Los hermanos Karamazov

Fiodor Dostoiyevski

FEDOR DOSTOIEWSKI

LOS HERMANOS KARAMAZOV

A Ana Grigorievna Dostoiewski

«En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo caído en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce fruto.»

San Juan 12, 24—25

INDICE

Prefacio.

PRIMERA PARTE

LIBRO PRIMERO

HISTORIA DE UNA FAMILIA

Fiodor Pavlovitch Karamazov

Karamazov se desembaraza de su primer hijo

Nuevo matrimonio y nuevos hijos

LIBRO II

UNA REUNIÓN FUERA DE LUGAR

La llegada al monasterio

Un viejo payaso

Las mujeres creyentes

Una dama de poca fe

¡Así sea!

¿Por qué existirá semejante hombre?

Un seminarista ambicioso

Un escándalo

LIBRO III

LOS SENSUALES

En la antecámara

Isabel Smerdiachtchaia

Confesión de un corazón ardiente. En verso

Confesión de un corazón ardiente. Anécdotas ...

Confesión de un corazón ardiente. La cabeza baja Smerdiakov

Una controversia

Tomando el coñac .

Los sensuales

Las dos juntas

Otra honra perdida

SEGUNDA PARTE

LIBRO IV

ESCENAS

El padre Theraponte

Aliocha visita a su padre

Encuentro con un grupo de escolares

En casa de Khokhlakov

Escena en el salón

Escena en la isba

Al aire libre

LIBRO V

PRO Y CONTRA

Los esponsales

Smerdiakov y su guitarra

Los hermanós se conocen

Rebeldía

«El gran inquisidor»

Todavía reina la oscuridad

Da gusto conversar con un hombre inteligente

LIBRO VI

UN RELIGIOSO RUSO

El starets Zósimo y sus huéspedes

Biografía del starets Zósimo, que descansa

en el Señor, escrita, según sus propias palabras, por Alexei Fiodorovitch Karamazov

Resumen de las conversaciones y la doctrina del

starets Zósimo

TERCERA PARTE

LIBRO VII

ALIOCHA

El olor nauseabundo

El momento decisivo

La cebolla

Las bodasde Caná

LIBRO VIII

MITIA

Kuzma Samsonov

Liagavi 366

Las minas de oro

Tinieblas

Una resolución repentina

¡Aquí estoy yo!

El de antaño

Delirio

LIBRO IX

LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA

Los comienzos del funcionario Perkhotine

La alarma

Lastribulaciones de un alma. Primers tribulación Segunda tribulación

Tercera tribulación

El procurador confunde a Mitia

El gran secreto de Mitia

Declaran los testigos. El «Pequeñuelo»

Se llevan a Mitia

CUARTA PARTE

LIBRO X

LOS MUCHACHOS

Kolia Krasotkine

Losrapaces

El colegial

Escarabajo

Junto al lecho de Iliucha

Desarrollo precoz

Iliucha

LIBRO XI

IVÁN FIODOROVITCH

En casa de Gruchegnka

El pie hinchado

Un diablillo

El himno y el secreto

Esto no es todo

Primera entrevista con Smerdiakov

Segunda entrevista con Smerdiakov

Tercera y última entrevista con Smerdiakov

El diablo. Visiones de Iván Fiodorovitch

«Él me lo ha dicho»

LIBRO XII

UN ERROR JUDICIAL

El día fatal

Declaraciones adversas

El peritaje médico y una libra de avellanas

La suerte sonríe a Mitia

Desastre repentino

El informe de la acusación

Resumen histórico

Disertación sobre Smerdiakov

La troika desenfrenada

La defensa. Un arma de dos filos

Ni dinero ni robo

No hubo asesinato

Un sofísta

El jurado se mantiene firme

EPÍLOGO

Planes de evasión

Mentiras sinceras

El entierro de Iliucha. Alocución junto a la peña

PREFACIO

Al abordar la biografía de mi héroe, Alexei Fiodorovitch, experimento cierta perplejidad: aunque le llamo «mi héroe», sé que no es un gran hombre.

Por lo tanto, se me dirigirán sin duda preguntas como éstas: «¿Qué hay de notable en Alexei Fiodorovitch para que lo haya elegido usted como héroe?

¿Qué ha hecho? ¿Quién lo conoce y por qué? ¿Hay alguna razón para que yo, lector, emplee mi tiempo en estudiar su vida?»

La última pregunta es la más embarazosa, pues la única respuesta que puedo dar es ésta: «Tal vez.

Eso lo verá usted leyendo la novela. » ¿Pero y si, después de leerla, el lector no ve en mi héroe nada de particular? Digo esto porque preveo que puede ocurrir así. A mis ojos, el personaje es notable, pero no tengo ninguna confianza en convencer de ello al lector. Es un hombre que procede con seguridad, pero de un modo vago y oscuro. Sin embargo, resultaría sorprendente, en nuestra época, pedir a las personas claridad. De lo que no hay duda es de que es un ser extraño, incluso original. Pero estas características, lejos de conferir el derecho de atraer la atención, representan un perjuicio, especialmente cuando todo el mundo se esfuerza en coordinar las

individualidades y extraer un sentido general del absurdo colectivo. El hombre original es, en la mayoría de los casos, un individuo que se aísla de los demás. ¿No es cierto?

Si alguien me contradice en este último punto diciendo: «Eso no es verdad», o «Eso no es siempre verdad», ello me animará a creer en el valor de mi héroe. Pues yo juzgo que el hombre original no solamente no es siempre el individuo que se coloca aparte, sino que puede poseer la quintaesencia del patrimonio común aunque sus contemporáneos lo repudien durante cierto tiempo.

De buena gana habría prescindido de estas explicaciones confusas y desprovistas de interés y habría empezado sencillamente por el primer capí-

tulo, sin preámbulo alguno, diciéndome: «Si mi obra gusta, se leerá. » Pero lo malo es que presento una biografía en dos novelas. La principal es la segunda, donde la actividad de mi héroe se desarrolla en la época presente. La primera transcurre hace trece años. En realidad, sólo se recogen en ella unos momentos de la primera juventud del héroe; pero es indispensable, pues, de no existir esta primera novela, muchos detalles de la segunda serían incomprensibles. Pero todo esto no hace sino aumentar mi confusión. Si yo, como biógrafo, considero que

una novela habría bastado para presentar a un héroe tan modesto, tan poco definido, ¿cómo justificar que lo presente en dos?

