No es pronto para conquistar el futuro y cambiar el mundo.

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Cómo cambiar el mundo antes de los 30

Cómo cambiar el mundo antes de los 30

Sergio Parra

© Del Autor:
Sergio Parra

© Next Door Publishers
Primera edición: marzo 2018

ISBN: 978-84-947810-2-5

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Impreso por Gráficas Rey
Impreso en España

Diseño de colección: Ex. Estudi
Autora del sciku: Laura Morrón
Dirección general: Oihan Iturbide
Dirección de la colección: Laura Morrón
Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación

Para todos los que miran el horizonte con curiosidad y esperanza.

Índice

Prólogo

Introducción

Oliva Sabuco

Anton van Leeuwenhoek

María Gaetana Agnesi

Mary Anning

Louis Braille

Augusta Ada Lovelace

Alexander Graham Bell

Thomas Alva Edison

Alice Augusta Ball

Philo Farnsworth

Rosalind Franklin

Jean-Pierre Serre

Jocelyn Bell

Nolan Bushnell

Kiran Mazumdar-Shaw

Bill Gates

Larry Page

Bibliografía

Prólogo

No tengo ni idea de lo que es sentirse extremadamente inteligente. Si pudiera leer libros y recordarlos como quien masca chicle y a la vez estar en todas las fiestas, quizá diría que sí. Si supiera tres veces más sobre física de lo que corresponde a mi edad sin ni siquiera esforzarme y a la vez tuviese unos abdominales de estatua griega, quizá diría que sí. Es lo que tiene grabar vídeos para YouTube, que al final endiosas a tus propios amigos.

Aunque (como es obvio) no puedo llegar a comprender qué ocurría en la mente de los grandes genios que encontrarás, lector, unas páginas más adelante, sí me huelo qué dos ingredientes se juntaron para que precisamente personas tan jóvenes dieran en el clavo: estar a la última y ser unos inconscientes.

Me gusta mucho una frase de Douglas Adams, el autor de Guía del autoestopista galáctico, que decía: «Todo lo que se haya inventado entre tus 15 y tus 35 años es nuevo, emocionante y revolucionario [...]. Todo lo que se invente después de que cumplas los 35 irá en contra del orden natural de las cosas». Desde mi propia experiencia, me parece una afirmación muy acertada. Por eso no nos debe extrañar que la innovación venga de esa gente «de veintitantos» que está al pie del cañón, siempre atenta a lo último que se crea en este mundo para entenderlo o probarlo. Quedarse repantigado en lo convencional, en la tradición al fin y al cabo, por lo general nunca lleva a descubrir nuevos territorios.

Pero ser moderno no es suficiente: se necesita un momento de libertad para poder canalizar todas esas buenas ideas en un invento, un descubrimiento, un proyecto sólido en definitiva. No sabemos si Newton habría enunciado sus leyes, que cambiaron para siempre la civilización, si un brote de peste no hubiera hecho que se enclaustrase en la casa familiar… Aunque este es un caso algo particular. Tras leer este libro, intuyo que la clave es una colosal borrachera de atrevimiento. Las figuras que se retratan en cada capítulo fueron personas que no dudaron en perseguir sus metas y hacer lo que consideraban correcto. Hombres y mujeres que no vacilaron al enfrentarse a las autoridades intelectuales de su época porque pensaban que tenían algo que aportar. Esa ingenuidad, esa valentía, ese ímpetu por crear y cambiar el mundo me parecen característicos de la juventud.

Pero voy a dejarlo aquí. No quiero que este prólogo parezca una charla de motivación para entrepreneurs. La realidad es que el factor suerte en este mundo es poderosísimo y, aunque no quiero quitarles mérito a todas las grandes figuras de la ciencia, el arte y la política, creo que es muy probable que sus nombres figuren en millones de libros no enteramente por sus atributos sino por haber estado en el sitio adecuado en el momento oportuno.

¿Es posible que hayan existido jóvenes ambiciosos con buenas ideas que no consiguieron llegar a la meta por razones fuera de su alcance? Es un pensamiento perturbador. Pero más perturbador es saber de grandes genios cuyas obras, por vivir en el momento histórico equivocado, han caído en el olvido. Es hora de sacarlas a la luz.

Y ya no te molesto más, lector. Vidas muy interesantes, que merecen ser recordadas, te aguardan a la vuelta de la página.

José Luis Crespo

Introducción

Walter Reitman, editor de la revista Cognitive Psychology en 1970, dividió todos los problemas posibles en cuatro tipos en función del grado de definición que presentan, de modo que los menos definidos son los que permiten invocar mayor dosis de creatividad. A saber: a) estado inicial bien definido y estado final bien definido (por ejemplo, ahorrar combustible); b) estado inicial bien definido y estado final mal definido (vivir mejor); c) estado inicial mal definido y estado final bien definido (curar a un enfermo no diagnosticado); y d) estado inicial mal definido y estado final mal definido (escribir una novela).

