.

—Se supone que estamos incluidos en el circuito de Bloomville —replicó la mujer—. Bloomville está al otro lado de la montaña, así que supongo que no se nos ve entre los árboles —añadió en tono mordaz.

Maggie estuvo a punto de echarse a reír, pero se controló. Aquella mujer tenía mal genio, pero parecía tener también cierto sentido del humor.

—Tengo la impresión de que utiliza el Servicio Médico Móvil.

—Sí, cuando se digna a aparecer.

Maggie frunció el ceño al oír la acusación implícita en aquellas palabras.

—¿Quiere decir que alguna vez han faltado a una cita concertada?

—¡Eso es exactamente lo que quiero decir! Deberían haber venido en abril, pero aquí no apareció nadie.

Ahora comprendía su mal humor y estaba claro de que iba a hacerla pagar por que algún compañero suyo no hubiera acudido a la cita.

—La verdad es que no sabría decirle por qué no apareció la furgoneta. Mi ruta habitual no sale de Massachusetts; este mes estoy en New Hampshire para hacerle un favor a un amigo. ¿Llamó para que le dijeran qué había pasado?

—Claro que llamé, pero se limitaron a darme largas, como de costumbre. Nadie sabía nada, pero me dijeron que lo averiguarían… palabrería.

Maggie estaba desconcertada.

—Normalmente son muy eficientes con ese tipo de reclamaciones. ¿Qué le parece si hago algunas llamadas… cuando me recupere? Me parece que tengo un buen resfriado.

Si la mujer no lo había notado hasta entonces, sí tuvo que hacerlo cuando Maggie comenzó a estornudar y no le quedó más remedio que dar otro uso a los pañuelos de papel. Se sonó la nariz con fuerza. Aunque a la mujer no parecía preocuparle lo más mínimo, parecía más interesada en la ineficiencia del servicio médico que en el bienestar de Maggie. Y, a juzgar por el estado en el que tenía los pies, Maggie no la culpaba por ello. El problema era que ella tampoco estaba en muy buen estado.

—Escuche —empezó a explicarle Maggie con la voz muy tomada—, supongo que me he equivocado de desvío, quizá más de una vez —admitió con pesar—, pero a estas alturas no tengo más remedio que buscar un motel. Si pudiera decirme dónde hay alguno.

—Gasolina… comida… una habitación —murmuró la mujer—. No recuerdo la última vez que tuvimos visita por aquí.

«¿Por qué será?», se preguntó Maggie mientras forzaba una sonrisa.

—Eso no me da muchas esperanzas.

—No —reconoció la mujer sin un ápice de comprensión.

Maggie estaba helada y necesitaba una habitación urgentemente, una cama seca en la que poder acostarse para no sentirse tan desgraciada. No quería que la entretuvieran sin motivo, que era lo que parecía estar haciendo aquella mujer, pero tampoco quería hacer enfadar a la única persona que podía decirle dónde había un hotel, en caso de que lo hubiera. En el peor de los casos, quizá pudiera dormir en la furgoneta, pero al mirar por la ventana y ver la que estaba cayendo, se dio cuenta de que sería una tortura. Quizá estuvieran en julio, pero estaba diluviando y una furgoneta llena de material sería un lugar muy incómodo… y frío donde dormir. No habría sido la primera vez que durmiera en un coche, pero de eso hacía ya mucho tiempo, entonces tenía diecisiete años y Tommy Lee le había proporcionado calor y… Renunciando a la esperanza de poder tomarse un té caliente, Maggie volvió a suplicar:

—Escuche, señora…

—Me llamo Louisa Haymaker. Eso de señora me hace sentir vieja.

—Señora Haymaker —corrigió Maggie, que empezaba a sentirse como Alicia en el País de las Maravillas—, estoy empapada, cansada y hambrienta. No me extrañaría tener neumonía. Todo eso quiere decir que no puedo conducir ni un kilómetro más. Tiene que haber algún lugar en el que pueda alojarme. No sé si servirá de algo, pero… —cuando ya no sabía qué más hacer o decir, echó mano de su maletín y sacó el estetoscopio—. ¿He mencionado que soy médica?

Por fin vio una ligera muestra de interés en el rostro de la señora Haymaker. Maggie se aferró a ese gesto y sacó también su tarjeta del hospital de Boston en el que trabajaba.

—Escuche, señora Haymaker, soy la doctora Margaret Tremont. No me encuentro bien y me gustaría volver a casa, pero como no puedo, necesito un hotel —mientras tomaba aire, puso un billete de veinte dólares sobre el mostrador—. Creo que aún no le he pagado la gasolina.

Louisa Haymaker echó mano del dinero rápidamente y no se molestó siquiera en preguntarle si quería que le diera el cambio.

—¿Podría decirme el nombre del hotel más cercano? —insistió—. Así podré marcharme.