Como no confío en poder resolver estos proble-

mas, los dejo en suspenso. Ya sé que el lector, con su perspicacia, advertirá que ésta era mi finalidad desde el principio y me reprochará haber perdido el tiempo diciendo cosas inútiles. A eso responderé que lo he hecho por cortesía, aunque también he

procedido con astucia, ya que he prevenido al lector. Por lo demás, me complace que mi novela se

haya dividido por sí misma en dos relatos, «sin perder su unidad». Una vez que conozca el primero, el lector decidirá si vale la pena empezar el segundo.

Evidentemente, cada cual es dueño de sus actos, y el lector puede cerrar el libro sin pasar de las primeras páginas del primer relato y no volverlo a abrir.

Pero hay lectores de espíritu delicado que quieren llegar hasta el fin para no caer en la parcialidad.

Entre ellos figuran todos los críticos rusos. Uno se anima al verse frente a ellos. A pesar de su táctica metódica, les he proporcionado un argumento de

los más decisivos para dejar la lectura en el primer episodio de la novela.

Con esto doy mi prefacio por terminado. Convengo en que podría haber prescindido de él. Pero ya que está escrito, conservémoslo.

Y ahora, empecemos.

EL AUTOR

PRIMERA PARTE

LIBRO PRIMERO

HISTORIA DE UNA FAMILIA

CAPITULO PRIMERO

FIODOR PAVLOVITCH KARAMAZOV

Alexei Fiodorovitch Karámazov era el tercer hijo de un terrateniente de nuestro distrito llamado Fiodor (Teodoro.) Pavlovitch, cuya trágica muerte, ocu-rrida trece años atrás, había producido sensación entonces y todavía se recordaba. Ya hablaré de

este suceso más adelante. Ahora me limitaré a decir unas palabras sobre el «hacendado», como todo el mundo le llamaba, a pesar de que casi nunca había habitado en su hacienda. Fiodor Pavlovitch era uno de esos hombres corrompidos que, al mismo tiempo, son unos ineptos —tipo extraño, pero bastante frecuente— y que lo único que saben es defender

sus intereses. Este pequeño propietario empezó

con casi nada y pronto adquirió fama de gorrista.

Pero a su muerte poseía unos cien mil rublos de

plata. Esto no le había impedido ser durante su vida uno de los hombres más extravagantes de nuestro

distrito. Digo extravagante y no imbécil, porque esta

clase de individuos suelen ser inteligentes y astutos.

La suya es una ineptitud específica, nacional.

Se casó dos veces y tuvo tres hijos; el mayor,

Dmitri, del primer matrimonio, y los otros dos, Iván y Alexei, del segundo. Su primera esposa pertenecía a una familia noble, los Miusov, acaudalados propietarios del mismo distrito. ¿Cómo aquella joven dotada, y además bonita, despierta, de espíritu refinado

—ese tipo que tanto abunda entre nuestras con-

temporáneas—, había podido casarse con semejan-

te «calavera», como llamaban a mi desgraciado

personaje? No creo necesario extenderme en largas explicaciones sobre este punto. Conocí a una joven de la penúltima generación romántica que, despues de sentir durante varios años un amor misterioso por un caballero con el que podía casarse sin impedimento alguno, se creó ella misma una serie de

obstáculos insuperables para esta unión. Una noche tempestuosa se arrojó desde lo alto de un acantilado a un río rápido y profundo. Así pereció, víctima de su imaginación, tan sólo por parecerse a la Ofe-lia de Shakespeare. Si aquel acantilado por el que sentía un cariño especial hubiera sido menos pintoresco, o una simple, baja y prosaica orilla, sin duda aquella desgraciada no se habría suicidado. El

hecho es verídico, y seguramente en las dos o tres

últimas generaciones rusas se han producido muchos casos semejantes. La resolución de Adelaida Miusov fue también, sin duda, consecuencia de

influencias ajenas, la exasperación de un alma cautiva. Tal vez su deseo fue emanciparse, protestar contra los convencionalismos sociales y el despotismo de su familia. Su generosa imaginación le

presentó momentáneamente a Fiodor Pavlovitch, a

pesar de su reputación de gorrista, como uno de los elementos más audaces y maliciosos de aquella

época que evolucionaba en sentido favorable,

cuando no era otra cosa que un bufón de mala fe.

Lo más incitante de la aventura fue un rapto que encantó a Adelaida Ivanovna. Fiodor Pavlovitch,

debido a su situación, estaba especialmente dis-

puesto a realizar tales golpes de mano: quería

abrirse camino a toda costa y le pareció una, excelente oportunidad introducirse en una buena familia y embolsarse una bonita dote. En cuanto al amor, no existía por ninguna de las dos partes, a pesar de la belleza de la joven. Este episodio fue seguramente un caso único en la vida de Fiodor Pavlovitch, que tenía verdadera debilidad por el bello sexo y estaba siempre dispuesto a quedar prendido de

unas faldas con tal que le gustasen. Pero la raptada

no ejercía sobre él ninguna atracción de tipo sensual.

Adelaida Ivanovna advirtió muy pronto que su

marido sólo le inspiraba desprecio. En estas circunstancias, las desavenencias conyugales no se

hicieron esperar. A pesar de que la familia de la fugitiva aceptó el hecho consumado y envió su dote a Adelaida Ivanovna, el hogar empezó a ser escenario de continuas riñas y de una vida desordenada.

Se dice que la joven se mostró mucho más noble y digna que Fiodor Pavlovitch, el cual, como se supo más tarde, ocultó a su mujer el capital que poseía: veinticinco mil rublos, de los que ella no oyó nunca hablar. Además, estuvo mucho tiempo haciendo las necesarias gestiones para que su mujer le transmitiera en buena y debida forma un caserío y una

hermosa casa que formaban parte de su dote. Lo

consiguió porque sus peticiones insistentes y desvergonzadas enojaban de tal modo a su mujer, que ésta acabó cediendo por cansancio. Por fortuna, la familia intervino y puso freno a la rapacidad de Fiodor Pavlovitch.

Se sabe que los esposos llegaban frecuente-

mente a las manos, pero se dice que no era Fiodor Pavlovitch el que daba los golpes, sino Adelaida

Ivanovna, mujer morena, arrebatada, valerosa, irascible y dotada de un asombroso vigor.