La lista de biografías recogidas en este volumen trata de personas que se enfrentaron a los cuatro tipos de problemas, en mayor o menor medida, y alcanzaron una solución científica o tecnológica antes de cumplir los treinta años de edad. Por si fuera poco, en la mayoría de los casos no se trató de un one hit wonder: en los años sucesivos, casi todos los seleccionados aún lograron ir mucho más allá. O lo lograrán. Porque entre los escogidos para entrar en este volumen hay científicos o inventores de hace cuatro siglos, pero también del siglo XXI.

Sin embargo, a pesar de que estas historias son interesantes de principio a fin, lo que se ha tratado de desmenuzar con mayor detalle es lo sucedido antes de que sus protagonistas dieran más de treinta vueltas alrededor del Sol. Todo lo que vivieron y pensaron en su infancia y juventud, en una mezcla de cálculo racional, emociones y una interacción de factores hereditarios y ambientales, personajes como Oliva Sabuco, Anton van Leeuwenhoek, María Agnesi, Mary Anning, Louis Braille, Ada Lovelace, Alexander Graham Bell, Thomas Edison, Alice Ball, Philo Farnsworth, Rosalind Franklin, Jean-Pierre Serre, Jocelyn Bell, Nolan Bushnell, Kiran Mazumdar-Shaw, Bill Gates y Larry Page.

Cómo cambiar el mundo antes de los 30 aspira así a incidir mayormente en lo acaecido en sus vidas antes de que se incumpla la condición sine qua non que da sentido al título. Por consiguiente, sus logros no deberían eclipsar (ni ser parangonados con ellos) los de otras ilustres figuras, pues están circunscritos a su juventud (aunque se permita cierta flexibilidad porque un hallazgo no solo tiene lugar justo en el momento en el que se produce, sino también cuando se esboza o se divisa).

Sus éxitos también han sido escogidos sobre otros por motivos que no se limitan al valor intrínseco de los mismos. Por encima de todo se ha perseguido la diversidad sexual, territorial y cronológica a fin de abrir un abanico de gran envergadura. También ha sido importante que sus historias fueran inspiradoras o singulares por algún motivo. Por esa razón, y porque el espacio es finito, fuera de este volumen quedan decenas de biografías que podrían haber entrado holgadamente, como:

Marie Curie (1867), la primera mujer en recibir el Nobel y la única persona en recibirlo en dos categorías distintas: Física (1903) y Química (1911). También fue la primera mujer en dar clases en la Universidad de la Sorbona en seiscientos cincuenta años. Por si fuera poco, nunca quiso patentar sus hallazgos porque no pretendía lucrarse con ellos.

Albert Einstein (1879), que desarrolló la teoría de la relatividad especial, también llamada teoría de la relatividad restringida, en 1905, como consecuencia de observar que la velocidad de la luz en el vacío es igual en todos los sistemas de referencia inerciales.

Enrico Fermi (1901), niño prodigio que, antes de ganar el premio Nobel inaugurando la era nuclear, con solo diecisiete años escribió un ensayo de doctorado en la Universidad de Pisa.

Carl Friedrich Gauss (1777), otro niño prodigio que completó su Disquisitiones Arithmeticae con solo veintiún años de edad.

Paul Dirac (1902), que halló la ecuación de Dirac, una ecuación relativista que describe el electrón, en 1928.

Carl D. Anderson (1905), que obtuvo el premio Nobel de Física de 1936 por su descubrimiento del positrón; y cuatro años después descubrió el muón.

Blaise Pascal (1623), que al cumplir los dieciocho años inventó la primera máquina de calcular, que lleva su nombre.

André-Marie Ampère (1775), que a la edad de dieciocho años ya dominaba la mayor parte del conocimiento matemático de su tiempo.

Srinivasa Ramanujan (1887), un matemático autodidacta que, alrededor de los trece años, generó sus propios teoremas en teoría de números.

William Rowan Hamilton (1805), que con trece años ya encontraba errores en las obras del matemático Pierre-Simon Laplace.

Elon Musk (1971), cofundador de PayPal, Tesla Motors, SpaceX, Hyperloop, SolarCity, The Boring Company y OpenAI.

Jimmy Wales (1966), cofundador de Wikipedia.

Brittany Wenger (1994), que ha inventado el instrumento más preciso hasta la fecha para detectar el cáncer de mama, en el que está involucrada la inteligencia artificial. Ella misma declaró en una entrevista: «Lo mejor de hacer ciencia con quince años es que nunca le di demasiada importancia a los fracasos. Yo me decía: “Esto es ciencia, aprendes de los errores” y nunca pensé en qué pasaría si no funcionaba».

Pero pasemos páginas, literal y metafóricamente, para dejar para otra ocasión a los que pudieron ser, el piscolabis, y centrarnos en los que son, el plato principal. Adelante.

