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Primera edición digital: septiembre 2018
Campaña de crowdfunding: Raquel Moraleja
Composición de la cubierta: Silvia Barberá
Corrección: Bárbara Fernández
Revisión: David García Cames

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Brais Cedeira
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-80-9

Brais Cedeira

Los Moya. Un amor entre hermanos

Prólogo de Manuel Jabois

A Ana.

«Soy majo, esa es mi cualidad, unos pintan, otros escriben. ¿Yo? Yo caigo bien, como una pizza por la mañana».

Aitor

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Cita
  5. Prólogo. Por Manuel Jabois
  6. Una conversación de madrugada
  7. Viaje al pueblo de los Moya
  8. En una casa junto al mar
  9. Una noche con la Pantera Rosa
  10. Freud, Lévi-Strauss y la tribu
  11. «¡Si Moya Peña soy yo!»
  12. Huida y encuentro con una madre
  13. El incesto y el efecto Westermarck
  14. El árbol genealógico
  15. La relación con los medios
  16. Un día en la tele: la tertulia sobre el incesto
  17. La película de los Moya
  18. Dos casos similares
  19. «Hija de Satanás»
  20. Por fin pareja de hecho
  21. El libro de familia
  22. Sólo falta la boda
  23. Anexo fotográfico
  24. Mecenas
  25. Contraportada

Prólogo

Manuel Jabois

Hay un momento especialmente incómodo en la vida de un periodista —momento que Brais Cedeira vivirá en sus propias carnes si insiste en escribir libros como este— en que la grabadora que lleva colocando toda la vida encima de la mesa, se la colocan a él. O, si el periodista que tiene enfrente es bueno o promete serlo, en lugar de la grabadora el otro se colocará a sí mismo como prueba de honestidad y respeto antiguo por la profesión. En cualquier caso, ese periodista será entrevistado en lugar de entrevistar él mismo. Con cada entrevista a la que el periodista acceda, por ego o por necesidad, dará un pasito más de cangrejo: empezará a preparar más respuestas que preguntas.

Como decía un amigo, esto no lo sé por experiencia sino porque me ha pasado. Y uno de los primeros con los que me pasó fue precisamente con Brais Cedeira; lo conocí como he conocido luego a otros periodistas, destrozándome la vida. Se puso frente a mí hace unos años y me empezó a entrevistar, y tras esa entrevista yo entré en una espiral de entrevistado famoso de la que salí hace dos años tratando de restablecer un orden universal para no estar muerto: que al acabar el año hayas hecho el doble de entrevistas de las que te hayan hecho a ti. Como de todo se aprende, de aquella época de desintoxicación conservé el rastro de Brais Cedeira. Por la razón por la que envidio a periodistas como él; su capacidad para encontrar temas, su manera clásica de estar en la profesión: con la nariz levantada, oteando el horizonte, revisando notas y lanzándose a por su historia para contársela a sus lectores y a sí mismo, casi tan importante lo segundo como lo primero.

Tuvo una escuela inmejorable, que es Galicia. Allí, en La Voz, publicó historias como la de los pacientes de un hospital que tenían que meterse en un camión para hacerse las resonancias, pues no hubo tiempo de sacar la máquina del vehículo. O la de capitán Lázaro Larzábal, nombre de realismo mágico, un hombre de 80 años que dormía en su velero en Baiona. «El joven viejo que vivía en el mar», tituló. Galicia es una tremenda academia de periodismo en la que se entrena no sólo el ojo sino también la boca. La tenemos, dijo Manuel Rivas una vez, para callar. Y en eso consiste el trabajo de Brais Cedeira y el de todo el que quiera dedicarse a esto: que hablen otros. Cuanto más incómodos sean esos otros, mejor.

Recuerdo la primera vez que me habló de Los Moya, de quienes ya había leído en un reportaje en El Español, su periódico actual (Brais pasó de la escuela de Galicia a Pedro J. Ramírez, que es como seis países en uno, sin solución de continuidad). Dos hermanos enamorados, con dos hijos en común. Cuando la leí me dolió la cabeza, cuando me la contó en persona tuve fiebre, y cuando me preguntó si haría un prólogo de esto le pregunté si lo que quería era matarme. Pero detrás de ese dolor de cabeza y de esa cultura nuestra amenazada por historias así, por amores desbordantes que hacen tambalearlo todo, se encuentra el verdadero interés del periodismo. Contar lo que nadie sabe, lo que todos saben pero nadie cuenta, lo que nadie debería saber, lo que parece que nadie va a poder entender.