Ésta acabó por huir con un estudiante que se ca-

ía de miseria, dejando en brazos de su marido un niño de tres años: Mitia . El esposo se apresuró a convertir su casa en un harén y a organizar toda clase de francachelas. Además, recorrió la provincia, lamentándose ante el primero que encontraba de la huida de Adelaida Ivanovna, a lo que añadía una serie de detalles sorprendentes sobre su vida conyugal. Se diría que gozaba representando ante todo el mundo el ridículo papel de marido engañado y pintando su infortunio con vivos colores. «Tan contento está usted a pesar de su desgracia, Fiodor Pavlovitch, que parece un hombre que acaba de

ascender en su carrera», le decían los bromistas.

No pocos afirmaban que se sentía feliz al mostrarse en su nuevo papel de bufón y que para hacer reír más fingía no darse cuenta de su cómica situación.

¡Quién sabe si procedía así por ingenuidad!

Al fin logró dar con la pista de la fugitiva. La infeliz se hallaba en Petersburgo, donde había terminado de emanciparse. Fiodor Pavlovitch empezó a

prepararse para partir. ¿Con qué propósito? Ni él mismo lo sabía. Tal vez estaba verdaderamente

decidido a trasladarse a Petersburgo, pero, una vez

adoptada esta resolución, consideró que tenía derecho, a fin de tomar ánimos, a emborracharse en

toda regla. Entre tanto, la familia de su mujer se enteró de que la desgraciada había muerto en un

tugurio, según unos, a consecuencia de unas fie-

bres tifoideas; según otros, de hambre. Fiodor Pavlovitch estaba ebrio cuando le dieron la noticia de la muerte de su esposa, y cuentan que echó a correr por las calles, levantando los brazos al cielo y gritando alborozado: «Ahora, Señor, ya no retienes a tu siervo». Otros aseguran que lloraba como un

niño, hasta el punto de que daba pena verle, a pesar de la aversión que inspiraba. Es muy posible que ambas versiones se ajustasen a la verdad, es decir, que se alegrase de su liberación y que llorara a su liberadora. Las personas, incluso las peores, suelen ser más cándidas, más simples, de lo que

suponemos..., sin excluirnos a nosotros.

CAPITULO II

KARAMAZOV SE DESEMBARAZA DE SU

PRIMER HIJO

Cualquiera puede figurarse lo que sería aquel

hombre como padre y educador. Abandonó por

completo al hijo que había tenido con Adelaida Ivanovna, pero no por animosidad ni por rencor contra su esposa, sino simplemente porque se olvidó de él.

Mientras abrumaba a la gente con sus lágrimas y

sus lamentos y hacia de su casa un lugar de depravación, Grigori , un fiel sirviente, recogía a Mitia. Si el niño no hubiera hallado esta protección, seguramente no habría tenido a nadie que le mudara la

ropa. También su familia materna le había olvidado.

Su abuelo había muerto; su abuela, establecida en Moscú, estaba enferma; sus tías se habían casado.

Por todo lo cual, Mitia tuvo que pasar casi un año en el pabellón donde habitaba Grigori. Y si su padre se acordaba de él (verdaderamente era imposible que ignorase su existencia), habría terminado por enviarlo al pabellón para poder entregarse libremente a su disipada vida.

Así las cosas, llegó de París un primo de la di-

funta Adelaida Ivanovna, Piotr Alejandrovitch Miu-

sov, que después pasaría muchos años en el extranjero. A la sazón, era todavía muy joven y se distinguía de su familia por su cultura y su exquisita educación. Entonces era un occidentalista convencido, y en la última etapa de su vida sería un liberal del tipo de los que hubo en los años 40 y 50. En el curso de su carrera se relacionó con multitud de ultraliberales, tanto en Rusia como en el extranjero, y conoció personalmente a Proudhon y a Bakunin.

Le gustaba recordar los tres días de febrero de

1848 en París y dejaba entrever que había estado a punto de luchar en las barricadas. Éste era uno de los mejores recuerdos de su juventud. Poseía una bonita fortuna: alrededor de mil almas, para contar a la antigua. Su soberbia propiedad estaba a las puertas de nuestro pueblo y limitaba con las tierras de nuestro famoso monasterio. Apenas entró en posesión de su herencia, Piotr Alejandrovitch entabló un proceso interminable con los monjes

para dilucidar ciertos derechos, no sé a punto fijo si de pesca o de tala de bosques. El caso es que, como ciudadano esclarecido, consideró un deber

pléitear con el clero.

Cuando se enteró de la desgracia de Adelaida

Ivanovna, de la que guardaba buen recuerdo, y de la existencia de Mitia, se interesó por el niño, a pe-

sar del desprecio y de la indignación juvenil que Fiodor Pavlovitch, al que entonces veía por primera vez, le inspiraba. Le comunicó francamente su intención de encargarse de Mitia. Mucho tiempo des-pués contaba, como un rasgo característico de Fiodor Pavlovitch, que cuando le habló de Mitia, estuvo un momento sin saber de qué niño se trataba, a

incluso se asombró de tener un hijo en el pabellón de su hacienda. Por exagerado que fuera este relato, contenía sin duda una parte de verdad. A Fiodor PavIovitch le había gustado siempre adoptar actitudes, representar papeles, a veces sin necesidad a incluso en detrimento suyo, como en el caso presente. Esto mismo les sucede a muchas personas,

entre las que hay algunas que no son tontas ni mucho menos.

Piotr Alejandrovitch obró con presteza a incluso fue nombrado tutor del niño (conjuntamente con

Fiodor Pavlovitch), ya que su madre había dejado tierras y una casa al morir. Mitia se trasladó a casa de su tío, que no tenía familia. Cuando éste hubo de regresar a París, después de haber arreglado sus asuntos y asegurado el cobro de sus rentas, confió el niño a una de sus tías, residente en Moscú. Después, ya aclimatado en Francia, se olvidó del niño, sobre todo cuando estalló la revolución de febrero,

acontecimiento que se grabó en su memoria para toda su vida. Fallecida la tía de Moscú, Mitia fue recogido por una de las hijas casadas de la difunta.

Al parecer, se trasladó a un cuarto hogar, pero no quiero extenderme por el momento sobre este punto, y menos teniendo que hablar más adelante largamente del primer vástago de Fiodor Pavlovitch.

Me limito a dar unos cuantos datos, los indispensables para poder empezar mi novela.