Oliva Sabuco, la mujer que se adelantó a la Revolución Científica
(1562 - 1622)

Qué duda cabe de que Aristóteles fue un genio de su época. Sin embargo, de tanto invocarlo como argumento de autoridad, a veces olvidamos que Aristóteles, como todos sus coetáneos, era una persona atrapada en una coyuntura histórica y cultural. En otras palabras: en la actualidad, Aristóteles sería considerado un ignorante en gran parte de las áreas del conocimiento.

El problema de la falacia de autoridad, sobre todo en el caso de Aristóteles y otros sabios de la Antigua Grecia, estriba en que sus afirmaciones se repitieron durante siglos y siglos sin que nadie, jamás, las comprobara por sí mismo. Afirmaciones como que la sangre de la mujer es más oscura y espesa que la del hombre. Que la mitad izquierda del cuerpo es más fría que la derecha. Que nuestro cerebro no recibe sangre, porque es la parte más fría del organismo y sirve, cual frigorífico, para atemperar el resto del cuerpo. Aristóteles incluso se burló de los pensadores que valoraron la posibilidad de que la Tierra se desplazara por el universo con esta afirmación propia de un alumno de primaria: «¡Qué ocurrencia! ¿Qué pasaría con los pájaros que vuelan si la Tierra se moviera?».

Otro personaje considerado un sabio incuestionable fue Galeno, el médico más importante de la Antigüedad, con permiso de Hipócrates. Dada la prohibición expresa de la práctica de la disección humana, los conocimientos anatómicos que tenía Galeno sobre el ser humano fueron meras extrapolaciones de lo que aprendió diseccionando monos y cerdos, lo que perpetuaría toda clase de disparates: identificó un supuesto hígado de cinco lóbulos, el doble conducto biliar o el esternón de siete segmentos. Además, llegó a la conclusión de que el exceso de sangre era la razón precursora de la mayoría de las enfermedades, lo que popularizaría las ineficaces y perjudiciales sangrías. Incluso consideró que el pus era imprescindible para la curación de las heridas y llegó a citar diversos crecepelos, como un ungüento que debía aplicarse en la calva y estaba confeccionado a base de excrementos de ratón, tal y como señala el historiador de la Universidad de Wisconsin, J. C. McKeown, en Gabinete de curiosidades romanas (2011).

En tal tesitura, pues, resulta particularmente llamativa la reflexión en forma de libro que publicó una mujer llamada Oliva Sabuco de Nantes Barrera en 1587 (fue hija de Francisca Cózar y de Miguel Sabuco, pero los dos últimos apellidos los tomó de sus madrinas). El libro se tituló Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos, la cual mejora la vida y salud humana. Compuesta por doña Oliva Sabuco. Un título quizá demasiado pomposo que, sin embargo, planteaba un paradigma del todo revolucionario para la época: que el conocimiento se adquiría por la experiencia, desafiando precisamente las afirmaciones presuntamente doctas de la Antigüedad grecolatina, como las de Aristóteles y Galeno. Por ejemplo, Oliva señalaba que el pensamiento y las emociones no residían en el corazón, como se había creído hasta entonces, sino en el cerebro.

Aquella obra, además, no solo era singular por la época, pues se adelantaba a algunas ideas sobre las que se asentó la Revolución Científica, sino porque había sido concebida por una mujer. Por ello no hay que quitarle ni un ápice de razón a la apreciación que hacía la propia Oliva a propósito de su obra, por muy grandilocuente que se nos antoje: «mayor, en calidad, que cuantas habían hecho los hombres».

Revolución

Fijar el inicio de la ciencia moderna es una empresa tan esquiva como localizar la posición exacta de un electrón, pero la mayoría de historiadores coinciden en que esta dio comienzo entre 1572 (cuando Tycho Brahe atisbó una nova o estrella nueva en el firmamento) y 1704 (cuando Newton publicó su Opticks, donde demostraba que la luz blanca está constituida por luz de todos los colores del arcoíris). Hasta entonces, lo que se llamaba «ciencias» carecía de teorías complejas basadas en evidencias sustanciales y era incapaz de realizar predicciones fiables, a excepción, quizá, de la astronomía.

El advenimiento de esta nueva ciencia propugnaría un programa de investigación basado en experimentos, en demostraciones empíricas y en explicar cómo se sabía lo que se sabía. Todo ello en el marco de una comunidad de expertos que se vigilaran unos a otros para evitar en la medida de lo posible el fraude y una continua supervisión de cualquier afirmación científica: si se encontraba un error o una explicación más convincente, se sustituía la primera por la segunda. Esta forma de afrontar la adquisición de nuevos conocimientos, aunque en apariencia nos resulte obvia, no había sido moneda común en ningún momento de la historia, desde que aparecieron los Homo sapiens hace doscientos mil años hasta los siglos xvii-xviii. Hasta hace apenas cuatrocientos años, el progreso del conocimiento y del cambio tecnológico fue extremadamente lento, y a menudo ambivalente. Durante miles de años, casi todo lo que atesoraba un ser humano eran creencias. Hace apenas cuatrocientos años, por primera vez, empezó a acumular conocimientos sobre conocimientos, tal y como refiere el historiador David Wootton en su libro La invención de la ciencia (2016):

Entre 1600 y 1733 (aproximadamente; el proceso estaba más avanzado en Inglaterra que en otras partes) el mundo intelectual de la élite educada cambió más rápidamente que en ningún otro momento de la historia previa, y quizá que en ningún otro momento antes del siglo XX. La magia fue sustituida por la ciencia, el mito por los hechos, la filosofía y la ciencia de la Antigua Grecia por algo que todavía es reconocible como nuestra filosofía y nuestra ciencia.