Si la señora Haymaker tenía intención de ayudarla, no pudo hacerlo porque el crujir de la puerta las interrumpió. Ambas se volvieron a mirar y vieron aparecer a un muchacho que cerró con un portazo.

—Louisa, ¿dónde estás? ¡Ya estamos aquí! —anunció el muchacho con una alegría que hizo sonreír a Maggie.

No así a Louisa Haymaker.

—Amos Burnside, ¿cuántas veces te he dicho que no des portazos? Si esa puerta se cae, y sin duda lo hará pronto, ¿quién va a arreglarla? ¡Mira lo que estás haciendo! —le gritó señalando con el bastón el charco de agua que se había formado a los pies del muchacho.

El niño bajó la mirada. La gorra le tapaba el rostro, pero Maggie se preguntó si iba a echarse a llorar. Debía de tener siete u ocho años.

—Louisa —respondió con la voz quebrada—, no es culpa mía que esté lloviendo.

—¡Ya está bien! Mira, tenemos visita.

Amos siguió la mirada de Louisa y, al ver a aquella desconocida, se quitó la gorra y dejó a la vista un cabello rubio como el maíz.

—¿Quién eres? —le preguntó observándola con los ojos llenos de sorpresa.

Maggie también estaba sorprendida por la belleza etérea del muchacho y se preguntaba quién sería el responsable de aquel ángel que necesitaba un corte de pelo urgentemente.

—Me llamo Margaret Tremont —dijo entre violentos estornudos que le obligaron a gastar sus últimos pañuelos—. Pero mis amigos me llaman Maggie.

—Estornudas muy fuerte —apuntó el muchacho con voz seria.

—Está enferma, ¿es que no lo ves? —le reprendió Louisa—. Ha parado a echar gasolina y dice que es doctora.

La sonrisa que apareció en el rostro de Amos era una mezcla de alegría y curiosidad.

—¿De verdad? ¿Eres una doctora de las de verdad?

—Te doy mi palabra —prometió Maggie.

—¡Vaya! Verás cuando se lo diga a mi padre. Yo me llamo Amos Burnside, pero mis amigos me llaman Amos —añadió con completa inocencia.

—Encantada de conocerte, Amos —después de decirlo, Maggie tuvo que carraspear—. Me parece que me estoy quedando sin voz.

—Louisa tiene razón, sí que parece que estás enferma. Si de verdad eres doctora, ¿por qué no te curas?

—Amos, si supiera cómo curar un simple resfriado, no sólo me encontraría mejor, también sería increíblemente rica.

—¡Eso es lo que dice mi padre cada vez que yo agarro un resfriado! Si supiera como curar un resfriado, sería rico.

—El más rico del mundo.

—Entonces eso será lo que haré cuando sea mayor.

«Me quito el sombrero ante ti», pensó Maggie. «Y si consiguieras hacerlo para mañana, te estaría muy agradecida».

Pero Amos ya andaba por otros derroteros, como a menudo hacían los niños. Con una sola frase:

—¿QuéhaceaquídoctoraTremonthayalguienenfermocuántotiempovaaquedarseespeligrosocondu-circonestatormentamipadresiemprelodice?

—¡Vaya! Son muchas preguntas, jovencito. Bueno, veamos. No hay nadie enfermo por aquí, que yo sepa, excepto yo misma —explicó riéndose—. Iba de camino a casa… vivo en Boston, estaba lloviendo mucho y de pronto encontré la estación de servicio de la señora Haymaker, lo cual fue una suerte porque ya casi no me quedaba gasolina. ¡Aunque también me encantaría encontrar una cama caliente en la que poder acostarme con un paquete de pañuelos! De hecho, hace un momento le preguntaba a la señora Haymaker dónde está el motel más cercano.

Amos se volvió a mirar a Louisa con evidente desconcierto.

—Louisa, ¿por qué no le has dicho lo de las casitas? Perdone, doctora, Louisa no ha debido de darse cuenta porque no solemos recibir visitas —Amos sonrió como si aquello fuera culpa suya—. Seguramente no ha visto la señal.

—Parece que hay muchas señales que no he visto —respondió Maggie lanzando una mirada a Louisa.

—Louisa es la dueña del motel. Se llama El Refugio de Jack, en honor a su marido, Jack. Aunque ya no es su marido porque está muerto, pero seguiría siéndolo si estuviera vivo. ¿Verdad, Louisa?

—Amos Burnside —dijo Louisa con voz fría como el hielo—, sabes tan bien como yo que esas casas no están en condiciones de albergar a nadie —entonces miró a Maggie y le habló con firmeza—: Si está enferma, necesita un lugar mejor en el que quedarse, un lugar cálido donde el tejado no esté a punto de caerse en pedazos.