De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch, sólo Dmitri creció con la idea de que poseía cierta fortuna y sería independiente cuando llegase a la mayoría de edad. Su infancia y su juventud fueron muy agitadas. Dejó el colegio antes de terminar sus estudios, ingresó en la academia militar, se trasladó al Cáucaso, sirvió en el ejército, se le degradó por haberse batido en duelo, volvió al servicio y gastó alegremente el dinero. Su padre no le dio nada hasta que fue mayor de edad, cuando Mitia había contraído ya importantes deudas. Hasta entonces, hasta que fue mayor de edad, no volvió a ver a su padre. Fue a su tierra natal especialmente para informarse de la cuantía de su fortuna. Su padre le desagradó desde el principio. Estuvo poco tiempo en su casa: se

marchó enseguida con algún dinero y después de

haber concertado un acuerdo para percibir las rentas de su propiedad.

Detalle curioso: no consiguió que su padre le in-formara acerca del valor de su hacienda ni de lo que ésta rentaba. Fiodor PavIovitch vio en seguida —es importante hacer constar este detalle que Mitia tenía un concepto falso, exagerado, de su fortuna. El

padre se alegró de ello, considerando que era un beneficio para él. Dedujo que Mitia era un joven aturdido, impulsivo, apasionado, y que si se le daba alguna pequeña suma para que aplacara su afán de disipación, estaría libre de él durante algún tiempo.

Fiodor Pavlovitch supo sacar provecho de la si-

tuación. Se limitó a desprenderse de vez en cuando de pequeñas cantidades, y un día, cuatro años después, Mitia perdió la paciencia y reapareció en la localidad para arreglar las cuentas definitivamente.

Entonces se enteró, con gran asombro, de que no le quedaba nada, que había recibido en especie de

Fiodor Pavlovitch el valor total de sus bienes y que incluso podía estar en deuda con él, cosa que no sabía a ciencia cierta, pues las cuentas estaban embrolladisimas. Según tal o cual convenio concertado en esta o aquella fecha, Mitia no tenía derecho a reclamar nada, etcétera. Mitia se indignó, perdió

los estribos y estuvo a punto de perder la razón, al sospechar que todo aquello era una superchería.

Éste fue el móvil de la tragedia que constituye el fondo de mi primera novela, o, mejor dicho, su marco.

Pero antes de referir estos hechos, hay que

hablar de los otros dos hijos de Fiodor Pavlovitch y explicar su origen.

CAPITULO III

NUEVO MATRIMONIO Y NUEVOS HIJOS

Después de haberse desembarazado de Mitia,

Fiodor PavIovitch contrajo un nuevo matrimonio que duró ocho años.

Su segunda esposa, joven como la primera, era

de otra provincia, a la que se había trasladado en compañía de un judío para tratar de negocios. Aunque era un borracho y un perdido, no cesaba de

velar por su capital y realizaba excelentes aunque nada limpias operaciones.

Sofia Ivanovna era hija de un humilde diácono y

quedó huérfana en su infancia. Se había educado

en la opulenta mansión de su protectora, la viuda del general Vorokhov, dama de gran prestigio en la sociedad, que, además de proporcionarle una educación, había labrado su desgracia. Ignoro los detalles de este infortunio, pero he oído decir que la muchacha, dulce, cándida, paciente, había intentado ahorcarse colgándose de un clavo, en la des-

pensa, tanto la torturaban los continuos reproches y los caprichos de su vieja protectora, que no era mala en el fondo, pero que, al estar todo el día ocio-sa, se ponía insoportable.

Fiodor Pavlovitch pidió su mano, pero fue rechazado cuando se obtuvieron informes de él. Entonces propuso a la huérfana raptarla, como había hecho con su primer matrimonio. Con toda seguridad, ella se habría negado a ser su esposa si hubiese estado mejor informada acerca de él. Pero esto sucedía en otra provincia. Además, ¿qué podía discernir una muchacha de dieciséis años, como no fuera que era preferible arrojarse al agua que seguir en casa de su protectora? Es decir, que la infortunada sustituyó a su bienhechora por un bienhechor. Esta vez Fiodor Pavlovitch no recibió ni un céntimo, pues la generala se enfureció de tal modo, que lo único que le dio fue su maldición.

Pero Fiodor Pavlovitch no contaba con el dinero

de su nueva esposa. La extraordinaria belleza de la joven, y sobre todo su candor, le habían cautivado, a él, un hombre todo voluptuosidad, que hasta entonces sólo había sido sensible a los atractivos más groseros. «Sus ojos inocentes me taladran el alma», decía con una sonrisa maligna. Pero aquel ser corrompido sólo podía sentir una atracción de tipo sensual. Fiodor Pavlovitch no tuvo ningún miramiento con su esposa. Considerando que estaba en

deuda con él, ya que la había salvado de una vida insoportable, y aprovechándose de su bondad y su

resignación inauditas, pisoteó la decencia conyugal más elemental. Su casa fue escenario de orgías en las que tomaban parte mujeres de mal vivir. Un

detalle digno de mención es que Grigori, hombre

taciturno, estúpido y obstinado, que había odiado a su primera dueña, se puso de parte de la segunda, discutiendo por ella con su amo de un modo inadmisible en un doméstico. Un día llegó a despedir a las doncellas que rondaban a Fiodor Pavlovitch.

Andando el tiempo, la desdichada esposa, que hab-

ía vivido desde su infancia en una perpetuo terror, contrajo una enfermedad nerviosa corriente entre las lugareñas y que vale a sus víctimas el calificativo de «endemoniadas». A veces la enferma, presa

de terribles crisis histéricas, perdía la razón. Sin embargo, dio a su marido dos hijos: Iván , que nació un año después de la boda, y Alexei, que vino al mundo tres años más tarde. Cuando Sofía Ivanovna murió, Alexei tenía cuatro años, y, por extraño que parezca, se acordó toda su vida de su madre, aunque como a través de un sueño. Al fallecer Sofía Ivanovna, los dos niños corrieron la misma suerte que el primero: el padre se olvidó de ellos, los abandonó por completo, y Grigori se los llevó a su pabellón.

Allí los encontró la vieja generala, la misma que había educado a la madre. Durante los ocho años

en que Sofia Ivanovna fue la esposa de Fiodor Pavlovitch, el rencor de la vieja dama hacia ella no hab-

ía cedido. Sabiendo la vida que llevaba la infeliz, enterada de que estaba enferma y de los escándalos que tenía que soportar, la generala manifestó dos o tres veces a los parásitos que la rodeaban:

«Bien hecho. Dios la ha castigado por su ingratitud.»