Francis Bacon y su Novum Organon, en 1620, constituyeron otra punta de lanza de esta nueva ciencia moderna. Esta nueva perspectiva se concretaría en uno de los instantes más significativos de la historia de Gran Bretaña: tuvo lugar en Londres en 1645, cuando los filósofos naturales (científicos) Robert Boyle y Robert Hooke y el arquitecto Christopher Wren emprendieron la construcción del llamado Colegio Invisible. En realidad, no había ninguna construcción física que emprender porque el colegio no tenía paredes, por eso era invisible. En verdad, el Colegio Invisible no era ningún edificio, ni siquiera una institución o estamento que tuviera una ubicación física: solo era una manera de proceder y de administrar el conocimiento, y de permitir que se propagara entre todo el mundo, abandonando los inexpugnables muros de las universidades tradicionales. Así pues, Hooke, Boyle y Wren se comprometieron a adquirir conocimientos nuevos a través de medios experimentales y a exponer los descubrimientos de unos y otros para que el ojo ajeno descubriera errores o inconsistencias.

Justo la filosofía contraria a la que los sabios de la Antigüedad habían propiciado: en vez de argumentos de autoridad, el conocimiento se basaría en una red de intercambio de ideas entre intelectuales. Tal y como lo explica Clay Shirky, profesor adjunto de la Universidad de Nueva York y experto en redes sociales, en Excedente cognitivo (2010):

¿Qué tenía el Colegio Invisible que faltara a los alquimistas? No eran sus herramientas, pues tanto los químicos como los alquimistas empezaron con viales, braseros y balanzas. Tampoco era su perspectiva, puesto que ni una sola figura hizo un repentino avance en química, como ocurrió con Newton y la física. La Universidad Invisible tenía una gran ventaja con respecto a los alquimistas: se tenían los unos a los otros.

El Colegio Invisible acabó siendo tan importante para el desarrollo de la ciencia británica que sus componentes formaron el núcleo de la Royal Society, una organización mucho menos invisible constituida en 1662 y que todavía sigue en activo hoy en día. El Colegio Invisible, pues, fue uno de los gérmenes de la ciencia moderna. Y se sustentaba en un paradigma que ya había esbozado Oliva en un libro atípico en la historia de España.

Libro

Oliva nació en una villa de la provincia albaceteña de Alcaraz, en 1562. En esos años, articulada en el Concilio de Trento, se materializó la Contrarreforma en toda la península, lo que frenaría el avance de las doctrinas protestantes y retrasaría la Revolución Científica que ya empezaba a alumbrarse en otros países. En este caldo de cultivo en el que las órdenes religiosas regresaban a sus orígenes más oscuros y también se creaba la Santa Inquisición (tres años antes del nacimiento de Oliva se había quemado en la hoguera a más de treinta personas en los autos de fe de Valladolid y Sevilla), nacía una niña que no solo sería una rara avis por su condición de mujer y docta, sino porque presentaría algunos de los ingredientes de la Revolución Científica antes de que esta tuviera lugar en todo su esplendor.

Poco se sabe de la vida personal de Oliva, pero probablemente no recibió educación académica de ningún tipo. Si acaso, puede que recibiera su primera educación en el colegio para niñas de las madres dominicas en su ciudad natal. Sin embargo, como hija de un regidor y boticario de Alcaraz que había estudiado leyes en la Universidad de Alcalá, el bachiller Miguel Sabuco, tuvo acceso a la biblioteca del convento dominico que se encontraba justo al lado de su casa. Su instrucción en medicina seguramente estuvo a cargo del padrino de Oliva, el doctor Heredia. También se sabe que, a los dieciocho años, contrajo matrimonio con Acadio de Buedo. La educación de Oliva la completaron otros eruditos amigos de la familia que le enseñaron latín.

Todas estas materias estaban reservadas para los hombres, pero a Oliva le interesaban a pesar de que no estuviesen asignadas a su sexo, como en el caso de los preparados que elaboraba su padre en la botica. También prestaba muchísima atención a las charlas que mantenían los parroquianos más cultos. Y siempre que podía, fisgaba en los libros que había por casa. Todas estas raras costumbres propiciaron que su padre la enviara a aprender «latinidades» con Pedro Simón Abril, un hombre considerado sabio en el pueblo. Simón Abril tenía un gran conocimiento del griego y llegó a traducir a Aristóteles. Este guía en el camino del saber de Oliva fue el primero en señalarle que todos los conocimientos de la humanidad debían ser repasados y repensados, no fuera que se hubieran colado errores, imprecisiones o recetas que, si bien antaño fueron fructíferas, entonces quizá no lo fueran tanto. Oliva tomó buena nota mental de todo ello. Sin embargo, no entendía por qué Simón Abril estaba dispuesto a poner en entredicho cualquier conocimiento a excepción de la medicina. ¿Acaso la salud no dependía de la medicina y precisamente por ello debía estar continuamente revisándose? Simón Abril, no obstante, sostenía que la medicina iba por buen camino y no requería mayores cuestionamientos.