Cubrimos juntos el caso de La Manada, él de forma más completa que yo, y encontró ángulos en los que nadie había reparado y fuentes que hasta que llegó él nadie había tocado. Supongo que hace cuatro años se acercó a mí pensando que yo podía ofrecerle algo, una enseñanza o lo que fuera (pobre). Yo ahora lo leo extrayendo de su trabajo varias cosas importantes en las que soy deficitario, entre ellas el riesgo de asomarse a historias turbadoras como los hermanos Moya con tanta fuerza que no le bastó un reportaje y se puso después con el libro. Lo admiro, y sólo espero el día en que yo me vaya a presentar en su portal con mi libretita y hacerle pagar su visita con otra, y que él me cuente a mí para que entre él y yo se restablezca mi viejo orden: yo escucho y otro habla. Si es él, mejor.

Una conversación de madrugada

 

YOCASTA. —¡Oh, desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!

EDIPO. —¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejad a esta que se complazca en su poderoso linaje.

YOCASTA. —¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en adelante!

Edipo rey, Sófocles

 

El verano es una época complicada para encontrar historias que vender en el periódico. El tiempo se para, y mientras todos se van de vacaciones, el periodista resiste agarrado a su mesa con el calor de Madrid apretando en la nuca. Pasan los días y uno observa el horizonte por la ventana, pero el único mar que se ve está formado por centenares de edificios. Con la mitad del país apoltronada, saboreando el cóctel en el chiringuito de la playa, resulta un tanto más complicado enfrentarse al folio en blanco, encontrar la anécdota idónea, ofrecer cada día un plato diferente en el menú.

Ando yo pensando en esas y otras cosas cuando me llega un mensaje de Andros. Andros, no podía ser otro, es Andros Lozano, compañero de reportajes en el periódico. Es, como digo, una de esas noches pegajosas del verano de 2017 en las que ni el ventilador te salva de la sauna infernal que es esta ciudad. También él estaba despierto: «Mira esto. Aquí hay una historia». Andros me envía por WhatsApp la portada del día siguiente de La Voz de Galicia.

En la foto principal aparecen tres personas: un hombre de unos cincuenta años, con gafas, anchote, ojos achinados, gesto entrañable y aire bonachón; a su lado, una mujer de aproximadamente la misma edad. Tiene el pelo negro como el azabache pero plagado de mechas rojas. El toque exótico. Ambos sonríen y posan junto al que parece su hijo, un joven alto, algo desgarbado, un poco estrábico, de piel blanca, pelo negro y corto, barba de varios días. Debajo de la foto, una frase que es el titular del día siguiente: «40 años de amor sin legalizar». Así fue como conocí a Daniel y a Rosa.

Si no fuera real, la historia que hay detrás de esa fotografía sería imposible inventarla. Daniel y Rosa son hermanos de sangre y llevan juntos cuarenta años. Están enamorados hasta las trancas y lo proclaman a los cuatro vientos. Tienen dos hijos en común. Ambos fueron separados a los pocos años de nacer. La casualidad quiso que dos décadas después se rencontrasen en una de aquellas ácidas noches de púrpura en los albores de la movida. Que se mirasen y se gustasen. Que empezasen a salir y que, tiempo después, la fortuna les hiciera descubrir a la vez una verdad que condicionó su vida hasta hoy: ambos compartían los mismos apellidos. Y así desde entonces.

Al tener la historia delante, resulta inevitable no echar la vista atrás hacia referentes de siglos pasados, algunos de ellos ya extraviados entre hojas viejas de la historia. La mitología griega, los faraones egipcios, los emperadores romanos, la dinastía de los Austrias, Darwin…

También acude uno de forma irremediable a la literatura: Vargas Llosa y su tía Julia, las colas de cerdo de los Aurelianos en Cien años de soledad, Edipo rey… Hay decenas y decenas de referentes reales y ficticios sobre la materia. También estudios científicos y antropológicos sobre un asunto que aún hoy es tabú, pero que siempre ha estado presente en la historia del hombre, en todas las épocas, en todas las civilizaciones.

Para dejar reflejado el enorme interés que siempre ha suscitado este tema, al principio de cada capítulo iremos soltando pequeñas píldoras de lo que podríamos llamar una breve historia real y literaria del incesto, en la que los Moya, nuestros protagonistas, están irremediablemente enmarcados.

Su caso tiene muchas particularidades. Cuando se percataron de su parentesco, no continuaron con su relación por la pretensión de sentirse como los antiguos reyes o como los personajes de los libros. Simplemente, decidieron que el amor pesaba más que cualquier otra cosa. Y que, al haber sido separados al nacer, no habían mantenido entre sí una relación de hermanos.

Por eso ellos no se consideran los abanderados de nada. Tan sólo se reivindican a sí mismos.

Esa misma noche di con ellos a través de las redes sociales. Les envié un mensaje y a los pocos minutos Rosa contestó. Me sorprendió que estuviera despierta a las dos de la mañana. Luego supe que la mujer no duerme bien desde hace tiempo. Me presenté y me contestó muy amable que estaba de acuerdo en aceptar la entrevista.

—Me parece bien. Mañana a las doce de la mañana.