Exactamente tres meses después de la muerte

de Sofia Ivanovna, la anciana señora apareció en nuestro pueblo y se presentó en casa de Fiodor

Pavlovitch. Su visita sólo duró media hora, pero aprovechó el tiempo. Era el atardecer. Fiodor Pavlovitch, al que no había visto desde hacía ocho

años, se presentó ante ella en completo estado de embriaguez. Se cuenta que, apenas lo vio llegar, le dio dos sonoras bofetadas y a continuación tres

tirones de flequillo. Hecho esto y sin pronunciar palabra, se fue al pabellón donde habitaban los

niños. Estaban mal vestidos y sucios, viendo lo cual, la irascible dama dio otra bofetada a Grigori y le dijo que se llevaba a los niños. Tal como estaban, los envolvió en una manta, los puso en el coche y se marchó. Grigori encajó el bofetón como un sirviente

perfecto y se abstuvo de emitir la menor protesta.

Acompañó a la anciana a su coche y le dijo, in-

clinándose ante ella profundamente:

—Dios la recompensará por su buena acción.

—Eres tonto de remate —respondió ella a modo

de adiós.

Después de analizar el asunto, Fiodor Pavlovitch se declaró satisfecho y en seguida dio su consentimiento en regla para que los niños fueran educados en casa de la generala. Hecho esto, se fue a la

ciudad, a jactarse de los bofetones recibidos.

Poco tiempo después murió la generala. Dejó mil

rublos a cada niño «para su instrucción». Este dinero se debía emplear íntegramente en provecho de

ellos y la testadora lo consideraba suficiente. Si otras personas querian hacer algo más, eran muy

libres, etcétera.

Aunque no leí el testamento, yo sabía que había

en él un pasaje extraño, hijo de la inclinación a lo original. El principal heredero de la generala era, por fortuna, un hombre honrado, el mariscal de la nobleza de nuestra provincia Eutimio Petrovitch Polienov. Éste cambió algunas cartas con Fiodor Pavlovitch, el cual, sin rechazar sus proposiciones categóricamente, iba alargando el asunto. Viendo que no conseguiría nada del padre de los niños, Eutimio

Petrovitch se interesó personalmente por ellos y tomó un cariño especial al menor, que vivió largo tiempo en su casa.

Llamo la atención del lector sobre este punto: los niños fueron educados por Eutimio Petrovitch, hombre de bondad nada común, el cual conservó intacto el capital de los niños, que había ascendido a dos mil rublos a su mayoría de edad, al acumularse los intereses. Eutimio Petrovitch los educó a costa su-ya, lo que le representó un gasto de bastante más de mil rublos por niño.

No haré un relato detallado de la infancia y la juventud de los huérfanos: nie limitaré a exponer los detalles más importantes. El mayor, Iván, fue en su adolescencia un ser taciturno, reconcentrado, pero en modo alguno timido. Había comprendido que su

hermano y él se educaban en casa ajena y por mi-

sericordia, y que tenían por padre un hombre que era un baldón para ellos. Este muchacho mostró

desde su más tierna infancia (por lo menos, según se cuenta) gran capacidad para el estudio. A la

edad de trece años dejó a la familia de Eutimio Petrovitch para estudiar en un colegio de Moscú como pensionista en casa de un famoso pedagogo, amigo de la infancia de su protector. Más tarde Iván decía que Eutimio Petrovitch había procedido impulsado

por su ardiente amor al bien y porque opinaba que un adolescente excepcionalmente dotado debía ser educado por un pedagogo genial. Pero ni con su

educación ni con su protector pudo contar cuando ingresó en la universidad. Eutimio Petrovitch no había sabido gestionar el asunto del testamento, y el legado de la generala no había llegado aún a sus manos, a causa de las formalidades y dilaciones

que pesan sobre estos trámites en nuestro país. En una palabra, que nuestro estudiante pasó verdaderos apuros en sus dos primeros años de universidad y se vio obligado a ganarse el sustento a la vez que estudiaba. Hay que hacer constar que no intentó en modo alguno ponerse en relación con su padre. Tal vez procedió así por orgullo, por desprecio al autor de sus días, o acaso su clarividencia le dijo que no podía esperar nada de semejante hombre. Fuera

como fuere, el chico no perdió los ánimos y en-

contró el modo de ganarse la vida: primero lecciones a veinte copecs, después artículos de diez líne-as sobre escenas de la calle que publicaba en varios periódicos con el seudónimo de «Un Testigo

Ocular» . Dicen que estos artículos tuvieron éxito porque eran siempre curiosos y agudos. Así, el joven reportero demostró su superioridad, tanto en el sentido práctico como en el intelectual, sobre los

incontables estudiantes de ambos sexos, siempre necesitados, que en Petersburgo y en Moscú asedian incesantemente las redacciones de los periódicos en demanda de copias y traducciones del

francés.

Una vez introducido en el mundo periodístico,

Iván Fiodorovitch ya no perdió el contacto con él.

Durante sus últimos años de universidad publicó

informes sobre obras especiales y así se dio a conocer en los medios literarios. Pero sólo cuando hubo terminado sus estudios consiguió despertar la atención en un amplio círculo de lectores. Al salir de la universidad, y cuando se disponía a dirigirse al extranjero con sus dos mil rublos, publicó en un gran periódico un artículo singular que atrajo la atención incluso de los profanos. El tema era para él desconocido, ya que había seguido los cursos de la facultad de ciencias, y el artículo hablaba de tribunales eclesiásticos, cuestión que entonces se debatía en todas partes. El autor examinaba algunas opiniones ajenas y exponía sus puntos de vista

personales. Lo sorprendente del artículo era el tono y el modo de exponer las conclusiones. El resultado fue que, a la vez que no pocos «clericales» conside-raron al autor como correligionario suyo, los «laicos», a incluso los ateos, aplaudieron sus ideas. Si

menciono este hecho es porque el eco del artículo llegó a nuestro famoso monasterio, donde interesaba la cuestión de los tribunales eclesiásticos y en el cual produjo gran perplejidad. El hecho de que el autor hubiera nacido en nuestro pueblo y fuera hijo de «ese Fiodor Pavióvitch» acrecentó el interés

general. Y precisamente entonces apareció el autor en persona.