—¡Louisa, el tejado no está a punto de caerse! Papá lo arregló la semana pasada —le recordó el muchacho—. ¿No te acuerdas? Además, tampoco hay otro sitio en el que pueda quedarse. Si de verdad hace frío allí, yo la ayudaré a encender el fuego. Papá me enseñó a hacerlo el fin de semana pasado cuando nos fuimos de acampada y…

Si las miradas mataran, Amos habría caído fulminado en aquel momento, pero parecía que no había nada que Louisa pudiera hacer para callarlo.

—Estaré encantado de encenderle el fuego, doctora Tremont —prometió Amos con una sincera sonrisa.

Maggie tuvo que morderse el labio para no sonreír también.

—Gracias, Amos —respondió correctamente mientras se preguntaba de qué nube había caído aquel ángel.

—Bueno… —intervino Louisa, sabiendo que no tenía otra alternativa que dejar que Maggie se quedara, a menos que quisiera hacer una escena—. Supongo que no pasará nada… por una sola noche.

A Maggie no le gustó que pusiera un límite tan corto a su estancia, pero no iba a pedir nada más.

—Gracias, señora Haymaker. La idea de llegar hasta Bloomville se me hacía muy cuesta arriba, y la de dormir en la furgoneta era… una tortura.

Amos estaba impresionado.

—¿Has venido conduciendo desde Bloomville?

—No, me perdí buscándolo —explicó Maggie—. Sabía por el mapa que no estaba lejos, a unos setenta kilómetros más o menos, pero con tanta lluvia, apenas podía ver las indicaciones.

—Yo sólo he estado allí una vez —admitió Amos con tristeza.

—¿Cómo es posible? Si está muy cerca, justo al otro lado de la montaña.

—Mi padre va de vez en cuando a comprar comida y otras cosas, o cuando hay alguna emergencia, pero nunca me deja ir con él. Dice que allí no hay nada que ver y que en casa tenemos todo lo que necesitamos. Rafe dice que…

—¿Quién es Rafe? —lo interrumpió Maggie.

—Mi padre. A veces le llamo papá y a veces Rafe. Está sacando la compra de Louisa de la camioneta. Rafe dice que la gente que se marcha de casa a veces no encuentra el camino de vuelta. Como mi madre, que se marchó cuando yo era muy pequeño y nunca volvimos a verla. Rafe dice…

—¡Amos! —esa vez fue Louisa la que lo interrumpió, alarmada ante la indiscreción del muchacho—. No creo que…

Pero antes de que pudiera continuar, la puerta volvió a abrirse y entró en el local un hombre empapado hasta los huesos que llenó la tienda de olor a hojas y a lana mojada. Era alto y ancho de hombros, pero se movía con elegancia a pesar de ir muy cargado.

—Amos —dijo el hombre con voz firme y amable al mismo tiempo—, has desaparecido y se suponía que sólo tenías que comprobar que Louisa estaba despierta y después volver a ayudarme a sacar la compra.

Maggie estaba intrigada por aquella voz profunda que sin embargo resultaba amable. Si Amos Burnside era como un rayo de sol, su padre sin embargo era una especie de caricatura de la belleza, con un rostro curtido, un laberinto de arrugas y una barba de varios días que se ocultaban bajo el sombrero.

Maggie no podía dejar de mirarlo.

Su cabello era como una cortina de seda negra que le caía sobre la frente. Sus ojos eran negros como el carbón, su nariz fuerte y recta y la mandíbula cuadrada. Todo ello le daba un aire sensual y muy masculino. Los vaqueros y las botas manchadas de barro eran la prueba de que pasaba mucho tiempo al aire libre, pero lo más llamativo era su altura y su porte. Debía de medir más de un metro noventa y tenía una presencia puramente masculina. Maggie pensó que seguramente no habría lugar que no dominara de inmediato con su presencia.

Algo debió de revelarle su presencia porque de pronto Rafe se giró hacia ella. Al verla, abrió los ojos de par en par y la observó de arriba abajo con un gesto completamente nuevo, una expresión de clara irritación que se hacía evidente en el modo en el que fruncía el ceño. Maggie intentó sonreír, pero no sirvió de nada; se quedó inmóvil bajo aquella mirada penetrante y llena de ira… aunque también había un cierto interés. Sin duda así habría mirado Adán a Eva al encontrársela por vez primera.

La primera impresión de Maggie era que en aquel hombre no había ni rastro de alegría, sus hombros estaban demasiado rígidos y algo le decía que había envejecido demasiado rápido. Quizá fuera por cómo se movía… despacio… como si le costara un gran esfuerzo, no se trataba de que se estuviera controlando, quizá fuera simple indiferencia. El caso fue que Maggie sintió que en otro tiempo, en aquel rostro había habido belleza y probablemente también alegría. Le sorprendió poder ver tanto en tan poco tiempo, pero automáticamente pensó que eran todo imaginaciones suyas. Sin duda fue por eso por lo que se le cortó la respiración durante unos segundos.