Oliva se refugia en su propia soledad, absorbe todo el conocimiento que la rodea, aprende de todos cuantos tienen algo que decirle y, sobre todo, medita y conecta en su cabeza distintos bloques de conocimiento aparentemente aislados entre sí. No en vano, suya fue la frase: «En la soledad se halla lo que muchas veces se pierde en la conversación».

Oliva fue la quinta de ocho hermanos. Años después quedó huérfana de madre y su padre contrajo matrimonio en segundas nupcias con otra mujer, también de Albacete, que tenía la misma edad que Oliva.

Finalmente, cumplidos los veinticuatro años, envió su obra, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada por los grandes filósofos antiguos, a El Escorial, residencia del rey Felipe II, pues estaba dedicada al mismo con estas palabras recogidas en una carta:

La humilde sierva y vasalla, hincadas las rodillas en ausencia, pues no puede en presencia, osa hablar. Diome esta osadía y atrevimiento aquella antigua ley de alta caballería, a la cual los grandes señores y caballeros de alta prosapia se quisieron atar y obligar, que fue favorecer siempre a las mujeres en sus aventuras.

En la carta advierte al monarca que este quizá haya leído muchos libros de los más ilustres autores, y tal vez hasta alguno escrito por una mujer, pero que el presente le resultaría interesante como pocos. Oliva aspiraba así a que el libro no solo fuera reconocido, sino protegido de la quema: en 1546 se había publicado el primer índice expurgatorio de libros prohibidos por la Inquisición. Afortunadamente, pasó la criba censora y el libro sería editado en 1587.

La obra tiene siete partes. Cinco coloquios entre varios pastores y un médico (uno de los pastores representa a la propia Oliva, que responde a las preguntas de los demás a la vez que expone sus ideas) y dos partes más escritas en latín que son una síntesis de lo anteriormente presentado de forma deslavazada. Esta suerte de diálogos socráticos en los que exponía sus conocimientos, pues, no aspiraban a ser compendiosos, sino a desplegar la tendencia divagatoria de las conversaciones, o a emular a esos narradores que, poco a poco, van templando y preludiando el tono del relato para instilar ideas que escapan a cualquier formulación.

La medicina y la psicología son el tema objeto de glosa en el primer coloquio, «Coloquio del conocimiento de sí mismo». Aquí es donde leemos las críticas más explícitas contra Aristóteles, Galeno e Hipócrates, representantes del conocimiento tradicional: para Oliva, la ciencia debe fundamentarse en la experimentación, no en la autoridad de quien presenta una teoría. También aquí se apuntan ideas acerca de las enfermedades psicosomáticas, es decir, afecciones que nacían o empeoraban de resultas de una mala salud psíquica o un estado de ánimo alicaído. Se considera que Descartes fue el primero en pensar que existía una relación entre el alma y el cuerpo que determinaba la salud de ambos. Sin embargo, Oliva ya había afirmado esto, con la prioridad del cerebro en esa relación, medio siglo antes que el filósofo francés.

También considera la musicoterapia y la higienización como métodos útiles de curación. De un modo aún rudimentario, incluso hace alusión a conceptos similares a lo que hoy conocemos como neurotransmisores y afirma que los hijos no heredaban únicamente los caracteres del padre, como se solía sostener, sino también de la madre.

El segundo coloquio aborda la astronomía y la filosofía natural con el mismo grado de heterodoxia bajo el título «Coloquio en que se trata la compostura del mundo», aunque aquí todavía defenderá el geocentrismo (la Tierra es el centro del universo) a pesar de que la teoría heliocentrista de Copérnico ya era conocida. Oliva también se atreve a describir eclipses, las estaciones y la formación de tormentas, entre otros fenómenos naturales.

El tercer coloquio, bajo el epígrafe «Coloquio de las cosas que mejorarán este mundo y sus repúblicas», aborda la construcción del estado y expone algunas propuestas renovadoras en lo tocante a lo político y lo social. Una idea que Oliva articula, a pesar de ser muy avanzada para su época, es que las personas no han de tener un estatus o un rango por nacimiento o familia, sino que esos son rasgos que deben ganarse con el comportamiento a lo largo de la vida. Esta idea, pues, confrontaba directamente con la más generalizada: que la categoría social se heredaba en la cuna.