¿Por qué vino Iván Fiodorovitch a casa de su

padre? Recuerdo que me hice esta pregunta con

cierta inquietud. Esta visita fatal, que tuvo tan graves consecuencias, fue para mí inexplicable durante mucho tiempo. En verdad era inexplicable que un

hombre tan inteligente y a la vez tan orgulloso y reconcentrado se instalase, a la vista de todos, en una casa que tan mala fama tenía. Fiodor Pavlovitch no había pensado nunca en él, y, aunque por nada del mundo habría dado dinero a nadie, siempre estaba temiendo que sus hijos se lo reclamaran.

Y he aquí que lván Fiodorovitch se instala en casa de su padre, pasa a su lado un mes, dos meses, y se entiende con él de maravilla.

No fui yo solo el que se asombró de esta buena

armonía. Piotr Alejandrovitch Miusov, del que ya hemos hablado y que, aunque tenía su domicilio en París, estaba pasando una temporada en su pro-

piedad, fue el más sorprendido. Trabó conocimiento con el joven, con el cual rivalizaba en erudición, y lo consideró sumamente interesante.

—Es un hombre orgulloso —nos decía—. Se

bastará siempre a sí mismo. Tiene lo suficiente para marcharse al extranjero. ¿Qué demonios hace

aquí? No hay duda de que no ha venido para sacar dinero a su padre, al que, por otra parte, de ningún modo se lo sacaría. No le gusta beber ni perseguir a las muchachas. Sin embargo, el viejo ya no puede pasar sin él.

Era verdad: el hijo ejercía una visible influencia sobre su padre, el cual, a pesar de su carácter caprichoso y obstinado, le daba la razón muchas veces.

Más adelante se supo que Iván había llegado en

parte para resolver cuestiones de intereses que

afectaban a su hermano mayor, Dmitri, al que había visto por primera vez con este motivo, pero con el que estaba ya ligado por un importante asunto, del que hablaremos con todo detalle a su debido tiempo. Incluso cuando estuve al corriente de ello, segu-

ía viendo en Iván Fiodorovitch un ser enigmático, y en su estancia entre nosotros un hecho dificil de explicar.

Añadiré que actuaba como árbitro y apaciguador entre su padre y Mitia, entonces reñidos hasta el extremo de que este último, Dmitri, había intentado recurrir a la justicia.

Por primera vez se hallaba reunida esta familia, cuyos miembros no se habían visto jamás. Sólo el menor de los hermanos, Alexei, se hallaba en la

comarca desde hacía ya un año. No es conveniente hablar de él en este preámbulo, es decir, antes de que salga a escena en nuestra novela. Sin embargo, he de decir algunas cosas de este personaje

para aclarar un detalle singular, y es que mi héroe aparece desde la primera escena con hábito de

novicio. Desde hacía un año habitaba en nuestro

monasterio y se preparaba para pasar en él todo el resto de su vida.

CAPITULO IV

EL TERCER HIJO: ALIOCHA

Tenía veinte años (sus hermanos Iván y Dmitri

tenían veinticuatro y veintiocho respectivamente).

Debo advertir que Aliocha no era en modo alguno un fanático y ni siquiera, a mi entender, un místico.

Yo creo que era sencillamente un filántropo precoz y que había adoptado la vida monástica porque era lo único que entonces le atraía, y porque representaba para él la ascensión radiante de su alma liberada de las tinieblas y de los odios de aquí abajo.

Aquel camino le atraía únicamente porque había

hallado en él a un ser excepcional a su juicio, el famoso starets Zósimo, al que se entregó con todo el fervor insaciable de su corazón de novicio. Desde la cuna se había mostrado como un ser distinto a los demás. Ya he dicho que habiendo perdido a su madre a los cuatro años, se acordó toda su vida de su rostro y de sus caricias como se recuerdan «los de un ser viviente». Estos recuerdos pueden persis-tir (todos lo sabemos), aunque procedan de una

edad más temprana, pero son tan sólo como puntos luminosos en las tinieblas, como fragmentos de un inmenso cuadro desaparecido. Éste era el caso de

Aliocha. Se acordaba de un bello atardecer estival en que por la abierta ventana penetraban los rayos oblicuos del sol poniente. En un rincón de la estancia había una imagen con una vela encendida, y

ante la imagen estaba su madre, arrodillada, gi-

miendo y sollozando violentamente, como en una

crisis de nervios. La infeliz lo tenía en brazos, lo estrechaba en ellos hasta casi ahogarlo y rogaba por él a la Santa Virgen. En un momento en que la madre aflojó el abrazo para acercar el niño a la imagen, el ama, aterrada, llegó corriendo y se lo quitó de los brazos.

Aliocha se acordaba del semblante de su madre

lleno de sublime exaltación, pero no le gustaba

hablar de ello. En su infancia y en su juventud se mostró concentrado a incluso taciturno, no por timidez ni por adusta misantropía, sino por una especie de preocupación interior, tan profunda que le hacia olvidarse de lo que lé rodeaba.

Sin embargo, amaba a sus semejantes, y sin

que nadie le tomara por tonto, tuvo fe en ellos durante toda su vida. Había en él algo que revelaba que no quería erigirse en juez de los demás. Incluso parecía admitirlo todo sin reprobación, aunque a veces con profunda tristeza. Desde su juventud fue inaccesible al asombro y al temor.

Al cumplir los veinte años en casa de su padre, donde reinaba el más bajo libertinaje, esta vida se hizo intolerable para su alma casta y pura, y se retiró en silencio, sin censurar ni despreciar a nadie.

Su padre, especialmente sensible a las ofensas

como buen viejo parásito, le había dispensado una mala acogida. «Se calla, pero no por eso deja de pensar mal de mí», decía. Pero no tardó en abrazarlo y prodigarle sus caricias. En verdad, eran las suyas lágrimas y ternuras de borracho, pero era

evidente que sentía por él un amor sincero y profundo que hasta entonces no había sentido por

nadie.

Desde su infancia, Aliocha había contado con la

estimación de todo el mundo. La familia de su protector, Eutimio Petrovitch Polienov, le tomó tanto cariño, que todos lo consideraban como el niño de la casa. Aliocha había llegado a este hogar a edad tan temprana, que no podía conocer la premeditación ni la astucia; a una edad en que se ignoran los artificios con que uno puede atraerse el favor ajeno y en que se desconoce el arte de hacerse querer.