Al día siguiente, bien temprano, estaba saliendo hacia Santiago de Compostela.

A uno no deja de corroerle la duda ante una historia así. Sucede tanto antes como después de conocerles. La primera reacción es de rechazo. La segunda, cuando empiezan a hablar, de curiosidad. Curiosidad por conocer cómo escondieron durante décadas su historia a ojos de los suyos. Curiosidad por la educación de sus hijos, por cómo les contaron la verdad de su relación. Curiosidad por saber cómo se conocieron, cuál fue la reacción al caer el telón y presentarse la verdad desnuda ante ellos, como nunca antes. La tercera, de asombro.

La primera vez que les vi, en un pequeño pueblo de A Coruña, la conversación se alargó hasta que cayó la noche. Horas antes, mientras Mónica, la fotógrafa, y yo íbamos en el coche, no podíamos evitar pensar en que aquello se trataba de algo fuera de lo normal.

Como decíamos, había muchas preguntas sobre la mesa. ¿Cómo serían? ¿Qué razón les había llevado a estar juntos de esa manera? ¿Por qué habían decidido hacerlo? ¿Cuándo empezó todo? ¿Cómo habían gestionado la relación durante tanto tiempo? ¿De qué forma habían afrontado ambos los prejuicios de su entorno? ¿En qué momento se percataron del vínculo que existía entre ambos? ¿Se habían criado juntos y habían acabado enamorados? ¿Qué pensaban sus vecinos? Y en cuanto a sus hijos, ¿eran normales? ¿Cómo les habrían explicado la situación? ¿Qué tal les había ido la vida lidiando con esta realidad? ¿Habían tenido problemas con sus amigos en el colegio, o después en su vida profesional? ¿Cómo hicieron frente a la presión mediática durante tantos años? ¿Eran felices?

Estas y otras preguntas surgieron de camino a casa de Daniel y de Rosa en Miño, una pequeña localidad al borde del mar situada apenas a treinta minutos en coche de A Coruña. Se trata de un municipio costero, ubicado en la zona conocida como Mariñas Coruñesas. Limita al norte con Pontedeume y al sur con Paderne. El aire fresco y las enormes playas lo convierten en uno de los lugares predilectos a la hora de escoger una zona de veraneo en las llamadas rías altas gallegas. En invierno resulta un lugar tranquilo. Ahí se encuentra el nuevo hogar de los hermanos Moya.

En los últimos dos años me he encontrado con toda clase de personajes curiosos en mis primeros pasos en el mundo del periodismo: percebeiros furtivos que surcaron los mares durante décadas, marinos románticos que siguen tan atados al mar que, aun jubilados, siguen viviendo en sus barcos, estafadores que dicen curar el cáncer con canciones y buenas palabras, sacerdotes rurales que se disfrazan de conejitas Playboy en carnaval, padres que utilizan durante años a su hija para estafar a media España, criadas a las que Picasso dedicaba cuadros y dibujos, héroes en atentados terroristas, yihadistas exmilitantes del PP…

Lo de los Moya es algo que lo sobrepasa todo. Es la historia de un amor sin legalizar, la de un Adán y una Eva nacidos de la misma sangre, extraídos de la carne de una idéntica costilla, que llevan años gritando al mundo su amor. Un amor sin legalizar, pero a prueba de todo.

Un amor que dejó heridas agridulces que ellos mismos tuvieron que lamerse. Sólo se tenían el uno al otro para apoyarse. Un amor, en definitiva, como el de los antiguos dioses griegos, que se sobrepone a los convencionalismos. Un amor a contracorriente, sin barreras genéticas. Por eso, comencé a escribir la historia para un reportaje en el periódico. Luego vi que aquello se quedaba corto. Que podía dejar reposar la historia un tiempo para después retomarla y contarla de manera más pausada, más detallada.

Tuve entonces la feliz idea de ofrecerle la historia a los chicos de Libros.com, quienes amablemente me atendieron cuantas veces hizo falta. Les propuse el tema, a sabiendas de lo espinoso del asunto, y de que mis horarios y mis rutinas me obligan a estar un día en Albacete y el siguiente en Benalmádena. Cuál fue mi sorpresa al ver que aceptaban la historia.

Sé que no es un asunto fácil , ni tampoco agradable a la lectura. He de reconocerlo: la cosa tiene morbo. Pero toda buena historia, si se construye con respeto, merece ser contada. De primeras, resulta entendible que hablar de algo como el incesto pueda producir cierto rechazo. Por eso quiero agradecer a la editorial que haya querido publicarlo.

Pla decía que es mucho más difícil describir que opinar. En la medida de lo posible, he intentado aproximarme a esa máxima en las páginas que siguen. Reflejar su historia tal y como ellos la cuentan. A riesgo de que pueda resultar incómoda, peligrosa. En realidad, esperamos que así sea.