En el cuarto coloquio, «Coloquio de los auxilios o remedios de la vera medicina», resuenan ecos del filósofo griego Heráclito, que decía: «Al mismo río entras y no entras, pues eres y no eres», ya que Oliva escribe aquí sobre lo efímero de cualquier situación o hecho y de cómo el tiempo cambia las cosas. Oliva sostenía que el ser humano no siempre es la misma persona, no existe un individuo, sino que es un fluido que cambia no solo por el tiempo, sino también por las circunstancias.

El quinto coloquio, «Vera medicina y vera filosofía, oculta a los antiguos, compuesta en dos diálogos», se atreve a rechazar toda la medicina existente por estar sustentada en falacias de autoridad, ideas no probadas empíricamente y supercherías. A su juicio, pues, lo mejor para combatir una enfermedad era llevar una vida saludable: evitar comer copiosamente, realizar ejercicio moderado y vivir en un ambiente agradable. Al menos, ello resultaría mucho más eficaz que muchos de los remedios que prescribían los médicos, lo cual no distaba mucho de la realidad si tenemos en cuenta que Oliva vivía en una época en la que no se conocían medidas de higiene y asepsia y eran habituales las sangrías y las trepanaciones. Oliva también propone una descripción para la «pena negra», que se adelanta a las descripciones médicas de la depresión.

Los dos últimos coloquios, escritos en latín, son un conjunto de adagios o dichos breves sentenciosos sobre la naturaleza del hombre como raíz de la medicina, así como un estudio acerca de la naturaleza de los mitos.

Con todo, quizá una de las ideas más revolucionarias expuestas en esta obra es que tanto hombres como mujeres eran iguales, y que el funcionamiento del cerebro era el mismo con independencia del sexo de quien lo usara. Por lo tanto, Oliva rechaza de plano que la mujer tuviera que estar sometida al hombre.

Todas estas observaciones tan avanzadas para su época, sagaces como pocas y, sobre todo, originales en el sentido de que no dependían de la supuesta sabiduría de nuestros antepasados para defenderse, recibieron encendidos elogios incluso de Lope de Vega, que calificó a Oliva como «la décima musa». El mismo título que José María Merino le puso a una novela histórica que recupera esta figura casi borrada del Siglo de Oro.

Toda aquella mixtura de medicina, filosofía e higiene de la obra de Oliva también recibió parabienes al respecto de su estilo literario, que llegó a ser comparado con el de Miguel de Cervantes. La acumulación de conocimientos de Oliva, pues, era insólita, y constituyó un gran hito para el pensamiento y la ciencia españoles desde una óptica humanista que recordaba a otro genio español de la ciencia del siglo xvi: Miguel Servet (en este caso, no fue su obra la que ardió en la hoguera, sino él mismo, condenado por la Inquisición).

A pesar de que estuvo muchos años en el Índice, el listado de la Inquisición de libros prohibidos, la Nueva filosofía tuvo tal éxito que al año siguiente ya se había hecho una segunda edición a la que siguieron siete reediciones hasta 1734, e incluso traspasó fronteras para publicarse en Europa y América.

¿Hombre?

Como también explica Eduardo Ruiz Jaren en su libro Olivia Sabuco: filosofía y salud, la figura de esta pensadora adelantada a su tiempo no está libre de polémica a propósito de la autoría de su obra. Algunos sostienen que el verdadero autor fue el padre de Oliva, Miguel Sabuco. Con el fin de evitar que lo condenaran por hereje, habida cuenta del contenido de aquel libro, Miguel Sabuco habría cedido la autoría a su hija. Más tarde, de hecho, cuando el libro triunfó, intentó recuperar la autoría. Hay quien opina que quizá aquello tenía solo un trasfondo económico: su segunda esposa lo habría presionado para hacerse con el libro y sus derechos, y tampoco era el primer pleito que Miguel Sabuco mantenía con alguno de sus hijos por motivos también económicos.

Aunque el padre de Oliva no ganara este pleito y el libro continuara siendo de su autoría durante tres siglos, en 1903 se encontró un documento en el que el padre declaraba que era el autor original, una adenda de última hora en su testamento en el que profería juramentos e invectivas hacia su hija a lo rey Lear, lo que finalmente propició que la Biblioteca Nacional atribuyera la autoría a Miguel Sabuco en vez de a Oliva. Actualmente, pues, si buscamos la Nueva filosofía en la Biblioteca Nacional, para poder encontrar la obra por autor tenemos que buscarla por el nombre de su padre, Miguel Sabuco. Oliva fue borrada de la historia por una simple prueba documental frente a decenas de pruebas históricas.

En realidad, solo se dispone de este documento privado para inclinar el fiel de la balanza hacia el padre y no hacia Oliva, así que la autoría, si aspiramos a ser rigurosos, no debería adjudicársele a él, pues hay muchas más evidencias históricas que avalan la autoría de Oliva. Incluso hay una evidencia grafológica, aducida por una organización llamada Sociedad Oliva Sabuco que reivindica la autoría de Oliva: una comparación de las firmas del padre y la hija (que empleaba una s alargada) que sugiere que la de la Nueva filosofía pertenecía a Oliva. Además, no resulta muy plausible que un padre temeroso de la Inquisición pusiera a su hija como autora de un libro que podría condenarla a ella, máxime si tenemos en cuenta que el Alto Tribunal, en aquella época, era más expeditivo en sus procesos contra las mujeres que contra los hombres.