Por lo tanto, este don de atraerse las simpatías era en él algo natural, espontáneo, ajeno a todo artificio.

Lo mismo ocurrió en el colegio, donde los niños

como Aliocha suelen atraerse la desconfianza, las

burlas a incluso el odio de sus compañeros. Desde su infancia le gustó aislarse para soñar, leer en un rincón. Sin embargo, durante sus años de colegial gozó de la estimación de todos sus condiscípulos.

No era travieso, ni siquiera alegre, pero, al observarlo, se vela en seguida que no era un niño triste, sino que poseía un humor apacible a invariable. No quería ser más que nadie; acaso por esta razón a nadie temía. Y sus compañeros observaban que,

lejos de envanecerse de ello, procedía como si ignorase su valor y su resolución. Tampoco conocía el rencor: una hora después de haber recibido una ofensa, dirigía la palabra al ofensor con toda naturalidad, como si no hubiera pasado nada entre ellos.

No es que diera muestras de haber olvidado la

ofensa, ni de haberla perdonado, sino que no se

consideraba ofendido, y con esto se captaba la

estimación de los niños.

Sólo un rasgo de su carácter incitaba a sus

compañeros a burlarse de él, aunque no por mal-

dad, sino por diversión: Aliocha era pudoroso y cas-to hasta lo inaudito. No podía soportar ciertas expresiones ni ciertos comentarios sobre las mujeres, que, para desgracia nuestra, son tradicionales en las escuelas rusas. Muchachos de alma y corazón

puros, todavía casi niños, se deleitan en conversa-

ciones a imágenes que a veces repugnan incluso a los más rudos soldados. Además, éstos saben menos de tales cuestiones que los jovencitos de nuestra buena sociedad. No hay en ello —bien se ve—

corrupción ni cinismo verdaderos, pero éstos existen en apariencia, y, generalmente, esos mucha-

chos ven en tal proceder algo delicado, exquisito, digno de imitarse. Al ver que Aliocha Karamazov se tapaba los oídos cuando se hablaba de estas cosas, sus compañeros le cercaban, le apartaban las manos a viva fuerza y le decían obscenidades a gritos.

Alexei se debatia, se tiraba al suelo, se tapaba la cara, y soportaba la ofensa en silencio y sin enfadarse. Al fin le dejaban en paz, cesaban de llamarle

«jovencita» a incluso se compadecían de él. Aliocha figuró siempre entre los mejores alumnos, pero

nunca aspiró al primer puesto.

Después de la muerte de su protector, fue todav-

ía dos años más al colegio. La viuda emprendió

muy pronto un viaje a Italia con toda la familia, que se componía tan sólo de mujeres. Aliocha fue a vivir entonces a casa de dos parientas lejanas del difunto, a las que no había visto jamás. No sabía en qué condiciones habitaba en aquella casa. Era propio de él no preocuparse por el gasto que pudiera reportar a las personas con quienes vivía. En este aspecto

era el polo opuesto a su hermano mayor, Iván, que había conocido la pobreza en sus dos primeros

años de universidad y para el que desde su infancia había sido un tormento comer el pan de un protector. Pero no se podía juzgar severamente este ras-go del carácter de Alexei, pues bastaba conocerle un poco para convencerse de que era uno de esos

bonachones capaces de dar toda su fortuna lo mis-mo para una buena obra que para los manejos de

un profesional de la estafa. Desconocía el valor del dinero: cuando le daban algunas monedas, las llevaba en el bolsillo varias semanas sin saber qué hacer de ellas, o las gastaba en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Piotr Alejandrovitch Miusov, sumamente quisquilloso en lo concerniente a la honestidad burguesa, conoció más tarde a Alexei, lo describió de este modo: «Es tal vez el único hombre del mundo que, encontrándose sin recursos en una

gran ciudad para él desconocida, no se moriría de hambre ni de frío, pues en seguida acudiría alguien a alimentarle y a ayudarle. De lo contrario, él mismo saldría del trance, sin inquietarse ni sentirse humillado, y para la gente sería un placer prestarle un servicio.»

Un año antes de terminar sus estudios, dijo de

pronto a las dos damas que se iba a casa de su

padre para llevar a cabo cierto propósito. Ellas lo sintieron en el alma. No consintieron que empeñara el reloj que le había regalado la familia de su protector antes de partir para el extranjero, y le dieron ropa y dinero. De éste Aliocha les devolvió la mitad, diciendo que quería viajar en tercera.

Cuando su padre le preguntó por qué no había

terminado los estudios, él no le contestó, pero

quedóse más pensativo que de costumbre. Pronto

se supo que buscaba la tumba de su madre. Enton-

ces Aliocha declaró que sólo para esto había hecho el viaje. Pero, seguramente, no era ésta la única causa. Sin duda, no habría podido explicar qué

repentino impulso había obedecido para emprender una ruta nueva a ignorada. Fiodor Pavlovitch no

había podido orientarle en la busca de la sepultura: habían transcurrido ya demasiados años desde su

muerte para que se acordase de dónde estaba.

Digamos dos palabras sobre Fiodor Pavlovitch.

Había estado ausente mucho tiempo. Tres o cuatro años después de la muerte de su segunda esposa

partió para el mediodía de Rusia y se estableció en Odesa, donde conoció a toda clase de judíos y jud-

ías y terminó por tener entrada no sólo en los hogares judíos, sino también en los hebreos. Sin duda, durante este tiempo había perfeccionado su arte de

acumular dinero y manejarlo. Reapareció en nuestro pueblo tres años antes de la llegada de Aliocha. Sus antiguas amistades lo vieron muy envejecido, para los años que tenía, que no eran muchos. Se mostró más procaz que nunca. El antiguo bufón experimentaba ahora la necesidad de reírse de sus semejantes. Se entregó a sus hábitos licenciosos de un mo-do más repulsivo que antes y fomentó la apertura de nuevas tabernas en nuestro distrito. Se le atribu-

ía una fortuna de cien mil rubios o poco menos, y pronto tuvo numerosos deudores que respondían de sus deudas con sólidas garantías. Últimamente, su piel se había arrugado, su estado de ánimo cambiaba a cada momento y Fiodor Pavlovitch perdía el

dominio de si mismo. Era incapaz de concentrarse, estaba como idiotizado y sus borracheras eran cada vez mayores. De no contar con Grigori, que también había envejecido mucho y que le cuidaba a veces

como un ayo, la existencia de Fiodor Pavlovitch

habría sido una sucesión de dificultades. La llegada de Aliocha influyó considerablemente en su ánimo: recuerdos que dormían desde hacía mucho tiempo

en el alma de aquel anciano prematuro despertaron entonces. «¿Sabes que te pareces a la “endemoniada”?», le decía a su hijo, mirándolo. Así llamaba a su segunda esposa.