Quizá por todo ello cada vez hay más defensores de Oliva, que no solo es objeto de biografías sino también protagonista o trasfondo de novelas como la ya citada de Merino o Recuerda Mundo, de Virginia Ferrer. En el siglo xviii, entre los libros que se enviaron a las colonias inglesas de Estados Unidos, había un ejemplar de la Nueva Filosofía y actualmente este volumen se conserva en la Biblioteca del Congreso de Washington. Las profesoras estadounidenses Mary Ellen Waithe y María Colomer Vintró, ambas de la Cleveland State University, tradujeron por primera vez al inglés el libro y lo editaron bajo el título New Philosophy of Human Nature.

Así pues, aunque Oliva pasó desapercibida en la historia del pensamiento, y más tarde se trató de arrebatarle la autoría de una de las obras más relevantes del Siglo de Oro, continúa viva en el recuerdo de muchos de sus defensores y admiradores. Incluso en el cine: en la película La habitación de Fermat, cinco personajes son citados para resolver enigmas matemáticos y cada uno de ellos oculta su identidad bajo un pseudónimo. Los cinco nombres son: Fermat, Hilbert, Pascal, Galois (los cuatro matemáticos) y, finalmente, Oliva.

Anton van Leeuwenhoek, la primera persona que vio un microbio
(1632 - 1723)

Se estima que en la Tierra hay una cantidad extraordinaria de virus. Concretamente tantos como un 1 seguido de 31 ceros. En cuanto a procariotas, como las bacterias, la cifra oscila entre trescientos mil millones de trillones (un 3 seguido de 29 ceros) y seis billones de trillones (un 6 seguido de 30 ceros). En nuestros cuerpos, las cifras continúan siendo inimaginables, todo un universo demasiado pequeño para ser advertido a simple vista que habita en cada centímetro de nuestro exterior y nuestro interior. De hecho, las bacterias que viven en nuestro cuerpo, y se aprovechan de él, superan en número a nuestras propias células constituyentes en proporción de más de 10 a 1. En un solo centímetro cuadrado de nuestra piel hallaremos una media de cientos de miles de bacterias. En total, unos mil millones en la boca, diez millones en las axilas, diez millones en las ingles y unos 750 billones de bacterias intestinales pertenecientes a más de cuatrocientas especies diferentes. El peso total de estas últimas, por ejemplo, se ha estimado en más de un kilogramo. Muchas de ellas llevan consigo genes que nos dotan con rasgos y funciones útiles para nosotros, como ayudarnos a asimilar nutrientes y convertir el resto en excrementos que más tarde evacuaremos. Pero la colonia microbiana de nuestra boca puede llegar a ser extraña a la par que repugnante. Esta comunidad bucal tiene unas seiscientas especies diferentes y, cada vez que mantenemos un largo beso con alguien, intercambiamos cinco millones de bacterias.

De ello se dio cuenta, por primera vez en el siglo XVII, el comerciante de tejidos holandés Anton van Leeuwenhoek, cuando se rascó una porción de su placa dental y la observó al microscopio, momento en el que descubrió «con considerable asombro […] muchos animáculos diminutos, que se movían de un modo muy hermoso […] tan juntos que parecían un enorme enjambre de moscas o mosquitos».

Ver

En Delft, la mayoría de las ventanas de las casas están doblemente divididas: cada mitad tiene una parte superior y una parte inferior que se abren por separado. De este modo, se puede regular con gran precisión la cantidad de luz que entra en cada estancia. Acaso esta especie de obturador fotográfico fue uno de tantos estímulos inconscientes que, a través de la serendipia, condujeron a Anton a concebir los primeros microscopios del mundo. El otro estímulo tal vez fue Vermeer.

Apenas a unos metros del domicilio de Anton residía el pintor barroco Johannes Vermeer, célebre por obras como La joven de la perla. Sus métodos de trabajo, sin embargo, fueron tan poco divulgados como los de Anton. Con todo, se conocen algunos de sus trucos para obtener aquella exquisita luminosidad en los cuadros. Por ejemplo, empleó una caja de madera en cuyo extremo había un tubo corto que sostenía un pedazo de vidrio con forma de lenteja. Situado junto a la ventana, Vermeer hacía uso de aquel extraño artefacto, llamado «cámara oscura», para examinar su pintura con mayor detalle y obtener mejores resultados. Vermeer, así, se convirtió en un experto en descifrar cómo la luz afecta a la forma en que percibimos el mundo gracias a aquella nueva forma de concebir pinturas, lo que ofrecía unos resultados tan asombrosos que los expresaba así el diplomático, filósofo natural y entusiasta del arte Constantijn Huygens:

No me es posible describirle a usted esta belleza en palabras: en comparación toda la pintura parece muerta, ya que aquí está la vida misma, o algo más noble, que no necesita las palabras. Figura, contorno y movimiento se unen con naturalidad entre sí, de una forma totalmente placentera.

La fascinación por las lentes, pues, atraía tanto a las comunidades artísticas como a las científicas, de tal manera que estas comunidades pueden ser vistas como una sola, unidas por el objetivo compartido de investigar la naturaleza y el empleo colectivo de dispositivos ópticos. Es tentador especular que Vermeer y Anton debieron haberse conocido, que debían haber sido amigos, que hablaron juntos sobre lentes y experimentos ópticos, pues incluso tenían amigos en común y habían nacido la misma semana, pero no se dispone de registros históricos que lo aseguren. Como tampoco se puede asegurar cómo logró Anton fabricar aquellos microscopios tan asombrosamente poderosos para la época y convertirse, en agosto de 1674, en la primera persona en ver vida microscópica, «pequeños animales» mil veces más pequeños que los ácaros, según estimaría el propio Anton.

Con todo, lo que sí puede afirmarse es que la trascendencia de aquel hito fue mucho más profunda que si se hubiera producido en cualquier otra época. En aquel momento, el mundo científico se hallaba en mitad de una revolución protagonizada por nombres como Bacon, Kepler, Copérnico, Galileo o Newton. Una nueva forma de practicar la ciencia que se alejaba del método lógico adoptado por los seguidores medievales de Aristóteles y que se centraba en la observación del mundo natural. La idea nuclear de esta revolución es que solo podía considerarse cierto lo que se podía ver y, por consiguiente, la forma de considerar ciertas cada vez más cosas pasaba por mejorar los instrumentos de observación bajo el paraguas del lema de la Academia de las Ciencias de Florencia: «Examinar con ojos de lince aquellas cosas que se manifiestan». Instrumentos de observación, medición y representación de la naturaleza como el termómetro, el barómetro, el reloj de péndulo o el telescopio fueron ideados durante este período. El instrumento más emocionante, sin embargo, era el telescopio y, gracias a Anton, también lo acabó siendo el microscopio. Ambos inventos, concebidos gracias al delicado proceso del pulido de lentes, inspiró a filósofos naturales como Robert Hooke, que imaginaba un futuro en el que no solo se potenciaría la visión: «Como los cristales han promovido nuestra visión, no es improbable que se puedan desarrollar inventos para mejorar nuestros otros sentidos».

Por lo tanto, en este período, pequeños insectos fueron examinados a través de microscopios, planetas lejanos fueron avizorados a través de telescopios y cuerpos humanos fueron cortados en los teatros anatómicos para descubrir lo que había en su interior. Sin embargo, aquel agosto de 1674 en el que Anton había descubierto lo que había más allá de la resolución de nuestros ojos, de un tamaño inferior a cualquier otro insecto conocido, iniciaría un aluvión de excitantes investigaciones en las que, por ejemplo, se empezó a atisbar que las enfermedades podían ser responsabilidad de microorganismos.

Ámsterdam

El 4 de noviembre de 1632, cuatro días después de que Johannes Vermeer fuera bautizado en el Nieuwe Kerk, otro niño fue llevado allí para la misma ceremonia. El niño recibió el nombre de Thonis Philipsz. Empezaría a vivir en una casa de ladrillo con techo de teja en una esquina de la calle Leeuwenpoort, de resultas de lo cual tomaría un nuevo apellido basado en su dirección: Leeuwenhoek, que significa ‘desde la esquina del león’ (se pronuncia, aproximadamente, lay-ven-hook). Casi cincuenta años más tarde, cuando se hizo célebre en todo el mundo por sus observaciones microscópicas, Thonis, que siempre firma con el nombre de Anton, añadirá un digno «van» al nombre de la familia y se convertirá así en el legendario Anton van Leeuwenhoek.

La infancia de Anton discurrió apacible, incluso más que la media del resto de Europa, pues en Holanda se preconizaba la idea, en aquel tiempo poco aceptada, de que los niños deben ser mimados y queridos y han de invertir gran parte de su tiempo en el juego. Los extranjeros se asombraban al contemplar cómo los niños holandeses podían permanecer acurrucados o abrazados a sus padres e, incluso, para horror de los calvinistas más severos, recibir un beso de buenas noches a la hora de acostarse. El médico inglés William Aglionby, por ejemplo, se quejaba de que los holandeses eran «demasiado indulgentes con sus hijos». A pesar de las críticas y la incomprensión, los índices de abandono infantil e infanticidio en Holanda eran inferiores que entre los niños ingleses o franceses.

Durante su infancia feliz y despreocupada, Anton pasaba el tiempo cazando gusanos de seda de la especie Bombyx mori, tal y como lo hacían muchos otros niños de la región. La oruga solo come hojas de morera, como las que cubrían los canales de Delft, y los niños las alimentaban hasta que se refugiaban en sus crisálidas para iniciar la metamorfosis. Entonces, tras la paciente espera, vendían los capullos a los hilanderos de seda para sacarse unas monedas.