Grigori. indicó a Aliocha la tumba de la «endemoniada». Lo condujo al cementerio y, en un apartado rincón, le mostró una modesta lápida donde

estaban grabados el nombre, la edad, la condición y la fecha de la muerte de la difunta. Debajo había una cuarteta como las que suelen verse en las tumbas de la gente de clase media. Lo notable es que la lápida había sido idea de Grigori. La había hecho colocar él a su costa en la tumba de la pobre «endemoniada», después de haber importunado a su

dueño con sus alusiones. Éste había partido al fin para Odesa, encogiéndose de hombros con un gesto de indiferencia para la tumba y para todos sus recuerdos.

Ante la sepultura de su madre, Aliocha no de-

mostró emoción alguna: escuchó el relato que le

hizo gravemente Grigori sobre la colocación de la lápida, se reconcentró unos momentos y se retiró sin decir palabra. Después, en todo un año no volvió al cementerio ni una sola vez.

El episodio de la lápida produjo en Fiodor Pavlovitch un efecto inesperado: llevó al monasterio mil rublos para el descanso del alma de su esposa,

pero no de la segunda, la «endemoniada», sino de la primera, la que le vapuleaba. Aquella misma tarde se emborrachó y empezó a hablar mal de los

monjes en presencia de Aliocha. Fiodor Pavlovitch era un alma dura que no había puesto jamás un

cirio ante una imagen. La sensibilidad y la imaginación de semejantes individuos tienen a veces impulsos tan repentinos como extraños.

Ya he dicho que su rostro se había cubierto de

arrugas. Su fisonomía presentaba las huellas de la vida que había llevado. A las bolsas que pendían bajo sus ojillos siempre procaces, retadores, maliciosos; a las profundas arrugas que surcaban su

carnoso rostro, había que añadir un mentón puntia-gudo y una nuez prominente que le daban un re-

pugnante aspecto de sensualidad. Completaban el

cuadro una boca grande, de abultados labios, que dejaba entrever los negros restos de sus dientes carcomidos y que lanzaba al hablar salpicaduras de saliva. Sin embargo, le gustaba bromear acerca de su cara, de la que estaba muy satisfecho, sobre

todo de su nariz, no demasiado grande, fina y aguileña.

—Es una auténtica nariz romana —decía—. Con

esta nariz y con mi nuez parezco un patricio de la decadencia del imperio.

Estaba verdaderamente orgulloso de bstos ras-

gos.

Algún tiempo después de haber visto la tumba de su madre, Aliocha dijo a Fiodor Pavlovitch que quería ingresar en un monasterio, donde los monjes estaban dispuestos a admitirlo como novicio. Añadió que lo deseaba ardientemente y que imploraba su

consentimiento. El viejo estaba enterado de que el starets Zósimo había producido profunda impresión en su bondadoso hijo.

—Ese starets es, a buen seguro, el más honesto de nuestros monjes —dijo después de haber escuchado a Aliocha, silencioso y pensativo, y sin asom-brarse de su petición—. ¿Eso quieres hacer, mi

buen Aliocha?

Estaba algo bebido. Tuvo una sonrisa sutil y as-

tuta, de borracho.

—Ya sabía yo que llegarías a eso... Bien, sea.

Tú tienes dos mil rublos: ésta será tu dote. Yo, ángel mío, no te abandonaré nunca y pagaré por ti todo lo que sea necesario... si nos lo piden. Si no nos piden nada, ¿para qué entrometernos? ¿No te

parece? Tú necesitas tan poco dinero como alpiste un canario... A propósito: conozco un caserío,

próximo a cierto monasterio, que está habitado exclusivamente por las «esposas de los monjes» ,

como se las llama. Hay unas treinta... Yo he ido a esa aldea. Es interesante, algo que se sale de lo

corriente. Lo malo es que no hay allí más que rusas; no se ve ni una sola francesa. Bien podría haber francesas, porque los fondos no faltan. Cuando

ellas lo sepan, acudirán... En nuestro monasterio no hay mujeres; sólo doscientos monjes. Ayunan conscientemente, no lo dudo... ¿De modo que quieres

abrazar la religión? Esto es una pena para mí, Aliocha. Me había acostumbrado a tenerte conmigo...

Sin embargo, esto significa para mi una buena oca-sión, ya que podrás rogar por nosotros, los pecadores que no tenemos limpia la conciencia. Más de

una vez me había preguntado: ¿quién rogará por

mí? Mi querido Aliocha, yo soy un ignorante sobre estas cuestiones. No lo dudes: un ignorance en toda regla. Sin embargo, a pesar de mi estupidez, re-flexiono a veces y me digo que los demonios me

arrastrarán con sus garfios cuando me muera. Y me pregunto: ¿de dónde salen esos garfios? ¿Son de

hierro? ¿Dónde los forjan? ¿Tendrán los demonios una fábrica?... Los religiosos están seguros de que el infierno tiene techo. Yo creo de buen grado en el infierno, pero en un infierno sin techo, como el de los luteranos. Esto resulta más fino, y además es un infierno mejor iluminado. Tal vez me digas que qué importa que tenga o no techo. Pues sí que importa, pues si no hay techo, no hay ganchos, y entonces

no me podrán colgar. Y si no me cuelgan, ¿dónde está la justicia del otro mundo? Habría que inventar los ganchos para mí, sólo para mí. ¡Si tú supieras, Aliocha, lo sinvergüenza que soy!

—Allí no hay ganchos —dijo Aliocha en voz baja

y mirando a su padre gravemente.

—Entonces habrá sombras de ganchos. Sí, ya

sé. Un francés describe así el infierno:

»He visto la sombra de un cochero

que con la sombra de un cepillo

frotaba la somóra de una carroza .

»¿Cómo sabes, querido, que allí no hay gan-

chos? Cuando estés en el monasterio, entérate bien y ven a informarme. Me iré más tranquilo al otro mundo cuando sepa lo que pasa allí. Será mejor

para ti estar con los monjes que conmigo, viejo borracho, rodeado de muchachas..., aunque tú eres